PRÓLOGO
Al poco tiempo de empezar el primer año de la escuela primaria, me hice amiga de una niña que se llamaba Elizabeth. Aunque era la mayor de la clase, tenía un cuerpo pequeño, con miembros delgados y huesudos. Nos relacionamos a través del juego mancala, que consistía en lanzar canicas sobre una tabla de madera con catorce huecos poco profundos. Yo evitaba a mis otros compañeros para estar lista cuando Elizabeth me invitara a jugar. Y, por algún motivo, eso pasaba siempre. Sentía que nuestra amistad existía porque yo la había deseado.
Le pregunté a mi madre por qué la casa de Elizabeth, que estaba en Bloomfield Hills, un barrio rico de Detroit, olía tan diferente de la nuestra. Su respuesta —el detergente para lavar la ropa— me pareció tan común y corriente que me decepcionó. La casa de Elizabeth era tan grande que yo estaba segura de que ella se perdía en su interior. Tenía una cama con un dosel amarillo, un vestidor, una piscina. Elizabeth me mostró cómo su pelo, que era rubio, se le ponía más claro cuando se lo cepillaba. En el sótano de su casa había una nevera destinada exclusivamente a refrescos y un día Elizabeth me propuso que, en lugar de beber Coca-Cola por la boca, nos la echáramos sobre las rodillas. Intentamos el experimento en el coche de su canguro y nos reímos cuando la Coca-Cola empezó a chorrear sobre los asientos. Nos parecía increíble que solo hubiera una forma de beber.
A veces, cuando estaba en mi casa, fingía que era Elizabeth. Abría puertas de habitaciones y me imaginaba que no sabía hacia dónde daban. Me parecía una casualidad, un poco de mala suerte, haber nacido siendo yo en lugar de Elizabeth. Recuerdo una vez que me desperté desolada después de un sueño en el que se me ofrecía la posibilidad de convertirme en Elizabeth si escogía el asiento correcto en el bus escolar. Abrumada por la oportunidad, avancé trece filas y elegí el asiento equivocado.
Acababa de cumplir seis años y los límites entre las personas me parecían porosos. Durante la clase de música, me hicieron sentar entre dos chicos: a un lado estaba Sloan, el niño más alto de primero. La nariz le moqueaba permanentemente y sus mocos eran verdosos. Al otro, Brent, que era regordete y respiraba con tanta dificultad que a veces me fijaba si se había quedado dormido. Yo creía que los atributos físicos de ambos niños eran contagiosos. Para protegerme, intentaba sentarme en el punto más central de mi silla, lo más lejos posible de los dos. Pensaba que si me acercaba a Sloan terminaría siendo demasiado alta. Y, si me acercaba a Brent, engordaría. Con mi hermana mayor, Sari, habíamos visto un reportaje sobre un hombre obeso que había sufrido un infarto en la cama y al que habían tenido que sacar de su apartamento con una grúa. Intentamos imaginar la logística: ¿Habían tenido que derribar las paredes? ¿Cómo habían sujetado al hombre a la máquina? Ante la duda, decidí inclinarme por Sloan.
A la hora de comer, todos los alumnos de mi clase tenían que probar al menos un «bocado de ratón» de cada plato: un fideo, un guisante. Muchos años más tarde, mi profesora de primero, la señora Calfin, me dijo: «Tú te quedabas ahí sentada mirando tus bocados de ratón y yo te decía: “¡Venga! Solo tenemos veinte minutos”. ¡Sigue! Pero tú eras muy lenta». A las dos semanas de empezar el curso, pedí permiso para ir al baño después de comer. «¿Tienes que hacer pipí?», preguntó la señora Calfin. Según me contó, lo que yo contesté fue que solo quería mirarme en el espejo.
Pocos días más tarde, me negué a tocar los bocados de ratón que la señora Calfin me ponía en el plato. Me preguntó si en lugar de ello iba a ir al bufé de ensaladas, donde a veces me servía picatostes. Respondí que no, intentando ocultar mi sonrisa. Me miró atentamente y puso una expresión que no supe cómo clasificar; parecía un ceño fruncido y una sonrisa al mismo tiempo. Entendí que estaba meditando sobre quién era yo y que me observara con tanta atención me resultó excitante. Yo la quería y me preocupaba que mis sentimientos no fueran correspondidos. Me daba la impresión de que prefería a esos niños imperturbables cuyas madres hacían trabajo voluntario en la escuela.
Durante los dos días siguientes, prácticamente me negué a comer o beber. No recuerdo mi razonamiento, solo las reacciones de los adultos y una vaga sensación de orgullo. La idea se me ocurrió por el Yom Kipur, el día de expiación, que habíamos celebrado la semana anterior. Fue la primera vez que me di cuenta de que podía decir no a la comida. La decisión mantenía la energía religiosa de la festividad y conllevaba un aura de martirio.
Iba a la escuela hebrea tres veces por semana y me gustaba la idea de disponer de canales invisibles de comunicación con Dios. Rezaba varias veces al día y pedía que mi familia estuviera sana hasta que tuviéramos «ochenta y siete años o más», repitiendo varias veces «yo y mamá», porque nuestra supervivencia me parecía lo más importante. Recuerdo una vez que caminé sobre los guijarros del jardín de la novia de mi padre y me di cuenta de que cada paso había sido predestinado por Dios. Pero esa epifanía se vio eclipsada por una especie de afectación, porque se me ocurrió que tal vez estaba teniendo mi momento «zarza ardiente», esos episodios en los que sentimos que Dios está buscando nuestra atención. El contenido de la revelación era menos importante que mi deseo de distinguirme como alguien capaz de tenerla.
El 30 de septiembre de 1988 le dije a mi mamá que estaba tan mareada que creía que me chocaría contra una pared. En los tres días anteriores no había comido casi nada. Mi madre me llevó al pediatra. «Yo pensaba que “bueno, te darán algunos líquidos y luego te traigo a casa”», me contó más tarde. Según su descripción, yo era una pequeñita de seis años, exuberante y boba. Pero la novia de mi padre, Linda, que se convirtió en mi madrastra, recordaba que cuando yo estaba en su presencia le parecía la niña más triste que había conocido. Cuando me proponía actividades que suponía que me entusiasmarían, muchas veces le respondía con la misma frase: «¿Qué tiene eso de especial?». Linda observó que yo tenía la capacidad poco común de quedarme sentada, completamente quieta, y llorar al mismo tiempo sin hacer ruido, con frecuencia delante de la mesa de la cocina. Mi padre me decía que comiera y yo me negaba, a veces durante más de una hora, hasta que él se daba por vencido y me llevaba a la escuela.
