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Por qué procrastinamos

El individuo sano anhela una actividad fructífera y una buena calidad de vida.

GEORGE BERNARD SHAW

 

Tu programa estratégico empieza por identificar tus patrones de procrastinación, de modo que puedas aplicar las técnicas apropiadas para reemplazarlos con los patrones de trabajo efectivo de las personas productivas.

SÍNTOMAS DE ALARMA DE LA PROCRASTINACIÓN

Estos seis síntomas de alarma te ayudarán a determinar rápidamente si tienes dificultades significativas con la procrastinación o con el logro de objetivos, o si posees hábitos ineficientes de trabajo:

  1. ¿Tienes la sensación de que la vida es una larga serie de obligaciones que no pueden cumplirse?
    • ¿Tienes una larga lista de «cosas pendientes» imposible de realizar?
    • ¿Te hablas a ti mismo con frases del tipo «tengo que» y «debería»?
    • ¿Te sientes impotente, con la sensación de que no tienes alternativas?
    • ¿Te sientes inquieto, presionado, siempre temeroso y atrapado en la procrastinación?
    • ¿Padeces insomnio y tienes problemas para relajarte por la noche, durante los fines de semana y cuando estás de vacaciones (si es que realmente te vas de vacaciones)?
  2. ¿Eres poco realista con el tiempo?
    • ¿Hablas siempre de empezar proyectos con términos vagos, como «algún día de la semana que viene» o «en otoño»?
    • ¿Pierdes la noción de a qué dedicas el tiempo?
    • ¿Tienes una agenda vacía sin una idea clara y precisa de los compromisos, planes, objetivos intermedios y fechas de entrega?
    • ¿Llegas tarde de manera crónica a las reuniones y las comidas de trabajo?
    • ¿Te olvidas de tener en cuenta el tiempo que te lleva cruzar la ciudad en hora punta?
  3. ¿Tienes una actitud vaga sobre tus objetivos y valores?
    • ¿Te resulta difícil mantener el compromiso con una persona o un proyecto?
    • ¿Te cuesta saber lo que realmente quieres para ti mismo, pero tienes claro lo que deberías querer?
    • ¿Te distraes fácilmente de un objetivo por culpa de otro plan que parece carecer de obstáculos y problemas?
    • ¿Eres incapaz de diferenciar entre la manera más importante de invertir tu tiempo y la menos importante?
  4. ¿Te sientes insatisfecho, frustrado o deprimido?
    • ¿Tienes objetivos en la vida que jamás has logrado o ni siquiera has intentado?
    • ¿Temes ser un eterno procrastinador?
    • ¿Sientes que no estás nunca satisfecho con lo que logras?
    • ¿Sientes que te faltan cosas, que siempre estás trabajando o te culpas por no estar haciéndolo?
    • ¿Te preguntas continuamente por qué has hecho las cosas o qué es lo que te falla?
  5. ¿Eres indeciso y temes ser criticado por equivocarte?
    • ¿Retrasas el cumplimiento de proyectos porque intentas que sean perfectos?
    • ¿Temes asumir la responsabilidad de las decisiones porque temes que te señalen si algo va mal?
    • ¿Exiges la perfección hasta en las tareas menos importantes?
    • ¿Esperas estar por encima de los errores y las críticas?
    • ¿Te preocupas sin cesar sobre lo que ocurrirá si algo sale mal?
  6. ¿Te impiden tu escasa autoestima y tu falta de confianza ser productivo?
    • ¿Buscas fuera a los culpables de tus errores porque temes admitir tus deficiencias?
    • ¿Crees que «eres lo que haces» o que «eres tu valor neto»?
    • ¿Sientes que mantienes un control poco efectivo sobre tu vida?
    • ¿Temes que te juzguen y que te pongan en evidencia?

Si te identificas con la mayoría de estas categorías, es muy probable que ya seas consciente de tus problemas reales de procrastinación, de gestión del tiempo o de adicción al trabajo. Si reconoces sólo algunos de estos síntomas de alarma, puede que estés procrastinando en algunas áreas de tu vida, pero que conserves el control en la mayoría.

Si alguna vez te has quedado atrapado en un círculo de procrastinación, ya sabes el precio personal que acarrea: perder fechas límite de entrega de solicitudes laborales o académicas, perder ventas por no haberlas seguido con llamadas y perder amistades debido a los permanentes retrasos y cancelaciones de planes. Pero incluso si evitas estos extremos y cumples responsablemente con las obligaciones y fechas límite, puede que sigas teniendo algún problema con la procrastinación. El hecho es que la mayoría de los que nos consideramos procrastinadores cumplimos con las fechas y logramos evitar las sanciones graves, pero nos sentimos tan apresurados, tan presionados y tan infelices con los resultados que debemos admitir que tenemos dificultades desorbitadas ante cualquier actividad que nos asusta o nos desagrada. Nuestra verdadera angustia proviene de la constante ansiedad por postergar, del sentimiento de culpa derivado de la calidad inferior de los proyectos llevados a cabo en el último minuto y del fuerte remordimiento que nos produce dejar escapar las oportunidades de la vida.

UNA VISIÓN POSITIVA DEL ESPÍRITU HUMANO

«¿Por qué procrastinas?» La respuesta más frecuente a esta pregunta es «Porque soy vago». Sin embargo, hasta los peores procrastinadores demuestran motivación y energía en algunas áreas de su vida: deportes, aficiones, lectura, el cuidado de los demás, música, baile, discusiones políticas, inversiones, navegar por internet o jardinería. Los llamados procrastinadores se encuentran en cualquier modalidad de la vida, consiguiendo mucho más en los terrenos a los que han decidido consagrar su tiempo, pero totalmente incapaces de ponerse en marcha en otros.

La perspectiva de Hazlo ahora no acepta la pereza, la desorganización o cualquier otro defecto de carácter como causa de la procrastinación. Tampoco acepta la suposición de que la gente en general es perezosa de manera innata y, por lo tanto, hay que presionarla para motivarla.

