Los niños aprenden haciendo

de Laura Beltrami

Maria Montessori era una científica experta en la infancia. Adquirió conocimientos con estudios en profundidad gracias también a una experimentación constante y metódica.

Entre finales del siglo xix y la primera mitad del siglo xx, Montessori estudió y observó el desarrollo de sus alumnos ¡y dedujo principios que fueron confirmados por estudios neurocientíficos más de cincuenta años después!

De todos los aspectos que abordó, la educación de los sentidos y el desarrollo a través de ellos tuvo un papel fundamental.

Montessori constató que el desarrollo mental está conectado con el movimiento y depende de él. Vamos a intentar comprender lo que quería decir antes de leer cómo lo explica ella.

La premisa que nos dan los últimos estudios es la neuroplasticidad del cerebro infantil. ¿Qué significa eso? Nacemos inmaduros y nuestro cerebro madura gradualmente durante el período de crecimiento y, en parte, de por vida.

No es una maduración de tipo cuantitativo sino relacionada con la conexión y la comunicación de las neuronas, es decir, con cómo están «cableadas» las diferentes áreas de nuestro cerebro entre sí.

Entonces, ¿cómo se pueden mejorar estas conexiones? Gracias a los estímulos que nos llegan del ambiente y a experiencias sensoriomotoras, ¡precisamente lo que sostenía Montessori! Por tanto, la inmadurez de los niños también es una ventaja, porque la interacción con el ambiente contribuye a formar y perfeccionar las conexiones. Nacemos con nuestro patrimonio genético, pero el ambiente en el que crecemos puede marcar sin duda la diferencia. Por tanto, el ambiente y la experiencia son dos grandes maestros, y tendremos la oportunidad de leer y hablar de dichos puntos más adelante. Obviamente es clave cómo nosotros, los adultos, acompañamos a los niños: qué concedemos, qué ofrecemos y qué les negamos, en una mezcla inteligente de posibilidades y necesidades. Montessori dice que el niño necesita ayuda no porque sea débil, sino para apoyar las grandes energías creativas que posee.

Por lo tanto, Montessori había comprendido que el cerebro de los niños tiene un potencial enorme y que ese potencial se desarrolla mediante la experiencia, pero hay más…

Los neurocientíficos han estudiado en qué sentido las actividades sensoriales y motoras son los ladrillos básicos sobre los que se construyen las diferentes funciones cognitivas. Las funciones motoras no importan menos que las cognitivas, como podrían hacernos creer. Podríamos sentir la tentación de pensar que la lectura es una actividad intelectualmente más estimulante que perseguir una pelota. Al contrario: el cuerpo y los movimientos son el origen de comportamientos abstractos como el lenguaje. ¿Cómo?

El cuerpo es nuestra forma de entrar en contacto con el mundo: un bebé recién nacido también experimenta esto. Lo toman en brazos, lo cambian, lo acarician, lo amamantan, lo duermen. Estos gestos y las emociones relacionadas con ellos se convierten en aprendizaje. El recién nacido interioriza que estas acciones tienen un patrón común: se basan en pasos sucesivos, están encadenadas, son consecuenciales. Al crecer, el niño empieza a hacer movimientos gruesos: gira la cabeza, mueve los brazos, imita las expresiones del rostro de su madre. Estos se convierten en patrones motores y memoria muscular en los que se desarrollará el aprendizaje lingüístico. El niño aprende a hablar primero abriendo y cerrando la boca, después, emitiendo sonidos, conectando al sonido la aparición de su madre y, por último, intentando emitir el sonido para llamar a su madre. Son cadenas de movimientos que se memorizan por repetición y que adquieren intencionalidad y significado.

Por lo tanto, podemos decir que la maduración de las áreas motoras llega antes que las demás, y las conexiones de las áreas motoras y sensoriales es determinante para todo el desarrollo.

Si estas primeras conexiones no se han asentado, se resiente también el resto de la trama. Demos a los niños su tiempo y la medida correcta. Si un pequeño empieza a andar, se mueve por primera vez en el espacio, debe coordinar los gestos, regular las distancias; está conectando las áreas visuales y las motoras, es ya un gran trabajo. No sirve de nada pedirle que aplauda, que sonría a la tía que quiere hacerle un vídeo ni que cante la cancioncita del fondo.

Observando y actuando, el niño logra aprendizajes concretos que se transformarán en conceptos abstractos. Démosles la posibilidad de hacerlo. Esto es básico para Montessori.

Es consciente de que los niños aprenden haciendo, nos muestra cuánto ayuda el movimiento al desarrollo que se expresa en otro movimiento. Montessori dice que para el trabajo mental no es necesario estar sentados, que se aprende observando y haciendo, con las manos, con el cuerpo: que un millar tiene un peso concreto en el número de cuentas que lo componen, que los pequeños cilindros de madera encajan en el bloque que los contiene solo en cierto orden, en ranuras de distintos tamaños y demás.

Asimismo, en las escuelas Montessori, los niños aprenden viendo y entrenando todos los sentidos. Asisten a la presentación de un material por parte del maestro: la observan, ven lo que ocurre, memorizan los gestos propuestos para usar ese material concreto. Mientras trabajan a menudo individualmente, viven en un contexto comunitario donde ven lo que hace el compañero y pueden tener curiosidad por algo que conocen. Los alumnos practican, aprenden por prueba y error.

