El sábado, 19 de marzo de 1938, fue un momento de particular orgullo personal en la vida de Ángel Pedrero García. Ese día presidió una comida de celebración de la fiesta onomástica del general José Miaja, héroe de la defensa de Madrid en 1936. Celebrada en el hotel Ritz, la ocasión evocó la opulencia de otros tiempos, más propios de la monarquía, pues el ágape fue atendido por criados en librea que sirvieron una amplia selección de manjares y bebidas a representantes civiles y militares presentes en la ciudad, incluidos los de los partidos políticos y sindicatos izquierdistas. En un salón espléndidamente enmoquetado y con presencia de periodistas, Pedrero, en calidad de jefe del SIM de Madrid, brindó al final del banquete por los logros de guerra de Miaja; el general le respondió amable, pero firme también, que lo que más importaba era estar unidos y derrotar a las fuerzas de Franco que por entonces avanzaban en Aragón1.
El lujo de aquel acontecimiento contrastaba con la cruda y desalentadora realidad en el exterior del hotel. Diez días antes, la corresponsal Virginia Cowles envió al Foreign Office británico una crónica de la visita que acababa de hacer a la España republicana. Allí refería una conversación que había tenido con Fernanda Jacobsen, directora de la Unidad de Ambulancia Escocesa, que «me dijo que, en Madrid, cientos de personas han muerto de malnutrición durante los meses de invierno, y que, en más de una ocasión, había entrado en los domicilios y se había encontrado con familias tan debilitadas por la falta de comida que no podían ni levantarse de sus camas siquiera»2.
Pedrero era uno de los hombres más poderosos de Madrid en 1938. Apenas dos semanas después, cuando la crisis militar se intensificaba en el este del país, circularon rumores por la ciudad de que él presidiría una nueva Junta de Defensa para prepararse para un nuevo e inminente ataque franquista sobre la capital3.
Pero su papel estelar en el hotel Ritz habría sido impensable tan solo dos años antes. Nacido en Zamora el 15 de diciembre de 1902, se formó como maestro nacional a mediados de la década de los años veinte y luego ingresó en el PSOE y en la UGT en 1930. Tras obtener su primera plaza como enseñante en el pueblo de Almaraz de Duero (Zamora), pronto se mudaría a Majadas (Cáceres), donde se convirtió en el alcalde provisional en abril de 1931. Después de las elecciones del mes de junio, y como miembro del Comité Directivo provincial de la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (FNTT), pasó a ser presidente del Jurado Mixto de Trabajo Rural en Navalmoral de la Mata (Cáceres) y fue arrestado bajo una acusación de desfalco que él negó rotundamente. Tras ser puesto en libertad, Pedrero se mudó a Madrid, donde durante los últimos meses de paz trabajó como profesor en varias academias.
Los sucesos de julio de 1936 cambiaron decisivamente su vida (como la de otros muchos españoles). A petición del secretario general del PSOE, Ramón Lamoneda, fue a trabajar en la sede central del partido en la calle de Carranza 20, y un més después se convirtió en «detective» no uniformado del Cuerpo de Investigación y Vigilancia (CIV), nombrado a propuesta de los socialistas. Acababa de arrancar la carrera de Pedrero como policía antifascista en tiempo de guerra4.
A lo largo del sangriento verano de 1936, los líderes republicanos se justificaron reiteradamente ante los horrorizados observadores extranjeros diciendo que las atrocidades de los izquierdistas eran una consecuencia del vacío policial ocasionado por la rebelión militar misma. Álvarez del Vayo, ministro de Estado (Exteriores), le explicó a Anthony Eden en la sede de la Sociedad de Naciones de Ginebra, a finales de septiembre, que las ejecuciones «habían sido numerosas en el inicio de la Guerra Civil», pero porque la «mayor parte del Ejército y de la Policía tomó partido por los sublevados»5.
2.1 La nueva policía antifascista en Madrid (octubre de 1936)
Lo cierto es que no faltaron hombres contratados para proteger la retaguardia: la zona republicana estaba llena de antifascistas que cobraban por mantener el orden interno. Eso sí, por desgracia para el Gobierno, muchos trabajaban para los órganos revolucionarios que surgieron en medio del caos de la derrota inicial de la sublevación, y estaban más preocupados por lidiar con la amenaza «fascista» contrarrevolucionaria que por imponer la ley y el orden.
Así, el 4 de agosto, se había creado en Madrid el Comité Provincial de Investigación Pública, con jurisdicción para practicar detenciones, aunque pronto se ganó una muy merecida fama de recurrir en exceso a los asesinatos extrajudiciales. En otoño, tenía ya en plantilla a, al menos, 585 agentes de organizaciones de todo el Frente Popular6. En Barcelona, el Comité Central de Milicias Antifascistas (CCMA), creado el 21 de julio, fundó las llamadas «Patrullas de Control» casi dos semanas más tarde bajo el mando del anarquista Josep Asens, el catalanista Tomás Fábregas y el comunista Salvador González. Al igual que el CPIP, las Patrullas constituían una fuerza políticamente ecuménica, por así llamarla, dedicada a la implacable preservación del orden revolucionario: de su nómina inicial de unos setecientos hombres, solo 325 (el 46 %) eran miembros de la, por lo demás, hegemónica CNT-FAI7.
Como estas, otras fuerzas policiales similares basadas en comités surgieron en más lugares. En Ciudad Real, por ejemplo, el Comité Provincial del Frente Popular, dominado por los socialistas, formó una «Policía Política» para detectar y eliminar a enemigos internos. Entre sus miembros estaba Antonio Cano Murillo, cajista de imprenta y compromisario socialista por Ciudad Real para la elección del presidente de la República (Manuel Azaña) en la primavera de 1936; posteriormente sería gobernador civil provincial en funciones y destacado agente del SIM8.
No obstante, la incorporación de Pedrero al CIV dice mucho de lo determinado que estaba el Gobierno de José Giral a construir un nuevo Estado antifascista que recuperase el control arrebatándoselo a los comités revolucionarios. La percepción en aquel momento era que la politización de las fuerzas de la ley y el orden era una condición imprescindible para la supervivencia de la República. Ya el 22 de julio, el jefe del Ejecutivo publicó un decreto que ordenaba «la cesantía de todos los empleados que hubieran tenido participación en el movimiento subversivo o fueran notoriamente enemigos del Régimen»9.
Eran ciertamente muchos los policías que cumplían tales criterios de despido. En vísperas de la guerra, la Guardia Civil tenía en plantilla a 32.869 hombres, mientras que el Cuerpo de Seguridad y Asalto y los Carabineros sumaban 17.660 y 14.113 efectivos, respectivamente10. Si bien las estimaciones sobre cuántos de ellos participaron en la rebelión varían, sobre lo que sí que hay bastante acuerdo es sobre que una sustancial minoría de los miembros de aquellos cuerpos uniformados no se mantuvo leal a la República. Según un cálculo reciente, más del 70 % del Cuerpo de Seguridad y Asalto permaneció fiel al Gobierno, pero en torno al 50 % de la Guardia Civil se sumó a la sublevación rebelde; la mayoría de los carabineros de tropa (no así sus oficiales) también apoyó la legalidad. En total, unas 275 de las cuatrocientas «compañías» que componían los tres cuerpos seguían siendo republicanas durante los hechos de julio11.
Estas cifras, sin embargo, ocultan tanto como muestran, pues no distinguen entre la pequeña —aunque significativa— minoría de policías activamente implicados en la conspiración y el resto (más numeroso) de aquellos que se vieron forzados a tomar una decisión en las caóticas circunstancias que rodearon a la sublevación. Según ha escrito un historiador al respecto, «las respuestas de muchos guardias civiles tuvieron más de reacción improvisada a los acontecimientos que de ejecución de un plan premeditado», y lo mismo puede decirse del resto de cuerpos12.
La lógica de la supervivencia influyó en muchos de aquellos casos en la decisión de a quién permanecer leal; la adhesión o la oposición a la rebelión (o la mera pasividad ante ella) obedeció más a menudo a las circunstancias locales que a un juicio ideológico. Las carreras —y las vidas— de aquellos policías dependían de una rápida valoración de las probabilidades del éxito del golpe. En algunas zonas, la decisión fue relativamente sencilla: pocos defendieron al Gobierno en la carlista Navarra —sede de la conspiración y de su «director», Mola—, porque esa era allí una decisión tan valiente como temeraria que, por lo general, acarreó fatales consecuencias para quienes la tomaron, como bien pudo comprobar el entonces comandante de la Guardia Civil en Pamplona, José Rodríguez-Medel, que había sido nombrado poco antes para el puesto y optó por desafiar a Mola13.
Por su parte, en Madrid, el nombramiento que el Gobierno de Casares Quiroga había hecho de fieles al régimen para ocupar puestos de mando clave, sumado al carácter tosco y descuidado de la conspiración en la capital y a la movilización de las fuerzas izquierdistas, hizo que la deserción de policías fuese una posibilidad remota14.
En otros lugares, las informaciones sobre el éxito o el fracaso de la sublevación en general, y en las localidades y ciudades principales, sobre todo, influyeron de manera significativa en la evolución de los acontecimientos. Por ejemplo, la fatídica suerte corrida por Manuel Goded en Barcelona el 19 de julio, y el papel de la Guardia Civil en su rendición, causaron una gran impresión en la Benemérita en el resto de Cataluña y en Valencia, lo que, a su vez, selló el destino de la rebelión en el Levante15.
La prontitud con la que muchos de los policías enviados por las autoridades republicanas a combatir a los sublevados durante las primeras semanas de la contienda cambiaban de bando no hace más que poner de relieve hasta qué punto la lealtad fue circunstancial y poco profunda en muchos de aquellos casos. Las autoridades republicanas onubenses despacharon el 18 de julio hacia Sevilla a un destacamento mixto de guardias civiles y de asalto compuesto por unos ciento veinte hombres bajo el mando de Gregorio Haro Lumbreras para sofocar la sublevación rebelde en la capital andaluza; cuando el destacamento llegó a la ciudad, en vez de obedecer las órdenes, se unió a los rebeldes asediados e incluso aniquiló a una columna de mineros de la propia provincia de Huelva que aguardaban la llegada del apoyo de Haro16.