El programa de Hazlo ahora se basa en la psicología positiva del doctor Martin Seligman, a partir de lo que la doctora Suzanne Kobasa —de la Universidad de Chicago— llama «las orientaciones psicológicas que ponen énfasis en la iniciativa y la resistencia humanas». Sus investigaciones sobre la personalidad resistente concluyen que las interpretaciones más optimistas del funcionamiento humano son ignoradas a menudo por las teorías sobre cómo la gente sale adelante. Asimismo, en Anatomía de una enfermedad o la voluntad de vivir y Principios de autocuración, el ya desaparecido Norman Cousins advertía de que la medicina moderna prácticamente ha ignorado los aspectos positivos del resistente sistema curativo del cuerpo y ha preferido centrarse en la enfermedad. Cousins afirmaba que el humor y las emociones y los pensamientos positivos tienen un potencial sanador. Hazlo ahora aplica una actitud positiva parecida del espíritu humano al problema de la procrastinación.

Quizá te preguntes: si la naturaleza humana tiene esta capacidad de ser tan positiva y activa, ¿por qué procrastinamos? Una explicación la ofrece Denis Waitley, el autor de The Psychology of Winning y de The Joy of Working, que define la procrastinación como una «forma neurótica de comportamiento autodefensivo» orientada a proteger la propia valía personal, es decir, procrastinamos cuando tememos una amenaza a nuestra idea de valía e independencia. Sólo actuamos con pereza cuando nuestro instinto natural hacia la actividad productiva está amenazado o suprimido. «Nadie lo hace para sentirse mal —dice Waitley—, sino para aliviar temporalmente temores internos profundos.»

¿Cuáles son los profundos temores internos que nos llevan a refugiarnos en estas formas tan poco productivas de alivio?

El doctor Theodore Rubin, en su libro Compassion and Self-Hate, sugiere que el miedo al fracaso, el miedo a ser imperfectos (perfeccionismo) y el miedo a las expectativas imposibles (estar abrumado) es lo que nos impide activarnos y alcanzar metas y relaciones humanamente posibles. El miedo al fracaso supone que crees que hasta el más mínimo error podría significar que eres una persona inútil y horrible. Tener miedo a ser imperfecto significa que te resulta difícil aceptarte tal y como eres —imperfecto y, por lo tanto, perfectamente humano—, de modo que interpretas cualquier crítica, rechazo o juicio de los demás como una amenaza a tu muy dudosa percepción de la perfección. Temer las expectativas imposibles significa temer que, aunque hayas trabajado duro y hayas alcanzado las metas que se te pedían, tu única recompensa será tener continuamente objetivos más altos y más difíciles, sin descanso y sin tiempo para saborear tus victorias.

Estos temores, según el doctor Rubin, nos impiden alcanzar un estado vital en el que sintamos ahora compasión y respeto hacia nosotros mismos, es decir, por quien somos y por donde estamos en este preciso momento. Esta compasión hacia nosotros mismos es básica para superar las causas subyacentes de la procrastinación. Significa entender que la procrastinación no es un defecto de carácter, sino más bien un intento —aunque insatisfactorio— de enfrentarnos con el miedo que nos atenaza a menudo cuando sentimos cuestionada nuestra valía.

El miedo a ser juzgado es el miedo clave que surge de una identificación exagerada de quien eres, de tu valor como persona, con tu trabajo. De este miedo se deriva el impulso contraproducente hacia el perfeccionismo, la autocrítica severa y el miedo a tener que privarte de tu tiempo de ocio para satisfacer a algún juez invisible.

SOMOS NUESTRO PEOR CRÍTICO

Apostada nerviosamente en el sofá de mi sala de espera había una mujer joven que parecía más bien una niña pequeña y desorientada. Se aferraba con fuerza a su bolso y se sentaba arrebujada hacia delante en la punta del asiento, como si le doliera algo. Cuando dije su nombre, Clare se animó e intentó sonreír, pero la sonrisa le salió forzada y ansiosa. Al levantarse, pude ver que Clare era una mujer alta y bien vestida de casi treinta años, capaz de despojarse de su apariencia infantil y adoptar la apariencia de su verdadera edad y estatura.

Una vez llegamos a mi consulta, Clare recuperó su postura aniñada. Encorvada, me explicó con voz sumisa: «Puede que me echen del trabajo. He recibido una mala evaluación de mi rendimiento: si no mejoro, me despedirán. Me siento fatal. En toda mi vida no he fracasado nunca».

Este trabajo era para Clare su primer puesto de responsabilidad, un puesto prometedor en una empresa del sector del marketing de productos médicos que estaba creciendo rápidamente. Durante más de treinta minutos me estuvo explicando sus problemas con la procrastinación: una historia hecha de vergüenza, humillación y autodesdén, ansiedad constante, la sensación permanente de haber perdido el control, incumplimientos de calendario y proyectos completados a toda prisa que no dejaban tiempo para comprobar errores evidentes.

«Sencillamente, no era capaz de enfrentarme a todas sus exigencias. Querían que aprendiera tantas cosas —me explicó Clare—. Había interrupciones continuas y ninguna directriz clara. No sabía lo que esperaban de mí. Me sentía tan estúpida e incompetente... Al cabo de un tiempo, ni siquiera era capaz de ponerme en marcha, aunque realmente quisiera hacerlo. Tenía tanto miedo de equivocarme. Cada vez que intentaba iniciar alguno de mis proyectos, oía la voz de mi jefe diciéndome que lo hiciera bien y recordándome lo importante que era. Mi manera de hacer las cosas era tan distinta a la de él.

»Cuando me dieron el trabajo, todos estaban ansiosos por verme empezar. Había mucho trabajo atrasado de Janet, la persona que antes desempeñaba mi cargo. Pero apenas había empezado a familiarizarme con él —desarrollando mis propias ideas—, alguien venía a preguntarme qué tal me iba. Si les enseñaba lo que estaba haciendo, se ponían a decir lo difícil que sería llenar el vacío que Janet había dejado. Al cabo de un tiempo dejé de pedir ayuda y de mostrar mi trabajo a nadie. Cuando me quedaba bloqueada con algo, me ponía tan nerviosa y me deprimía tanto que, simplemente, optaba por dejarlo de lado, irme a tomar un café y ponerme a hablar del tiempo con alguien... cualquier cosa para intentar disipar los nervios.

