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LA QUINTA COLUMNA: PESADILLAS Y REALIDADES (1936)

María Llorens Soriano no encajaba en la imagen del sedicioso al uso. Esta villarrealense de veintiocho años, ama de casa y madre, jamás había expresado interés alguno por la política antes de la Guerra Civil. Sin embargo, la mañana del 20 de abril de 1938, allí estaba, acusada de delitos graves en la Comisaría de Seguridad de Castellón. Joaquín Estrada Sarabia, teniente de un Grupo de Transmisiones e Instrucción que tenía base en esa capital, le imputaba nada menos que ser la líder de una red fascista que pretendía apoyar con un levantamiento interno un futuro ataque franquista por tierra y mar sobre la provincia.

Las tres semanas anteriores, este Estrada, de veinticuatro años, había estado organizando una audaz operación secreta dirigida a destapar las perversas intenciones de Llorens. Con la aprobación de su comisario político, Carlos Miralles, Estrada y dos camaradas más se hicieron pasar por falangistas para infiltrarse en las reuniones secretas que tenían lugar en casa de la sospechosa y pronto descubrieron los planes que esta tenía de asesinar a Miralles, volar un puente y hacer acopio de armas para la rebelión. Llorens no era sino una «fascista consumada y de acción por lo que se l[a] considera muy peligrosa».

Llorens reaccionó a esos cargos con estupefacción. Los tres soldados republicanos estaban «locos», declaró al comisario de policía, Nazario Novella Robisco. Según ella, los tres eran meros agentes provocadores que la habían inducido a la sedición, pues Estrada le había dicho que era un falangista de Cartagena que se había librado a duras penas de ser castigado por su unidad militar acostándose con la hija de Miralles. A Novella no pareció impresionarle aquel lamentable espectáculo. «Ante mi continuo asombro», escribió, las diferentes partes se reafirmaron en sus respectivas versiones al ser interrogadas al respecto; todo aquel asunto era «una novela».

Sin embargo, dada la gravedad de las alegaciones, Novella envió el expediente al SIM y Llorens ingresó en prisión en Valencia. Para cuando la policía secreta militar inició su investigación, ya en septiembre, Villarreal había caído del lado de los franquistas sin intervención de ninguna quinta columna, y Estrada había revelado que, como comunista que era desde diciembre de 1936, se había limitado a actuar «obedeciendo a un mandato de su conciencia antifascista y a una consigna de su partido en limpiar la retaguardia». Desde la cárcel, Llorens continuó reclamando su inocencia, e incluso dio a entender que Estrada la había engañado para tener una relación sexual con ella a fin de obtener la información que él quería. Las dudas crecientes sobre los motivos de Estrada desembocaron en su detención, aunque pronto fue puesto en libertad con un aviso de que, «en lo sucesivo, cuide de inmiscuirse en asuntos cuya competencia está encomendada a funcionarios de organismos del Estado creados al efecto». Llorens, por el contrario, permaneció entre rejas1.

No es difícil ponerse en el lugar de aquel jefe de policía de Castellón y descartar el asunto Llorens por novelesco o, tal vez, no ver todo aquel embrollo más que como un asunto sórdido de escasa relevancia. Pero no podemos perder de vista que, casi un año antes, en octubre de 1937, una operación muy parecida destinada a destapar una «[o]rganización fascista de Albacete para dedicarse a[l] espionaje» recibió encendidos elogios en un informe secreto del DEDIDE sobre «los asuntos más importantes en que ha intervenido este DEPARTAMENTO» desde que se fundara la policía secreta del Ministerio de la Gobernación en junio de ese mismo año2. Además de la detención de espías italianos y alemanes (incluido un tal «Manuel Alhes [Ahles] Jiménez», supuesto «[j]efe de la organización de espionaje alemán en España»), el DEDIDE alabó también una investigación que el servicio de inteligencia militar de las Brigadas Internacionales (organizadas por la Comintern) había iniciado unos meses antes.