Mi médico notó que había perdido casi dos kilos en el último mes. Hasta poco antes había seguido una dieta normal, según escribió él, «consistente mayormente en pizza, pollo y cereales». Enumeró mis «logros actuales» como «correr, saltar, montar en bicicleta». Le aconsejó a mi madre que me llevara al Hospital de Niños de Michigan, donde me ingresaron por «no comer». Un psiquiatra de ese sitio me describió como «una persona de sexo femenino bien formada pero muy delgada que no padece ningún trastorno grave».
Tras entrevistar a mis padres, que se habían divorciado un año antes y todavía estaban peleándose por la custodia, un médico del hospital escribió: «La madre declara que el padre se burla de las personas obesas y el padre no desmintió esa afirmación». Mi padre, por su parte, sugirió que la causa del problema residía en mi madre, quien «se preocupaba demasiado de la comida». Era cierto que hacía acopio de tantos panes integrales que, cuando abríamos la puerta del congelador, a veces se caían hogazas que había comprado en mercados de agricultores de los alrededores de Detroit. Pero tenía una relación con la comida relativamente normal, aunque quizá apasionada. Como muchas mujeres de su edad, de vez en cuanto intentaba hacer dieta, pero sin gran convicción.
La semana antes de mi ingreso en el hospital, mi madre empezó a llevar un diario para mí. Yo aún no sabía escribir, de modo que ella transcribía lo que le decía, pero yo no compartía ningún detalle sobre mi estado de ánimo, sino solo relatos cronológicos de mis días, intercalados con preguntas como «¿De dónde sale la diarrea de una serpiente?» y «¿Por qué la gente no tiene cola?». Mi madre, que acababa de romper con su novio, también llevaba su propio diario. Esa semana, anotó un sueño —siempre estaba documentando sus sueños— en el que pedía a un jardinero que desmontara nuestra casa ladrillo a ladrillo. «Lo único que queda es tierra y la silueta de nuestra casa en cemento», escribió.
La primera noche en el hospital, una enfermera me ofreció una bandeja de comida, que yo rechacé. Mi madre tenía hambre, así que se la comió ella. «Se enfadaron muchísimo conmigo», me contó. «No debía mezclar lo que yo comía con lo que comías tú.» Al día siguiente, las enfermeras me pusieron una vía porque me había deshidratado.
Mi historia clínica no ofrece una imagen coherente de por qué no comía ni bebía. Un psicólogo escribió: «Es evidente que sus síntomas son una expresión de la patología de la relación entre su madre y su padre». Otro observó: «Rachel intenta mirar en su interior para comprender y resolver sus intensos sentimientos relacionados con su mundo exterior», pero se enfrenta a un «proceso de pensamiento excesivamente complicado», que la conduce a una «actitud de autocondena (es decir, el problema debo de ser yo)». A pesar de que esa descripción podría aplicarse a casi cualquier persona, los médicos llegaron a la conclusión de que yo sufría de «una anorexia nerviosa poco común».
La anorexia se ha descrito a menudo como un «trastorno de lectura», provocado por el consumo acrítico de textos que presentan la delgadez como el ideal femenino. En esa época yo apenas estaba empezando a leer. Jamás había oído hablar de la anorexia. Cuando mi madre me transmitió el diagnóstico, a mí me sonó como si estuviera hablando de una especie de dinosaurio. La académica japonesa Takayo Mukai, exanoréxica, describe una sensación similar de desorientación cuando se topó con la palabra en la década de 1980, antes de que la anorexia se conociera bien en Japón. «Esa palabra de ocho letras no era más que un sobre vacío, sin sello ni dirección.»
Mi padre y Linda acudieron a la biblioteca local y leyeron el único libro que encontraron sobre ese tema: La jaula dorada, de Hilda Bruch, publicado en 1978. Bruch, una psicóloga conocida como «Lady Anorexia», empezó a escribir sobre este trastorno en los sesenta, cuando era una enfermedad poco conocida. Tenía la hipótesis de que la novedad era un elemento esencial de la enfermedad, que describía como la «búsqueda ciega de un sentido de identidad y autonomía». Predijo (incorrectamente) que, una vez que se alcanzara una masa crítica de chicas anoréxicas, la incidencia de la enfermedad podría reducirse, puesto que ya no parecería especial. «La enfermedad solía ser el logro de una chica aislada que sentía que había encontrado su propio camino hacia la salvación», escribió. «Cada una de ellas era, en cierta manera, una inventora original en un camino equivocado hacia la independencia.»
Mi madre también leyó sobre la enfermedad, mayormente desde la perspectiva psicoanalítica dominante en la época, e interiorizó un mensaje común: la culpa era de la madre. «Soy yo quien ha causado todo el dolor y la lesión original», escribió en un diario encuadernado en espiral que solía llevar en el bolso. Convirtió esta constatación en una acusación contra su propio carácter. «Debo asumir que tengo tendencia a ser mala y a hacer daño», escribió. «Lo que hago a veces a mis hijos es mezquino, aunque creo que me esfuerzo mucho por protegerlos.» Ni mi hermana ni yo recordamos que hiciera nada que se acercara a la maldad, pero ella se creyó lo que esos libros le decían sobre sí misma. En unas notas para una conversación con mis médicos, se recordaba a sí misma que debía ser «humilde» y no «pretender entender lo que está pasando».