»Pero mi problema no había empezado en este trabajo. La procrastinación no es nueva para mí. Es un problema que tengo desde la escuela primaria. Sabía que mis problemas de procrastinación acabarían por agobiarme. Tengo una úlcera que arrastro desde el instituto. Ya entonces me preocupaba entregar un trabajo y que me dijeran que era mediocre... o simplemente del montón.»

Cuando Clare pronunció las palabras «mediocre» y «del montón», una expresión de disgusto inundó su rostro. Decidí que era un buen momento para interrumpirla. Había pasado bastante rato describiéndose como la víctima y la niña asustada e indefensa, pero en aquel momento acababa de convertirse en juez y había emitido una crítica. No eran roles muy positivos, pero sí tenían más energía y potencial de movimiento que su parte devastada por una evaluación de rendimiento negativa.

«Para ti, “ser del montón” es algo bastante horrible, ¿no, Clare? —le pregunté—. Te hace sentir desgraciada, como si fueras una inútil. Parece que puedes ser muy dura contigo misma. Esperas que todo lo que produces sea superior, tal vez incluso perfecto, y cuando no lo es, te disgustas contigo misma. Es como si tus proyectos se convirtieran en algo más que trabajo del que hay que ocuparse; para ti son un reflejo de lo que vales como persona. Apuesto a que cuando tu trabajo es tachado de «medio», te dices a ti misma que eres mala, como si —y no simplemente tu trabajo— estuvieras siendo juzgada. ¿Dónde aprendiste a hablarte así a ti misma?»

Mi pregunta desconcertó a Clare, e hizo una pausa antes de responder: «Es así desde que tengo uso de razón. Me educaron para creer que debes ser el mejor en todo lo que emprendes; cualquier cosa por debajo de esto equivale a fracasar. Si fracasaba, me sentiría como una fracasada».

Luego Clare me contó dónde había aprendido a considerarse a sí misma mitad juez, mitad niña perezosa. «Soy la menor de cuatro hermanos. Mis dos hermanos y mi hermana son bastante triunfadores; por supuesto, mi padre realmente es un gran triunfador y muy rico, y mi madre es una persona amada y que lo hace todo muy bien. Siempre he tenido la sensación de que debía jugar a atraparlos pero que nunca podría porque ellos eran siempre mucho mejores que yo en todo. Creo que me habría gustado estudiar Medicina, pero es una carrera muy competitiva y mi hermano mayor ya la había elegido. Desde que soy capaz de recordar, todos se reían de mí cuando les pedía ayuda con los deberes. Siempre se esperaba de mí que lo hiciera todo bien y que no tuviera problemas. Supongo que creían que me estaban enseñando lo brillante que era. Nunca recibí halagos por mis logros, ni siquiera cuando me había esforzado mucho. Pero, en cambio, me criticaban mucho cuando fallaba y sacaba un notable en Historia, por ejemplo. Siempre tuve la sensación de que había alguien vigilándome, preocupada por lo bien que lo hacía y lo lista que era.

»Toda la vida me han dicho que tenía que ser muy disciplinada si quería ser muy buena en piano, en ballet, en ciencias... Sentía que debía esforzarme por hacer todas estas cosas, a pesar de que realmente tenía ganas de ir a jugar con el resto de niños. Para mis padres parecía ser muy importante que fuera buena en algo especial. Yo quería hacerles felices, de modo que me esforzaba mucho por ellos. Y lo he hecho bien, pero nunca he hecho nada muy especial. Nunca he sido nadie de quien pudieran estar orgullosos. Por mucho que me esforzara, en los exámenes y en las entrevistas me he puesto siempre tan nerviosa que nunca he podido dar lo mejor de mí. Siempre he tenido la sensación de que, si no hubiera habido tanta presión —simplemente, un poco más de tiempo—, lo podría hacer realmente bien. Pero siempre acabo con un resultado medio. Odio ser de la media. ¿Pero no es eso lo que nos pasa a todos?»

Este patrón familiar inicial es típico de muchos procrastinadores. A menudo se les ha privado de halagos porque «se les podrían subir a la cabeza», lo cual como niños los dejó con la sensación de que sus esfuerzos no eran nunca lo bastante buenos. Parecen no haber encontrado la manera de complacer a sus padres o maestros. Muy pronto en la vida han aprendido que lo único que pueden esperar al acabar un proyecto son críticas o la llamada crítica constructiva sobre cómo podrían mejorarlo. El mensaje que se les ha comunicado con claridad es: «Para ti no hay descanso. Siempre tendrás que seguir intentándolo. La vida y el trabajo son difíciles; no lo tendrás fácil; te queda mucho por hacer antes de obtener un descanso merecido; será mejor que te acostumbres a las cosas difíciles porque la vida del adulto es todavía peor que la del niño; y mientras estás por ahí divirtiéndote siempre hay una catástrofe acechándote tras la esquina, con ganas de sorprenderte».

Su educación inicial inculcó a Clare la idea de que una parte de ella era perezosa y de que esa parte necesitaba disciplina, presión y amenazas para hacer todo el trabajo complicado que la esperaba. Aprendió a asumir que una parte autoritaria y crítica de ella debía presionar y amenazar a su otro yo infantil y perezoso. Para Clare, estar en conflicto constante con ella misma era la única manera de existir que conocía. Quise desafiar al menos dos de los supuestos contraproducentes que la historia de Clare encerraba: la sensación de que ella debía forzarse a sí misma —que había la necesidad de un conflicto interno— y que este conflicto constante es normal, como si todo el mundo viviese así, como si ser perezoso fuera inherente a la naturaleza humana.