El voluntario comunista alemán Alexander Maas había recibido órdenes de detectar actividad fascista en la capital manchega, sede del cuartel general de los brigadistas3. Maas, que se hacía llamar por el nombre en clave de «Stephan» cuando actuaba de incógnito, había servido junto a su camarada del Partido Comunista de Alemania (KPD), el escritor y aristócrata Ludwig Renn, en el Batallón Thälmann en el frente de Madrid en noviembre de 19364. Las sospechas de «Stephan» se centraron enseguida en dos mujeres: Encarnación Cano Bleda y su hija, Emilia Luzón Cano. «En enero de 1937 conocí a Emilia y a su madre —informaría Maas posteriormente—. Visitaba diariamente aquella casa y pronto llegué a establecer con madre e hija relaciones de intimidad».

Aprovechándose de su relación con ambas mujeres —Maas aseguraría más tarde que Emilia quería fugarse con él a Cuba—, «Stephan» consiguió que le presentaran como brigadista desencantado con la causa a Basilides Alcázar Tejada, procurador de los tribunales, el 20 de mayo. Como haría Llorens con Estrada en 1938, Alcázar presuntamente le reveló entonces al alemán que era el líder de una extensa red clandestina en Albacete que planeaba crear sucursales por toda la España republicana, incluidas Murcia y Alicante, para dedicarse al espionaje, la propaganda, el sabotaje y el terrorismo.

De las comunicaciones con la zona rebelde se encargaba otra mujer, Consuelo Suárez, que estaba en posesión de un aparato de radio que «no tardaba más que una hora en transmitir todas las noticias a Franco». El dinero se lo facilitaba Queipo de Llano, quien, al parecer, había reunido un millón de pesetas en Sevilla y Salamanca para actividades subversivas en la zona republicana. Esta quinta columna era, además, despiadada: Fernando Montón, cuyo nombre aparecía en los informes como miembro de su ala terrorista, advirtió supuestamente a Maas de que, cuando la organización se alzase, «él tomar[í]a parte en los fusilamientos y aquel dia correr[í]a la sangre por las calles de Albacete».

La noche del 17 al 18 de agosto de 1937, agentes del DEDIDE acompañados por dirigentes del PCE local lanzaron una fulminante redada para arrestar a toda persona sospechosa de implicación en la presunta red de Alcázar Tejada. Familias enteras fueron conducidas a la comisaría de Albacete y algunas recibieron malos tratos. Aquello motivó una queja de la policía local, que no había sido informada al respecto, así como la condena casi unánime desde las organizaciones del Frente Popular (a excepción de los comunistas), pues entre los detenidos figuraban conocidos antifascistas5. Diez de ellos serían finalmente trasladados a la tristemente famosa cárcel del DEDIDE en Valencia, Santa Úrsula, para ser interrogados allí, entre ellos, Alcázar, Cano y Luzón. Tres meses después, aún permanecían bajo custodia de la policía secreta6.

El hecho de que los agentes provocadores tanto en Albacete como en Villarreal fuesen comunistas no es sorprendente si tenemos en cuenta que pertenecían al movimiento político que precisamente había popularizado ya de inicio el término «quinta columna» desde octubre de 1936. De todos modos, la angustia por las posibles consecuencias catastróficas que para la República tendría la actuación incontrolada de un enemigo interno no era privativa de los seguidores de Iósif Stalin.

Manuel Uribarri, jefe socialista del SIM en enero de 1938, describió la quinta columna en términos parecidos en sus memorias, escritas en el exilio en Cuba cinco años después. Él defendía que la había organizado Arturo Bocchini, jefe de la policía secreta italiana (la Organización para la Vigilancia y la Represión del Antifascismo, OVRA) y «alma del espionaje científico del Eje». Según Uribarri, aunque los agentes españoles del italiano respondían ante las autoridades en Salamanca y Burgos, la realidad era que los espías fascistas se hallaban en «subordinación directa de la Gestapo o de la OVRA». Estas agencias extranjeras crearon una estructura por la que la quinta columna «se extend[ía] en forma de círculos superpuestos como las escamas de una inmensa boa constrictor». De hecho, Uribarri colocó un mapa de España en su despacho «sobre el cual [ver cómo] Berlín y Roma trataban de adaptar su red según las necesidades de la guerra». Furioso con «la bárbara quinta columna española, que tenía clavadas sus garras en aquella nuestra desdichada retaguardia», el antiguo jefe del SIM no quería sino «extirparl[a] de raíz».

