Dos alumnos de primer año que también se alojan aquí se han empeñado en seguirnos todo el camino de vuelta como un par de perritos falderos, y es la primera vez que nos quedamos a solas los tres desde que hemos llegado esta mañana a los terrenos de la Universidad de Magia y Elocuencia.
—Yo no he hecho nada —se defiende Enzo, que se ha dejado caer sobre el sofá desvencijado con un suspiro de alivio y ya está encendiendo un cigarrillo—. Te has retratado como una perdedora tú solita. Era obvio que esa vieja arpía tenía planes ocultos. ¿Esperabas que nos enseñara cómo encender una lámpara en nuestra primera clase? Estamos en la universidad, no en la escuela infantil.
—A mí no me ha parecido una arpía —murmuro, dándole una palmada a Enzo en las rodillas para que levante las piernas y me haga un hueco en el sofá—. Me ha caído bien.
—«Su hermano dejó una huella imborrable en esta institución, querido» —contesta Enzo, colocando sus piernas sobre las mías y forzando el acento de Nápoles de la profesora Baldini—. «Seguro que usted no le llega ni a la suela de los zapatos, pero no deje de intentarlo…». —Me pasa su cigarrillo y regresa a su tono de voz normal—. A ti solo te ha caído bien porque ha puesto a Adrián en evidencia delante de toda la clase.
Chole suelta otro bufido mientras uno de los mocasines que llevaba puestos sale disparado y se golpea contra una pila de libros. Tenemos que poner un poco de orden en la sala de descanso; llevamos tres días viviendo aquí y sigue siendo un caos absoluto. Compartirla con Chloe no ayuda mucho, es una de las personas más desordenadas que conozco. Ya se ha deshecho del otro zapato y se está desabrochando la blusa, dejando a la vista un sujetador deportivo.
—¿Sabéis dónde está mi sudadera azul marino?
—Chloe, en serio —suplica Enzo—. Deja de desnudarte delante de nosotros. Estos no son los vestuarios sudorosos de tu viejo equipo de rugby.
—Lo siento —contesta ella con desinterés, rebuscando en una caja de cartón y sacando una camiseta sin mangas—. Aún no he desempaquetado todas mis cosas y tengo la mitad de la ropa todavía esparcida por este cuarto.
—El término «esparcida» resulta muy adecuado, desde luego —intervengo, incorporándome un poco y tendiéndole a Chloe la sudadera azul marino sobre la que acababa de sentarme—. ¿Vas a salir?
—Voy a visitar el campo de fútbol donde practica el equipo de calcio florentino. He leído en un tablón de anuncios de la universidad que buscan jugadores. ¿Queréis venir?
Suelto una carcajada. No sé nada del calcio florentino, salvo que se trata de un deporte caótico y violento, donde las estrangulaciones y los cabezazos son tácticas permitidas, y que los jugadores lo practican a pecho descubierto, vestidos con unos pantalones bombachos de época. Preferiría que me dejasen atado, desnudo y cubierto de caramelo sobre una colonia de hormigas rojas.
—Lo siento, pero sospecho que ese deporte no encaja con mi estilo de entretenimiento habitual.
Enzo ni se molesta en declinar la oferta.
—Si vas a pasar por el centro, ¿te importaría apuntar nuestros nombres en la lista de espera de la sastrería que prepara los uniformes? —le pregunta, tendiendo la mano en mi dirección para que le vuelva a pasar el cigarrillo. Esta vez no lleva nada más que tabaco, y no tiene ningún sentido que lo estemos compartiendo. En momentos así, Chloe suele echarnos en cara a Enzo y a mí que tenemos una amistad un poco codependiente—. Intenta colocarnos en un hueco decente, sin ningún lameculos cerca. Ah, y todavía me debes una caja de galletas.