«Creo que es así para mucha gente, Clare —le dije—, pero, créeme, no lo es para todo el mundo. Y no creo que para ti siempre haya sido así. Apuesto que, en algún momento, cuando eras pequeña, todo lo que hacías estaba simplemente bien, perfecto, de hecho. Cada sonido que emitías era recibido con aplausos y una mirada de ánimo..., una sonrisa que te daba la confianza de que todo iría bien. Todos te daban el tiempo necesario para que aprendieras a tu manera, a tu ritmo, diciéndote intrínsecamente: “Te queremos exactamente por cómo eres”.»

A Clare se le llenaron los ojos de lágrimas, sollozó y luego se disculpó: «Lo siento, no quería llorar. Me había prometido que no lloraría. Me siento tan idiota..., ni siquiera sé por qué lloro».

«¿No será que llevabas mucho tiempo sin sentir que te aceptan sin condiciones? —le pregunté—. Tal vez también hace mucho tiempo que misma no te aceptabas. Date cuenta de lo rápido que has sacado esta voz crítica que dice “Llorar es idiota. No hay un motivo lógico para llorar. Deja de hacerlo y discúlpate”. Has aprendido esta voz muy bien, quizá demasiado bien. ¿Dónde aprendiste a hablarte de esta manera tan dura y crítica?»

Quería alertar a Clare de la negatividad de su discurso interior, que a la larga ella podría aprender a controlar, aunque no pudiera hacerlo con lo que los demás le decían. Sentirse la víctima había llegado a formar parte de su identidad, hasta tal punto que sencillamente asumía que esa voz crítica provenía del exterior y no de su interior. Le pedí que se diese cuenta de que ella misma era el juez autoritario. Le expliqué a Clare que probablemente había adquirido aquella voz exigente como un intento de asegurarse la aceptación de sus padres. Para hacerlo, tenía que aceptar la suposición de ellos de que una parte de ella podía ser mala y de que necesitaría una presión y una vigilancia constantes para funcionar, incluso cuando no quisiera hacerlo. Así, Clare había aprendido a hablarse a sí misma no como unos padres cariñosos, sino como un juez amenazante y parental.

Los problemas de Clare son ejemplos básicos de las consecuencias de lo que Alice Miller, en su libro Por tu propio bien: raíces de la violencia en la educación del niño, llama «pedagogía venenosa», que inculca al niño una baja autoestima y actitudes negativas hacia el trabajo. Clare había adquirido sus actitudes sobre el trabajo y sobre sus capacidades cuando era demasiado joven para pensar por ella misma. Ahora que estaba en la edad adulta, quería que decidiera conscientemente qué actitudes y asunciones tenían sentido para ella.

También pensé que para ella era importante conocer las teorías en que yo basaba mi enfoque de sus problemas. Le expliqué que mi obra se asentaba en una actitud positiva hacia el espíritu humano, en la creencia de que el trabajo y la mejora son tendencias naturales en el cuerpo y la mente humanos y que problemas como la procrastinación suelen surgir directamente de la supresión de este impulso.

Una vez hubimos redefinido algunas de las premisas básicas sobre el trabajo y la procrastinación en nuestra primera sesión, el paso siguiente era descubrir las asunciones negativas que subyacían a la procrastinación de Clare. Le pedí que, durante unos días, anotara el cuándo y el porqué de sus aplazamientos, para que así adquiriera consciencia de cuándo sus antiguas asunciones tenían más tendencia a conducirla a patrones negativos. Cuando se encontrara procrastinando, debía ser consciente de que recurría a este hábito como vía de escape de su conflicto interno y de su ansiedad.

A partir de las anotaciones de su diario, Clare hizo una lista de sus afirmaciones negativas más frecuentes. A partir de esta lista elaboramos una serie de retos positivos para reemplazarlas y para reorientar su concentración hacia la tarea que tenía delante, en lugar de hacia las dudas sobre su capacidad o su valía.

Todavía nos quedaba mucho trabajo hasta reconstruir la confianza de Clare y prepararla para enfrentarse a las respuestas negativas de su jefe, pero una vez tuvo asumida la estrategia que la liberaba de su peor crítico —ella misma—, pudimos combatir su resistencia a la autoridad, su miedo al fracaso, su perfeccionismo y su miedo al éxito.

Con el uso del sistema de Hazlo ahora, Clare superó su imagen de sí misma como procrastinadora. Fue capaz de centrarse en sus logros, sus puntos fuertes, su apetito innato por el trabajo de calidad, su curiosidad intelectual y su deseo de mejorar cualquier situación en la que se encontrara. Una vez se convirtió en su propia fuente de aprobación, Clare se hizo menos dependiente de las críticas de los demás sobre su valía y fue capaz de enfrentarse al trabajo sin procrastinar. Había desaprendido su necesidad de procrastinar y ahora podía empezar a pensar, sentir y actuar como una persona productiva.

LA PROCRASTINACIÓN ES GRATIFICANTE

En mi trabajo con miles de procrastinadores he descubierto que hay un motivo principal por el que procrastinamos: nos libera temporalmente del estrés. Clare, por ejemplo, que tenía tantos motivos subyacentes para refugiarse en la procrastinación, había aprendido a procrastinar porque reducía de manera efectiva su miedo a ser juzgada.

El principal motivo por el cual adquirimos cualquier hábito, como los doctores Frederick Kanfer y Jeanne Phillips explican en su libro Learning Foundations of Behaviour Therapy, es que hasta un hábito aparentemente contraproducente como la procrastinación viene seguido de algún tipo de gratificación inmediata. La procrastinación reduce la tensión porque nos aleja de algo que consideramos doloroso o amenazante. Cuanto más penoso te sea el trabajo, más intentarás escapar de él esquivándolo o dedicándote a actividades más placenteras. Cuanto más sientas que el trabajo interminable te priva del placer del ocio, más lo evitarás.

De alguna manera, nos hacemos adictos a la procrastinación como vía de reducir temporalmente la ansiedad asociada a determinadas tareas. Si se demuestra que el trabajo que pensábamos hacer más adelante era innecesario, tendremos una justificación y una doble gratificación a nuestra procrastinación. No sólo la hemos usado para soportar nuestros miedos, sino que además hemos descubierto que es una manera de conservar la energía. Aprendemos que hay situaciones en las que procrastinar tiene sentido y además hasta nos vemos recompensados por ello.