La palabra anorexia me parecía tan poderosa que no me atrevía a pronunciarla. Estaba aprendiendo los sonidos de las letras y para mí las palabras eran entidades tangibles que de alguna manera encarnaban su significado. No decía los nombres de ningún alimento porque hacerlo era como el equivalente de comer. «Si esos términos se usaban en su presencia», escribió un psicólogo, «se tapaba los oídos». Me negaba a decir eight (ocho), porque ese número suena igual que ate (comí). Me ofendí cuando una de las enfermeras, frustrada por mi testarudez, declaró que yo era «dura de roer». Mi madre era más sensible a mis preocupaciones y cuando le pregunté por el estado de mi compañera de habitación en el hospital, una chica que tenía diabetes, evitó la palabra azúcar. «Es como lo opuesto de lo que tú tienes», explicó.
Me asignaron a un psicólogo joven, Thomas Koepke, que tenía una voz suave y cálida. Yo respondía a sus preguntas con el menor número de palabras posible. Tenía el vago temor de que, incluso cuando permanecía en silencio, mis pensamientos estaban siendo transcritos e impresos desde el fondo de mi cabeza, como páginas saliendo de una impresora. En una evaluación que hoy me hace sentir cohibida respecto de la profesión que he elegido, otro psicólogo escribió: «Rachel se manejaba de un modo que parecía ser muy consciente de su capacidad para controlar la entrevista».
Koepke dijo a mis padres que los médicos de su equipo no tenían constancia de que se hubiera diagnosticado anorexia a ningún niño de tan solo seis años. Pese a ello, me trasladaron de la habitación que compartía con la niña diabética a la quinta planta del hospital, que, por lo que pude ver, estaba dividida racialmente. Al final del pasillo había niños negros con anemia falciforme. En el centro, donde me colocaron a mí, había un pequeño grupo de niñas blancas, todas mayores que yo. A causa de la desnutrición, algunos de sus rostros y brazos estaban cubiertos de lanugo, ese vello suave y plumoso que recubre la piel de los recién nacidos. Todas las mañanas nos pesaban con las batas de hospital puestas y de espaldas a la báscula.
Las niñas hablaban con frecuencia de sus «privilegios». Si acabábamos una comida, que nos traían a la cama en una bandeja, y las enfermeras no nos encontraban migas grandes sobre las piernas, podíamos llamar a nuestros padres. Si terminábamos dos comidas en el día, nuestros padres podían venir a visitarnos al hospital durante una hora. Pero abstenerse de comer tenía consecuencias graves: si nos saltábamos dos comidas, nos mandaban a la cama. Para ir al baño, teníamos que avisar a una enfermera, quien registraba nuestra «producción». Perdimos la libertad de ver televisión o de ir a la sala de juegos, donde jugaban niños con otras enfermedades. La amenaza de una sonda de alimentación —como castigo por perder demasiado peso— rondaba cada comida. Yo no sabía que esa sonda consistía en un tubo que me meterían por las fosas nasales. Imaginaba que era un tubo enorme, como un tobogán cubierto, y que yo viviría en su interior.
En la unidad de anorexia me asignaron a una nueva compañera de habitación, Carrie, una niña de doce años con pelo pajizo. Le pregunté tantas veces «¿Crees que soy rara?» que finalmente respondió: «Si me lo preguntas una vez más, te diré que sí». Carrie conocía a todas las enfermeras de nuestra planta y se había hecho amiga de otros pacientes. Yo las consideraba a ella y a su amiga Hava, que vivía en la habitación contigua, como mentoras. Hava tenía doce años y era hermosa, con rasgos afilados y un pelo largo y castaño que no se cepillaba. Había algo agreste y salvaje en ella que me recordaba a las heroínas de los libros sobre la colonización del lejano oeste. Llevaba un detallado diario sobre su estancia en el hospital impregnado del lenguaje terapéutico que ella misma estaba empezando a entender. Era una estudiante precoz de su entorno, que se puso lírica después de conocerme: «Por el amor de Dios, esa niña tiene apenas seis años. ¡Miradla!», escribió. «Permitid que confíe en un adulto y que libere esas conductas infantiles que lleva escondidas en ese cuerpo tenso y rígido», continuó. «Apuesto a que solo está esperando que alguien le tienda la mano para aferrarse a ella.»
Puede que Hava también estuviera indebidamente influida por el espíritu del Yom Kipur. Iba a una escuela judía y, según apuntó en su diario, estaba aterrorizada ante la posibilidad de no estar «escrita en el libro de la vida», el registro que lleva Dios de aquellos que merecen vivir un año más. Se culpaba de «no alcanzar un estado de santa perfección».
Había otras similitudes entre nosotros: los padres de Hava también estaban atravesando un divorcio prolongado y hostil y también hacían bromas sobre amigos de la familia que eran obesos. «Siempre se burlaban de los Ornstein y los llamaban los Oinkstein», escribió Hava. Además, Hava también tenía una amiga como Elizabeth, una chica a la que no solo admiraba, sino que quería convertirse en ella. Escribió en su diario que, cuando jugaba en la casa de su amiga, le gustaba imaginar que vivía allí y que jamás volvería a la suya. Tenía una letra tan parecida a la mía que hace poco, mientras leía ciertos pasajes de su diario, me desorienté un momento y supuse que estaba leyendo mis propias palabras.
Cuando conocí a Hava, ella llevaba casi cinco meses en el hospital. Su madre, Gail, visitó la clase de Hava, que estaba en sexto de primaria, e intentó explicar la prolongada ausencia de su hija. «Aunque Hava es muy delgada», contó en la clase, «cree que es muy gorda».
Hava, que pesaba treinta y dos kilos, parecía discrepar de que la explicación de su madre mejorara su estatus social. En su diario, hacía una lista de «lo que me gustaría que me gustara de mí misma», en la que incluía «mi personalidad», «mi inteligencia, mis notas» y «mis sentimientos». Tenía sueños en los que «suplicaba a mis pares y de pronto ellos me brindaban una aceptación y una compresión completas», escribió.
En la sala de juegos, donde todos competían por el único juego PacMan, Hava se hizo amiga de una niña de trece años que estaba embarazada de gemelos. Cuando Hava se quejó sobre las estrictas normas de alimentación en la unidad de anorexia, la madre de la chica embarazada mencionó como al pasar que se podía quemar calorías mediante el ejercicio. «Fue ella quien me hizo decidir que esa noche haría saltos de tijera», escribió Hava.
