ADRIáN

Es la primera vez que contemplo la fachada de la vieja fábrica textil, y me pregunto cómo ha acabado Rhys Cooper viviendo en un lugar así. Estaba convencido de que alquilaría una habitación en una de las residencias de estudiantes de via Tornabuoni. Los elegantes palacios del centro se amoldan mucho mejor al recuerdo que tengo de él. Este edificio de ladrillo rojo y vigas a la vista no encaja en absoluto con su carácter elitista y remilgado, ni tampoco con el resto de la arquitectura de Florencia. Ni siquiera está bien situado, sino que se encuentra justo en el lado opuesto de la ciudad respecto al Palazzo Pitti, el lugar donde se encuentra la Universidad de Magia y Elocuencia en la que Rhys y yo empezaremos a estudiar dentro de tres días.

Al subir las escaleras rumbo a la puerta principal, adelanto a un par de personas. Una chica acarrea una pesada maleta y, por un instante, me planteo ofrecerle ayuda. De repente, ella se detiene, apoya la maleta en un escalón y murmura algo en voz baja. No puedo escuchar bien lo que dice, pero detecto un familiar cosquilleo sobre la piel: la pequeña energía residual que deja un hechizo tras de sí. Después de eso, la maleta parece mucho menos pesada en sus manos. Me la quedo mirando hasta que desaparece por la puerta de la fábrica y me lamento por no haber escuchado bien qué palabras ha pronunciado. Quizá haya usado «despiadado esfuerzo lo vence todo», un hechizo sencillo y de un autor local. Al menos, parece un hechizo sencillo a simple vista. Lo cierto es que no estoy demasiado familiarizado con Petrarca, y aún tengo que acostumbrarme a conjurar en italiano. Se supone que es a lo que he venido a Florencia.

En teoría. Prefiero no pensar demasiado en los verdaderos motivos que me han traído hasta aquí.

El otro chico con el que me cruzo no es un mago, de eso estoy seguro. Puedo percibir este tipo de cosas. Lleva un cuaderno de bocetos en la mano, así que tal vez se trate de uno de los alumnos que asisten a la escuela de arte al nordeste de la ciudad. He escuchado que no todos los inquilinos de la fábrica textil estudian magia, aunque sí que lo hace la mayoría.

Vuelvo a contemplar el edificio una última vez, justo cuando llego al final de las escaleras. La puerta de entrada es enorme y está abierta. En el vestíbulo, un pequeño grupo de estudiantes, quizá de segundo o tercer año, dan la bienvenida a la chica de la maleta, que se muestra entusiasmada por haber regresado tras las vacaciones de verano. Los escucho mencionar algo sobre una fiesta en un barco en el puerto de Amalfi y me percato de que voy vestido con unos vaqueros desgastados y una sudadera bastante corriente. La misma ropa con la que esta mañana me he subido al avión en Madrid.

La ropa de toda esta gente es muy distinta: chalecos de punto de aspecto caro, elegantes vestidos de verano, zapatos relucientes y camisas bien planchadas. Quizá Rhys sí que encaje en este sitio, pese al aspecto industrial y destartalado del edificio. El joven artista que ha subido las escaleras a mi lado ni siquiera se para a saludar y desaparece por uno de los enormes pasillos de techos abovedados que tenemos frente a nosotros. Me quedo solo en el vestíbulo, observando al grupo de estudiantes que charlan sobre sus vacaciones.

Una de las chicas me mira y me dedica una sonrisa tentativa. El tipo de sonrisa distante y cordial que te dedicaría el dependiente de una tienda de complementos de lujo a la que has entrado por error, dando por hecho que pronto te darás cuenta de que no puedes permitirte nada de lo que está ahí expuesto. Trago saliva y cuadro los hombros, intentando parecer un poco más respetable.

—Disculpa, ¿sabes si Rhys Cooper está aquí? He venido a verlo.

La chica frunce un poco el ceño y se gira hacia sus amigos.