Hay muchas maneras en las que una postergación normal es gratificada y se asume como una manera de resolver los problemas:

En general, nos enseñan que la procrastinación es el problema, y no un síntoma de otros problemas. Por desgracia, este diagnóstico —en lugar de canalizar tus esfuerzos hacia acabar con el círculo de presión, miedo y procrastinación— agrava las cosas culpándote de haber optado por este horrible hábito. Los expertos, tus jefes y tus amigos te dicen: «Tienes que organizarte. Simplemente, hazlo». Y pruebas docenas de horarios y métodos para asustarte y ponerte en marcha, con resultados marginales, porque esos métodos atacan la procrastinación —y a ti mismo, como «procrastinador»—, pero no los problemas que te llevaron inicialmente a postergar.

Cuando identificamos nuestra valía con nuestro trabajo («Soy lo que hago»), somos naturalmente reticentes a enfrentarnos a retos y a asumir riesgos sin defensas autoprotectoras. Si asumes una crítica a tu trabajo como una crítica a ti mismo, entonces el perfeccionismo, la autocrítica y la procrastinación son formas necesarias de protección. Ante tu vacilación a empezar o completar un proyecto, tus supervisores y los miembros de tu familia —a menudo con buena intención— añaden ánimos, presión y amenazas para conseguir que te pongas en marcha. A medida que se alimenta el conflicto entre tus miedos internos al fracaso o a la imperfección y las exigencias de los demás, buscas auxilio en la procrastinación. Esto puede llevarte a un círculo pernicioso:

exigencia de perfección miedo al fracaso PROCRASTINACIÓN autocrítica ansiedad y depresión pérdida de confianza mayor temor al fracaso mayor necesidad de usar la PROCRASTINACIÓN como escape temporal.

La procrastinación no es lo que desencadena el patrón. Desde el punto de vista del programa de Hazlo ahora, la procrastinación deriva de las exigencias de perfección o abrumadoras y del miedo a que hasta los errores más nimios comporten críticas demoledoras y el fracaso.

Podemos hacernos adictos a las recompensas de la procrastinación, aprendiendo a utilizarla de tres maneras principales:

  1. Como una forma indirecta de resistir la presión de la autoridad.
  2. Como forma de aliviar el miedo al fracaso, dándonos una excusa para un resultado decepcionante y menos que perfecto.
  3. Como defensa contra el miedo al éxito, impidiéndonos dar lo mejor de nosotros mismos.

Mientras consideramos con mayor profundidad estas razones principales para procrastinar, advierte cuáles de ellas revelan las causas subyacentes de tus propios patrones de procrastinación.

La procrastinación puede expresar resentimiento

Puedes utilizar la procrastinación para vengarte de las poderosas autoridades que te colocan en situaciones en las cuales todas tus alternativas parecen negativas. Paga tus facturas o irás a la cárcel, renuncia a tus vacaciones o perderás el trabajo. En situaciones así, la procrastinación refleja tu resentimiento ante las autoridades que te colocan ante estos dilemas de perdedor. Te hacen sentir como una víctima cuya vida está controlada por otros que dictan las normas. Y afirmas tu rechazo a aceptar las normas hablando de las tareas desagradables con el mantra de la víctima: «Tengo que hacerlo. Tengo que pagar el comprobante del aparcamiento. Tengo que acabar la presentación para el viernes. Pero si yo mandara, no lo haría. Si yo fuera Dios, no habría comprobantes de aparcamiento.»

Como víctima impotente sientes que no te puedes rebelar abiertamente, porque eso significaría arriesgarte a asumir las consecuencias probables (rabia y castigo), además de perder los beneficios secundarios del papel de víctima (la pretendida superioridad moral del martirio). Pero procrastinar es tu manera temporal y secreta de destronar la autoridad. Puedes resistirte arrastrando los pies y ofreciendo tu esfuerzo a regañadientes. Si te encuentras en una posición de inferioridad —como un estudiante, un subordinado o un soldado raso—, la procrastinación puede ser la manera más segura de ejercer un poco de poder y control sobre tu vida. A los pacientes postrados en una cama, que parecen totalmente indefensos respecto del personal del hospital, pocas veces se les da la oportunidad de ejercer el control sobre sus vidas. En su búsqueda de alguna pequeña manera de expresarse en un entorno tan controlado como el hospital, procrastinan con la toma de medicamentos, quejándose de la comida o negándose a cumplir las órdenes de los médicos. Los trabajadores de la cadena de montaje y los administrativos más básicos de la jerarquía industrial son famosos por expresar su resistencia a los jefes dictatoriales trabajando con lentitud, mostrándose reticentes a la iniciativa, siguiendo las órdenes al pie de la letra e, incluso, saboteando las cadenas de producción.

Larry, de cincuenta y cinco años de edad y supervisor de producción en una empresa que fabrica discos compactos, utilizaba la procrastinación para compensar las injusticias cometidas por su jefe. A Larry le habían negado varias veces el ascenso y, con los años, desarrolló un sentimiento de amargura hacia la gente más joven que obtenía ascensos mientras él parecía destinado a permanecer en el mismo nivel. Larry no se daba cuenta de lo enfadado que estaba con Bill, el jefe de planta, pero sabía que no podía expresar directamente sus sentimientos por miedo a «explotar, decirle todo lo que pienso y luego perder el trabajo». Se sentía atrapado y solucionaba de manera temporal sus problemas procrastinando, como manera indirecta de expresar su resentimiento e impotencia. Sin ser totalmente consciente de lo que hacía, Larry empezó a ignorar las peticiones de informes y cuentas que Bill le hacía. Se «olvidaba», lo «perdía» o se «sentía enfermo» cada vez que le pedían que hiciera algo para su jefe.

La procrastinación y la pereza parecían las causas de sus problemas, pero eran sólo sus intentos superficiales de gestionar su resentimiento y su dolor. Larry se sentía impotente y atrapado: demasiado mayor para buscar otro trabajo, tenía que conformarse sin poder decir nada nunca sobre cómo se sentía a causa de la injusticia.