Además, Uribarri —como Estrada y «Stephan» en sus casos respectivos— estaba convencido de que los adversarios del SIM estaban apoyados por mujeres. Introduciendo una variación sobre su ofídica analogía previa, escribió que «la hidra femenina» tenía «agarrotados todos los motores del Estado»; sus experiencias le inducían a concluir que, «por cada quintacolumnista, hubiéramos tenido que detener diez mujeres, si hubiéramos aplicado estrictamente las leyes de represión de la quinta columna»7.

LA QUINTA COLUMNA EN EL IMAGINARIO ANTIFASCISTA

Ese miedo a la quinta columna estaba firmemente anclado en una cultura política excluyente de enfrentamiento entre el heroico «pueblo» antifascista y un enemigo fascista criminal, una cultura que influía en cómo los antifascistas percibían la rebelión militar misma. Muchos daban por sentado que Hitler y Mussolini estuvieron involucrados en la planificación y ejecución de esta desde mucho antes de que, a finales de julio de 1936, se hiciera ya evidente la intervención nazi y fascista. En Barcelona, y entre rumores sobre la presencia de francotiradores fascistas extranjeros, se saquearon e incendiaron edificios tanto alemanes como italianos tras la rendición de los militares alzados; «entre la población» había «un fuerte sentimiento antinazi»8.

Para la victoriosa izquierda obrera, la sublevación rebelde no había sido un mero pronunciamiento militar más, sino una revuelta de la sociedad vieja contra «el pueblo». Según se podía leer en El Socialista del 21 de julio de 1936, «[l]os confabulados [de la rebelión militar] […] eran todos los miembros de la vieja y podrida sociedad […]. Desde el ignaciano trapisondista al banquero usurario; desde el aristócrata caduco de sangre al mequetrefe epiceno; desde el rentista […] al especulador sin conciencia […] en fin toda la ralea oscura, babeante, untuosa, bancaria y palatina, sacristanesca y rapaz, que se había convertido al fascismo»9.

Similar análisis aportaban los anarcosindicalistas. Se habían alzado «los traidores de siempre», según la conclusión del comité nacional de la CNT del 24 de julio, a la que Solidaridad Obrera añadía más detalles un día después: «Los que han provocado la guerra —argumentaba— son los privilegiados, los sesudos burgueses, los seráficos capellanes […]. El agresor […] ha sido la burguesía, el capitalismo, la clerigalla [y] la gente de orden»10.

Este era un relato que compartían también los republicanos burgueses. El 23 de julio, la Comisión Ejecutiva del Consejo Nacional de Izquierda Republicana —un partido que, aunque todavía permanecía formalmente en el Gobierno, ya no estaba en posesión del poder efectivo, debido al derrumbe de la autoridad del Estado republicano— emitió un manifiesto en el que afirmaba que «con este pronunciamiento se han suicidado […] los organismos, las instituciones y las tendencias que no han sabido acomodarse a la nueva legalidad abierta por la República»11.

La desafiante alusión a que los «traidores de siempre» se habían «suicidado» no podía disimular cierta inquietud ante la sensación de que la batalla no había concluido aún en la España antifascista. Dada la escala percibida de la conspiración, que parecía comprender instituciones y grupos sociales enteros, la rendición de quienes realmente se habían alzado en armas no podía ser alivio suficiente.

En algunos pueblos y ciudades de la zona republicana se registraron misteriosos tiroteos que se atribuyeron a presuntos «pacos» fascistas12. En otros, unas armas de fuego que eran propiedad legal de unos campesinos podían reinterpretarse como prueba indiciaria de una insurrección armada. Así, por ejemplo, el 26 y 27 de julio tuvo lugar una matanza de veintiún presuntos derechistas y falangistas en Castellar de Santiago (Ciudad Real), una pequeña población de pequeños y medianos agricultores, después de que los vecinos se negaran a hacer entrega de sus armas a las autoridades locales. Tres días después, El Socialista se limitaba a informar de que se había logrado restablecer el orden en el pueblo tras «los disturbios promovidos por los elementos derechistas»13.