Asimismo, el 25 de julio, una fuerza de guardias civiles de Castellón enviada en compañía de milicianos turolenses asesinó a estos por el camino y cruzó al otro lado de la línea del frente para cambiarse de bando17. Durante las semanas siguientes, el éxito militar de los sublevados también alentó la traición de policías a los que, hasta entonces, se les había tenido por fuerzas de confianza. Así, ante la llegada de las columnas del Ejército de África al mando del coronel Yagüe a comienzos de agosto, un grupo de guardias civiles de Badajoz arrestó a su propio comandante, José Vega Cornejo, que fue fusilado junto a su hijo (y también oficial de la Guardia Civil) durante la salvaje limpia de «rojos» que siguió a la toma de la ciudad por parte de los insurgentes18.
Ahora bien, dada la antipatía que muchos en la izquierda sentían desde hacía tiempo hacia la policía en general, y hacia la Guardia Civil en particular, no deja de resultar un tanto sorprendente que no fueran más los agentes y oficiales policiales que respondieron favorablemente a los cantos de sirena para sumarse a un levantamiento en defensa del «orden». El clamor antifascista por la amnistía y la justicia tras la insurrección de octubre de 1934 liderada por los socialistas fue un trago especialmente amargo para la Benemérita, dado el papel central que esta había desempeñado en la defensa del Gobierno legítimamente constituido, y el coste humano (con 111 muertos y 182 heridos) que esa defensa había tenido para el Instituto Armado19. El programa electoral del Frente Popular de enero de 1936 proponía la investigación y el castigo de los policías implicados en la represión, y desde la izquierda obrera se le reclamó reiteradamente al Gobierno Azaña inicialmente salido de aquellos comicios que fuese mucho más allá. El 25 de febrero de 1936, por ejemplo, el comunista Mundo Obrero pidió la abolición de la Guardia Civil y la de Asalto, y su sustitución por milicias obreras20.
La decisión de armar al «pueblo» —o a los militantes antifascistas— y la revolución que siguió en la zona republicana a partir de julio contribuyeron a generar una especie de profecía autocumplida. Las deserciones se multiplicaron a medida que policías que eran leales al régimen se encontraron de pronto compartiendo filas con quienes hasta entonces habían sido adversarios suyos en huelgas y en disturbios públicos. Además, el hecho de que las primeras siguieran las órdenes de las autoridades no disipaba las suspicacias de los segundos. De ahí que, a pesar de la necesidad acuciante de hombres con experiencia en armas y en combate, los aproximadamente tres mil guardias civiles destinados en Cataluña recibieran órdenes de confinarse en sus cuarteles en Barcelona el 21 de julio21. Y ni aun así se acallaron los rumores de que la Benemérita de la Ciudad Condal estaba a punto de alzarse contra el Gobierno, por lo que los comandantes del 19.º Tercio se vieron obligados a publicar una nota de prensa a mediados de agosto para recalcar su lealtad al «pueblo» antifascista22.
Similar ambiente propicio a la sospecha se respiraba en Madrid. Los guardias civiles que lograron llegar al frente de Guadarrama no se libraron de recibir acusaciones de traición. Al teniente coronel Royo Salsamendi, que estaba al mando de las fuerzas del Instituto Armado junto a Román Morales Martínez, se le acusó de ser un desafecto por tratar de imponer una disciplina interna entre sus «aliados» de las milicias. Detenido y conducido de vuelta a la capital, sería fusilado en noviembre de ese mismo año23. No es de extrañar, pues, que un torrente continuo de guardias civiles cruzara las líneas del frente para cambiarse de bando durante ese verano, aun cuando otros muchos siguieron sirviendo con bravura y valor a la República; un informe de guerra enumeraba un total de 3.125 bajas de agentes de ese cuerpo durante los tres primeros meses del conflicto en la sierra madrileña24.
El decreto de Giral del 22 de julio significó el principio del fin de la policía entendida como entidad profesional y no politizada. Cuatro días más tarde, el general Sebastián Pozas, jefe de la Guardia Civil cuando estalló la guerra y nombrado de inmediato nuevo ministro de la Gobernación, dictó órdenes para que se procediera a la depuración de la Benemérita25. El 2 de agosto, el Gobierno anunció la creación de unos Batallones de Voluntarios a los que esperaba incorporar bajo su control a las diversas milicias revolucionarias; sus miembros tendrían preferencia para ingresar luego en el Cuerpo de Asalto y en la Guardia Civil26.
Este intento de neutralización de las milicias tal vez fuera un vano propósito desde el principio, pero ilustra a las claras que en el Gobierno se reconocía que, a partir de entonces, los militantes izquierdistas pasarían a constituir la base de la policía uniformada. Al terminar ese año, la Administración republicana ya había incorporado a 14.657 nuevos guardias de asalto, de los que unos seis mil se encontraban en el frente27.
Asimismo, cuando Juan Negrín asumió la cartera de Hacienda en septiembre y pasó así a ser el ministro responsable de los Carabineros, reconstruyó esta policía fiscal y aduanera con arreglo a parecidas líneas ideológicas. En los decretos publicados ese otoño se anunció la creación de veinte mil plazas adicionales para quienes pudieran «acreditar, mediante certificado u otros documentos, su adhesión al régimen republicano»28.
El color político de esta fuerza militarizada terminó siendo similar al de su jefe ministerial. Negrín seleccionó como director general a su estrecho amigo Rafael Méndez Martínez, del sector prietista del partido; también el futuro jefe del SIM, Santiago Garcés, participó en la reconstrucción de los Carabineros. Conocidos por anarquistas y poumistas como «la peste verde» (por el color de sus uniformes), hacia finales de 1937 eran ya unos sesenta mil hombres los que integraban dicho cuerpo29.
Para entonces, hacía ya tiempo que la Guardia Civil había dejado de existir en la España republicana. El 30 de agosto de 1936, Pozas decretó su transformación en una «Guardia Nacional Republicana» (GNR)30. La asociación en la mentalidad popular de la Benemérita con el «fascismo» era lo bastante fuerte como para desaconsejar su continuidad. La nueva fuerza, según se comentaba en El Socialista con satisfacción apenas cuarenta y ocho horas después de su creación, debía estar «limpia de insanos contagios»31.
La vigilancia de esa limpieza fue encomendada al hasta entonces capitán de la Guardia Civil —y futuro jefe del SIM— Manuel Uribarri Barutell. Nacido en Burjasot (Valencia) en noviembre de 1896, Uribarri ingresó en el Instituto Armado en la capital del Turia hacia el final de 1921 y se afilió en secreto al PSOE cerca de dos años después. Miembro de la Unión Militar Republicana Antifascista, entrenó a las milicias paramilitares de los socialistas antes de la guerra y organizó precisamente las que frustraron la rebelión en Valencia. Desde su condición de «inspector regional de las Milicias Voluntarias», encabezó a principios de agosto una columna valenciana que recuperó Ibiza para la República en compañía de milicianos catalanes liderados por el otrora legionario Alberto Bayo, si bien la relación entre ambos hombres terminaría degenerando en enconada acritud mutua. De vuelta en Valencia, se llevó consigo a mil ochocientos hombres de la columna «Fantasma» al frente de Extremadura y, poco después, se convertiría en el primer jefe de la GNR32.
La GNR fue concebida desde el principio como un cuerpo revolucionario. Aunque permaneció bajo la jurisdicción del Ministerio de la Gobernación, se instituyó al mismo tiempo un Comité Central «asesor» formado por representantes de todo el Frente Popular para garantizar que la estructura de aquella Guardia «responda a las orientaciones que el pueblo, con visión clara de las realidades, va imponiendo a las Instituciones armadas»33.
Entre tales «realidades» se incluía la purga continua de guardias civiles, de la que se encargaba un subcomité mixto de antifascistas: algunos de ellos, profesionales de policía ya en la preguerra, y el resto, miembros designados por las organizaciones del Frente Popular. Con sede en Madrid, esta junta depuradora, presidida por José Luzón Morales, un comandante honorario anarquista de la GNR, procesaba denuncias que recibía desde toda la España republicana y ordenaba arrestos de los sospechosos de desafección. El Comité Central llegó a aprobar unas cinco mil destituciones que afectaron sobre todo a altos mandos. Luzón estuvo también implicado en una de las peores atrocidades perpetradas contra la antigua Guardia Civil cuando, el 19 de noviembre de 1936, cincuenta y uno de sus miembros fueron sacados de la iglesia-convento de las Salesas Reales en la madrileña calle de Santa Engracia (entonces ocupada por la columna «Spartacus» de la CNT) y fusilados34. En total, según alegó el fiscal franquista de la Causa General tras la guerra, 1.249 guardias civiles perecieron bajo el «terror rojo»35. No obstante, esa merma se vio más que sobradamente compensada por la infusión de «sangre nueva» antifascista: para cuando se produjo la matanza de Santa Engracia, por ejemplo, unos siete mil hombres habían ingresado ya en la GNR36.
Si dos cuerpos antifascistas como la GNR y los Carabineros proporcionaron los dos últimos jefes del SIM republicano, muchos de los agentes de este terminarían procediendo del Cuerpo de Investigación y Vigilancia (CIV), organismo policial preexistente de la propia Dirección General de Seguridad (DGS) que, en julio de 1936, contaba con unos 3.800 efectivos organizados en regiones policiales con sedes en Madrid, Sevilla, Valencia, Salamanca, Zaragoza, Bilbao, La Coruña y Barcelona; también contenía brigadas especializadas dedicadas a detectar y erradicar la subversión política37. Entre estas últimas estaba la «Oficina de Información y Enlace», creada en septiembre de 1933 y que respondía directamente ante el director general de Seguridad, al que proveía de información de inteligencia considerada vital para la seguridad nacional38.