Al aplicar las herramientas del programa de Hazlo ahora al caso de Larry, estaba claro que asumir el control de su vida y abandonar el papel de víctima iban a ser las partes más difíciles. Una vez hubo tomado la decisión consciente de permanecer en su puesto de trabajo hasta la jubilación, Larry admitió que tenía sentido desafiar su mensaje victimista de «tengo que hacerlo» con las opciones más motivadoras por las que podía optar cada día. Éste seguía siendo su trabajo, y él creía en su capacidad por hacerlo bien..., de hecho, mejor que cualquier otro empleado. Reconocía que su actitud había empezado a confirmar la opinión negativa que su jefe tenía de él. A través de una serie de pasos, Larry empezó a hablarse a sí mismo con el lenguaje del «yo elijo hacerlo», asumiendo más responsabilidad ante su trabajo, liberándose de la sensación de víctima que se limita a obedecer las órdenes del jefe. En un intento de cambiar la orientación de su lucha contraproducente, Larry empezó a establecerse objetivos de manera efectiva, reconociendo su lugar en la empresa en lugar de aferrarse a la fantasía del lugar en el que debería estar. Le resultó difícil admitir que Bill estaba al mando y era capaz de afectar su trabajo, pero negar este hecho lo había mantenido demasiado tiempo en una lucha agotadora y desagradable. Larry y su jefe nunca más volverían a ser amigos, pero no tenían ninguna necesidad de ser enemigos. Larry estaba decidido a demostrarlo asumiendo una actitud de «estoy aquí para hacerte quedar bien, no para ponerte palos en las ruedas». Hasta empezó a saludar a Bill por primera vez en tres años. Para sorpresa de Larry, su jefe reconoció su iniciativa y cambió de actitud al cabo de un mes de haber tomado la decisión de no hacerse la víctima. Ahora lo considera uno de sus empleados más fiables y Larry se siente con fuerzas para lograr cambios en su entorno de trabajo y en sus propios sentimientos. Su procrastinación ha dejado de ser un problema porque el resentimiento y la impotencia subyacentes han sido eliminados.

En efecto, a menudo otras personas están en posiciones de poder que pueden afectarte tanto a ti como a tu puesto de trabajo, y quizá también traten de juzgar tu trabajo y tus conocimientos, pero nunca llegarán a convertirte en una víctima ni en un procrastinador: sólo tú puedes hacerlo.

La procrastinación se utiliza a menudo contra
el miedo o el fracaso

Si tu nivel de exigencia en tu rendimiento es extremamente alto y eres crítico con tus errores, tendrás que defenderte de proyectos arriesgados en los que hay un riesgo elevado de fracaso. El perfeccionismo y la autocrítica son, de hecho, las principales causas del miedo al fracaso. En algún punto de nuestras vidas, todos dejamos de cumplir algunas de nuestras metas y eso puede ser muy decepcionante y doloroso. Pero el incumplimiento es para un perfeccionista lo que un corte para un hemofílico. Para una persona sana no sería nada grave, pero para alguien con el sistema hipersensible puede resultar fatal. Y un perfeccionista es todavía más sensible al fracaso porque, cuando su trabajo es juzgado como «del montón», esto equivale a ser considerado un fracasado. En los casos extremos de perfeccionismo no hay diferencia entre criticar su trabajo y hacerlo con su valor como persona.

La necesidad de procrastinar para protegerse de las críticas y del fracaso es especialmente fuerte en aquéllos que creen que deben triunfar en un objetivo específico y no ven ninguna alternativa aceptable. Los que obtienen su sentido de la identidad a partir de muchas áreas son más resistentes cuando fallan en una de ellas. Por ejemplo, un jugador de tenis profesional tiene más tendencia a alterarse cuando pierde un partido que un jugador aficionado, para el cual la práctica del tenis es sólo una actividad semanal más. Esto ha sido corroborado por los estudios de la psicóloga Patricia W. Linville, de la Universidad de Yale, quien concluyó que cuanto más compleja y variada es nuestra concepción de nosotros mismos, menos tendencia tenemos a deprimirnos por culpa del estrés en un área porque poseemos «esas otras áreas no contaminadas de nuestra vida que pueden actuar como amortiguadores».

La persona vulnerable al estrés y tendente a la procrastinación afirma: «Este proyecto soy yo. A mi jefe o a mi cliente le tiene que encantar o me sentiré rechazado como persona. Si hoy no soy capaz de cerrar diez ventas, me sentiré un fracasado. Este proyecto determinará si soy un ganador o un perdedor». Cuando tu trabajo conlleva un peso tan enorme como la determinación de tu valía y tu felicidad futura, el estrés resulta inevitable. Necesitas alguna forma de escape para aliviar la ansiedad y para distanciarte de lo bien que lo haces en la pista de tenis, en el examen o en un trabajo concreto. En tal aprieto, la procrastinación puede servir como maniobra de dilación y como manera de saltarte el perfeccionismo. Si retrasas el inicio de tu trabajo no podrás dar lo mejor de ti, de manera que cualquier crítica o fracaso no será un juicio de tu auténtico yo ni de tu mejor esfuerzo. Si pospones la toma de una decisión, ésta será tomada por otros y no tendrás que asumir la responsabilidad si algo sale mal.

La angustia ante los resultados y la procrastinación habían hecho de Elaine una persona desgraciada. Ya fuera ante un recital de piano, un examen, una entrevista de trabajo o una presentación en una reunión, Elaine se sentía morir. La más mínima posibilidad de cometer un mínimo error le provocaba horas, hasta días, de pánico y angustia. Elaine había crecido en una familia de grandes y enérgicos triunfadores, y allá donde miraba en la casa familiar había colgados títulos de todo tipo: másteres de negocios, doctorados en leyes, doctorados en filosofía..., todos de las mejores universidades. Se sentía como si trabajara en una pecera, con mil ojos observándola y juzgando todos sus movimientos.

