PRÓLOGO

Para poder apreciar la transformación que sufrió la novela de terror en los setenta y los ochenta, consideremos el estado en que se encontraba el género una década antes.

La novela de terror, más que cualquier otro género, es producto de su tiempo, y los sesenta fueron un tren descarrilado que arrolló todos los valores sociales, los esquemas culturales y los mitos nacionales a mil por hora y dejó a su paso un montón de escombros humeantes. Estados Unidos entró oficialmente en la guerra de Vietnam. Una oleada de asesinatos acabó con la vida del presidente John F. Kennedy, de Martin Luther King Jr., de Malcolm X y de Robert F. Kennedy. Hubo revueltas provocadas por la brutalidad policial en Detroit, Harlem, Rochester y Filadelfia. Más revueltas sacudieron Washington D. C., Chicago, Omaha, Minneapolis y Baltimore. Un grupo de monjes budistas se quemó a lo bonzo para protestar por la guerra; se bajó a la fuerza de autobuses y se apaleó a los activistas defensores de los derechos civiles; se atacó a manifestantes pacíficos con perros policía, gas lacrimógeno y mangueras de incendios; hubo bombas que asesinaron a críos en iglesias mientras se sacaban del barro del Misisipi los cadáveres de defensores de los derechos humanos. La píldora anticonceptiva llegó al mercado, el Vaticano liberalizó la Iglesia católica, el movimiento del Nuevo Pentecostés produjo brotes de glosolalia (capacidad sobrenatural de hablar lenguas) en las universidades de la Ivy League, por todo el noreste del país. Y la creencia de que vivíamos «el fin de los tiempos» se propagó por toda la nación a la misma velocidad que Hugh Hefner abría clubes Playboy.

Las películas de terror reflejaron todo esto con vampiros educados que vestían capas de terciopelo. El cine comercial estaba mutando por la nueva ola francesa y el espíritu samurái de Akira Kurosawa, mientras las pelis de moteros le hacían la peineta a la sociedad convencional. El cine de terror continuó su lenta progresión zómbica, inmune a la cultura que lo rodeaba. Hammer Films ofrecía vampiros polvorientos envueltos en una niebla turbia, y los trucos malos de «todoacién» de William Castle estaban pensados directamente para críos. En la tele, La familia Monster y La familia Addams aguantaban como podían, con risas enlatadas, al tiempo que los vampiros de mediana edad de Dark Shadows deambulaban por decorados de cartón piedra.

Los años sesenta molaban, pero los libros de bolsillo de terror tenían portadas anticuadas, rancias y francamente cochambrosas.

Rod Serling’s Triple W: Witches, Warlocks, and Werewolves, editado por Rod Serling (Bantam Books, 1963). Ilustración de cubierta: desconocido.

Unholy Trinity, de Ray Russell (Bantam Books, 1967). Ilustración de cubierta: desconocido.

We Have Always Lived in the Castle (Siempre hemos vivido en el castillo), de Shirley Jackson (Popular Library, 1963). Ilustración de cubierta: William Teason.

Pero, si en el cine y en la tele, el terror se había quedado estancado en los años cincuenta, la literatura del género no había pasado de los años treinta. Mientras las grandes editoriales reventaban el mercado con publicaciones como la escalofriante e impactante novela negra In Cold Blood (A sangre fría) de Truman Capote, la apasionante Valley of the Dolls (El valle de las muñecas), de Jacqueline Susann y Catch-22, de Joseph Heller, el género de terror tomaba ejemplo de la literatura pulp de antaño. Aquellos libros rara vez empleaban el término «terror» en la cubierta, optaban, en cambio, por «aventura espeluznante», «aventura escalofriante», «cuentos de lo inesperado» y «relatos de lo extraño». Incluso la obra de Shirley Jackson, emperatriz de la novela de terror estadounidense, se vendía con cubiertas que hacían que sus novelas parecieran romances góticos.

No es que la gente no comprara libros. Tras su caída en los años cincuenta, el mercado del libro de bolsillo resurgió poco menos de un decenio después, cuando los universitarios convirtieron las ediciones en rústica —lo que aquí conocemos como tapa blanda—, que sacó Ballantine de El señor de los anillos en el bombazo de la época. Bantam Books reimprimió las aventuras pulp de Doc Savage, de los años treinta y cuarenta, con nuevas cubiertas lustrosas, realistas y coloridas de James Bama. Además, a principios de los sesenta hubo un «boom de Burroughs» cuando las editoriales se enteraron de que veintiocho de las obras de Edgar Rice Burroughs eran ya del dominio público. De pronto, las novelas de Tarzán y John Carter, a sus treinta años, llegaban a las librerías, con cubiertas nuevas pintadas por Frank Frazetta y Richard Powers, junto con las reimpresiones de Conan.

Sin embargo, a pesar de toda esa actividad, el terror brillaba por su ausencia en las listas de superventas. Era un género para niños. Era pulp. Si era bueno, no podía ser terror y se le daba el nombre de «relato emocionante». El terror no parecía tener futuro porque estaba atrapado en el pasado. Todo eso estaba a punto de cambiar y ya empezaba a haber indicios de que algo se estaba cociendo. Las novelas de terror podían encontrarse en la sección «romántica» de la librería.

