ADRIáN

Si Rhys no fuese tan cabezota, esto sería mucho más fácil. Podríamos darnos apoyo moral el uno al otro.

Había visitado los jardines de la universidad en un par de ocasiones, en vacaciones, cuando los abren para los turistas. El año pasado le puse una excusa a mi abuela y me escapé a Florencia una mañana de julio solo para pasear un rato por los alrededores y plantearme si de verdad quería hacer esto. Si me sentía capaz de hacerlo, sobre todo. Intentar fingir que no pasa nada es lo más complicado. En especial cuando entramos al edificio.

Rhys ha empezado a hiperventilar, y creo que solo yo me he dado cuenta. Me pregunto si debería acercarme y tratar de ayudarlo, pero sospecho que solo empeoraría las cosas. Ni siquiera se ha dignado a dirigirme la palabra cuando nos hemos visto. Enzo de Luca también ha optado por ignorar mi presencia. Su amiga Chloe es la única que parece simpática en ese trío.

La profesora Baldini nos lleva hasta un salón circular, decorado de forma un poco ostentosa para mi gusto y repleto de mesitas redondas donde varios camareros, vestidos con el típico uniforme azul marino del personal de la Universidad de Magia y Elocuencia, están sirviendo vino, crepes y aperitivos. Un par de alumnos susurran entre ellos, animados. Yo también me animo un poco.

—Muy bien —comienza la profesora—. Sentaos y poneos cómodos. Hoy daremos aquí la primera clase.

Busco a Rhys, para ver si ya se encuentra mejor. Al menos, parece haber recuperado el color de las mejillas. Enzo, Chloe y él se acomodan en una de las mesas laterales, un poco alejados del resto. Me doy cuenta de que han escogido la única que solo tiene tres asientos. Hay un chico, que lleva todo este tiempo lanzando miraditas lánguidas en dirección a Rhys, que parece un poco decepcionado. Creo que yo también llevo demasiado rato mirando en su dirección, porque Gina me sujeta de la muñeca y me arrastra hacia una de las mesas. Me percato de que todos los demás ya se han sentado.

—Perdón —susurro cuando nos hemos acomodado junto a una chica pecosa de rostro agradable y un chico que ya está dando buena cuenta de los aperitivos—. Estaba…

—Ya sé lo que estabas haciendo —contesta Gina, con una sonrisa divertida—. No puedo creer que no me dejen utilizar el teléfono dentro del edificio —se lamenta—. ¿De qué sirve que hayan decorado las mesas con tan buen gusto si no puedo subirlo a Instagram?

Mientras ella contempla apesadumbrada el jarrón de rosas silvestres del centro de la mesa, yo alargo el brazo hacia una de las botellas de vino para tratar de servirnos a todos. Lo conozco bien, se cultiva en la región de la Toscana donde vive mi abuela. Antes de que pueda siquiera tocar la botella, un camarero se me adelanta.

—Si me permite, señor.

Me va a resultar extraño aprender a desenvolverme en un entorno así. Acostumbrarme a que me sirvan la bebida frente a un jarrón con rosas silvestres. Sé que todas las tardes, antes de que acaben las clases, los alumnos estamos obligados a tomar el té juntos, en los jardines o en uno de los numerosos salones semejantes a este con los que cuenta la universidad; para confraternizar, compartir nuestros avances y establecer provechosas relaciones personales. Cuando ayer por la noche Gina me leyó en voz alta esto mismo, al revisar el correo electrónico de bienvenida que acabábamos de recibir, soltó una carcajada.

—Supongo que es un modo elegante de animarnos a encontrar un buen marido, o una buena esposa, antes de la graduación.

—Dios nos libre de enamorarnos de alguien sin potencial mágico —murmuré, lanzando contra el techo la pelota de tenis que había encontrado abandonada en mi nuevo armario y volviendo a atraparla en el aire.

Me había tumbado sobre la cama. Gina se había sentado en la silla de mi escritorio, apoyaba los pies sobre el asiento y se abrazaba las rodillas. Nos habíamos pasado toda la tarde buscándome ropa decente para poder ir a clase y estábamos extenuados.

—Tu madre lo hizo —susurró Gina, iluminada tan solo por la pantalla del portátil—. Se enamoró de alguien sin potencial mágico.

—Mi madre no venía de una familia como las que vamos a conocer mañana —contesté, pensando en Rhys—. Ninguno de esos blogs de cotilleos o comentarios en TikTok te han preparado para lo que estás a punto de enfrentarte, créeme.

Gina esbozó una sonrisa enigmática, recortada por la penumbra de la habitación.

—Eso ya lo veremos.

Quizás haya subestimado a mi nueva amiga, porque Gina parece moverse a la perfección en este ambiente. Si alguno de los presentes la considera una bruja de inferior categoría por provenir de una familia poco importante y haber crecido en Estados Unidos, ella lo compensa con creces al destilar una confianza en sí misma digna de admiración. Se ha vestido con su mejor ropa. Teniendo en cuenta la cantidad de marcas caras que colaboran con ella, eso ya es decir mucho. Ha combinado a la perfección los colores del colegio, y su pelo rubio y brillante atrae las miradas de todos los presentes, como la miel a las moscas.

Al cabo de unos minutos, la profesora Baldini se levanta de la mesita individual donde ella misma estaba tomando su aperitivo y, sin soltar la copa que lleva en la mano, enarca una ceja.

—Recuerden que, por muy sabrosos que resulten los quesos y el fiambre que nos han preparado, acabamos de empezar nuestra primera clase. ¿Algún voluntario para romper el hielo?

La chica pecosa que se ha sentado con nosotros trata de hacerse un poco más pequeña en su asiento. Otros alumnos también se remueven incómodos. Nadie quiere ser el primero. La profesora Baldini parece percatarse de ello porque sonríe y deja su copa sobre la mesa antes de volver a hablar.