Había interiorizado su presión bienintencionada e interpretaba que se le exigía perfección y que jamás cometiese un error. Y, en realidad, este perfeccionismo le estaba provocando que se quedara paralizada en momentos cruciales para, finalmente, evitar, mediante la procrastinación, cualquier situación que pudiera suponer una evaluación de su rendimiento.

La primera vez que le pregunté a Elaine por su idea de la valía innata, se quedó patidifusa: «¿Cómo puede la valía ser innata? —me preguntó—. Si no procede de lo que hago, ¿de dónde procede?». Cuando le pregunté sobre aquéllos que son menos capaces que ella, tuvo que admitir que también valían y merecían respeto a pesar de ser incapaces de actuar tan bien como ella, pero le resultaba difícil aplicar un nivel de generosidad similar consigo misma. Para evitar la procrastinación, necesitaría establecer un contrato con ella misma acordando que, siempre que cometiera un error, se recordaría su valor, se perdonaría rápidamente por no ser perfecta y volvería a empezar de inmediato. En otras palabras, Elaine aprendió a aceptarse a sí misma como un ser perfectamente humano.

La procrastinación se utiliza a menudo para evitarte asumir tu miedo al éxito

El miedo al éxito implica tres factores principales:

  1. te sientes en conflicto ante la terrible elección entre los amigos y el ascenso;
  2. el éxito en la consecución de un proyecto conlleva enfrentarse a algunas decisiones dolorosas que desincentivan este éxito, como tener que cambiar de residencia, buscar un nuevo trabajo o devolver el préstamo para tus estudios, y
  3. el éxito significa el ascenso hacia responsabilidades crecientes y el miedo al fracaso final en algún momento del futuro.

Conflicto. Cuando el éxito en nuestra carrera profesional llega a causar conflictos en nuestras relaciones, la procrastinación puede servirnos como intento de mantener el contacto con dos mundos que parecen diametralmente opuestos. Cuando no estamos dispuestos a elegir totalmente entre el uno y el otro, intentamos optar por un camino intermedio dedicando tiempo a nuestros amigos —a veces con remordimientos— mientras procrastinamos en el trabajo y suprimimos nuestro apetito natural de éxito. En una de sus formas más insidiosas, el miedo al éxito puede manifestarse a través de una conducta inconscientemente autoderrotista.

El afán de éxito conlleva establecer un objetivo, convertirlo en una gran prioridad y luego dedicar tiempo y energía a su cumplimiento. A medida que las exigencias de tiempo y atención se hacen mayores, puede que tus amigos y tu familia recelen de tus ambiciones y de tu éxito. Puede que consideren tus proyectos prioritarios síntomas de que te preocupas menos por ellos y que los consideren una amenaza a vuestra relación. A menudo tienes la sensación de que te piden elegir entre ellos y tu carrera. Como dijo uno de mis pacientes: «He aprendido que tienes más amigos si no les das motivos para estar celosos». Si te encuentras en un conflicto entre el apoyo de los amigos y la familia o el éxito personal, estás ante un terrible dilema.

Ser rápida y hábil a la hora de resolver los exámenes en el instituto no le mereció a Dorothy el aprecio de sus compañeros. Preferían lamentarse de lo difícil que era un examen antes que celebrar los repetidos éxitos de ella. Tampoco apreciaban el hecho de que Dorothy fuera casi siempre la preferida del profesor. Una actitud contradictoria y la procrastinación a la hora de hacer sus deberes fueron los primeros síntomas de que ella empezaba a refrenarse con la intención de ganarse el afecto de sus compañeros. Aunque Dorothy no sería nunca capaz de sabotear abiertamente su rendimiento, sí que procrastinaba en un intento de evitar el dolor del ostracismo derivado de su brillantez.

Cuando alcanzó la edad adulta, Dorothy ya había aprendido que el éxito tiene sus desventajas. Aunque no siempre podemos evitarlo, debe enfocarse con precaución. Desde sus primeras experiencias había aprendido a temer la competencia, y no porque pudiera perder, sino porque ganar le resultaba demasiado fácil. Curiosamente, el hecho de ser brillante y atlética hizo que a Dorothy le fuera muy difícil hacer amistades en la escuela primaria y en el instituto.

Pero, al llegar a la universidad, las cosas cambiaron. Allí Dorothy era aceptada con mayor facilidad: había estudiantes con los que podía competir a su nivel y hasta algunos que la desafiaban a poner a prueba sus límites. La universidad le ofreció una mayor oportunidad de recibir la aprobación por sus logros. Sin embargo, Dorothy se encontró en la misma clase que su novio, y eso le generó mucha angustia. Tenía miedo de poner en peligro su nueva amistad con Paul. Cuando supo que su primera nota en un trabajo de clase era una matrícula de honor, le pidió rápidamente al profesor que se la bajara, para así no superar a su novio —que sólo había sacado un sobresaliente— y que éste no se sintiera amenazado. Por suerte, Dorothy tenía un profesor y un novio que estaban dispuestos a apoyar sus éxitos. Tuvo que aprender a confiar en la amistad sincera de aquéllos que tenían interés en verla progresar, incluso si había gente que se alejaba de ella por celos. Dorothy tuvo que aprender a hacer la difícil elección entre un esfuerzo de todo corazón, con su probabilidad de éxito, o la popularidad que le ofrecían aquéllos que la preferían menos brillante. Aprendió que la procrastinación se había convertido en una manera cómoda de conservar la ambivalencia sobre esta decisión. Cuando Dorothy empezó a enfrentarse a las posibles (así como a las imaginarias) consecuencias del éxito, fue capaz de tomar decisiones rápidas sobre su trabajo y ya no tuvo necesidad de procrastinar.

 

Desmotivaciones. Tal vez uno de los miedos más habituales frente al éxito sucede cuando sabemos que completar un proyecto concreto será una bendición a medias, que nos aportará beneficios y también renuncias. Tanto en los negocios como en la etapa de formación, cuando uno completa una fase de la carrera profesional o de la educación, puede producirse un estancamiento. Aparece la reticencia a cambiar lo que nos resulta familiar por lo desconocido, la reticencia a dejar un nivel que ya dominamos por el ascenso a un terreno en el que debemos empezar a dar los incómodos y arriesgados primeros pasos.