Yo me sentía intimidada por la amistad entre Hava y Carrie, que se solidificaba en torno a objetivos comunes. «Carrie y yo nos comparamos los huesos, la piel, el color y la delgadez», escribió Hava. «Si Carrie no estuviera aquí, no sé qué sería de mí.» Parecían pasar juntas por ciclos de pérdida y ganancia de peso. Cuando estaban en la fase ascendente, las enfermeras las dejaban visitar la unidad de partos, donde observaban a los recién nacidos. Algunos de los bebés tenían «agujas y todo clavado, así que me sentí muy agradecida», escribió. «Ojalá fuera más fácil comer sin sentir culpa.» Cuando las enfermeras no estaban vigilando, Hava y Carrie recorrían los pasillos hasta que a Hava le costaba respirar; también se ofrecían voluntarias para repartir las bandejas de comida a los otros pacientes. «Ese era mi ejercicio del día», escribió.
Yo no sabía que había una relación entre el ejercicio y el peso corporal, pero empecé a hacer saltos de tijera con Carrie y Hava por las noches. Me negaba a sentarme para no convertirme en una «patata de sofá», expresión que me enseñaron ellas. Las enfermeras pasaban por todas las habitaciones de la unidad de anorexia con un carrito de novelas juveniles. Después de mi llegada, empezaron a incluir libros para lectores más jóvenes, como Los Osos Berenstain, la colección de Clifford, y los libros de Mr. Men y Little Miss, entre ellos Mr. Strong, que iba de un hombre que desayunaba ocho huevos escalfados, detalle que a mí me parecía monstruoso. Aprendí a leer de pie en mi habitación de hospital. Cuando las enfermeras entraban en nuestro cuarto, ponía a prueba mi nueva habilidad uniendo las cinco o seis letras de sus etiquetas de identificación.
Las chicas mayores parecían considerarme una especie de mascota, una anoréxica en prácticas. Mis ideas sobre la comida y el cuerpo eran aún más mágicas que las de ellas. Estaba dispuesta a comerme una rosquilla, pero rechazaba un cuenco pequeño de Cheerios, porque una O grande parecía preferible a trescientas o más oes diminutas. Cuando Hava y Carrie me dejaban verlas jugar al ¡Pesca!, quería saber (pero me daba vergüenza preguntar) qué clase de pez tenían que pescar. ¿Se referían a un pez que estuviera en el océano? ¿O a un pescado cocinado en un plato? No entendía que el pez del océano se convertía en el pescado cocinado en el plato y, si se referían a este último, no quería saber nada del juego.
No podía seguir el ritmo de Hava y Carrie, que hablaban de su peso no solo en kilos, sino también en gramos. Aunque la anorexia tiene fama de ser una enfermedad de la lectura, tal vez está igualmente relacionada con las matemáticas. Mukai, la académica japonesa, recordaba que cuando era anoréxica entró en un mundo «“digitalizado”, en el que todo se entendía en términos de metros, centímetros, kilogramos, calorías, tiempos, y cosas así». «Ya no compartía la cultura», escribió, «ni la realidad social, ni siquiera el lenguaje con nadie. Vivía en una realidad cerrada donde las cosas tenían sentido para mí, pero solo para mí».
Yo no era lo bastante sofisticada como para hacer los cálculos que esa enfermedad requería, pero me atraía la manera en que Hava y Carrie habían adoptado un nuevo sistema de valores, un modo ajeno de interpretar sus sensaciones físicas y establecer lo que estas valían. Cada vez que llegaba una paciente nueva a la unidad, Hava apuntaba en su diario la altura y el peso de la niña. «Debo esperar que se me pase el impulso de comer y experimentar el subidón del logro», escribió. «Ese subidón es maravilloso.» Daba la impresión de que estaba disciplinando a su cuerpo para un propósito elevado que jamás mencionaba.
En su ensayo de 1995 «La anoréxica ascética», la antropóloga Nonja Peters, que era anoréxica, propone que la enfermedad se despliega en fases diferenciadas: al principio, la anoréxica se ve impulsada por las mismas fuerzas culturales que inspiran a muchas mujeres a hacer dieta. Ese proceso puede desencadenarse a partir de un comentario trivial. Mukai decidió hacer dieta después de preguntarle a su madre si cuando creciera sería tan gorda como su abuela. «Sí, puede ser», respondió su madre. Mukai se obsesionó con ese comentario, a pesar de que se había dado cuenta de que su madre «se estaba riendo, estaba bromeando, y yo lo sabía». En su diario, Hava mencionó el momento crucial en que una amiga describió su talla como «mediana». Los padres de Hava le insistieron en que no hiciera caso a sus amigas, pero Hava escribió: «Si piensan que soy gorda es que soy gorda».
A medida que pasa el tiempo, una decisión impulsiva cobra su propio peso y se vuelve cada vez más difícil de revertir. «Una vez que se toma el camino del ascetismo, la conducta ascética produce motivaciones ascéticas, y no al revés», escribe Peters.
Varios eruditos han estudiado los paralelismos entre la anorexia nerviosa y la anorexia mirabilis, un trastorno de la Edad Media en virtud del cual jóvenes mujeres religiosas pasaban hambre como manera de liberar el espíritu del cuerpo y compartir el sufrimiento de Cristo. Se decía que su pérdida de apetito era un milagro. Sus cuerpos se convertían en unos símbolos tan poderosos de fe y pureza que les costaba volver a comer, incluso cuando sus vidas corrían peligro.
El historiador Rudolph Bell ha bautizado este trastorno como «anorexia sagrada», tras llegar a la conclusión de que esas mujeres tenían una enfermedad. Pero el argumento opuesto también parece cierto: la anorexia puede sentirse como una práctica espiritual, una manera distorsionada de dar con un yo más noble. El filósofo francés René Girard sostiene que las raíces de la anorexia no están «en el deseo de ser un santo, sino de ser considerado como tal». «Hay una gran ironía en el hecho de que el proceso moderno de erradicar la religión produzca innumerables caricaturas de ella», escribió. Una vez que se ha fijado el rumbo, es muy difícil cambiar los términos del compromiso. En un diario que yo llevaba en segundo de primaria, apunté: «Tuve una cosa que era una fermedá que se yama anexorea» y luego expliqué que «tuve anexorea porque quería ser alguien mejor que yo».