Llama la atención lo mucho que, para algunos de sus agentes, el catalanismo representaba una amenaza importante a la nación. De hecho, un informe de la DGS franquista fechado en diciembre de 1940 loaba el «espírit[u] españolísimo» del CIV durante la República, y destacaba que dicho Cuerpo se resistió en Cataluña en el invierno de 1933-1934 al traspaso de competencias policiales previsto en el Estatuto de Autonomía, lo que derivó en manifestaciones en las calles y en la suspensión y el despido de más de un centenar de sus funcionarios39.
No se puede decir que el CIV tuviera una particular reputación de amistad con la izquierda. En un libro reciente, el historiador Manu Valentín describía a Santiago Martín Báguenas, comisario jefe de dicho Cuerpo en julio de 1936, como «un acérrimo anticomunista con fama de sádico»40. Detestado por los sindicatos catalanes por su despiadada represión de numerosas huelgas en los años veinte, fue elegido en 1930 por el entonces director general de Seguridad, Emilio Mola, para que ayudara a crear un «servicio secreto nacional» que destapara las actividades revolucionarias; el futuro líder de la sublevación rebelde recordaría más tarde que «hubo un comisario, Martín Báguenas, que me sirvió con entusiasmo, acierto y lealtad hasta el último momento»41.
La destitución de Mola al frente de la DGS coincidiendo con la proclamación de la República en abril de 1931 puso en peligro la continuidad de la carrera de su protegido. De hecho, la expulsión de Báguenas del Cuerpo por orden del Gobierno republicano-socialista no sería revocada hasta febrero de 1935, después de los sucesos revolucionarios de octubre de 1934. Tras su regreso del desierto político, se convertiría en jefe superior de Policía en Madrid en junio, y en comisario-jefe seis semanas más tarde42.
Martín Báguenas tuvo un papel destacado en la conspiración militar de 1936. Mantenido en su puesto pese a la victoria del Frente Popular de febrero de ese año, estaba en estrecho contacto con su viejo valedor, Mola, y, hacia el final de junio de 1936, alertó a sus coconspiradores de una inminente redada policial en Pamplona43. Durante la sublevación, sin embargo, el Cuerpo de Investigación y Vigilancia —como el ejército y otras fuerzas policiales— se partió en dos. La supervivencia pasó a ser la gran prioridad. En aquellas zonas en las que triunfaron los rebeldes, sus agentes aceptaron el resultado y colaboraron con los sublevados; en Cádiz, por ejemplo, el comisario Adolfo de la Calle fue detenido el 19 de junio junto con el gobernador civil, Mariano Zapico, por un grupo de golpistas, pero si bien el segundo fue fusilado el 9 de agosto, el primero terminaría convirtiéndose en delegado de Orden Público franquista en octubre44.
La situación fue diferente en otras partes. Un oficial de caballería, Federico Escofet, era el comisario general en Barcelona. Lluís Companys, presidente de la Generalitat, lo había nombrado el 6 de octubre de 1934 para que diera apoyo a la rebelión catalanista, y tras la restitución de la autonomía catalana en febrero de 1936, Escofet recuperó su puesto45. Con un leal al régimen como él al frente en julio de 1936, los que simpatizaban con Mola —como José Neira, comisario jefe de la Brigada de Investigación Criminal— optaron por la pasividad46. Lo mismo sucedió en Madrid, pese a la complicidad de Martín Báguenas con la conspiración. En 1940, la DGS franquista admitiría que «el Cuerpo de Investigación y Vigilancia […] se destac[ó] por una labor absolutamente pasiva, pero dispuesto y encuadrado para acudir al primer llamamiento [de orden] de quien tuviera autoridad para hacerlo»47.
Hasta cierto punto, el Gobierno republicano no pudo hacer ese «primer llamamiento» porque varios agentes habían sido arrestados y ejecutados por milicianos izquierdistas. Tras la guerra, la policía franquista calculó que, solo en Madrid, los asesinados ascendieron a 229 (entre ellos, el propio Báguenas, ejecutado durante el asalto a la Cárcel Modelo del 22-23 de agosto de 1936)48. Estos asesinatos básicamente extrajudiciales se produjeron en el contexto de la depuración ideológica de la Dirección General de Seguridad puesta en marcha por decreto el 5 de agosto. En dicha norma, dictada por Sebastián Pozas, se exigía «una profunda reorganización» del CIV que incluyera también el nombramiento masivo de agentes antifascistas de tercera clase (el rango más bajo del escalafón) y, además, la destitución de aquellos otros a los que se considerara cómplices con la rebelión49. La responsabilidad de la politización del CIV —muy parecida a la de la policía uniformada— recayó en Manuel Muñoz Martínez, un destacado diputado de Izquierda Republicana (IR) por Cádiz que había pasado a ser director general de Seguridad a finales de julio50.
Siguiendo el giro político impulsado por el Gobierno de Giral —que, como Muñoz, era miembro del Comité Nacional de IR—, el nuevo director general trató de restablecer la autoridad de la policía mediante la cooperación con los tribunales revolucionarios que surgían por aquel entonces por toda la España republicana. Tal como explicó a sus interrogadores franquistas en septiembre de 1942, «desde luego, el criterio del [m]inistro de la Gobernación [Sebastián Pozas] era evitar en todo caso que la fuerza pública se enfrentase con el pueblo armado»51.
Dos elementos destacaron en aquella política de contemporización ante el «pueblo» antifascista. El primero, como acabamos de ver, fue la depuración del CIV y el ingreso en dicho cuerpo de militantes de izquierda. Pero un factor concomitante con el anterior fue la colaboración con los partidos y los sindicatos del Frente Popular en las labores de vigilancia policial en la retaguardia mientras se procedía a la depuración de la DGS. En Madrid, esto se materializó con la creación del Comité Provincial de Investigación Pública (CPIP), con el que Muñoz esperaba lograr una reducción del número de asesinatos extrajudiciales en la ciudad, lo que, a su vez, redundaría en una menor probabilidad de una intervención exterior contra la República52.
Tampoco hubo oposición a esas alianzas ad hoc entre la policía local y los órganos revolucionarios en otras zonas geográficas. En Valencia, mientras los conspiradores no terminaban de decidirse, los partidos y los sindicatos izquierdistas formaron el Comité Ejecutivo Popular (CEP) el 22 de julio para coordinar la defensa de la ciudad. La existencia misma de tal Comité desafiaba la autoridad de la Junta Delegada del Gobierno, presidida por Diego Martínez Barrio, que el Gobierno de Madrid había enviado el día anterior para asegurarse la continuidad de la lealtad del Levante. Al marcharse la Junta dos semanas después, el CEP pasó a tener la autoridad suprema en Valencia durante el verano de 1936, y sus trece «delegaciones» asumieron la responsabilidad de organizar hasta el último aspecto del esfuerzo bélico en la ciudad.
Las funciones policiales y judiciales entraban dentro del ámbito de las delegaciones de Orden Público y de Justicia, respectivamente, y el CEP instituyó un «Departamento de Salud Pública» en la segunda de ellas para que dirigiera la lucha contra el enemigo interior. Esta actuaba, según una de sus notas de prensa, publicada el 21 de agosto, «con amplias facultades, autoridad máxima e independencia absoluta en sus funciones»; también se decía allí que sus «fallos serán inapelables». Y más aún: «A quien sea enemigo lo aniquilaremos sin piedad»53. Pese a ello, el Departamento de Salud Pública no era una entidad «incontrolable». El sindicalista José Sánchez Requena dirigía la delegación de Justicia, y a su colega socialista en el CEP Gonzalo Navacerrada Rodríguez se le confió la jefatura de la de Orden Público. Resulta muy revelador que Navacerrada fuese oficialmente el «técnico» de esta última, pues este capitán de Infantería era también el comisario jefe de la Comisaría Especial de Orden Público, creada el 24 de julio y con sede en el Gobierno Civil54.
Aunque para el Gobierno la conciliación con el «pueblo armado» era una medida temporal para garantizar la seguridad de la República mientras durase el proceso de transformación del CIV en una entidad depuradamente antifascista, la escala de la purga no dejaba lugar a dudas de que los días de trabajo policial convencional habían quedado atrás. Un informe interno de mayo de 1937 revelaba que el presupuesto del Cuerpo le permitía tener una plantilla de 3.447 hombres, si bien, en el mes anterior, solo quedaban en él 1.701 hombres del total de la fuerza de preguerra (un 49 %). Aun teniendo en cuenta que muchos fueron expulsados por hallarse ya en la zona sublevada en ese momento, los resultados de la depuración son muy llamativos, especialmente entre los rangos superiores de la escala de mando. De los 167 comisarios de diferentes clases, 106 ya no estaban en sus puestos (un 63 %), como tampoco lo estaban 234 de los 420 inspectores (un 56 %), ni 383 de los 820 agentes de primera (un 47 %), ni 506 de los 1.090 agentes de segunda (un 46 %), ni 517 de los 950 agentes de tercera (un 54 %), despedidos todos ellos también.
Esta limpieza política no supuso una reducción del tamaño total del CIV, porque, aprovechando una vía abierta por el decreto de Muñoz, para entonces habían ingresado ya en el cuerpo 2.421 agentes de tercera provisionales55. El 24 de agosto de 1937, casi un año exacto después de la publicación de aquella norma, un grupo de agentes que habían entrado en el CIV por nombramiento socialista escribieron con orgullo a la Comisión Ejecutiva (prietista) de su partido para comunicarles que habían servido en el cuerpo «prometiéndose solemnemente, a falta de preparación técnica[,] emplear la tenacidad y el entusiasmo, [y] contribuyendo con ardor a la limpieza de la retaguardia»56. Estos nuevos policías —véase el caso de Ángel Pedrero, por ejemplo— formaban ya la vanguardia de la lucha contra la quinta columna desde 1937 en Madrid, Barcelona y Valencia. En la capital española, hubo, al menos, 1.143 nombramientos, de los que un 48 % lo habían sido a instancias del PSOE (190) y la UGT (355)57.