Mujeres que huyen de casas

Una mujer aterrada huye de una casa oscura. Recortada sobre el cielo tormentoso de medianoche, resplandece una ventana. En algún lugar, alguien lloriquea. Entre 1960 y 1974, miles de cubiertas como esta aparecieron en los expositores de libros de bolsillo, mientras que el romance gótico se convertía en el eslabón perdido entre la literatura gótica de los siglos xviii y xix y la novela de terror de bolsillo de los setenta y los ochenta del siglo xx.

Todo empezó en 1959, cuando Jerry Gross, editor de Ace, fue a cenar a casa de sus padres un domingo y observó que su madre estaba leyendo Rebeca, la novela de Daphne du Maurier. Le preguntó por qué estaba leyendo un libro de 1938. «Ya nadie escribe así, cariño», le contestó ella.

Intrigado, Gross se encerró en la Biblioteca Pública de Nueva York y se peinó el Book Review Digest para estudiar la categoría de «romance gótico». Vio que ninguna de aquellas obras se estaba imprimiendo ya y que tampoco había aparecido una edición de bolsillo de esas novelas. Compró los derechos de impresión en tapa blanda por lotes y, en 1960, publicó Thunder Heights, de Phyllis Whitney y Mistress of Mellyn, de Victoria Holt, cuyo agente la había empujado a revivir los romances góticos del siglo xix.

Los romances góticos eran cuentos de hadas para adultos. En siniestras mansiones antiguas aparecían jóvenes institutrices que se enamoraban de los melancólicos señores de la casa. Había asesinatos, confinamientos y maldiciones ancestrales. Los secretos oscuros se amontonaban a una velocidad alarmante. Al final, la joven institutriz caía en los brazos del Señor Oscuro, al caer en la cuenta de que aquellos sentimientos contradictorios de atracción y repulsión no podían ser otra cosa que amor.

El máximo apogeo de lo gótico se produjo entre 1960 y 1974, y autoras como Barbara Michaels, Victoria Holt y Mary Stewart vendieron millones de ejemplares. Pero la marea empezó a cambiar en 1972 cuando Nancy Coffy, editora de Avon, agarró un manuscrito de la pila y fue incapaz de soltarlo. Se trataba de The Flame and the Flower (La llama y la flor), de Kathleen Woodiwiss, que se convirtió en la primera novela rosa, una variedad de romance histórico con pasión más explícita. Vendió dos millones seiscientos mil ejemplares. Hacia 1978, el romance gótico ya estaba encadenado en el desván, muerto de hambre por su competidor más joven y sexi.

Something Evil, de Arthur Hoffe (Avon Books, 1968). Ilustración de cubierta: Bob Foster.

The Haunting of Hill House (La maldición de Hill House), de Shirley Jackson (Fawcett Popular Library, 1977). Ilustración de cubierta: desconocido.

Cuando a Gross se le ocurrió la idea de publicar una línea de romance gótico, le escribió a su director artístico un memorando sobre las cubiertas: «Para esta colección, quiero un formato de cuya lectura puedan presumir mi madre y mis tías —le dijo—. Que la heroína tenga aspecto de joven rubia y refinada de clase alta con buenos pómulos… Viene corriendo hacia ti y, a su espalda, vemos un castillo oscuro con una luz en la ventana, por lo general en el torreón. Que el torreón sea alto y grueso. Captarán el simbolismo fálico, te lo aseguro».

Distintas variantes de esta fórmula abarrotaron las estanterías durante un decenio y tuvieron un enorme impacto en la primera oleada de cubiertas de las ediciones de bolsillo de la novela de terror. Mujeres con camisones vaporosos y candiles en la mano, casas oscuras, cielos tormentosos y la confianza en el extremo más siniestro del espectro de color se convirtieron en distintivos del género. El pelo, las nubes, las ropas y los paisajes se disolvían en espirales abstractas, la luz era intensa, la oscuridad era tangible, las composiciones eran dinámicas.

El romance gótico preparó la imaginación de los lectores para el boom del terror que asomaba por el horizonte. El misterio sombrío y melancólico se reubicaba en la esfera doméstica y convertía todos los hogares en castillos encantados y a todas las posibles novias en víctimas potenciales. La sangre de la heroína gótica resiliente correría por las heroínas de los setenta y los ochenta que luchaban por salvar su alma de Satanás, o del hombre-tiburón. Y se avecinaba el hombre-tiburón, porque, en el otro lado de la estantería de libros, el pulp empezaba a interesarse por lo oculto.

The Devil’s Dreamer, de Alice Brennan (Magnum, 1971). Ilustración de cubierta: George Ziel.

Fire Will Freeze, de Margaret Millar (Signet Books, 1967). Ilustración de cubierta: desconocido.

