No os equivoquéis. No tengo nada en contra de Gemma Pellegrino, la madre de Adrián. Mi problema es con él y solo con él. A Gemma la respeto y la admiro muchísimo. Apenas tengo recuerdos reales de ella porque murió cuando yo tenía tres años (el mismo día, a la misma hora y en el mismo lugar en el que murió mi propia madre, por cierto), pero soy consciente de que era una mujer excepcional.
La mayor parte de la gente, cuando hablan de Gemma y de mi madre, lamentan todo lo que perdió la magia con sus muertes tan prematuras. Ambas eran investigadoras y formaban un gran equipo. Pocos mencionan lo que perdieron ellas mismas. Tenían veintisiete años cuando explotó el laboratorio donde trabajaban.
Por lo que sé, Gemma Pellegrino y Beatriz Barbieri se hicieron inseparables desde el momento en el que se conocieron. Gemma provenía de una familia toscana de origen rural y sin antecedentes mágicos relevantes. Se crio entre viñedos, no muy lejos de la propia Florencia. Mi madre era la heredera de una familia romana con larga tradición en el mundo de la magia. Las dos coincidieron en el internado para magos y brujas de Turín y, después, ingresaron juntas como estudiantes de la Universidad de Florencia, donde destacaron por encima del resto de sus compañeros. Me contaron que, cuando Gemma se enamoró de un joven español que había venido a trabajar una temporada a la villa de su familia, mi madre lo lamentó muchísimo. Con el potencial natural de Gemma, podría haberle presentado a un hombre mejor situado. Incluso podría haberse casado con uno de mis tíos. Mi madre, fiel a sus principios, no se casó por amor. Lo hizo con un lord británico bastante mayor que ella, un mago rico y poderoso con el que engendrar a un digno sucesor.
Me temo que ese vendría a ser yo. No me siento muy digno ahora mismo, si os soy sincero. Tengo miedo a no estar a la altura en la universidad, que se esperen de mí grandes cosas por ser el hijo de quien soy y defraudarlos a todos. Lamento muchísimo no haberme esforzado más con el italiano mientras vivía en Londres. También lamento haberme centrado de un modo tan obsesivo en los hechizos de las obras Shakespeare y no haber empezado a estudiar textos italianos un poco antes.
Tampoco ayuda en nada que Adrián esté aquí. Imaginaba que lo estaría, aunque preferí no pensar demasiado en ello. Van a compararnos continuamente, de eso estoy seguro. Es lo que han hecho desde que éramos niños.
Dejo escapar un suspiro mientras regreso al interior de la fábrica tras haber despedido a Adrián de malas maneras. No suelo ser tan maleducado con la mayoría de la gente, pero la mayoría de la gente no es Adrián Montes. Su presencia me resulta insufrible casi todo el tiempo.
Preferiría quedarme un rato a solas, pero estoy seguro de que, si tardo en volver, el interrogatorio de Enzo y Chloe será mucho más intenso. Además, no tengo a dónde ir. Apenas conozco el edificio. Solo accedí a vivir aquí cuando Enzo nos lo propuso, porque sabía que Adrián no elegiría un lugar así para alojarse. Ya tengo suficiente con tener que verlo todos los días en clase. Antes se ha referido a este sitio como «una fábrica decadente y pretenciosa», y tiene razón. Si yo no fuese también ambas cosas (decadente y pretencioso), quizá me importaría un poco más su opinión al respecto.
Cuando regreso a nuestras habitaciones, Enzo y Chloe ya están sentados alrededor de la mesita de té. No hemos comprado aún una tetera eléctrica y ni siquiera estoy seguro de cómo han conseguido hervir el agua. Sospecho que han utilizado un hechizo. A Enzo se le da bien la magia relacionada con el fuego, y he visto a Chloe utilizar «se encendieron de fuego los bosques», de Lord Byron, más de una vez.
—Habéis abierto la caja de galletas —comento—. Pese a que Enzo prometió protegerlas con su vida y reservarlas para una ocasión especial.
Me dejo caer en una de las sillas de jardín que hemos robado del almacén de la fábrica. Van a tener que servirnos hasta que compremos muebles en condiciones.
—Estoy segura de que en Florencia también venden galletas con forma de dinosaurio —contesta Chloe, colocando frente a mí una de las tazas de té—. Además, ¿qué ocasión puede haber más especial que celebrar que ya somos universitarios?
Enzo chasquea la lengua con desaprobación, pero no dice nada más. Está muy ocupado liando un cigarrillo. Se lo lleva a los labios y lo enciende sin pronunciar en voz alta el hechizo. A esto me refería antes cuando os hablaba de Enzo y el fuego: hacer algo así resulta mucho más difícil de lo que parece; hay magos experimentados que ni siquiera consiguen conjurar un «ábrete sésamo» sin tener que entonar las palabras en voz alta. Y eso que «ábrete sésamo» es uno de los hechizos más sencillos que existen y de los primeros que te enseñan tus padres cuando eres tan solo un bebé. Funciona para cualquiera, independientemente de que tu lengua natal no coincida con el idioma en el que se escribió Las mil y una noches (siempre he pensado que el truco está en que esas palabras también son un tipo de hechizo dentro de la historia a la que pertenecen).
El humo del cigarrillo de Enzo deja tras de sí un familiar olor herbal, y soy consciente de que ha puesto algo más que tabaco en la mezcla. Le da una larga calada y me lo pasa, estirando el brazo por encima de la mesa. Lo acepto, agradecido.
—¿Todo bien con el pueblerino? —pregunta.
—No lo llames así —me limito a contestar. Después, yo también doy una calada.
—He de admitir que me han traicionado las expectativas —continúa Enzo, con una media sonrisa—. Tal como hablabas de Adrián Montes, daba la impresión de que estabas describiendo a tu némesis mortal, tu más letal archienemigo, alguien cuanto menos interesante y que merecería la pena conocer. —Hace una pausa dramática y le da un trago a su té antes de continuar—. Pero parece tan saludable, aburrido y recién salido de la huerta que no entiendo a qué viene tanto alboroto.
—A mí me ha parecido interesante —se queja Chloe—. Es bastante guapo. Tiene el pelo bonito, con esos rizos castaños, y una cara muy simétrica.
Enzo pone los ojos en blanco y deja sobre la mesa su taza de té.
—Que sea guapo no lo hace interesante. Además, la simetría está sobrevalorada.
Chloe suelta una carcajada, y creo que se siente extrañamente complacida. Ella renunció a la simetría de su propio rostro hace un año y medio, cuando un compañero del equipo de rugby le dio un codazo en la nariz durante un entrenamiento. Se ha negado a que le reparen el daño, ya sea con magia o con medicina estética, y luce orgullosa su tabique partido como una herida de guerra.
Aun así, mi amiga tiene razón, Adrián es bastante guapo. No es una novedad, siempre lo ha sido. Tenía la esperanza de que estos últimos tres años no le hubiesen sentado demasiado bien, pero le han sentado de maravilla y lo odio por ello. Hasta se ha puesto todavía más en forma. Lo he notado cuando lo he agarrado del brazo. Las dos veces.
Doy otra calada y trato de no pensar más en este asunto. Parece un buen plan para sobrevivir al próximo curso: drogarme hasta dejar de pensar en Adrián y en la simetría de su cara.