Pasé doce días sin ver a mis padres. Mi madre sí vino una vez a dejarme un pijama, después de que el viejo se hubiera manchado de sangre cuando la vía intravenosa se me cayó del brazo. Oí la voz de mi madre y, aunque me tenían prohibido levantarme de la cama, salí corriendo de mi habitación y corrí por el pasillo hacia ella. Las dos estábamos llorando, pero cuando me acerqué a unos metros de ella, las enfermeras me retuvieron.
Tres veces al día una enfermera se quedaba sentada a mi lado durante treinta minutos mientras yo miraba mi comida sin comer más que unos bocados. Cada bandeja de comida contenía trescientas calorías. Cuando se llevaban la bandeja, la enfermera me vigilaba durante cuarenta y cinco minutos más, para asegurarse de que no vomitara. Yo ni siquiera sabía que era físicamente posible vomitar a propósito.
Después de casi dos semanas, ya me acababa el desayuno y luego la comida. Me gustaba lo que me servían, macarrones con queso, y terminaba el plato sin darme cuenta. «En cierta manera, espero con ganas las comidas, porque a veces me distraigo y empiezo a disfrutarlas», escribió Hava en su diario. Tal vez yo estaba atrapada por el mismo placer accidental. La enfermera que vigilaba mis comidas me felicitó y me contó que había ganado un privilegio: podía llamar a mis padres. Recuerdo haberme acercado al teléfono que estaba al lado de la cama y haber marcado el número de mi madre. Una vez que oí su voz, me sentí tan aliviada que no pude hablar. Solo me reí.
Cuando mis padres me visitaron, descubrieron con consternación que yo había adquirido un repertorio de conductas anoréxicas. Además de hacer saltos de tijera, me negaba a sentarme o a acostarme hasta las nueve de la noche, la hora de ir a la cama. Mi hermana, a quien con el tiempo también le permitieron visitarme, comprendió el atractivo que tenían mis nuevas amigas. «Yo estaba un poco colada por Carrie», me contó años más tarde. «Era muy guapa y enrollada y recuerdo que tenía un pelo bonito y liso. Esas chicas te cuidaban», añadió.
A mis padres les enfadaba que yo hubiera caído bajo el influjo de chicas mayores y versadas en la enfermedad. «Hasta ese momento, había sido un proceso mental puro, algo interior y tuyo», me dijo mi madrastra. «No leías revistas ni tenías una imagen de cuál era el aspecto que debía tener una persona delgada ideal.» Mi madre dijo: «Creo que ni siquiera entendías el concepto de “delgada”. Me parece que tú, simplemente, no querías que tu estómago sobresaliera, como pasa con los estómagos de todos los niños.»
Mi padre fue el único que rechazó el diagnóstico. «Desde que eras muy pequeña decías “tú no me mandas”», afirmó. «Ese era el comportamiento que traías a la mesa.» En una lista de «actitudes alimentarias» que le pidieron a mi padre que completara, una de las preguntas era si «mi hija adolescente piensa en quemar calorías cuando hace ejercicio». Mi padre tachó la palabra adolescente y escribió al margen: «Antes no lo sabía, ahora sí».
Una vez que mis padres empezaron a visitarme, fue como si se rompiera el hechizo. Mis objetivos se realinearon. Para seguir viéndolos, comencé a comer todo lo que me traían en las bandejas. Los dejaban visitarme separadamente cada día, media hora cada uno, siempre que yo cumpliera con las comidas.
El alféizar de mi habitación se llenó de muñequitos de Pee-wee's Playhouse, un programa que mi hermana y yo veíamos cada fin de semana. Mi padre me traía un personaje nuevo casi cada vez que me visitaba: Chairry, el sillón; Reba, la cartera; la señorita Yvonne, a quien Pee-wee llamaba la «mujer más hermosa de Títerelandia». A esas alturas, y gracias a Carrie y Hava, yo ya entendía que la televisión te hacía apalancarte, era para «patatas de sofá», y ya no me permitía ese capricho. Pero durante las visitas de mi padre sí me sentaba a mirar cuando él se instalaba en mi cama del hospital, con un muñequito en cada mano, y, con una voz aguda y nasal, imitaba a los personajes del programa.
Tenía que llegar a casi veintitrés kilos para que me dieran de alta; cuatro más de los que pesaba cuando me ingresaron. Por la noche iba a la enfermería y pedía cajitas de trigo rallado escarchado. Cuando me hurgaba la nariz, me volvía a meter los mocos para no perder más peso. «Rachel empezó a ingerir 900 calorías el duodécimo día de hospitalización, y fue aumentando gradualmente su consumo hasta el punto de que no tenía problemas para consumir más de 1.800 calorías al día», escribió Koepke.
Mi hermana me dijo que la última vez que me visitó en el hospital «te habían engordado a tal punto que parecía que tenías la sudadera metida por dentro: era solo tu cuerpo, pero por alguna razón parecía material extra». Carrie también había aumentado de peso lo suficiente y estaba preparándose para volver a su casa. La recuperación de Hava tuvo más altibajos. «Me siento tan loca y rara después de comer... pero nadie lo entendería si ni yo misma puedo explicarlo», escribió. «Ojalá alguien pudiera ayudarme y hacerme cambiar de opinión sobre todo.»
Me dieron el alta el 9 de noviembre de 1988, seis semanas después de mi llegada. Koepke parecía pesimista sobre mis perspectivas de recuperación. «Dada la intensa hostilidad (entre mis padres) y la gravedad de la enfermedad, somos extremadamente cautos en cuanto al pronóstico», escribió. Él y su equipo sugirieron que un hospital psiquiátrico sería el «sitio adecuado para Rachel». Pero, según escribió, mis padres decidieron aplazar «esta recomendación por el momento». A mi madre la sugerencia la alarmó. «Temía que una vez que entraras en el sistema de los establecimientos psiquiátricos, fuera muy difícil sacarte», me dijo.