Aunque el concepto de «quinta columna» no apareció por vez primera hasta principios de octubre de 1936, el miedo al enemigo interno fue una característica de la revolución española desde su mismo comienzo. Franz Borkenau, perspicaz observador austriaco de la transformación socioeconómica de la España republicana, refirió en El reñidero español cómo, en el verano de 1936, los relatos sobre el «terrorismo» fascista le sugerían «escenas de las revoluciones rusa y francesa, cuando también los revolucionarios se sintieron rodeados de enemigos por todas partes y tuvieron que actuar protegidos por las sombras, ya que en todo momento reinaba la inseguridad»14.

Los títulos de algunos de los incontables comités revolucionarios constituidos para investigar las supuestas actividades malévolas de los «fascistas» dejan entrever que Borkenau no fue el único en establecer esas mismas analogías históricas. «Ha llegado el momento de escuchar las lecciones del “[17]93”», se anunciaba ya en el diario de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) de Murcia Nuestra Lucha en septiembre de 193615. Para entonces, varios «Comités de Salud Pública», haciéndose eco del «Comité de Salut Public» original de Maximilien Robespierre de marzo de 1793, habían aparecido ya por toda la geografía republicana, en ciudades como Málaga o Lérida16.

Por el contrario, y de manera harto paradójica —dada su presencia destacada en la propaganda franquista—, había muy pocas «checas» (por no decir que ninguna), pues las brigadas comunistas de investigación eludían esa denominación para no dar la impresión de que se estaba produciendo también un terror paralelo, de estilo bolchevique17.

Independientemente de cómo se les llamara, las gestas de algunos de estos «cazadores» antifascistas eran de sobra conocidas. A mediados de septiembre, tanto en la prensa nacional como en la internacional se informaba de cómo la «brigada de investigación criminal», dirigida por Agapito García Atadell y con base en Madrid, había sacado a la luz un «vasto plan de espionaje» en el Levante que involucraba tanto a alemanes como a rusos blancos18. Pero estos éxitos no parecían repercutir en una mayor sensación de seguridad. Por ejemplo, el 24 de agosto, el escritor británico Gerald Brenan señalaba que la «psicosis antiespías» en Málaga seguía siendo igual de aguda que siempre a pesar de los arrestos y las ejecuciones que el Comité de Salud Pública local ordenaba y practicaba con regularidad19.

El motivo de que esto fuera así era la guerra. La atroz matanza de unos cincuenta mil «fascistas» en total habría sido imposible sin la sublevación militar previa y el subsiguiente intento fallido de reprimirla por completo en julio de 1936. Como sus homónimos franceses y rusos antes de ellos, los revolucionarios españoles tuvieron que librar una guerra civil; Indalecio Prieto, futuro fundador del SIM, comentó enigmático ya a finales de agosto que, «en las guerras civiles, suele haber más espías que combatientes»20.

El temor de que los enemigos internos estuviesen en contacto con los del otro lado de la línea del frente ya desde el principio fue muy real. En las caóticas semanas iniciales de la contienda, los antifascistas informaron en reiteradas ocasiones de que los sublevados estaban recibiendo información de inteligencia sobre sus movimientos. El 29 de julio, el órgano portavoz de Prieto, el diario Informaciones, explicaba que, en el frente de Guadarrama, se «pudo descubrir que un heliógrafo instalado en las proximidades del Sanatorio de Tablada hacía señales al enemigo, lo cual explica la exactitud de los tiros sobre nuestras unidades, pues era evidente que la matemática precisión con que inició su desesperado fuego respondía a una inmediata confidencia»21. Era como si los espías se infiltrasen en las posiciones republicanas a voluntad. Una quincena más tarde, el Ministerio de Guerra comunicó que siete falangistas habían sido apresados en aquella misma zona, y que algunos pueblos cercanos estaban siendo evacuados por la fuerza para impedir el espionaje22.