—Muy bien. Nos apuntaré en la sastrería, buscaré una caja de galletas para el príncipe Enzo y… —Chloe se gira hacia mí mientras termina de abrocharse las zapatillas y me dedica una mirada traviesa—. ¿Si me encuentro a Adrián en el campo de calcio quieres que le dé recuerdos de tu parte? Me ha parecido escucharlo hablar del tema con otro estudiante. No me sorprendería que él también quiera formar parte del equipo.
A mí tampoco me sorprendería. Es el típico deporte primitivo y peligroso al que Adrián se apuntaría sin dudarlo.
—Dile que me muero de ganas de volver a verlo mañana —contesto con desgana—. Que mi tristeza alarga las horas que nos separan.
Chloe se incorpora y abre la puerta del pasillo.
—¡De acuerdo! —exclama con energía—. Os veo luego, chicos.
—Se ha dado cuenta de que estaba siendo irónico, ¿verdad? —le pregunto a Enzo, un poco alarmado.
—Nunca des por hecho algo así, tratándose de Chloe Knight. —Estira los brazos sobre la cabeza, para desentumecerse—. ¿Nos queda algo de alcohol? Creo que necesito una copa.
—Tenemos cerveza.
—Alcohol de verdad. ¿Qué pasó con la botella de Glenrothes que nos llevamos del despacho de tu padre?
Me levanto de mala gana y me estiro yo también.
—Creo que la guardé entre la ropa de invierno. Voy a por ella.
Mi habitación está más fría que la sala de descanso. Las emociones del primer día de clase me han dejado atontado y tardo un poco en darme cuenta de lo que ocurre. No es un frío normal, se trata de una sensación más sutil, ese pequeño desasosiego que los fantasmas suelen traer con ellos cuando se ocultan en una estancia. Odio a los fantasmas, son una plaga terrible (antes de que me llaméis insensible, los fantasmas no son gente muerta que busca paz de espíritu ni nada parecido. Son residuos de forma más o menos humanoide que el uso continuo de la magia en un lugar deja tras de sí). En Londres tenemos exterminadores profesionales que visitan las casas de los magos varias veces al año. Aquí, imagino que tendré que hacer yo mismo el trabajo sucio.
Me coloco en el medio de la habitación y tomo aire. Para expulsar a los fantasmas, Hamlet siempre es una apuesta segura.
—¡Algo huele a podrido en Dinamarca! —recito con voz potente.
Una sombra oscura sale de debajo de mi cama y se apresura hacia la puerta entreabierta, deslizándose como una serpiente incorpórea y colándose entre mis piernas (qué asco, la sensación es repugnante). Cuando desaparece, la habitación se caldea un poco. Trato de recomponerme y me dirijo hacia el baúl donde he guardado la ropa de invierno en busca de la botella de whisky. Creo que yo también necesito un trago.
Antes de llegar allí, algo más capta mi atención. Hay una postal encima de la cama, sobre la colcha. Una postal en blanco y negro que, desde luego, yo no he dejado ahí.
—¿Has expulsado tú a ese fantasma? —pregunta Enzo desde la puerta—. Ha salido disparado como si le hubieses recitado un soneto entero. Creo que los fantasmas italianos no están tan acostumbrados a que los «fumiguen» como los ingleses.
No le contesto. Tengo la mirada fija en la postal. Enzo hechizó la cerradura de nuestras habitaciones para que nadie de la fábrica textil pudiera entrar en ellas sin permiso, y sé muy bien que hace falta una magia muy poderosa para burlar un hechizo de Enzo de Luca. Estiro el brazo para agarrarla y mi amigo se acerca a mí.
—¿Quién…?
—No lo sé —contesto.
Podría encontrar una postal como esta en cualquier tienda de antigüedades de Florencia. Muestra una fotografía de la fuente de Neptuno de la Piazza della Signoria, situada en el centro de la ciudad. No hay nada extraño ni macabro en la imagen, pero el mensaje escrito al otro lado, sin remitente ni firma, es muy distinto.
Bienvenido al Infierno.
Pronto te reunirás con tu madre.