Volví a la escuela el día después de que me dieron de alta. Le pregunté a mi madre si podía decirles a mis compañeros de clase que me habían ingresado por neumonía, pero ella no me dejó mentir. El primer día de regreso a clase, mi madre entró en el aula conmigo y, mientras los otros niños se sentaban en círculo sobre la alfombra, les explicamos que yo había estado en un hospital. «No fue una discusión larga», dijo mi madre. «Nadie insinuó que fueras diferente o que tuvieras una enfermedad mental. Creo que los niños probablemente lo entendieron como una enfermedad física. Y, en efecto, necesitabas alimentarte.»
Temerosa de convertirme en una «patata de sofá», me negaba a sentarme a mi escritorio o sobre la alfombra cuando teníamos que formarnos en círculo. La señora Calfin me permitía quedarme de pie. «La forma en que te quedabas de pie era con uno de los brazos al costado y el otro sujetándote el codo», me contó Elizabeth, que actualmente es consejera matrimonial. A veces los alumnos me pedían que me hiciera a un lado cuando les bloqueaba la vista de la pizarra, y recuerdo haber pensado que en realidad no estaba en la línea de visión de ellos, sino que solo querían llamar la atención sobre mi inusual comportamiento. Pero jamás se burlaron de mí, por lo que recuerdo y, después de un mes, empecé a sentarme como todos los otros niños. «En cierta forma, volviste a integrarte», dijo la señora Calfin y añadió, «yo solo quería que sintieras que habías vuelto a ser parte de esta comunidad». Esa primavera, un psicólogo escribió que mis síntomas habían remitido. La anorexia, concluyó, era un «mecanismo de afrontamiento para lidiar con las presiones que ha sentido».
Elizabeth y yo empezamos a jugar al mancala nuevamente. No tardamos en volver a considerarnos las mejores amigas la una de la otra. Era habitual que me invitase a dormir en su casa y montamos un club de fans de New Kids on the Block en su vestidor. Por algún motivo, en mi recuerdo Hava se fusiona con Elizabeth: ambas usaban camisones de seda, eran delgadas y frágiles y mi madre las describía como «etéreas». «Quiero ser Elizabeth», escribí en mi diario. «Quiero tener una casa más grande. Quiero gustarles a todos.»
Cuando estaba en quinto, mi madre me dijo que había visto a una chica que se parecía a Carrie, con pantalones de camuflaje, escarbando en un cubo de basura en el centro de Birmingham, donde vivíamos. No he conseguido localizar el apellido de Carrie —nuestros médicos tampoco lo recuerdan—, de modo que no he podido confirmar si esa persona era ella. Tampoco supe nada de Hava durante varios años, hasta que apareció en un artículo del Detroit News sobre cómo identificar las primeras señales de trastorno mental en la adolescencia. Una fotografía la mostraba delante de un lago, con el pelo hasta la cintura. Seguía siendo hermosa, pero se la veía un poco deteriorada. El artículo contaba que había pasado la adolescencia y los primeros años de la adultez entrando y saliendo de hospitales psiquiátricos. Había tenido que dejar el instituto. Consideraba que su trastorno alimentario era el hecho definitorio de su vida.
* * * * *
Hace unos años, fui a Suecia para investigar sobre una enfermedad conocida como «síndrome de resignación». Cientos de niños de antiguos Estados soviéticos y de la desaparecida Yugoslavia a los que se había negado asilo en Suecia se tumbaban en sus camas, rechazaban la comida y dejaban de hablar. Poco a poco, parecían ir perdiendo la capacidad de moverse. A muchos había que alimentarlos con sondas. Con el tiempo, algunos pasaban a un estado semejante al coma. Un niño me contó que durante los meses que pasó en la cama se sentía como si estuviera en una caja de cristal de paredes frágiles y en lo profundo del océano. Si hablaba o se movía, causaría una vibración que resquebrajaría el cristal. «El agua entraría y me mataría», dijo.
Algunos psiquiatras sugirieron que ese trastorno era una reacción tanto al estrés de los procedimientos migratorios como a los traumas de los países de los que sus familias habían huido. Pero no entendían por qué esa enfermedad se producía solo en Suecia y en ninguno de los Estados nórdicos vecinos, donde se habían instalado refugiados de los mismos países. Al entrevistar a las familias, descubrí que muchos de los niños diagnosticados de síndrome de resignación conocían a alguien que también padecía ese trastorno. En algunos artículos aparecidos en la prensa sueca hubo acusaciones de que los niños estaban simulando, en especial después de que Suecia estableciera el síndrome de resignación como motivo para conceder la residencia. Pero cuando me encontré con los niños me convencí de que no fingían. Tardaban semanas, a veces meses, en salir de un estado casi catatónico, incluso después de que se había informado a sus familias de que podían permanecer en Suecia. Lo que se había iniciado como una protesta parecía haber adquirido un impulso propio. Los niños se habían convertido en mártires, un papel que al principio parecía liberador, pero que estaba empezando a destruirlos.
Mis conversaciones en Suecia con familias y médicos me hicieron reconsiderar mis primeras experiencias con la anorexia. Había algo en esos niños que no hablaban y ayunaban que me resultaba familiar. Para un niño, que es solipsista por naturaleza, hay límites a las maneras en que la desesperación puede comunicarse. La cultura moldea los guiones que siguen las expresiones de angustia. Tanto en la anorexia como en el síndrome de resignación, los niños encarnan la ira y una sensación de indefensión rechazando la comida, uno de los pocos métodos de protesta de que disponen. Los expertos les dicen a esos niños que están comportándose de una manera reconocible y que tiene una etiqueta. Entonces los niños hacen ajustes, conscientes e inconscientes, para adaptarse al modo en que han sido clasificados. Con el tiempo, un patrón voluntario de comportamiento se vuelve cada vez más involuntario y arraigado.