La propia Comisión Ejecutiva fue una importante fuente de esos nombramientos socialistas, lo que explica en parte por qué muchos de esos hombres pasarían más tarde a ser destacados miembros de la policía secreta bajo el Gobierno de Juan Negrín. Entre ellos se contaba Francisco Ordóñez Peña, miembro de la «Motorizada», la guardia pretoriana paramilitar de Indalecio Prieto y futuro jefe del DEDIDE, que ingresó en el CIV el 14 de agosto para trabajar en «investigaciones especiales»58.
Ese mismo mes se crearon las brigadas del propio CIV (dominadas por los socialistas) dedicadas a la persecución del enemigo interior, como, por ejemplo, la Brigada de Investigación Criminal de Agapito García Atadell. Trabajando oficialmente bajo las órdenes del experimentado comisario general Antonio Lino (quien posteriormente huiría de la España republicana), los hombres de Atadell alcanzaron fama como cazadores de espías (véase el capítulo 1). De lo que no informó la prensa, sin embargo, fue de cómo desde la propia sede central de la brigada (sita en el requisado palacio de los condes de Rincón, en la calle Martínez de la Rosa) se había orquestado una operación sistemática de robos a (y de posteriores ejecuciones de) los sospechosos perseguidos por sus agentes59.
No cabe duda de que Atadell habría tenido un papel ilustre en el SIM de haber seguido vivo para entonces. En la pugna por el control del movimiento socialista antes de la guerra, él se había alineado nítidamente con los «moderados» de Prieto. Aliado estrecho de Ramón Lamoneda —ambos habían sido presidentes de uno de los sindicatos más históricos de la UGT, la Asociación del Arte de Imprimir—, Atadell había colaborado con Juan Negrín y Ramón González Peña en un intento fallido de arrebatar a Francisco Largo Caballero el control de la Agrupación Socialista Madrileña en marzo de 1936.
Pese a los crímenes de la brigada de Atadell, aliados prietistas de este como Lamoneda continuaron relacionándose públicamente con él y, de hecho, en el órgano de expresión oficial del prietismo, El Socialista, se afirmaba el 27 de septiembre que la brigada se «ha[bía] granjeado una popularidad justificada y unas alabanzas merecidas»60. Solo un desastroso error de cálculo de Atadell logró poner fin a su floreciente carrera como policía antifascista. Alarmado por el rápido avance de las columnas de Franco hacia Madrid a finales de octubre, Atadell huyó de la España republicana rumbo a Cuba, pero fue arrestado en las islas Canarias (en poder de los sublevados) y ajusticiado por garrote en Sevilla en julio de 1937.
Aun así, era tal la importancia que se le atribuía a la tarea de la brigada de Atadell que el ignominioso final de su líder epónimo no perjudicó las perspectivas laborales de los subordinados de este. Pedrero, elegido por Lamoneda para que fuera el segundo de Atadell, proclamó públicamente la continuidad de la lealtad de la brigada a la República, y Prieto recompensó ampliamente tal fidelidad en el invierno de 1937-1938. Tras su nombramiento como jefe del SIM de Madrid, Pedrero incorporó a la nueva organización a sus antiguos colegas de la calle Martínez de la Rosa (véase el capítulo 8).
La Agrupación Socialista Madrileña contaba con su propia brigada policial en 1936, que también sirvió de vivero de base para el DEDIDE y el SIM. Su sede estaba en otro palacio requisado, sito en la calle de Fuencarral 103. Nada más fracasar la sublevación rebelde en la capital, Julio de Mora Martínez, secretario de la Comisión de Información Electoral Permanente (CIEP), el servicio de información e inteligencia del partido en Madrid, se incautó del edificio para coordinar desde él la gestión de las propiedades privadas que estaban siendo ocupadas por «círculos socialistas» de toda la ciudad.
Como sus camaradas de partido también comenzaron entonces a conducir a los propietarios «fascistas» de esos inmuebles hasta la calle Fuencarral 103 para someterlos a interrogatorio, Mora formó un equipo policial de una veintena de hombres con David Vázquez Baldominos —agente del CIV ya en la preguerra— para regularizar las detenciones. Entre los agentes socialistas de tercera provisionales destinados a esa nueva unidad estaba el empleado Fernando Valentí Fernández, de treinta y cinco años. Al igual que Pedrero, tanto Vázquez como Valentí ascendieron vertiginosamente en la nueva policía antifascista, mientras que Julio de Mora pasaría posteriormente a ocupar un alto puesto en el DEDIDE y en el SIM. Las actividades de todos estos hombres contra la quinta columna pronto se verían envueltas en controversia61.
Mientras, en Valencia, los comunistas pasaron a ser la fuerza dominante dentro del recién depurado CIV. Como responsable de la Secretaría Política de Enlace, Loreto Apellániz García, funcionario de correos antes de la guerra, era quien movía los hilos en la Comisaría Especial de Orden Público comandada por Navacerrada62.
Ya al principio de la contienda hizo gala de esa despiadada actitud hacia los sospechosos de ser adversarios ideológicos que tan de manifiesto pondría al año siguiente, cuando pasó a ser el interrogador principal del SIM valenciano. En agosto, la policía detuvo a Eusebio Tarrasa Cabrer por posesión de propaganda falangista y lo condujo hasta las dependencias de la Comisaría Especial, en el Gobierno Civil. Francisco Ortega Lax, policía ya en la preguerra, intercedió en favor de Tarrasa, y Apellániz le prometió que lo dejaría en libertad esa misma noche. Pero, en vez de eso, a las tres de la madrugada, abrió fuego contra el domicilio de Ortega, en cuya puerta se había presentado con la intención de arrestarlo, propósito que no logró cumplir, pero solo porque Ortega aún se hallaba de servicio63. De hecho, el chófer de Apellániz, Vicente Ballester Ferrer, declararía al término de la guerra que, solo en aquellos meses de 1936, su jefe había asesinado a seis personas en tres fechas distintas64.
Aun así, Apellániz no era todavía por entonces la todopoderosa figura en la que se convertiría en Valencia en 1937-1938. Su carácter de destacado policía comunista lo convirtió en la antítesis de la revolución para muchos anarquistas y, como tal, en blanco de varios intentos de asesinato. Un grupo de miembros de la Columna de Hierro, que incluía a varios internos del Penal de San Miguel de los Reyes y de la Cárcel Modelo excarcelados al inicio de la guerra, regresaron a Valencia desde el frente de Teruel en septiembre con la finalidad oficial de conseguir armas, pero, en vez de eso, asaltaron el Gobierno Civil pidiendo la cabeza de Apellániz.
Aunque no tuvieron éxito en ese propósito, sí se llevaron al menos a dos agentes, cuyos cadáveres cosidos a balazos serían hallados posteriormente en la calle. Por si acaso, los milicianos destruyeron también los archivos policiales y, con ello, desapareció de golpe «la vida policial de toda la población valenciana [confeccionada] en un trabajo sin interrupción de unos veinte años»65. Tampoco el Ayuntamiento, la Delegación de Hacienda ni el Registro de la Propiedad se salvaron del fuego purificador de la Columna de Hierro66.
También hubo un ingreso importante de comunistas en la Comisaría General de Orden Público en Barcelona. Esto obedeció, en buena medida, a la estrategia general de Companys de reforzar la autoridad de la Generalitat cooptando al Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), una formación creada tras la rendición de los sublevados y asociada a la Tercera Internacional (comunista).
Especialmente notable en la lucha contra la quinta columna sería el «Grupo de Información» de Mariano Gómez Emperador, una unidad policial de agentes nombrados por el PSUC. Formado en septiembre de 1936 con nueve miembros, el Grupo creció rápidamente hasta sumar cuarenta y cuatro policías en solo tres meses67, y, como otras de aquellas nuevas brigadas antifascistas, comunicó unos resultados espectaculares a sus superiores. El 13 de enero de 1937, el Grupo anunció el descubrimiento de un «complot de gran envergadura» en la capital catalana en el que estaban implicados militares destinados en dicha ciudad y rebeldes en el frente madrileño. El ambicioso objetivo que los agentes le atribuían reflejaban muy bien los temores antifascistas a la puñalada por la espalda: «Dicho complot —proseguía el informe— consistía en la organización de unas centurias de hombres dispuestos a proteger[,] cuando llegara el caso, […] un posible desembarco en Cataluña de tropas facciosas». La investigación se saldó con una captura de nueve prisioneros, que confesaron su implicación tras «hábiles interrogatorios».
2.2 El Grupo de Información catalán
Apenas una semana más tarde, la brigada anunció que había destapado un plan no menos audaz para volar el túnel ferroviario que conectaba la localidad fronteriza de Portbou con Francia. Operando supuestamente bajo las órdenes directas del Cuartel General de Franco en Salamanca, un alemán y un miembro de la organización derechista francesa Action Française tenían previsto destruir el túnel como acción previa a un desembarco de unos cinco mil hombres en la propia Portbou y de veinticinco mil más en la vecina Roses68.
La presencia de extranjeros en las pesquisas del Grupo de Información no resultaba ni mucho menos casual. Para Gómez Emperador, era evidente que la subversión interna tenía conexiones internacionales, y de ahí la composición de su propia brigada, para la que se reclutó como intérprete a un ruso políglota llamado Vladím ir Yampolsk i 69. En el fondo, el Grupo de Información no era solamente una parte más de la Comisaría General de la Generalitat, sino que representaba un componente crucial de la picadora de carne antitrotskista soviética en la región.