—Supongo que tendré que elegir yo, en ese caso. Señorita Knight y señor Montes, levántense, por favor.

No estaba seguro de si conocía mi apellido, no ha pasado lista ni nada parecido. Pero cuando me incorporo de mi silla y llego a su altura, me dedica una mirada cálida.

—Se ha formado en Alcalá de Henares, si no me equivoco —comenta ella, y yo me limito a asentir. No me importa demasiado ser el primero en ponerme a prueba, pero no contaba con convertirme en el centro de atención de este modo—. Es una buena escuela —admite la profesora—. Veremos si le ha sacado partido.

Es la primera vez, esta mañana, que percibo algo que no sea indiferencia en los ojos de Enzo de Luca. Se inclina un poco en la mesa para apoyar el codo en ella, y parece sentir cierta curiosidad hacia mí. Rhys tampoco me quita la mirada de encima. Contemplo el plato impoluto que tiene frente a él; no ha probado los aperitivos.

La profesora señala con un gesto elegante la enorme lámpara de cristal sobre nuestras cabezas. Está apagada, pese a que se trata de una estancia interior, sin ventanas y no demasiado bien iluminada.

—¿Le importaría encenderla, querido? —se limita a preguntar.

Por un momento, creo no haberle entendido bien. ¿De eso se trata? Conozco el hechizo necesario para encender una lámpara desde los once años.

—Sí, claro, por supuesto… —contesto, con un poco de torpeza. Me enderezo, para tratar de darle un poco de solemnidad a algo tan sencillo como aquello. Levanto la mirada hacia la lámpara—. Después de las tinieblas espero la luz —recito con voz firme.

La lámpara se ilumina al momento y la chica pecosa que se sienta con nosotros hace amago de aplaudir, pero desiste cuando ve que los demás no piensan seguirla. La profesora Baldini compone un gesto complacido.

—Algo previsible, quizá, recurrir a Cervantes para su primer hechizo —contesta, divertida. Esbozo una sonrisa, supongo que tiene razón—. ¿Puede volver a apagarla?

—Sí, señora.

Hago un gesto con la mano en dirección a la lámpara, haciendo desaparecer la magia que la mantenía encendida. Deshacer tu propio hechizo, sobre todo uno tan sencillo como este, resulta fácil. Aunque, en ocasiones, la cosa se complica. En especial, con los hechizos nuevos con los que aún no te sientes demasiado cómodo.

—Señorita Knight, su turno. Sus instrucciones son las mismas que las de su compañero.

Chloe parece entusiasmada por encontrarse ahí de pie. Levanta el rostro hacia la lámpara y entona su propio hechizo.

—¡Cansada estoy de las sombras!

Creo que es un fragmento del poema de La dama de Shalott. Me defiendo bien con el inglés, pero, aunque ese no fuera el caso, habría entendido el significado de sus palabras. Los hechizos tienen ese poder: cualquier mago que los escuche puede comprenderlos, aunque no sea capaz de reproducirlos si no se trata de su idioma natal.

La lámpara vuelve a encenderse y, ante un gesto de Chloe, se apaga de nuevo.

—Tampoco puedo decir que me sorprenda la elección del autor, señorita Knight —comenta la profesora, benevolente—. Estudiar aquí les ayudará a reconciliarse con sus raíces italianas y abandonar su zona de confort, espero. ¿Alguien más se quiere levantar? —pregunta al resto de alumnos—. No me obliguen a escoger de nuevo un nombre al azar.

No creo que nos haya escogido a Chloe y a mí al azar, precisamente, y tampoco creo que lo haga cuando, ante el silencio de la clase, la profesora Baldini señala a Enzo de Luca y le pide que se acerque hasta nosotros:

—Sospecho que hablo en nombre de todos los presentes cuando digo que estamos deseando verlo en acción, querido. Su hermano dejó una huella imborrable en esta institución al graduarse con todos los honores.

Enzo esboza una sonrisa ácida mientras atraviesa el pasillo de mesas y se coloca al otro lado de la profesora.

—Mi hermano suele dejar una huella imborrable allí donde va.

Algunos de los alumnos sonríen. Incluso la profesora parece estar pasándoselo bien. Lo que más inquietud me produce sobre Alfonsina Baldini es que todo a su alrededor parece un chiste que solo ella entiende.

—Muy bien, señor De Luca, su turno. Encienda la lámpara del techo.

Enzo vuelve a sonreír de ese modo tan suyo. Por un momento, me pregunto qué hechizo va a utilizar. Recurrirá a un autor italiano, eso seguro. Sin embargo, para sorpresa de todos, se limita a alejarse de la profesora y caminar en dirección a una de las puertas de la sala circular. Todos lo seguimos con la mirada, aturdidos. ¿Es que piensa marcharse? El único que no lo mira es Rhys. Está sonriendo de forma tenue, como si esperara que ocurriese aquello. Entonces, yo también comprendo lo que va a hacer y reprimo una carcajada nerviosa.

Cuando llega hasta la puerta, levanta la mano con parsimonia y pulsa el interruptor que enciende la lámpara del techo. Todos los alumnos se giran hacia la profesora, horrorizados y sin saber qué esperar, pero yo estoy seguro de que Enzo acaba de superar la prueba, y de que Chloe y yo hemos fallado.

La profesora Baldini sonríe satisfecha.

—Esta es la primera lección —nos informa, volviendo a tomar su copa de aperol, abandonada sobre la mesa—. No debemos vivir alejados del resto del mundo y de los avances de la ciencia. Habrá momentos en los que quizás alguno de ustedes se encuentre en peligro y necesite utilizar un hechizo para iluminar una estancia; reserven su magia para entonces.