El detalle de que aquellos siete espías fascistas eran seminaristas no pasó inadvertido. Si, como ya hemos visto más arriba, se entendía ya de entrada que «los seráficos capellanes» y «la clerigalla» estaban implicados en la conspiración de la sublevación militar, era lógico que los izquierdistas vieran a los curas como beligerantes activos desde el momento mismo en que se iniciaron los combates.

De hecho, la característica seguramente más llamativa de la reacción popular antifascista a esa sublevación militar fue la profusión de ataques contra iglesias, seminarios, prioratos, monasterios y conventos. Incluso en Sevilla, donde solo tuvieron cinco días para actuar antes de que la ciudad se rindiera ante el avance de las fuerzas rebeldes de Queipo de Llano, los anticlericales destruyeron o dañaron seriamente quince edificios religiosos23.

Estos ataques se acompañaban a menudo de rumores sobre «sacerdotes trabucaires» que habían disparado contra los milicianos. Georges Soria, corresponsal en España del diario comunista francés L’Humanité, se reiteraba en esa misma idea en agosto, cuando, a propósito del fracaso de la sublevación en Barcelona, escribió: «[Q] uiero dejar claro una vez más que en todas las iglesias quemadas había fascistas»24.

Muchos antifascistas de muy diferentes orientaciones no solo creían que la Iglesia había participado en la sublevación, sino que también estaban convencidos de que los curas seguían luchando contra la República. Tal como el socialista (y futuro ministro de Exteriores republicano) Julio Álvarez del Vayo le dijo al corresponsal del órgano de expresión oficial del Partido Comunista Británico, Claud Cockburn, el 21 de agosto, «puedo asegurarte que, entre los prisioneros que nuestros hombres hacen en los combates en las sierras, un elevado número son curas luchando contra la libertad y la democracia rifle en mano […]. Apenas si hay iglesia en España de una mínima importancia estratégica que no haya sido usada literalmente como fuerte o como nido de ametralladora por los fascistas y los curas cuando se han producido combates»25.

Similar mensaje transmitió el maurista convertido a republicano Ángel Ossorio y Gallardo menos de una semana después en Alicante. Como católico que era, Ossorio, futuro embajador republicano en Francia, Bélgica y Argentina, no veía ningún problema en seguir los dictados de «una Iglesia inspirada por las más nobles enseñanzas», pero una Iglesia así no podía confundirse «con un clero que profana la condición sagrada de los templos disparando desde ellos sobre el pueblo. Ni tampoco con aquellos religiosos que se presentan en el campo de batalla para abrir fuego contra los defensores de la ley»26.

Desde ese punto de vista, el asesinato de casi siete mil sacerdotes y religiosos en zona republicana en 1936 podría entenderse como una contribución no ya a la construcción de la nueva sociedad, sino incluso al esfuerzo de guerra en general. «Vuelven a surgir los frailes con trabuco» en la sierra de Guadarrama, informaban el 29 de julio en Milicia Popular, revista del recién formado Quinto Regimiento comunista. «¡A por ellos, camaradas!»27.

No solo los «curas trabucaires» generaban inquietud entre los defensores de la República en 1936. Un tema de especial interés para los historiadores ha sido la notable presencia espontánea de milicianas en el frente en aquel entonces; solo en Cataluña, sirvieron 1.195 de ellas28. Menor atención han recibido los temores masculinos sobre los riesgos de seguridad planteados por las mujeres durante los primeros meses de la guerra. En septiembre, en Solidaridad Obrera se afirmaba que en los «partidos obreros y republicanos [estaban] enroladas una serie de mujeres que realizaban papel de espía. Todas estas mujeres obedecían las órdenes y las instrucciones de técnicos de espionaje venidos de la Europa central. A últimos de agosto, los estragos causados por el espionaje eran remarcables»29. En diversos momentos de ese mes, los milicianos que regresaban de permiso a Barcelona desde el frente pudieron leer en las portadas incluso de La Vanguardia advertencias tan directas como «los espías acechan y entre ellos hay mujeres»30. Y también en otras publicaciones aparecían similares consejos dirigidos a los milicianos para alertarlos de la presencia de «espías femeninos»31.