—¿Rhys Cooper? —repite—. Es uno de los alumnos de primero, ¿verdad?

Asiento con la cabeza. Otro de los chicos también me mira.

—¿El amigo de Enzo de Luca?

No tengo ni idea de quién es Enzo de Luca, pero vuelvo a asentir. Sé que no me van a dejar pasar si les confieso que Rhys y yo llevamos tres años sin vernos y que, posiblemente, él estará más que dispuesto a pasar otros tres más sin saber nada de mí. El chico señala una de las escaleras metálicas de un lateral.

—Creo que se alojan en el tercer piso, en las habitaciones del fondo —murmura, antes de girarse de nuevo hacia sus amigos y retomar su conversación.

Entiendo que, de algún modo, acaban de darme permiso para subir al tercer piso, así que me dirijo a las escaleras metálicas antes de que cambien de opinión. El ambiente en la vieja fábrica textil no es muy diferente al de la residencia de estudiantes en la que me he instalado esta misma mañana, y se escuchan murmullos y risas detrás de las puertas cerradas. También percibo, por el rabillo del ojo, el movimiento de ciertas sombras en los rincones más oscuros. No me sorprendo demasiado; estoy acostumbrado a los fantasmas y ya esperaba que Florencia estuviera repleta de ellos. Suelen aparecer en los lugares donde hay abundancia de magia, y especialmente en lugares donde se estudia esa magia. En Alcalá de Henares, la escuela donde me he estado formando como mago hasta ahora, teníamos bastantes.

En la tercera planta hay más silencio; solo se escucha el sonido de mis botas contra el suelo metálico y el viento colándose por una de las rendijas del techo. Por un momento, creo que he seguido mal las indicaciones y que nadie se aloja en esta zona de la fábrica. Parece todavía más hecha polvo que el resto del edificio. Me dirijo hacia el final del pasillo y, de repente, percibo el murmullo tenue de una conversación al otro lado de una puerta entreabierta.

—¿Crees que no podría contigo? —comenta una voz femenina—. Llevo años practicando con mis compañeros de equipo, podría derrumbarte e inmovilizarte contra el suelo si me lo propusiera.

Se escucha la risa de un hombre joven. Me pongo alerta.

—Me gustaría verte intentándolo —contesta él.

No se trata de Rhys. El chico que ha hablado no tiene acento inglés y su italiano es perfecto. Pero no hay nadie más por allí, así que me aproximo hasta la puerta y la golpeo con los nudillos, provocando que se abra un poco. Al otro lado me encuentro a dos personas de mi edad. Una joven, de piel pecosa y media melena de color castaño claro, observa con los brazos en jarras y el ceño fruncido al chico que tiene delante. Él es mucho más alto que ella, tiene el pelo rubio y corto y lleva gafas de montura metálica. Está sujetando, con el brazo estirado en el aire, lo que parece una caja de galletas, manteniéndola fuera del alcance de su amiga. La amenaza de la chica tiene cierto sentido: parece capaz de derribarlo. Tiene las espaldas anchas y una constitución musculosa. Él es mucho más espigado.

Ambos se giran hacia la puerta y me miran. El chico rubio baja el brazo y su expresión risueña desaparece al instante. Noto que se pone a la defensiva. Ella, en cambio, me dedica una mirada curiosa. Después, aprovechando el descuido del chico, le arrebata la caja de galletas.

—De nada sirve haberlas traído hasta aquí si no nos las vamos a comer —se defiende ella, antes de dirigirse hacia mí—. ¿Necesitas ayuda?

Está claro que acaban de instalarse. La habitación está repleta de maletas a medio deshacer, con prendas de ropa y libros por todas partes. Hay muebles viejos diseminados por lo que parece una salita de estar y un balón de rugby en un rincón, junto a una caja de botellines de cerveza y un humidificador. Estoy casi convencido de que me he equivocado de habitación. Cuando voy a disculparme y marcharme de allí, veo una pila de libros de Shakespeare amontonados sobre uno de los sillones orejeros y me detengo de golpe.