Para John fue muy difícil abandonar la comodidad del campus universitario y entrar en el llamado mundo cruel y frío. Una vez licenciado, rápidamente encontró un nuevo hogar en una empresa en la que lo trataban como a un miembro de la familia. John aprendió todo lo que pudo en esa pequeña empresa de contabilidad. El trabajo se convirtió en una rutina y los ejecutivos cazatalentos comenzaron a tentarlo con ofertas de empresas grandes y competitivas con puestos más estimulantes. John estaba aterrorizado ante la idea de abandonar otro lugar confortable por un puesto en el que tal vez acabara sintiéndose como un pececito en un estanque demasiado grande. Se enfrentaba a su miedo al éxito haciendo obsesivamente listas de los pros y los contras de este cambio, y así postergó su decisión durante más de dos años.

Encontré que el vocabulario de John —y, por tanto, su manera de pensar— estaba plagado de «debería» relacionados con progresar en la vida y de «no quiero tener que» sobre abandonar un trabajo que le aportaba seguridad. John necesitaba empezar con una elección real y asumir toda la responsabilidad de su decisión. Pero le aterrorizaba equivocarse: «¿Y si me encuentro desbordado? —se repetía una y otra vez—. ¿Y si luego quiero regresar con mis antiguos compañeros?».

John tenía que enfrentarse a sus peores miedos de modo que supiera que tendría opciones en su futuro y no tendría que apoyarse en que todo (su trabajo, sus amistades) saldría a la perfección. También necesitaba saber que si fracasaba, o si sencillamente tenía algunos pequeños problemas con su nuevo trabajo, no debía ser muy duro consigo mismo por haber cometido un error. Su autoexigencia de perfección dejaba poco espacio a los riesgos y a la posibilidad de recuperarse de las dificultades inesperadas. John también necesitaba saber que podía crear su propia «red de seguridad», que le permitiría dar pequeños pasos en la exploración de las posibilidades de éxito en un trabajo más estimulante.

 

El miedo retrasado al fracaso. Si las cosas te han ido saliendo bien, es muy probable que cada vez te enfrentes a expectativas algo más altas. Si no has tenido tiempo para dedicarte al ocio sin sentimiento de culpa, puede que sientas que «no puedo disfrutar realmente de mi éxito porque todavía se me exige más. Eso le quita todo el atractivo a ser un triunfador». Es lo que yo llamo el síndrome del saltador de pértiga. La cadena de razonamiento es la siguiente: trabajas duro y durante mucho tiempo para lograr un objetivo, como un salto de cinco metros. Tienes pavor a fracasar, pero la presión del entorno y tus propias expectativas te empujan a esforzarte más. Lo consigues por poco, pero, de alguna manera, lo has logrado. El aplauso del público dura unos pocos segundos y, mientras te sacudes el polvo, los árbitros ya están elevando el listón a cinco metros y veinte centímetros. Con cada salto logrado se vuelve más difícil alcanzar el listón, sabiendo que la recompensa es fugaz, las expectativas de mejora crecientes y las posibilidades de error mayores. El doctor Derald Sue, del Teachers College de la Universidad de Columbia, afirma:

El miedo al éxito se puede ver como el miedo retrasado al fracaso: si logras un objetivo, estás seguro de que serás trasladado a un nuevo terreno competitivo en el que el fracaso es más probable. Cuanto más arriba estás, más competitivo se vuelve y mayor es la posibilidad de fracaso. Y si no puedes soportar el fracaso y ya has dado lo máximo de ti, la perspectiva es bastante aterradora, puesto que ya no cuentas con reservas. En cambio, con la procrastinación, te cubres de dos maneras: siempre tienes una excusa, en caso de que tu resultado no sea tan bueno como esperabas, y siempre te quedan reservas, en caso de que sí lo logres... El éxito intensifica la ansiedad y en el futuro todavía se esperará más de ti..., pero la procrastinación te protege un poco de esta amenaza.

Este patrón se encuentra a menudo en los famosos del mundo del cine y del deporte, que se queman o recurren a las drogas con la intención de conservar la productividad de las superestrellas. La resistencia a las exigencias de éxito se mezcla a menudo con el miedo postergado al fracaso. Una vez logrado el éxito te gustaría descansar, pero el entorno, la familia y el coste de tu elevado estilo de vida te exigen que siempre sigas trabajando a tope.

Así, parte de este miedo postergado al fracaso es, en realidad, temor a alcanzar un punto a partir del cual ya no te podrás permitir aquello que te has estado diciendo que tenías que hacer para conservar el éxito. Tu motivación se ha desvanecido. Te sientes incapaz de seguir esforzándote.

Llegado a este punto, necesitas maneras más eficientes de trabajar y necesitas contar con todos tus recursos. Deberás abandonar el modelo de autoalienación que aprendiste de niño (el cual te dice que eres un vago y que necesitas que alguien te obligue a trabajar). Con esta idea trabajas contra ti mismo, y el resentimiento y el miedo al fracaso te absorben la energía necesaria para conseguir tus objetivos de manera efectiva y eficiente.

Para desaprender este patrón necesitarás reducir las dosis de dolor y amenaza asociadas a tu trabajo. Tendrás que dedicar más tiempo al ocio sin culpa, aumentar las recompensas por breves períodos de trabajo de calidad y hacerte responsable de reducir el estrés y la tensión.

La procrastinación es aprendida y se puede desaprender. Hasta ahora ha sido una herramienta gratificante y necesaria para evitar tareas que parecían dolorosas y privadoras. Así, para recuperar el control sobre la procrastinación, necesitas desarrollar herramientas alternativas para enfrentarte a tus miedos y para que el trabajo te resulte menos doloroso y castrador. Hazlo ahora te dará las herramientas para superar la procrastinación, haciendo que tu trabajo sea más placentero y que la calidad y el placer de tus momentos de ocio resulten mucho más intensos de lo que serían si procrastinaras.