Todos estos aspectos se confirman con un descubrimiento que se llevó a cabo más de treinta años después de su muerte. Entre los años 80 y 90, un grupo de investigadores coordinado por Giacomo Rizzolatti en el departamento de neurociencias de la Universidad de Parma descubrió que en nuestro cerebro existen neuronas denominadas «espejo». Son neuronas que reflejan, desde el punto de vista nervioso, un movimiento sin realizarlo y organizan y predisponen el patrón motor. Es decir, estas neuronas se activan, no solo cuando hacemos un gesto concreto, sino también cuando estamos delante de alguien que hace esa misma acción. ¡Increíble! Por eso, los estudios nos dicen que la imitación y la observación de quien actúa nos ayudan a interiorizar la acción, que es un aprendizaje a través de la imitación. La observación no bastará para saber hacer algo, pero será una preparación determinante.

Otra intuición genial de nuestra científica es que el niño que ejercita menos actividad sensorial tiene menos desarrollo de la mente, dice ella, que llega incluso a hablar de mente absorbente. Dice claramente lo que hemos descrito: las impresiones forman la mente del niño. En la época de Gentile, en la que la escuela era teoría y el «trabajo», secundario; donde se aprendía sentados en bancos, con libros y clases magistrales, Montessori apuesta por las manos, por hacer para aprender, por un niño que se mueve en el ambiente y, gracias a su movimiento, elabora nuevas informaciones. El ambiente ofrece al cerebro información y estímulos que no solo contribuyen a aprendizajes de varios tipos, ¡sino que también lo modelan!

Montessori habla también de períodos sensibles, períodos de crecimiento en los que el niño se interesa naturalmente por un aprendizaje determinado, como si fuera una sensibilidad particular respecto a una cosa antes que a otra: andar, hablar, los objetos pequeños basta pensar en un niño que acaba de empezar a hablar y no pararía nunca, o en el pequeño que acaba de empezar a andar y es lo único que quiere hacer; recorre metros y metros, se interesa por los peldaños, experimenta los límites de la acera para ensayar el desnivel y encontrar el equilibrio. Precisamente a través de esta experiencia, según las neurociencias, el cerebro afina sus estructuras. El conjunto de conexiones del que hablábamos antes está guiado por la experiencia sensorial frente a una eficiencia máxima, por eso, ¡son tan determinantes el ambiente en el que crece el niño y las experiencias disponibles en él! Los períodos sensibles son ventanas, los neurocientíficos los llaman también períodos críticos, porque son una oportunidad que tiene un tiempo, un comienzo y un fin, el aprendizaje también será posible después (hemos hablado de la plasticidad del cerebro), pero con menos naturalidad y con menos interés por parte del niño.

Montessori habla precisamente de una educación que «ayuda al desarrollo natural del niño» y, para los pequeños, esto significa educar los sentidos. Habla de educación de los sentidos como base para el aprendizaje: no se puede comprender una idea sin relacionarse con el mundo, sin utilizar el ambiente.

Montessori cuenta la historia de un pequeño que había pintado el tronco de un árbol de rojo. El maestro no corrigió, pero el niño tuvo la oportunidad de madurar en su capacidad de observación de los colores y los árboles. Poco a poco revisó su dibujo. «No se crean observadores diciendo “observa”, sino dando los medios para observar».

De esto, la grandísima lección que nos ofrece Montessori es que se aprende haciendo, que también los conceptos abstractos maduran en la base sensorial. Los niños deben poder correr, tocar, ensuciarse, escuchar el sonido del viento o el de la lluvia que golpea el cristal, entender que hay una gran cantidad de competencias y aprendizajes al hacer una voltereta, pelar una mandarina, probar la nieve. Desde este punto de vista, un uso poco regulado de las nuevas tecnologías amenaza con privar de algo a nuestros niños, no de añadir una posibilidad. Si pensamos que el tacto de la pantalla despierta la misma vastedad y la misma gama de aprendizajes que la imagen que representa, nos equivocamos. Estamos ante una representación de la realidad: un bellísimo paisaje con muchos sonidos, colores, animales escondidos que si se encuentran emiten su sonido correspondiente, formas que reconocer, pero los niños, ¿qué aprenden? No es lo mismo que andar por un bosque, respirar el aire que sabe a almizcle, hundir los pies en la tierra, escalar rocas para ver un paisaje nuevo, oír el canto de un pajarito.

Corremos el riesgo de proponer a nuestros niños que reaccionen a una situación en vez de actuar dentro ella con todos los estímulos, las posibilidades, las experimentaciones que esto conlleva. Corremos el riesgo de perder de vista cómo aprende un cerebro infantil. Por ejemplo, la vasta propuesta de aplicaciones para niños de entre 0 y 3 años, cuyo objetivo es enseñarles inglés, las formas, los colores, los números, no los hará más inteligentes y no se corresponde con una necesidad evolutiva de esta franja de edad concreta.

Los niños son complacientes y tienen una notable capacidad de adaptación, depende de a qué los acostumbremos y qué necesitan para crecer. Discriminar tiempos y maneras y ofrecer las oportunidades en el momento adecuado nos corresponde a nosotros, los adultos.

L.B.