INTRODUCCIÓN

Hace años, en una convención de ciencia ficción, andaba ojeando la caja de artículos a un dólar de la mesa de un distribuidor cuando casi se me salen los ojos de las cuencas al ver la cubierta de Hector Garrido de The Little People (Gente menuda). Yo no era coleccionista, ni siquiera conocía a Hector Garrido, pero tenía claro lo que era aquello: la Mona Lisa de las cubiertas de bolsillo. Lo compré tan rápido que me salieron ampollas en los dedos. No tenía pensado leérmelo, pero… tres meses después, lo rescaté de la pila de «pendientes» y lo abrí.

Me sonaba el nombre de John Christopher de su serie de ciencia ficción de Los Trípodes, que se publicaba por entregas como tira cómica en la contraportada de la revista Boys’ Life. Pero aquella novela de Avon de 1966 era más fuertecita. En ella, una secretaria preciosa hereda de un pariente lejano un castillo irlandés y lo convierte en un hostal para demostrarle al condescendiente de su prometido/abogado que se las puede apañar sola. El fin de semana de la inauguración, la casa se llena de huéspedes: un pibonazo irlandés alcohólico, una pareja mal avenida de estadounidenses con una hija más salida que el pico de una plancha, y un matrimonio que se conoció en un campo de concentración en el que ella estaba presa y él era vigilante.

The Little People (Gente menuda), de John Christopher (Avon Books, 1966). Ilustración de cubierta: Hector Garrido.

Pero, en el sótano, acechan unos huéspedes inesperados: los gestapochauns.

Los gestapochauns viven en la oscuridad y se defienden de sus eternos enemigos roedores con unos látigos diminutos. Poco después de presentárnoslos, el autor nos informa de que no se trata de unos simples duendes nazis, sino de unos duendes nazis videntes a los que les encanta el sadomaso, que están forrados de cicatrices de sesiones de placer/dolor con su creador, que han sido entrenados para convertirse en esclavos sexuales de hombres humanos de tamaño normal y que son, en realidad, fetos raquíticos extraídos de víctimas de los campos de concentración judíos. Y uno de ellos se llama Adolph.

Mientras se azotan los ojos del lector con toda esta información, como si se tratara de un géiser de locura, la novela pasa de cero a sesenta en el «locurómetro» y supera cualquier expectativa en prácticamente todos los niveles. Desde el momento en que los gestapochauns le gastan una broma de mal gusto a la anciana lavandera irlandesa que trabaja en la cocina, hasta el instante en que el prometido/abogado cae en la cuenta de qué anda haciendo exactamente la duendecilla nazi, llamada Greta, que se le ha metido por los pantalones, la novela es un despropósito de cincuenta páginas que no hay por dónde cogerlo.

La contracubierta de Paul Bacon de la edición original en tapa dura apenas daba pistas del contenido de la novela.

Por desgracia, los gestapochauns están completamente ausentes de las últimas treinta páginas de la novela. El autor dedica las páginas restantes a una discreta batalla psíquica que tiene lugar en los sueños de los miembros no-duendes, no-nazis, no-videntes del reparto. En otras palabras: los aburridos. Aun así, Christopher y sus gestapochauns vuelan tan alto y tan lejos en esos pasajes centrales que casi tocan el Sol.

Leyera el libro que leyese después de eso, los gestapochauns se instalaron en mi masa gris y me susurraban mientras dormía: «¿Qué más se ha olvidado?». Después de que una búsqueda nocturna en Google me llevara hasta el blog Too Much Horror Fiction de Will Errickson, perdí el conocimiento. Un año después, desperté acuclillado en medio de un pasillo del Trade-a-Book de Sullivan, en plena Carolina del Sur, rodeado de montones de novelas de terror mohosas. Por lo visto, las estaba comprando. Por lo visto, las estaba leyendo. Por lo visto, era adicto.

Los libros que me encantan se publicaron durante el boom de las ediciones de bolsillo de novela de terror que empezó a finales de los sesenta, después del exitazo de Rosemary’s Baby (La semilla del diablo). El reino del terror terminó a principios de los noventa, cuando el triunfo de Silence of the Lambs (El silencio de los corderos) convenció a los departamentos de marketing para que libraran de sus espinas a la palabra «terror» y le adhirieran el término thriller. Como Gente menuda, aquellas novelas tenían sus defectos, pero ofrecían maravillas. ¿Cuándo fue la última vez que leíste algo sobre novias judías monstruosas, brujas sexuales de la cuarta dimensión, polillas carnívoras, mimos homicidas o gólems que acechan Long Island? Divorciados de las tendencias editoriales actuales, estas novelas de bolsillo descatalogadas son como un soplo de aire fresco. Prepárate para conocer a algunos de mis nuevos escritores favoritos: Elizabeth Engstrom, Joan Samson, Bari Wood, el apocalipsis lovecraftiano de Brian McNaughton, el universo alternativo extrañísimo de William W. Johnstone y Brenda Brown Canary, cuya novela The Voice of the Clown es uno de los pocos libros que de verdad me deja boquiabierto. Vas a oír los susurros siniestros de Ken Greenhall, el tañido gótico sureño de Michael McDowell, el perfecto acento británico de James Herbert, los cánticos visionarios de Kathe Koja y el sonsonete clínico de Michael Blumlein.

El libro que tienes entre manos es un mapa de carreteras a la Narnia del terror que encontré escondida en los recovecos más oscuros de las librerías más remotas, un mundo raro, salvaje y maravilloso, que hoy en día nos resulta completamente extraterrestre, y no solo por las cantidades ingentes de payasos asesinos. En estas novelas de los setenta y los ochenta, los médicos se fuman pitillos a pachas con sus pacientes mientras repasan sus ecografías, a las amas de casa se les diagnostica «exceso de imaginación», a los afroamericanos a veces se les llama «negratas» y los padres se desmayan de pánico cuando les insinúan que tienen un «bebé probeta».

A los autores de estas novelas, pensadas para venderse en supermercados y tiendas de ultramarinos, no les preocupaba ofender y sus obras revelan hacia el sexo una actitud jocosa y directa de «vayamos al lío». Muchas se publicaron antes de la epidemia de sida, en pleno apogeo del desenfreno setentero, y no los ruboriza la idea de que dos adultos no necesiten excusa para quitarse la ropa y meterse en la cama.

Aunque queden relegadas a las cajas polvorientas de todo a un dólar, estas historias son atemporales de la forma que importa de verdad: no te van a aburrir. Arrojados a la cruda realidad del mercado editorial, los autores aprendieron que debían ganarse la atención de los lectores. Y por eso hicieron novelas que conmueven, pegan fuerte, arriesgan, van a por todas. No solo enganchan las cubiertas, sino también la narrativa que no respeta más que una norma: ser siempre interesante.

Así que agarra la linterna y vente a deambular por esos pasillos oscuros. Las librerías están empolvadas, la luz es tenue y no te garantizo que vuelvas indemne —o que vuelvas siquiera. No necesitas más que un mapa y estarás listo para darte un garbeo por la novela infernal de bolsillo.