Toda esta estructura contaba con el vital apoyo de varios comunistas catalanes situados en los niveles más altos de la policía: Joaquín Olaso Piera, Victorio Sala Tolo y Eusebio Rodríguez Salas. El primero de ellos, una figura de primer nivel dentro de la dirección del PSUC, representaba al partido en la Junta de Seguridad Interior (JSI) en octubre, y fue además inspector de servicios de la Comisaría General de Orden Público hasta diciembre70. Precisamente en diciembre, Sala reemplazó a Olaso en la JSI y encabezaría posteriormente (ya en verano de 1937) el DEDIDE catalán. Pero el más conocido de los tres es Rodríguez Salas, pues era comisario general de Orden Público durante los «Hechos de Mayo». Antiguo anarquista y home d’acció, Rodríguez era miembro del Bloc Obrer i Camperol (BOC), pero se negó a seguir a ese partido tras su integración en el POUM en 1935 y se afilió al PSUC al inicio de la guerra71.
La infiltración de comunistas en la policía estatal catalana no se limitó únicamente a gente del país. Alfred Herz, miembro del Partido Comunista de Alemania (KPD) desde 1930 y refugiado en Barcelona, sirvió oficialmente de enlace con el Grupo de Información tras su nombramiento como agente provisional el 26 de octubre. Su baja graduación policial no hace honor a su influencia real. Formaba parte de la rama de inteligencia del «Servicio Especial de Extranjeros» del PSUC y, por sus actividades, estuvo inevitablemente en contacto con el NKVD tras la llegada de este a la España republicana en el otoño de 1936, ya que el Grupo de Investigación operaba en la práctica bajo la dirección general de Naum Isaákovich Eitingon, jefe de la delegación del NKVD en Barcelona. La Unión Soviética pudo así proseguir con su particular vendetta contra los comunistas antiestalinistas desde dentro del propio Estado republicano reformado (véase el capítulo 5)72.
Con esto no quiero decir que los estalinistas dominasen la Comisaría General de Orden Público en 1936. Artemi Aiguader, de ERC, fue el titular de la Consejería de Seguridad Interior del Gobierno catalán hasta mayo de 1937. Además, en Cataluña, tanto el Cuerpo de Seguridad y Asalto como el Cuerpo de Investigación y Vigilancia estaban politizados, pero, a diferencia de en otras partes de España, allí esa politización había sido obra exclusivamente de los catalanistas hasta el inicio de la Guerra Civil.
Ya hemos visto que algunos miembros del CIV catalán se quejaron en su día de la transferencia de competencias policiales a la Generalitat en 1933-1934, y no es menos cierto que muchos componentes del Cuerpo de Seguridad optaron por ser trasladados fuera de la región antes que servir bajo las órdenes del Gobierno regional. Eso hizo que, en febrero de 1934, hubiera 322 plazas vacantes en el primero y 1.874 en el segundo. Los 279 cadetes de la Escuela Preparatoria de Policía de la Generalitat llenaron la mayoría de puestos disponibles en el CIV tras haber recibido una formación de apenas cuatro meses. Entre ellos había numerosos militantes de las juventudes de Esquerra Republicana-Estat Català, que hicieron gala de su lealtad a un Estado catalán independiente durante la insurrección de octubre de 193473.
Aunque esto les costaría el puesto tras la rendición de Companys, el regreso de este al poder regional en febrero de 1936 posibilitó que aquellos retomaran sus anteriores funciones en el CIV. Los catalanistas constituían, pues, un porcentaje importante de la minoría de los policías «viejos» que se integraron en el DEDIDE en el verano de 1937 (véase el capítulo siguiente).
El verano de 1936 señaló el fin de la era de la policía «reaccionaria», pero la nueva policía antifascista del Estado todavía no había impuesto su autoridad. Al terminar el año, Ángel Galarza, ministro de la Gobernación, echó la vista atrás a lo ocurrido en esos meses en un documento distribuido entre sus colegas de Gabinete. «Es evidente», decía en él, que, al sofocar la sublevación, «se deshizo toda la organización estatal encargada del mantenimiento del orden público». En ese contexto, surgieron «organizaciones de carácter espontáneo» que «actuaron en forma autónoma» en defensa de la revolución. El Gobierno Giral aceptó ese estado de cosas por miedo a que, actuando de otro modo, «le desprestigia[ra]n ante las masas, que son las mantenedoras de la guerra contra el Ejército sublevado». Si bien Galarza admitía que aquellas «organizaciones» tenían sus «virtudes […] por la función que tenían que organizar», la falta de un control y una coordinación de conjunto representó un grave problema. Aquello permitió que los «agentes provocadores» actuaran con impunidad y, de hecho, se había «comprobado en multitud de casos» que seguían «circulares secretas dadas por los fascistas meses antes del movimiento faccioso»74.
Esta alusión a una mítica quinta columna todopoderosa es un síntoma de cierta priorización de los objetivos de la revolución a la hora de ejercer las funciones de mantenimiento del orden público. En este «nuevo estado de cosas», señalaba Galarza, se hacía esencial contar con una fuerza policial unificada que distinguiera entre actos delictivos y actos «verdaderamente revolucionarios»75.
A fin de cuentas, el ministro de la Gobernación no era un político burgués al uso. Baste citar un perfil favorable que se hizo de él en prensa al ser nombrado para el nuevo Gobierno de Largo Caballero en septiembre de 1936, y donde se le describía como un «orador fácil y fogoso»76. Jurista de formación, fue fiscal de la República y director general de Seguridad cuando era diputado radicalsocialista a comienzos de los años treinta, pero ingresó en el ala caballerista del PSOE en 1933. Fue volviéndose cada vez más desdeñoso con el concepto liberal del Estado de derecho hasta el punto de que llegó a reivindicar durante un tempestuoso debate en Cortes el 1 de julio de 1936 la legitimidad de un potencial uso de la violencia contra José Calvo Sotelo. Aunque Galarza no tuvo nada que ver con el asesinato del líder monárquico dos semanas más tarde, tampoco tuvo reparo en reproducir su famosa amenaza para regocijo del público enfervorecido que se había congregado en el valenciano estadio de Mestalla el 23 de agosto77.
La presencia de Galarza en el «Gobierno de la victoria» de Largo Caballero debería interpretarse, pues, como una indicación de que el nuevo Ejecutivo republicano, integrado por una representación más amplia de miembros de los diversos partidos y sindicatos del Frente Popular, deseaba proporcionar una estructura al sistema policial revolucionario, más que restablecer el statu quo previo en las fuerzas del orden. A los pocos días de haber asumido el cargo, Galarza creó las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia (MVR) «con el propósito de recoger bajo su mando todas estas organizaciones espontáneas, y llegarlas a integrar algún día en la nueva organización que se dé a todas estas fuerzas»78.
La lentitud de la puesta en marcha efectiva de las MVR es buena muestra de la magnitud de la tarea que Galarza tenía ante sí. La nueva organización fue desplegándose poco a poco y su ámbito de actuación quedó básicamente restringido a Madrid, donde 1.378 hombres se habían incorporado ya a las Milicias al acabar 1936. En esa cifra se incluían también los del CPIP, si bien los agentes de este continuaron operando de manera independiente, sin responder de sus actuaciones ante las autoridades, hasta que Santiago Carrillo, responsable de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid, disolvió el Comité en noviembre de ese año79.
En el Levante, fue en la Guardia Popular Antifascista (o GPA, «La Guapa»), y no en las MVR, donde se intentó integrar a las diversas milicias de la retaguardia. Creada por el CEP el septiembre de 1936 con la aprobación de Madrid, la GPA llegó acompañada de la disolución del Departamento de Salud Pública. Dado que muchos de sus miembros habían estado implicados anteriormente en casos de detención arbitraria, la aparición de la GPA no significó necesariamente una vuelta a la «normalidad»; de hecho, las ejecuciones extrajudiciales tocaron techo en ese mes de octubre. Pero la GPA, que, como la Comisaría Especial de Orden Público, mantenía una asociación muy estrecha con los comunistas, sí potenció la autoridad del CEP con relación a las actuaciones de revolucionarios recalcitrantes como los de la Columna de Hierro; finalmente, tras la llegada del Gobierno republicano a Valencia, sería abolida en febrero de 193780.
En Cataluña, el impulso para la reafirmación de la autoridad estatal en el terreno del orden público no vino de Galarza, sino de la Generalitat tras la trascendental decisión de la CNT-FAI de integrarse en el Gobierno regional y disolver el CCMA el 16 de septiembre. Aunque Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) conservó la Consejería de Seguridad Interior bajo la dirección de Artemi Aiguader, la integración de las Patrullas de Control del CCMA en las estructuras del Estado fue supervisada por una Junta de Seguridad Interior (JSI) compuesta por representantes de todos los sindicatos y partidos políticos que formaban el nuevo Ejecutivo autonómico. No por casualidad, la mayoría de esas figuras, incluido el anarquista Aurelio Fernández, secretario general de la JSI, procedían del propio CCMA. Oficiado en interés del esfuerzo de guerra, este matrimonio político forzado produjo tirantez en el seno de la nueva policía catalana a lo largo de los meses siguientes, mientras la JSI debatía el futuro papel de las Patrullas de Control. Estas tensiones saldrían a la luz en enero de 1937, cuando los patrulleros sofocaron violentamente lo que interpretaron como un levantamiento quintacolumnista en La Fatarella, en la provincia de Tarragona (véase el capítulo 4)81.
Las limitaciones de la autoridad de Galarza no impidieron al ministro crear su propia nueva policía secreta. Las modestas raíces de esta fuerza han de buscarse en un puesto de las MVR ubicado en la calle de Marqués de Riscal 1, que recibía el nombre de «Primera Compañía de Enlace del Ministerio de la Gobernación». Esa fue la base de lo que serían los Servicios Especiales del Ministerio de la Gobernación, un escuadrón que respondía directamente ante Galarza.
De la concepción revolucionaria de la labor policial que tenía el ministro socialista daba buena fe el hecho de que el jefe de dichos Servicios no fuese un policía de carrera, sino Justiniano García, un capitán de milicias que anteriormente había comandado la sección de investigación de la Inspección General de Milicias, un organismo creado por el Gobierno que proporcionaba dinero y suministros a las columnas de milicianos del frente de Madrid. El 1 de octubre, Galarza transmitió a García la orden de «limpiar la ciudad de elementos indeseables», dado que Negrín, el entonces ministro de Hacienda, quería poner fin al «lamentable espectáculo de los tiroteos que todas las noches se producen en la Puerta del Sol y principales calles adyacentes, haciendo muy desagradable y en ocasiones hasta perturbadora la permanencia en el despacho»82.