Entonces escucho una voz a mis espaldas. Una voz hostil y sorprendida, más profunda de lo que recordaba y con un ligero acento británico marcando las consonantes.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Me giro en dirección al pasillo para encontrarme con Rhys Cooper.

No ha cambiado demasiado desde la última vez que lo vi. Sigue teniendo el mismo cabello oscuro, la misma piel clara y los mismos rasgos altivos y aristocráticos, pero sus pómulos están más marcados, lleva el pelo un poco más largo y se ha hecho mayor. Ha dejado de ser un muchacho, ya tiene diecinueve años. Está sujetando entre los brazos una caja con más libros, la deja sobre el suelo del pasillo y vuelve a enderezarse sin quitarme la mirada de encima. Parece un poco impactado y bastante molesto. Sospechaba que esto iba a ocurrir: que no se alegraría de verme.

Va vestido de un modo impecable, con unos vaqueros de diseñador, una camisa y una americana de verano, como si aquel día tuviera programado un evento en la sede de las Naciones Unidas en lugar de una mudanza a su nueva residencia de estudiantes.

—Te he hecho una pregunta. ¿Qué estás haciendo aquí? —repite.

Me saca de quicio. Todo él. Su ropa de niño bien, sus libros de Shakespeare y su mirada hostil. No sé cómo he pensado por un segundo que podría venir a verlo y conseguir que dejara de sacarme de quicio.

—Estudio aquí. —Levanto la barbilla con altanería. Al menos, Rhys sigue siendo un poco más bajito que yo. Eso no ha cambiado en los últimos tres años—. Empiezo pasado mañana. ¿Acaso esperabas otra cosa?

Tiene la decencia de no replicar. Tengo tanto derecho como él a ingresar en la Universidad de Magia y Elocuencia. Puede que yo no sea el heredero de un largo linaje de magos, pero mi madre era bruja y toda mi familia materna procede de esta región de Italia. Mi abuela vive en una villa a pocos kilómetros de Florencia.

—Me refiero a qué haces aquí —insiste, con la mandíbula tensa, señalando a su alrededor con un movimiento de brazo—. En la puerta de mi habitación.

Me encojo de hombros.

—Me dijeron que te alojabas en una fábrica decadente y pretenciosa, y he venido a comprobarlo. Después de tanto tiempo, esperaba un recibimiento más cordial.

Lo he dicho como si estuviera burlándome de él, pero he de admitir que una parte de mí sí que esperaba que fuese así. Esperaba que pudiéramos ser más amables el uno con el otro. No sé en qué estaba pensando.

Rhys levanta una ceja.

—¿Nadie te ha explicado que es de mala educación presentarse en casa de la gente sin avisar?

Vuelvo a encogerme de hombros.

—Tampoco es que tuviese tu número de teléfono para enviarte un mensaje.

—Podrías haber mandado a un mayordomo de tu residencia con una nota informativa —contesta Rhys—. Anunciando que estabas en la ciudad y dónde te alojas.

¿Un mayordomo? ¿En serio?

—Me lo planteé durante un segundo. Luego recordé que no vivimos en una novela de Jane Austen y descarté la idea.

Escucho una risita detrás de mí. Me había olvidado de los otros dos compañeros de Rhys. Me doy la vuelta para encararles. La chica me sonríe con cierta simpatía, aunque parece un poco desconcertada por la situación. También hay un brillo divertido en la mirada del chico rubio, aunque no se trasluce en su rostro impertérrito. Creo que él sí sabe quién soy.

—¿Va a quedarse tu amigo a tomar el té? —pregunta el muchacho rubio, dirigiéndose a Rhys pero sin dejar de mirarme.

Me doy cuenta por primera vez de que, en medio del caos de la habitación, sobrevive una pequeña mesita metálica pulcramente situada entre las cajas, la ropa y los montones de libros. Alguien ha colocado sobre ella un mantel de lino blanco, varias tazas de cerámica, un azucarero y una jarrita de leche. La obsesión de los magos con el té de media tarde solo es comparable con la de los ingleses. Supongo que en esta habitación se conjugan los dos factores.