El filósofo Ian Hacking utiliza el término efecto bucle para referirse a la manera en que la gente queda atrapada en profecías de autocumplimiento sobre la enfermedad. Un diagnóstico nuevo puede cambiar «el espacio de posibilidades para la personalidad», escribe. «Nos hacemos a nuestra propia imagen científica de las maneras de persona que es posible ser.» En un ensayo sobre los niños diagnosticados de síndrome de resignación en Suecia, Hacking se refiere a la apuesta de Pascal: para evitar la posibilidad del infierno eterno, debemos comportarnos como si Dios fuera real, incluso aunque carezcamos de pruebas de su existencia. Con el tiempo, podemos internalizar la fe que hemos simulado y nuestra creencia se volverá sincera. Hacking sugiere que en ciertas enfermedades tiene lugar un proceso similar. Encontramos una forma de expresar nuestra angustia a través de la imitación, hasta que, finalmente, «“aprendemos” o, mejor dicho, “adquirimos” un nuevo estado psíquico».
A los seis años, todavía me parecía posible convertirme en otra persona por pura voluntad. Si hubiera permanecido más tiempo en el hospital o hubiera regresado a una escuela menos acogedora, tal vez habría seguido los pasos de Hava. «Las etiquetas no están tan mal», escribió en su diario. «Al menos te dan un título por el que responder... ¡¡¡y una identidad!!!»
Mi madrastra, la persona más práctica de la familia, me ha dicho que en una época dudaba de que yo llegara a la vida adulta. Es cierto que poseo algunos rasgos que me predisponen a ayunar sin motivo, como una sensación vaga de que el autocontrol es moralmente bueno. Pero también me pregunto si realmente he tenido anorexia alguna vez. Tal vez mi limitada exposición al ideal de la delgadez impidió que la deseara con suficiente intensidad. Parafraseando a la historiadora Joan Jacobs Brumberg, que ha escrito elocuentemente sobre la génesis de los trastornos de la alimentación, a mí me «reclutaron» para la anorexia, pero esa enfermedad jamás se convirtió en una «carrera». No me suministró el lenguaje con el que llegué a comprenderme a mí misma.
Esa sensación de haberme escapado de milagro me ha vuelto atenta a las ventanas de las fases tempranas de una enfermedad, en las que la afección es absorbente e incapacitante pero aún no ha reformulado la identidad y la vida social de una persona. Las enfermedades mentales suelen verse como fuerzas crónicas e incontenibles que se apoderan de nuestras vidas, pero yo me pregunto hasta qué punto los relatos que contamos sobre ellas, especialmente al principio, pueden moldear su curso. Esas historias pueden liberar a las personas, pero también dejarlas atrapadas.
Los psiquiatras utilizan el término insight —una palabra mágica, casi fundamental en esta disciplina— para evaluar la veracidad de los relatos de las personas sobre lo que les ocurre en la mente. En un influyente trabajo de investigación de 1934 publicado en The British Journal of Medical Psychology, el psiquiatra Aubrey Lewis definió el insight como la «actitud correcta frente a un cambio mórbido en uno mismo». Un paciente con la «actitud correcta» reconoce, por ejemplo, que los espíritus de los muertos no le hablan de repente, sino que esas voces son síntomas que la medicación puede acallar. El insight se evalúa cada vez que se hospitaliza a un paciente psiquiátrico, y cobra gran importancia en las decisiones sobre si hay que tratarlo contra su voluntad. Pero este concepto ignora en gran medida cómo la «actitud correcta» depende de la cultura, la raza, la etnia y la fe. Los estudios demuestran que a las personas de color se las califica como «carentes de insight» con más frecuencia que a los blancos, quizá porque los médicos no están familiarizados con su modo de expresar la angustia o porque esos pacientes tienen menos motivos para confiar en lo que dicen sus médicos. En términos más crudos, el insight mide el grado en que el o la paciente está de acuerdo con la interpretación de su médico.
Hace cincuenta años, en el apogeo de la era psicoanalítica, el insight describía una suerte de epifanía: los deseos y conflictos inconscientes se volvían conscientes. Se decía de una paciente que poseía insight si podía reconocer, digamos, su odio reprimido por su padre y la manera en que esa emoción prohibida había formado su personalidad. Sin embargo, con el tiempo se hizo evidente que alcanzar un insight sobre los conflictos interpersonales, si bien era intelectualmente gratificante, no proporcionaba una cura.
Las explicaciones biomédicas de la enfermedad, que empezaron a volverse dominantes en los ochenta y noventa, acabaron con la necesidad de esa clase de insight. La «actitud correcta» pasó a descansar en un nuevo conjunto de conocimientos: los pacientes tenían insight si entendían que sus trastornos provenían de enfermedades del cerebro. El enfoque biomédico resolvió el problema moral de que se culpara a los pacientes y a sus familias y ha sido celebrado por su potencial para reducir el estigma. En 1999, el primer informe referido a salud mental del director general de Salud Pública, afirmaba que el estigma surgía de «la errónea separación entre mente y cuerpo propuesta por primera vez por Descartes». En una conferencia de prensa, el director anunció que no había «ninguna justificación científica para distinguir entre las enfermedades mentales y otras clases de enfermedad».
Es posible, pero el marco biomédico no parece haber reducido el estigma en los hechos. Los estudios demuestran que las personas que ven la enfermedad mental como algo biológico o genético son menos propensas a culpar de los trastornos mentales a la debilidad de carácter o a reaccionar de forma punitiva, pero son más propensas a ver la enfermedad de una persona como algo fuera de su control, alienante y peligroso. La enfermedad llega a parecer inflexible, un relámpago que no se puede reconducir. En sus memorias The Center Cannot Hold («El centro no aguanta»), Elyn Saks, profesora de Derecho, Psicología y Psiquiatría en la Universidad del Sur de California, escribe que cuando le diagnosticaron esquizofrenia se sintió como si le «dijeran que lo que fuera que estaba mal dentro de mi cabeza era permanente y, según todos los indicios, incurable. Una y otra vez me topaba con palabras como debilitante, desconcertante, crónica, catastrófica, devastadora y pérdida. Para el resto de mi vida. El resto de mi vida».