Implicar a Negrín en la decisión fue una maniobra políticamente astuta de Galarza con la que trató de ocultar otros objetivos —más ambiciosos— para sus hombres. Según escribió ese mes de noviembre Alberto Vázquez Sánchez, capitán de milicias socialista como García, del que era el segundo al mando, el equipo que operaba desde la calle de Marqués de Riscal 1, «estaba afecto al servicio de contra-espionaje […] de cárcel para los facciosos o presuntos facciosos que estaban pendientes del comité [provincial] de investigación [pública]»83. Esta referencia al CPIP refleja la privilegiada relación que ese destacamento mantenía con el temido tribunal revolucionario; de hecho, siete de sus treinta y un miembros habían servido previamente a las órdenes de este último84.
Pese a ello, los hombres de Galarza se vieron envueltos en el escándalo durante el caótico traslado del Gobierno republicano de Madrid a Valencia en noviembre de 1936. Cuando las columnas de Franco se aproximaban a la capital, el ministro de la Gobernación ordenó a Vázquez que transfiriera a lugares más seguros las reservas almacenadas de pertenencias confiscadas. El 26 de octubre, el capitán de milicia escoltó 2.500 kilogramos de plata hasta Barcelona. Tras el éxito de esa misión, llegaron nuevas órdenes para organizar un convoy de cinco vehículos para transportar efectivo, joyas y bonos en dos maletas desde Madrid hacia la capital catalana el 5 de noviembre.
Lo que ocurrió a continuación fue para Galarza un humillante recordatorio de la cruda realidad del poder y de la incompetencia de los miembros de su equipo. A pesar de lo sensible del contenido que había que transportar, Vázquez dejó las maletas al cuidado de un patrullero anarquista, hermano de un agente de Servicios Especiales, que no perdió un instante en informar de ello a Aurelio Fernández, secretario general de la JSI. Para empeorar las cosas, uno de los colegas de Vázquez, el capitán Fernández Sierra, había sido detenido en Barcelona por las Patrullas de Control al sospecharse que había huido de Madrid con una serie de obras de arte y cien mil pesetas.
No es de extrañar que Aurelio Fernández concluyera que los Servicios Especiales no eran más que una entidad delictiva dedicada al «lucro personal» y hubiera obrado en consecuencia. Tanto Vázquez como Justiniano García fueron arrestados el 11 de noviembre al tratar de recuperar los objetos de valor perdidos en el incidente del capitán Fernández y fueron recluidos en un siniestro centro de detención de la FAI de la calle San Elías. Allí se oían «disparos de pistola y fusil […] [además de] imprecaciones y gritos» cada dos por tres, escribió Vázquez a Negrín en mayo del año siguiente, y «para matar a un hombre bastaba que llevase encima una pequeña alhaja, un reloj apetecible o un traje decoroso». Acusados de haber tratado de llevar de contrabando bienes robados a París siguiendo órdenes de Galarza, este tardó veintisiete días en conseguir la liberación de ambos hombres85.
La noticia del lamentable episodio llegó a oídos del mismísimo Manuel Azaña, quien llegó incluso a inquirir a Manuel Muñoz, director general de Seguridad, por el «affaire Galarza»86. Pese a todo, los Servicios Especiales del Ministerio de la Gobernación se expandieron rápidamente tras la mudanza del Gobierno a Valencia. Esta paradoja puede explicarse en parte por su estrecha relación con el NKVD soviético y con los comunistas (véase el capítulo 5). Justiniano García mantenía una colaboración muy fluida con el comisario Juan Cobo García, de veintiocho años de edad, que era montador mecánico de Lopera (Jaén) hasta que ingresó en el CIV valenciano a nombramiento del Comité Provincial del PCE de Valencia. Este buen camarada de partido que gozaba de la «absoluta confianza» de sus superiores, terminaría marchándose a la Unión Soviética ese mismo año87.
En todo caso, el fiasco no perjudicó las incipientes carreras de García y de Vázquez cuando regresaron a Valencia a finales de diciembre de 1936. Servicios Especiales mantenía una delegación en Madrid, en la calle Serrano 108, que estaba bajo el mando de Aquilino García Méndez, agente del CIV ya con anterioridad al inicio de la guerra y figura destacada de la tristemente famosa Brigada del Amanecer, que tenía su base en la Secretaría Técnica de la Dirección General de Seguridad88.
Pero su principal foco de operaciones estaba en tierras valencianas. Galarza ordenó a García y a Vázquez que llevaran a cabo la «depuración de la llamada “Quinta Columna” de Valencia». Instalaron su sede en la calle Bailía 2, en un edificio previamente requisado por el PSOE, y abrieron también una comisaría en la avenida de Nicolás Salmerón 9-11. Su centro de detención principal era el antiguo convento de Santa Úrsula, donde las condiciones para los arrestados conducidos hasta allí eran igual de horribles, como mínimo, que las observadas en los calabozos de la FAI en San Elías (véase el capítulo 5)89.
El grupo de Justiniano García se distanció enseguida de sus orígenes milicianos y pasó a estar integrado principalmente por miembros asignados por nombramiento político que ingresaron en la policía de investigación criminal conforme a los términos del decreto de agosto de 1936 dictado por Muñoz. Como ya se ha señalado anteriormente, en los Servicios Especiales había comunistas. Entre ellos estaba José Alonso Álvarez, militante del PCE de treinta años de edad que realizaba «servicios de investigación [s]ecreta» en su localidad de origen (Gandía, Valencia) desde septiembre de 1936. «Ha cumplido con celo y capacidad —escribió García en su ficha de personal— los servicios que se le han encomendado»90.
De todos modos, y dados los orígenes políticos de Galarza, era lógico que muchos de los miembros de la unidad fuesen socialistas. Ese era el caso de Guillermo Martín Pérez, un antiguo presidente del PSOE de Algeciras que había estado brevemente en la cárcel tras la fallida insurrección de octubre de 1934. Como se explicaba en el fichero personal que de él se guardaría posteriormente en el DEDIDE, cuando Martín ingresó en los Servicios Especiales lo hizo «por entender que puedo contribuir al aplastamiento del fascismo». Otro agente socialista que ingresaría más tarde en el DEDIDE, Daniel Moreno Fernández, era un natural de Peñarroya (Córdoba) que llegó a Valencia después de que su localidad de origen cayera en poder de los sublevados el otoño anterior. Arrestado «muchas veces [por] propaganda política y sindical» antes de la guerra, este antiguo pintor decorador compensó con su entusiasmo ideológico su falta de formación especializada91.
Teniendo en cuenta las experiencias de García y de Vázquez en Barcelona, no es de extrañar que haya pocas señales de presencia de los anarquistas en los Servicios Especiales. De hecho, entre sus tareas estaba la vigilancia de lo que hacía la CNT-FAI. Entre los papeles de Negrín, se encuentran informes que le enviaba regularmente Galarza, elaborados por su fuerza policial particular, sobre las actividades supuestamente perversas de quienes, en principio, eran aliados suyos en el Gobierno. El 1 de abril de 1937, por ejemplo, Galarza advertía a Largo Caballero de una conversación captada entre dos arquitectos anarquistas en la que se referían a un plan de «golpe» de la FAI contra los Carabineros en Valencia92.
Esta información de inteligencia procedía de una red de informantes que los Servicios Especiales habían establecido en la ciudad, en sitios clave como las oficinas de correos y telégrafos, y la central telefónica93. Se han conservado fragmentos de sus comunicaciones. El 18 de febrero, los agentes «F-3» y «F-5» escribieron que su «enlace de porterías» les había dicho que Concepción Navarro Martínez, pese a ser viuda de un destacado derechista católico y a tener un hijo falangista huido, se las había arreglado para obtener un aval como probada antifascista94. Buena parte de la información así conseguida era de dudoso valor. Ese mismo día, un tal agente «F-7» denunció a Lola Escallati por haber obligado a su portera a encender las luces durante un ataque aéreo, lo que había suscitado quejas de los vecinos95.
Aun así, Galarza estaba muy complacido con los resultados. Según manifestó en una carta dirigida a su antiguo colega de Gabinete, Manuel de Irujo, en 1966, García era su «hombre de confianza»96. Los Servicios Especiales practicaron más de setenta detenciones en Valencia durante las seis primeras semanas tras la reaparición de García, y Vázquez informaba a diario a Galarza de sus logros atrapando a espías. «La intervención del Sr. Ministro era tan personal y tan directa» en la dirección de los Servicios Especiales, le contó el segundo de García a Negrín, «que incluso era él quien concedía las autorizaciones para que los presos pudieran comunicar con sus familiares».
Gracias a la vía libre que les daba el ministro de la Gobernación, los Servicios Especiales podían arrestar a cualquiera que les pareciera sospechoso de traición; las licencias que se permitían a la hora de actuar «llegaron a tomar caracteres verdaderamente alarmantes», hasta el punto de meter entre rejas a personas políticamente bien situadas97. Una de ellas fue un alemán llegado a Valencia como parte de una delegación del Gobierno vasco, de quien, según informó Galarza al Gabinete a inicios de marzo, se supuso que era nada menos que el «Jefe del espionaje alemán en España»98.
Pero, por mucha jactancia e hipérbole que le pusiera Galarza, su periodo ministerial en el Gobierno de Largo Caballero fue un fracaso. El instrumento que eligió para centralizar las labores policiales se había demostrado ya manifiestamente ineficaz cuando abandonó el Ejecutivo en mayo de 1937. El 27 de diciembre de 1936, creó el Cuerpo de Seguridad con la intención de que integrase a todas las fuerzas de seguridad interior existentes (incluida su propia creación, las MVR) dividiéndolas en dos únicas partes: el Grupo Uniformado y el Grupo Civil.