Antes de poder plantearme si quiero aceptar la oferta, Rhys contesta por mí. Me agarra del brazo y me empuja en su dirección, apartándome de la puerta.

—Quizás en otra ocasión, Adrián ya se iba. Lo acompañaré a la salida.

En cuanto nos alejamos unos metros por el pasillo y se da cuenta de que no planeo oponer resistencia, me suelta el brazo como si le quemara.

—Qué desagradable —me quejo—. No me hubiera importado tomar un poco de té.

—No vuelvas a presentarte aquí sin mi permiso —me advierte. Estamos bajando los escalones a toda prisa y me cuesta seguirle el ritmo—. Sé que piensas que estás obligado a ser un buen anfitrión y a darme de nuevo la bienvenida a la Toscana, pero puedo apañármelas muy bien yo solito.

—No dudo de que puedas apañártelas sin mi ayuda —me defiendo—. Solo pretendía… —Estamos llegando al recibidor. Todavía queda algún estudiante, pero el animado grupo de hace un rato ya se ha dispersado—. Mira, da igual… Tienes razón, no debería haber venido.

Aunque trata de disimularlo, Rhys parece sorprendido ante mis últimas palabras, y me doy cuenta de que he sonado un poco decepcionado. No dice nada más hasta que llegamos a la puerta. La fábrica textil apenas tiene ventanas, y el repentino brillo del sol de tarde me hace entrecerrar los ojos.

—Supongo que te veré en clase —digo, al fin, a modo de despedida.

Se limita a asentir en silencio. Parece estar batallando con algún tipo de dilema interno.

—Supongo que sí —contesta.

Comienzo a descender los escalones, pero, de repente, Rhys vuelve a agarrarme del brazo. Me giro hacia él, confundido.

—Espera un momento, ¿quieres? —murmura de mala gana—. Me preguntaba… —añade, evitando mirarme a los ojos—. ¿Tu abuela está bien? Le escribí y me dijo que goza de buena salud, pero…

Deja la frase en el aire y siento una extraña corriente de ternura. Con Rhys siempre ha sido así. Nunca hemos sido realmente amigos, por mucho que estuviéramos destinados a ser inseparables. Cuando éramos niños, los adultos de nuestras familias se empeñaban en que pasásemos juntos todos los veranos en la villa de mi abuela. Eso ayudaba a que Rhys no perdiese fluidez en su italiano y también honraba la memoria de nuestras madres que, además de ser dos de las brujas más talentosas de su generación, habían sido íntimas amigas durante casi toda su vida. Rhys y yo, en cambio, no nos soportábamos la mayor parte del tiempo. Aun así, en ocasiones, teníamos breves momentos como este. Momentos en los que deseaba con todas mis fuerzas que nosotros también fuésemos tan amigos como lo habían sido ellas.

—Mi abuela está muy bien, gracias —me limito a contestar—. Planeo ir a visitarla este fin de semana.

Creo que otra vez ha notado algo diferente en mi voz porque me mira por fin, se ruboriza un poco y vuelve a soltarme el brazo.

—Por favor, transmítele mi afecto. Dile que he preguntado por ella.

Cuando era pequeño y Rhys era casi mi único contacto con el mundo de la magia, pensaba que todos los magos hablaban así cuando pretendían ser amables: como si fuesen caballeros decimonónicos. Tardé un poco en darme cuenta de que no se trataba de una rareza propia de la sociedad mágica, sino de una rareza propia de Rhys Cooper.

—Le transmitiré tu afecto —contesto, reprimiendo una sonrisa.

Supongo que, de algún modo, puedo darme por satisfecho. No ha salido mal del todo, teniendo en cuenta que se trata de Rhys. Me alejo de él antes de que volvamos a discutir, rumbo al centro de la ciudad. Yo también tengo una maleta que deshacer y una nueva vida que organizar.