El título de este libro, José Mujica. Otros mundos posibles, refiere en muchos sentidos a las últimas etapas de una travesía que se parece a un viaje excepcional, casi homérico. A partir de una figura que no ha buscado (ni encontrado) nunca el limbo de las unanimidades, esta obra viene a incorporarse a una ya extensa y muy diversa bibliografía, pero lo hace con la expectativa de la novedad. Su foco de abordaje radica en la exploración de cómo se fue forjando el pensamiento y la praxis internacional de Mujica, desde sus remotos orígenes de juventud a fines de los 40 y 50, hasta las luchas más recientes de este casi nonagenario que sigue considerándose un militante activo, sin que le pese el haberse vuelto un personaje de su tiempo, con una proyección global que ni él ni nadie podría siquiera haber vislumbrado. Aquí se procura explicar cómo en sus peripecias de joven rebelde interesado desde siempre en la política y la lectura, de guerrillero de un Movimiento de Liberación Nacional que reivindicó la lucha armada en los años 60 y 70, tras una prisión terrible y en la forja posterior de un liderazgo político inicialmente muy afincado en su Uruguay, que lo llevó a la presidencia de la República, Mujica al final de su vida encuentra la síntesis de su eterno batallar en un compromiso obsesivo por la tenaz reivindicación de que «otros mundos», muy diferentes al actual, son en verdad posibles.
Esta obra necesariamente ha debido buscar equilibrios difíciles. Desde el rumbo a menudo desordenado de las entrevistas hasta el rigor de la aproximación académica sobre un «animal político» en toda la línea, desde la tensión insoslayable de la interdisciplinariedad que impone la figura investigada hasta la indagatoria siempre fascinante de los clásicos a los que Mujica se ha vuelto tan afecto en las décadas recientes. En una de las últimas entrevistas que nos pidió, como si hubiera querido que se registrara una pista olvidada, volvió a narrarnos con insistencia los contextos que en su juventud lo llevaron a priorizar el objetivo de lo que entendía era el camino indispensable de la «liberación nacional». Pero esa ruta, que incluso lo condujo a la violencia y a muchos errores que hoy reclama, sobre todo a los jóvenes, que no se vuelvan a cometer, es la misma que lo hace insistir una y otra vez en el imperativo de partir de lo que se podría llamar una «antropología realista». Desde esa premisa interpela la visión de aquel «hombre nuevo» de sus orígenes revolucionarios, que en su recuerdo habría llevado a una visión edulcorada e inviable de personas abstractas, sin el pulso de la vida, puramente racionalizadas y sin espacio para las emociones, en el tránsito hacia visiones idealizadas del «deber ser», condenadas al fracaso, bien lejos del alma de los pueblos.
Tratando de argumentar precisamente en favor de una visión más sensata de la propia naturaleza y de una comprensión más radical sobre la condición humana, en esa entrevista Mujica defendía a voz en cuello, en la cocina de su casa —el lugar donde se casó hace unas décadas con Lucía Topolansky—, la necesidad de visiones más sobrias y mesuradas sobre los alcances efectivos de la acción política, tanto nacional como internacional. En relación a esos ámbitos solo podía encontrar el camino de la utopía imprescindible hacia otros mundos posibles en el realismo más sustentado sobre las personas y los pueblos en su búsqueda de tiempos mejores. Lo hacía de manera explícita en repudio contra toda forma de vanguardismo o ideologismo, pero también en procura de sacudir la esperanza —sobre todo, una vez más, de los jóvenes— a propósito de una brega que debía trascender definitivamente las fronteras nacionales para abrazar el compromiso ineludible de las causas internacionales, incluso como requerimiento de su divisa primera de la defensa innegociable del interés nacional. La hoja de ruta no podía sino encontrarse en una suerte de «realismo utópico», sustentado de muy diversas formas, tantas como fuesen necesarias para «salvar la vida» del planeta.
En esa búsqueda por persuadir, de pronto Mujica se detuvo y empezó a hurgar entre sus papeles desordenados. Contra toda posibilidad, encontró de inmediato lo que buscaba. Era un fragmento de un libro fotocopiado y subrayado del reconocido filólogo alemán Werner Wilhelm Jaeger titulado Paideia. Los ideales de la cultura griega. Desde allí, como en un juego de magia, pasó a leer a Platón a través de un diálogo con Sócrates:
Jamás, mientras viva, dejaré de filosofar; de exhortaros a vosotros y de instruir a todo el que encuentre, diciéndole con mi modo habitual. Querido amigo, eres un ateniense, un ciudadano de la mayor y más famosa ciudad del mundo por su sabiduría y su poder, ¿y no te avergüenzas de velar por tu fortuna y su constante incremento, por tu prestigio y tu honor, sin que en cambio te preocupes para nada por conocer el bien y la verdad ni de hacer que tu alma sea lo mejor posible?
Puede parecer extraño pero quien conozca a Mujica sabe muy bien que no lo es. Esa rara mezcla de sus lecturas, de su condición primera de agricultor, de las ideas que toma de su observación constante de la naturaleza que habita en su chacra ya legendaria, de sus interlocuciones, de su pasión agonística por encontrarle sentido a la vida, todo eso puede combinarse con su visión de la coyuntura y de la política, de sus interpretaciones sobre los caminos sinuosos de la geopolítica, con su sabiduría para perfilar el rumbo de los procesos regionales y globales, su convicción cada vez más fuerte de que para defender al país hay que involucrarse en las causas del mundo y que no existe interés más nacional que salvar a un planeta amenazado. Sabe muy bien que porta una vida difícil y no encuentra ningún mérito en vivir como le gusta. Es hijo de su historia y, tozudamente, no borra sus huellas, aunque le pesen demasiado muchos recuerdos. Como decía Peter Burke, parafraseando a Derrida en su clásico libro Hablar y callar. Funciones sociales del lenguaje a través de la historia: «Somos los sirvientes antes que los amos de nuestras metáforas». Desde su viejo «don de la palabra», Mujica conoce bien esas encrucijadas del lenguaje.
Este libro, que coincide con el despliegue de una iniciativa internacional que Mujica está promoviendo junto a presidentes, actores y organizaciones del continente, aborda una temática tan central como poco conocida acerca de su trayectoria: la evolución de sus visiones sobre el eje internacional y regional, núcleo fundamental de su actuación en las últimas décadas. A partir de allí, este trabajo presenta un formato especial, con un análisis central que oficia de relato conceptual general y otros componentes transversales —notas al pie, fragmentos de entrevistas inéditas realizadas especialmente para esta obra, testimonios de figuras connotadas de distintos ámbitos de la escena internacional, selección de documentos, fotos, etcétera—, que son distribuidos e intercalados a lo largo del libro, de acuerdo a criterios de coherencia y de oportunidad. Estos últimos materiales son destacados gráficamente de manera especial y tienen densidad propia, más allá de su correspondencia respecto al texto central.
Se trata, en suma, de un texto expresamente abierto, que combina relato histórico, documentación y reflexiones de tipo conceptual y temático. Aunque toma como marco de su análisis el conjunto de la trayectoria personal y pública de Mujica, se concentra en el período posdictadura de su vida, que constituye el momento en que él «descubre» y «afirma» su visión internacional, tanto desde el ejercicio directo de la política como desde la reflexión ideológica y filosófica. Sin olvidar, por cierto, como él siempre reclama, el reconocimiento primero de su condición de orgulloso agricultor.
Febrero de 2024.