Como se deduce de su nombre, al primero se le encomendó el mantenimiento del orden público en general en los pueblos y las áreas rurales. El segundo fue subdividido a su vez en tres secciones con competencias separadas: «Fronteras» se encargaba de la seguridad fronteriza; «Judicial» investigaba delitos comunes, y a la «Sección de Investigaciones Especiales» le correspondía la delicada tarea policial de destapar «actividades contrarias al régimen»99.
2.3 El Cuerpo de Seguridad
Con el Cuerpo de Seguridad se pretendía consolidar las transformaciones de signo revolucionario en la función policial iniciadas en julio de 1936. La seguridad interior de la República solo se le podía confiar a antifascistas probados. De ahí que los representantes de partidos políticos y sindicatos dominasen el Consejo Nacional de Seguridad, un comité responsable de la selección del nuevo personal de la fuerza policial. Presidido por el ministro de la Gobernación (con el director general de Seguridad como su segundo), en él estaban Felipe Pretel Iglesias y Mariano Muñoz Sánchez (de la UGT), Antonio Moreno Toledo y José María Jareño (de la CNT), Manuel Molina Conejero (del PSOE), Manuel Gallego Vallecillos (de la FAI), José Antonio Uribes Moreno (del PCE), Emilio Baeza Medina (de IR) y Benito Artigas Arpón (de la UR)100. Aunque la pertenencia a una organización del Frente Popular no era un requisito oficial para ser admitido en el Cuerpo de Seguridad, sí se necesitaban avales de una entidad de izquierda «como garantía de lealtad»101.
A los interesados en entrar en el Grupo Civil y, sobre todo, en Investigaciones Especiales, se les realizaba una evaluación psicológica mediante un cuestionario para que revelaran sus motivaciones, sus esperanzas, sus temores y su nivel de cultura general. Como cabría esperar, muchos aprovechaban esa oportunidad para recalcar su antifascismo: Roque Mansilla Romero, un agente provisional socialista destinado a la Brigada de Investigación Social de Valencia en 1937, escribió que ingresó en la policía para «aniquilar al fascismo y dar un ejemplo de honradez empezando por sí mismo»102.
Otros manifestaban que su interés por la labor policial tenía su origen, en parte, en las películas de gánsteres de Hollywood. Pablo Pérez Sanz, que ingresó en el CIV en Madrid en agosto de 1936, dijo que consideraba que «el descubrimiento de las personas adversas al Régimen Republicano» sería una gran contribución «para alcanzar la victoria final», pero también recordó en su cuestionario una película en la que «la Policía Norteamericana tiene varias bajas en lucha terrible con los gangsters»103. Asimismo, Ángel de las Heras Martín, un socialista que, más tarde (en abril de 1938), entraría en el SIM de Madrid, dijo que quería seguir siendo policía «por prestar buenos servicios a la causa», y citó el filme mudo de 1927 La ley del hampa, una película de detectives ambientada en Chicago, como una de las experiencias que más lo había instruido en ese sentido104.
De todos modos, la puesta en práctica del decreto de 27 de diciembre de 1936 fue exasperantemente lenta. El 6 de marzo de 1937, Galarza admitía ante el Comité Nacional de la CNT que los progresos habían sido decepcionantes. Las fechas límite para la presentación de solicitudes de plaza en el nuevo Cuerpo de Seguridad se prorrogaban una y otra vez mientras las pugnas entre organizaciones del Frente Popular sobre la composición de los consejos provinciales retrasaban las valoraciones de los candidatos que dichos órganos debían realizar. Además, no solo no se habían aprobado todavía los reglamentos del nuevo Cuerpo, sino que ni siquiera se habían redactado105. Las evaluaciones de los solicitantes no se efectuaron hasta el otoño de 1937, y para los nombramientos hubo que esperar a la primavera de 1938106.
La prioridad de los criterios políticos en el proceso de selección fue evidente. En Madrid, por ejemplo, se destinaron 2.801 agentes al Grupo Civil. De estos, 85 (un 3 %) fueron a «Fronteras», 748 (un 27 %) a «Judicial», y 1.968 (un 70 %) a «Investigaciones Especiales». Los agentes procedían de las MVR (847, es decir, un 30%) y del CIV (1.954, el 70%). De estos últimos, 1.184 (el 61%) eran agentes provinciales izquierdistas de los que se nombraron en el verano de 1936107.
Tal vez un par de ejemplos concretos nos ayuden a ilustrar mejor lo mucho que las aptitudes quedaron supeditadas a las tendencias políticas. Antonio Serrano Contreras, un militante de las JSU de veintisiete años de edad, ingresó como agente provisional en la provincia de Toledo en septiembre de 1936. Destinado en Ocaña, en su informe de servicio de noviembre de 1937 se decía que su «moralidad [es] buena pero [es] inepto completamente». Aun así, su antifascismo era impecable: en su solicitud afirmó que el fascismo «es la dictadura más cruel y engañosa [a la] que apela el capitalismo para la explotación de la clase trabajadora». Serrano sería nombrado agente de segunda clase el 14 de abril de 1938108.
Asimismo, a la pregunta «Imagínese que recibe la orden de vigilar durante ocho horas seguidas una casa sospechosa. ¿Cómo procedería usted?», Antonio Maza García, un socialista de veintiséis años y antiguo empleado en Madrid, respondió: «Con toda la atención posible, y a base de distraerme únicamente fumando, pero nunca leyendo porque puede uno dormirse». También él ingresaría en el Grupo Civil como agente de segunda clase el 23 de marzo de 1938109.
Tanto Serrano como Maza trabajaron también para el SIM: el primero se incorporó a este en Barcelona apenas tres días después de que se confirmara su nombramiento por parte de la DGS, y el segundo tenía ya un destino en Madrid antes de que se publicara su ingreso en el Grupo Civil. Sus casos son indicativos de los muchos policías que se habían reclutado ya para la contrainteligencia militar a las alturas de la primavera de 1938 (véase el capítulo 7).
Entre ellos estaba Ángel Pedrero. Tras la deshonrosa salida de García Atadell en octubre de 1936, Pedrero asumió el mando de la Brigada de Investigación Criminal de aquel hasta su clausura definitiva en noviembre. El socialista fue destinado entonces a la Comisaría de Chamberí, pero, un mes más tarde, fue transferido a los «Servicios Especiales del Ministerio de Guerra»110.
2.4 Los servicios de contrainteligencia militar republicanos (1936-1937)
La existencia de dicha organización evidencia lo fluida que era la línea de separación entre la retaguardia y el frente en la imaginación antifascista. Como ya hemos visto, muchos izquierdistas temieron desde el comienzo de la guerra que la actuación de los espías y los elementos subversivos internos fuese fácilmente ampliable al campo de batalla. Desde luego, la aparición del SIM (el Servicio de Investigación Militar) en agosto de 1937 hizo más manifiesta esa fusión de ámbitos. Pero, incluso en las confusas circunstancias de 1936, muchos antifascistas vinculados a las agencias estatales de contrainteligencia militar participaron también en la caza de la quinta columna.
Ya vimos en el capítulo anterior lo deplorablemente inadecuado que era el contraespionaje militar en la zona sublevada en 1936. Parecida situación imperaba también entre sus adversarios, por mucho que el Ministerio de Guerra en Madrid hubiese permanecido en manos republicanas. En 1977, Santiago Garcés se lamentaría de aquella situación: «La República carecía de un SIM al 18 de julio [de 1936] por estulticia, sinónimo de estupidez»111. Poco se hizo durante la presidencia de José Giral. El 7 de septiembre de 1936, el comandante Manuel Estrada Manchón, jefe de Estado Mayor, advirtió al nuevo primer ministro, Largo Caballero, de que «[n]o se ha[bía] organizado un servicio de contra-espionaje, capaz de compensar, en parte, el intenso servicio de espionaje organizado por el enemigo»112.
Por suerte para el Gobierno, Estrada era un servidor eficiente y leal de la República. Miembro del PSOE y de la UGT desde 1933, Estrada había sido destinado al Ministerio de Guerra poco antes del golpe militar. Tras serle confiada por Largo Caballero la reestructuración del Estado Mayor como parte de una reorganización general de las fuerzas armadas que daría origen al Ejército Popular, Estrada creó de inmediato un servicio de inteligencia dentro de la Segunda Sección del Estado Mayor, que contenía una rama de «servicio secreto, censura y propaganda». Como en el caso de la nueva policía, esta agencia militar no tenía nada de apolítica; aunque la Segunda Sección estaba mandada por un profesional de carrera (Ramón Ruiz-Fornells Ruiz), el «Servicio Secreto» fue puesto bajo las órdenes de Fernando Arias Parga, un académico socialista113.
El carácter antifascista de este nuevo servicio de naturaleza militar se vio acentuado por una reforma adicional aprobada el 20 de octubre, que transfirió la contrainteligencia a la Sexta Sección (que pasó a llamarse «Servicio Especial»), todavía bajo el mando de Arias. Como jefe de la rama de «Investigación», se eligió a Prudencio Sayagués Morrondo, presidente de las Juventudes de Izquierda Republicana. En su congreso fundacional de junio de 1934, los miembros del ala juvenil de IR se habían declarado «izquierdistas, demócratas, parlamentaristas, por este orden», y Sayagués demostraría con creces sus credenciales de izquierdista (aunque no tanto de demócrata) un año más tarde, al ingresar en el SIM (véase el capítulo 7)114.