Hava poseía un insight excelente: en su diario se refería con frecuencia a sus «desequilibrios químicos»; mientras que yo, a los seis años, prácticamente carecía de él. Cuando empecé a comer de nuevo, lo sentí como una decisión tomada al azar. Pero tal vez esa decisión fue posible porque las explicaciones de los médicos significaban poco para mí. Yo no estaba sujeta a ningún relato en particular sobre el papel de mi enfermedad en mi vida. Hay relatos que nos salvan y relatos que nos atrapan y en medio de una enfermedad puede ser muy difícil saber cuál es cuál.
Es notable lo poco que saben los psiquiatras sobre por qué algunas personas con enfermedades mentales se recuperan y otras con el mismo diagnóstico pasan a tener una «carrera» de enfermedad. Para responder esa pregunta, creo, hace falta prestar más atención a la distancia entre los modelos psiquiátricos que explican la enfermedad y los relatos a través de los cuales las personas encuentran sentido por sí mismas. Incluso si las cuestiones de interpretación son secundarias a encontrar un tratamiento médico eficaz, esos relatos alteran la vida de la gente, a veces de forma impredecible, y pesan mucho sobre el sentido del yo de una persona, así como en su deseo de que la traten o no.
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Siempre me ha atraído el género de los estudios de casos y al mismo tiempo me irrita la imagen que presentan de un mundo cerrado, limitado a una persona y a una explicación. Me pregunto si los que escribimos sobre enfermedades mentales seguimos con demasiada frecuencia el ejemplo de la psiquiatría. Las historias de enfermedades psiquiátricas son muchas veces profundamente individuales; la patología surge del interior y también se sobrelleva de ese modo. Pero esas historias omiten dónde y cómo viven esas personas y las maneras en que su identidad se convierte en un reflejo de cómo las ven los demás. Nuestras enfermedades no solo están contenidas en nuestro cráneo, sino que también están hechas y sostenidas por nuestras relaciones y comunidades. Aunque un modelo puramente psiquiátrico de la mente puede ser esencial para la supervivencia de personas con enfermedades mentales, el título de este libro, (Somos) extraños para nosotros mismos —una frase que procede del diario de Hava— es un recordatorio de que este marco puede también distanciarnos de las numerosas escalas de comprensión que hacen falta, especialmente en períodos de enfermedad o crisis, para mantener un sentido continuo del yo.
En un ensayo titulado El yo oculto, William James escribe que «el ideal de toda ciencia es un sistema cerrado y completo de verdad». Los académicos, sostiene, alcanzan este objetivo omitiendo en gran medida lo que él llama «los residuos no clasificados», aquellos síntomas y experiencias que no se «revisten exclusivamente de esta forma ideal». Este libro trata de personas cuyas luchas con enfermedades mentales tienen lugar fuera de ese «sistema cerrado y completo de verdad». Sus vidas se desarrollan en épocas y culturas diferentes, pero también comparten un escenario: las regiones psíquicas profundas, las fronteras exteriores de la experiencia humana, donde el lenguaje tiende a fallar. He escogido a sujetos que han intentado superar una sensación de incomunicabilidad a través de la escritura y este libro se nutre no solo de conversaciones con ellos, sino también de sus diarios, cartas, memorias inéditas, poemas, plegarias. Han chocado con los límites de los modos psiquiátricos de comprenderse a sí mismos y buscan una explicación con la escala adecuada —química, existencial, cultural, económica, política— para entender un yo en el mundo. Pero estas explicaciones diferentes no se excluyen mutuamente; a veces, todas pueden ser ciertas.
En ocasiones, contemplé la posibilidad de dedicar el libro entero a cada una de las vidas sobre las que he escrito en él, pero quería enfatizar la diversidad de experiencias de la enfermedad mental, el hecho de que cuando las preguntas se examinan desde ángulos diferentes, las respuestas cambian continuamente. Este libro comienza con la historia de un hombre que se debate entre las explicaciones del trastorno mental que eran dominantes en el siglo XX, la psicodinámica y la bioquímica. El resto de los capítulos van más allá de esos dos marcos preponderantes: una persona trata de entender quién es en relación con su gurú y sus dioses, otra se enfrenta a la historia racista de su país y al modo en que ha moldeado su mente, una tercera está tan definida por conceptos psiquiátricos que no sabe cómo explicar su sufrimiento en sus propios términos. En este sentido, este libro trata de relatos faltantes, de las facetas de identidad que nuestras teorías de la mente no consiguen plasmar. Es imposible retroceder en el tiempo y descubrir qué sentimientos básicos existían antes de que se contara un relato —cuando aún no se había dado un nombre y un recipiente a la angustia, la soledad y la desorientación de una persona—, pero siento que lo que hago es buscar la brecha entre las experiencias de las personas y los relatos que organizan su sufrimiento y que a veces definen el curso de sus vidas.
Al crear un lenguaje compartido, la psiquiatría contemporánea puede aliviar la soledad de las personas, pero es posible que no estemos teniendo en cuenta el impacto de sus explicaciones, que no son neutrales, sino que alteran las clases de relatos sobre el yo que se consideran insight y la manera en que entendemos nuestro potencial. Ray Osheroff, el sujeto del primer capítulo, intenta dar sentido a dos modelos contradictorios de la mente, ninguno de los cuales ha hecho legible su sufrimiento. «¿Soy realmente esto?», se pregunta Ray. «¿No soy esto? ¿Qué soy?»
Cuando yo era adolescente, mi madre, profesora de inglés de instituto, me propuso que escribiéramos juntas un libro, una serie de capítulos alternos sobre mi experiencia como la anoréxica diagnosticada más joven del país (por lo que sabíamos). Descarté la idea, que me parecía vergonzosa. Mi madre se sorprendió cuando le informé, dos décadas después, de que acababa de escribir sobre ese mismo episodio. También a mí me sorprende el dominio intelectual que esta experiencia ha venido ejerciendo sobre mí. Tengo la extraña sensación de un abismo que se abre cuando pienso en la vida que llevo ahora y en lo fácilmente que podría haber seguido otro camino, como le sucedió a Hava, a cuya historia vuelvo en el epílogo. La brecha entre las zonas profundas psíquicas y un entorno que podríamos llamar normal es permeable, un hecho que encuentro a la vez inquietante y prometedor. Resulta asombroso darse cuenta de por cuán poco evitamos, u omitimos, tener una vida completamente diferente.