Una versión moderna de la lucha contra los demonios

The Guardians eran aventureros pulp sacados de los años treinta e inyectados de la fascinación por lo oculto de moda a finales de los sesenta, cuando de pronto todo el mundo quería saber qué signo eras y Parker Brothers vendía ouijas en las tiendas de juguetes. En 1966, abrió sus puertas en San Francisco la Iglesia de Satanás de Anton LaVey; un año más tarde los Rolling Stones sacaron su álbum Their Satanic Majesties Request y, al año siguiente, salió el sencillo Sympathy for the Devil. En 1969, la portada de la revista Time ya hablaba de «Astrología y el nuevo culto a lo oculto». El pulp estaba listo para hacer caja.

El apodo absolutamente machista de «Peter Saxon» era el seudónimo colectivo de un puñado de autores británicos (W. Howard Baker, Rex Dolphin y Wilfred McNeilly, entre otros) que escribieron como churros sucedáneos de pulp con cubiertas totalmente pintadas que se parecían a las reimpresiones de las que ya estaban en las estanterías. Baker había usado con anterioridad el seudónimo de Saxon para escribir algunas entregas populares de la serie detectivesca de Sexton Blake, y según múltiples testimonios, él fue el genio que consiguió que su camarilla de negros literarios de The Guardians alcanzara la cuota de carne núbil, violencia gratuita y contoneos sensuales.

Los seis libros de la serie The Guardians trataban de tipos de mandíbula cuadrada, tweed y pipa de brezo negro que investigaban casas encantadas, vampiros submarinos, sectas vudú y australianos. Una especie de Scooby-Doo, solo que con más orgías. Los investigadores de lo oculto habían sido superestrellas literarias a finales del siglo xix y principios del xx, pero aquella era su primera actualización importante al «Londres del jolgorio» y los libros se leían como películas de terror de Hammer en moderno.

En la vanguardia de la lucha contra «la magia negra, el satanismo, la necromancia, la brujería, la hechicería, el vudú y el vampirismo» se encontraba Steven Kane, el experto en esoterismo, de mandíbula cuadrada y maestro del judo. Se le unían el investigador privado hipocondriaco Lionel Marks, el reverendo anglicano padre John Dyball y la vidente exótica y seductora de minifalda Anne Ashby, cuyas muñequeras de plata le permitían disfrutar de percepciones psíquicas mejoradas.

The Guardians anotaban sus aventuras en el «Diario del Mal» mientras que el inmenso gato, Bubastis, merodeaba por allí dando lametones al jerez. Descubrían dónde se alojaba el mal buscando con una varilla de zahorí en un mapa de carreteras y largándose después en sus Jaguars y sus Land Rovers a enfrentarse a enanos de la muerte escoceses, cavernas de vudú alojadas bajo las calles de Londres y siniestros aquelarres de beatniks de Glasgow. En The Vampires of Finestere, su mejor aventura, se secuestra a una joven novia delante de las narices de su prometido durante un misterioso festival pagano de fertilidad en Bretaña. Los culpables son los vampiros submarinos, y Steven Kane debe hacer frente a lobos y hombres-tiburón, e incluso comandar un ejército de delfines contra la Ciudad Sumergida de Ker-Ys antes del asalto apoteósico de un castillo antiquísimo.

The Guardians fueron elementos de transición entre el pulp y el terror que iban por ahí soltando derechazos a los adoradores de Satanás. Pero subyace a sus aventuras una corriente inquietante de ocultismo que proporciona momentos de auténtico repelús. Fueron como los ruedines de la bici que hicieron posible que los lectores vieran el terror como algo con lo que cualquier urbanita podía toparse a diario, más que una fuerza externa de otro país, y allanaron el camino para el nacimiento de la gran criatura demoniaca que estaba por venir.

Jeffrey Catherine Jones

Jeffrey Catherine Jones, la artista responsable de estas cubiertas decadentes, consiguió su primer encargo para un libro de Edgar Rice Burroughs porque podía imitar el dinamismo oscuro y funesto de Frank Frazetta (cuyas ilustraciones contundentes decoraban casi todas las novelas y portadas de discos de la época). Jones terminó trabajando para todo el mundo, desde la revista Screw hasta DC Comics. Encontró su propio estilo de ensueño, combinando la influencia del Art Nouveau con la masculinidad de Frazetta, para representar formas humanas líquidas sobre paisajes delicados que amenazaban constantemente con disolverse en manchurrones de Rorschach puramente abstractos. Entre 1975 y 1979, Jones compartió estudio con Michael Kaluta, Barry Windsor-Smith y Bernie Wrightson, contribuyendo juntos a reinventar la ilustración de fantasía estadounidense. Jones nació hombre, pero se sentía mujer e inició la terapia hormonal en 1998. Cuando falleció, en 2011, había pintado por lo menos ciento cincuenta cubiertas.

The Guardians #2: Dark Ways to Death, de Peter Saxon (Berkley Medallion, 1968). Ilustración de cubierta: Catherine Jeffrey Jones.

The Guardians #3: The Haunting of Alan Mais, de Peter Saxon (Berkley Medallion, 1969). Ilustración de cubierta: Catherine Jeffrey Jones.

The Guardians #4: The Vampires of Finnistere, de Peter Saxon (Berkley Medallion, 1970). Ilustración de cubierta: Catherine Jeffrey Jones.