Aunque investida de la autoridad del Ministerio de Guerra, difícilmente podríamos afirmar que la actuación de la rama de «Investigación» de la Sexta Sección fue más profesional que la de los tribunales revolucionarios en la búsqueda de espías internos. Uno de los subordinados de Sayagués era Luis Bonilla Echevarría, un abogado que se había encargado de los «servicios especiales» dentro del 14.º Batallón («Balas Rojas») de IR en agosto de 1936. Aunque resultaba más que evidente que no era apto para las labores de inteligencia —al comienzo de la guerra, cumplía pena en la Cárcel Modelo de Madrid por haber mantenido sexo con una menor—, el general Asensio Torrado, el recién nombrado jefe del Ejército del Centro republicano, le asignó el mando de una unidad de seguridad con órdenes de erradicar la subversión en la retaguardia en la provincia de Toledo, donde las milicias antifascistas se batían en retirada. Entre sus «hazañas» cabe contar la ejecución de diez «fascistas» en el pueblo de Los Navalucillos a finales de septiembre.
Esa atrocidad no fue óbice para que se le destinara al nuevo puesto en la Sexta Sección en octubre, y, de hecho, mientras trabajaba para Sayagués en Madrid, se atribuyó el haber desenmascarado una trama de espionaje en la que también estaba involucrada la duquesa de Peñaranda. Pero sería precisamente este hecho el que arruinaría su reputación, ya que entre los arrestados había comunistas que lo denunciaron ante el CPIP y la policía. Las investigaciones revelaron que Bonilla no había remitido a sus superiores todo el dinero confiscado a sus víctimas previas, por lo que volvió a pasar una temporada a la sombra en la Cárcel Modelo. Pese a todo, Bonilla se reincorporaría a la actividad al servicio del Ministerio de Guerra en diciembre (véase más adelante en este capítulo) 115.
Para entonces, la contrainteligencia militar había experimentado una nueva reorganización que la llevó de vuelta a la Segunda Sección bajo el nuevo nombre de «Servicio de Información Especial»116. Arias conservó su puesto, pero como había huido con el Gobierno y con Sayagués a Valencia al principio de noviembre, la CNT-FAI aprovechó la confusión generada por la creación de la Junta de Defensa de Madrid para hacerse con el control del contraespionaje militar en la capital. Situados inicialmente en el palacio de Buenavista, estos «Servicios Especiales del Ministerio de Guerra» respondían teóricamente ante Arias (que les había procurado un presupuesto mensual de cincuenta mil pesetas hasta enero de 1937), pero, en realidad, estaban bajo el mando del «hombre fuerte» anarquista en Madrid, Eduardo Val, jefe del Comité Regional de Defensa de la CNT117.
Los «Servicios Especiales» estaban dirigidos por antifascistas que tuvieron un papel destacado en el terror republicano. Su jefe era el anarcosindicalista gallego (y antiguo agente del CPIP) Manuel Salgado Moreira. Contaban con dos secciones: «Espionaje» y «Contraespionaje». La primera estaba dirigida por el periodista César Ordax Avecilla, de cuya «competencia» para el puesto da buena fe el hecho de que tuviese que comprarse una enciclopedia Espasa para documentarse un poco sobre lo relacionado con el espionaje y la inteligencia118. Al frente de la segunda, que tenía su base en el Paseo de la Castellana 13, estaba Bernardino Alonso, a quien destituiría Salgado en abril por insubordinación119.
Aun así, la presencia de exguardias civiles, encabezados por Valentín de Pedro Benítez, aportó cierto grado de profesionalidad. De Pedro presentaba un sólido historial antifascista. En 1935, frustró un ataque contra Manuel Azaña, y en los meses previos al estallido de la contienda, trabajó como escolta de Ángel Galarza y de Sebastián Pozas, entonces director de la Guardia Civil120. Fue miembro del comité de depuración de la Guardia Nacional Republicana (GNR) desde agosto de 1936 y, en la primavera de 1937, dejaría sobrada muestra de su valía para la causa republicana (véase el capítulo 3)121.
En el «contraespionaje» también participaban anarcosindicalistas que, como Salgado, habían trabajado para el CPIP, además de antiguos miembros de la brigada de Atadell, como Pedrero, Ramón Pajares, Antonio Albiach y Octaviano Sousa, socialistas todos ellos incorporados a instancias del PSOE para contener el poder de la CNT-FAI122. Esto nos da una buena indicación de las tensiones existentes entre las fuerzas de izquierda a pesar de la amenazadora presencia de las tropas de Franco a las afueras de la ciudad. Como la distinción entre retaguardia y frente había quedado borrada en la práctica durante los desesperados combates del invierno de 1936-1937 por conservar la capital, Salgado chocó con frecuencia con Santiago Carrillo y José Cazorla, consejeros comunistas de Orden Público en la JDM, por la responsabilidad de las operaciones antiquintacolumnistas123.
Las actividades de los diplomáticos extranjeros tenían especialmente preocupado a Salgado, cuyas acciones, a su vez, no hacían más que agravar la ya de por sí débil posición internacional de la República. El barón belga Jacques de Borchgrave era una persona de interés específico para los Servicios Especiales, pues estos creían que no solo protegía a derechistas, sino que también reunía información de inteligencia militar y animaba a sus compatriotas en las Brigadas Internacionales a desertar. Salgado cortó el problema de raíz a su característico y despiadado modo. El barón fue detenido hacia el mediodía del 20 de diciembre y murió tiroteado al día siguiente en la carretera de Chamartín a Alcobendas por orden de Eduardo Val124.
El asesinato de Borchgrave tuvo graves consecuencias diplomáticas para la República (véase el capítulo 10), pero ese no fue el único desastre cometido por los Servicios Especiales en aquel mes de diciembre. Salgado temía que «los indiv[i]duos refugiados en las Embajadas trata[rí]an de provocar un conflicto de orden público, echándose a la calle armados en el momento de aproximarse los facciosos a Madrid»125. Esta pesadilla de una quinta columna levantándose desde las embajadas extranjeras era común entre antifascistas: sendas redadas policiales en la embajada alemana el 23 de noviembre (cinco días después de que Hitler reconociera el régimen de Franco) y en la legación finesa el 4 de diciembre se saldaron con más de cuatrocientos detenidos, aun cuando la cantidad y el tipo de armas allí halladas sugirieran que estas solo se habían ido acumulando con fines más defensivos que de ataque126.
Consciente de que su rival comunista Segundo Serrano Poncela, jefe de policía de la JDM, era quien había ordenado esas redadas, Salgado decidió montar su propio operativo, para el que se valió de un agente provocador, un exmilitante de Renovación Española, Alfonso López de Letona, para engatusar al máximo número posible de derechistas atrayéndolos hacia una falsa embajada de Siam, un país que nunca había llegado a establecer relaciones diplomáticas con España. Dirigida por Antonio Verardini Díez de Ferreti, aquella incitación a caer en la trampa contó con la colaboración de Luis Bonilla, el exagente de la Sexta Sección. La embajada ficticia no produjo los resultados esperados: la operación terminó el 8 de diciembre, menos de setenta y dos horas después de que comenzara, y no sirvió más que para atrapar a dieciocho desdichados y reunir muy poca información de utilidad. Pese a ello, solo dos de los infortunados detenidos evitaron la ejecución127.
Los Servicios Especiales del Ministerio de Guerra permanecerían operativos hasta julio de 1937, un revelador recordatorio del fracaso del Gobierno de Largo Caballero en su propósito de centralizar las funciones policiales y la contrainteligencia militar. Por ejemplo, ni Estrada ni Arias desde el Estado Mayor tenían control sobre esta última en Cataluña, que quedó reservada al Servicio Secreto de Inteligencia (SSI), fundado en agosto de 1936 por Vicente Guarner dentro de la Consejería de Defensa de la Generalitat. Con sede en un inmueble requisado en la esquina de las calles Bailén y Diputación en Barcelona, se nutrió de «personal voluntario que trabajó con verdadera abnegación»128.
Nadie más representativo de ello que su jefe, Marcelo de Argila, alias «Egipcio». Nacido en El Cairo en 1905 de padre catalán y madre italiana, De Argila era una figura cosmopolita: maestro, periodista, masón y políglota. Tenía particular interés por las luchas anticoloniales en el norte de África y defendía la idea de una revuelta nacionalista marroquí contra Franco en el territorio del protectorado español129.
Todos los testimonios sobre el «Egipcio» sugieren que era un personaje sofisticado y encantador, pero no está claro que su SSI produjese información demasiado fiable. Aunque Guarner cuenta en sus memorias que nada menos que el jefe del NKVD, Alexandr Orlov, se «quedó asombrado» con el SSI tras visitar sus dependencias a su llegada a Barcelona en septiembre de 1936, otros testigos no se mostraron tan convencidos. Por ejemplo, en diciembre, el SSI reenvió un alarmante informe al Estado Mayor en Valencia sobre «un ejército perfectamente equipado de 70.000 hombres» que se disponía a invadir Cataluña. Estrada aplicó sensatez al asunto e ignoró aquella presunta información de inteligencia130.
En cualquier caso, el SSI sufrió el mismo destino que otras brigadas de investigación durante ese periodo: su jefe se esfumó en misteriosas circunstancias. Guarner atribuye la súbita desaparición de De Argila en marzo de 1937 a una acción criminal de la FAI; sin embargo, uno de sus agentes, SSI-29, sugirió tras la guerra que el «Egipcio» había huido a Orán131. Fuera como fuese, el SSI pasó a estar bajo el mando de Fernando Meca Sánchez, un profesor socialista que más tarde llegaría a ser un oficial de alto rango en el SIM132.
En cualquier caso, la figura del SSI que mayor notoriedad llegaría a alcanzar no fue De Argila ni Meca, sino el mencionado agente SSI-29, que se trataba nada menos que de Alfonso Laurencic, conocido inventor de la «tortura psicotécnica» usada por el SIM a partir de 1938. Como veremos en el capítulo 5, las pesquisas de Laurencic sobre la persecución de izquierdistas antiestalinistas por parte del «Grupo de Información» de Gómez Emperador lo llevaron a chocar con las malévolas fuerzas del comunismo internacional. A partir del verano de 1937 pasó de ser un fiable azote de la subversión interna a convertirse en un «fascista» peligroso. Y, de hecho, fue uno de los presos iniciales del DEDIDE, primera iniciativa organizativa del Gobierno Negrín para aplastar a la quinta columna.