«EL GRAN MIEDO» SE INTENSIFICA

Los fracasos militares y la consiguiente llegada de refugiados que traían consigo testimonios contrastados sobre el terror fascista exacerbaron la fiebre de los espías. Oficialmente, al menos, el sangriento avance de Franco hacia Madrid desde el sur espoleaba la voluntad de resistencia de los antifascistas. Un manifiesto del PCE publicado al mes del inicio de la guerra ponía el acento en que la lucha heroica del «pueblo» contra el fascismo era una lección para el mundo entero. Pero también se decía en él que los elementos de la «canalla fascista […] van arrasando los pueblos por donde pasan, cometiendo crímenes horrendos, solo posibles de concebir en imaginaciones perversas o faltas de todo sentido humano»32.

Pero, aunque esa clase de discurso pretendía acerar la resistencia, las pruebas indican que también hizo cundir la alarma y el pavor. Tras una visita a la España republicana, el periodista británico Sydney Smith informaba el 19 de agosto que reinaba en Madrid un «temor tácito […] incluso entre los españoles que no se atreven a admitir que prevén una derrota», y que la «aislada» Málaga era «una ciudad de hombres insomnes y mujeres angustiadas»33.

Ni siquiera las regiones que no estaban tan próximas a la línea del frente se libraban de esa desazón. El 30 de octubre, los sublevados bombardearon la costa catalana a la altura de Roses (Gerona) desde el crucero de guerra Canarias34. Aunque no hubo víctimas y los daños fueron escasos, a Barcelona llegaron noticias de que se había producido un desembarco de unos cinco mil efectivos de las tropas rebeldes, lo que hizo que la Generalitat llamara apresuradamente a constructores y albañiles para que reforzaran las fortificaciones costeras. Tal era la «confusión en las calles», señaló el cónsul británico en Barcelona, Norman King, que «el ambiente general de la ciudad evocaba inevitablemente la noche del 6 de octubre [de 1934], cuando el Sr. Companys proclamó el Estado Catalán independiente dentro de la República Federal española»35.

En aquella atmósfera tan emocionalmente cargada, lo increíble se antojaba posible. Sobre el telón de fondo de la masacre de más de dos mil milicianos en Badajoz, la noticia de una revuelta fascista en la mayor prisión de la capital española, la Cárcel Modelo, «corrió como reguero de pólvora por todo Madrid» la tarde del 22 de agosto36. Lo sucedido en realidad fue que un registro (en busca de armas) practicado a los mil ochocientos internos «fascistas» allí recluidos desembocó en un incendio provocado por presos comunes, frustrados por que no les hubiesen puesto aún en libertad. Después de que una numerosa multitud rodeara la prisión para exigir la libertad de los «comunes» y el castigo para los cabecillas de la revuelta, una treintena de «fascistas» preeminentes fueron juzgados por un tribunal revolucionario improvisado y fusilados aquella misma noche entre escenas reminiscentes de las masacres de septiembre de 1792 en las prisiones de París.

La noticia de los asesinatos cayó como un «mazazo» sobre Manuel Azaña, pues entre las víctimas se contaban destacadas figuras políticas que él conocía personalmente, como el reformista Melquíades Álvarez. Aun así, hizo falta la amenaza de una intervención armada británica para restablecer el orden en la capital. Lo particularmente interesante en este caso es que el recuerdo de una supuesta rebelión fascista interna pervivió hasta mucho después de aquel suceso. El presidente del Tribunal Supremo, Mariano Gómez, recordó a Azaña en noviembre de 1937 que él mismo había visitado la Modelo en la madrugada del 23 de agosto de 1936 y «el espectáculo era atroz […] [con] gran parte de los presos políticos […] en actitud levantisca: tenían armas». Lo que venía a decir, pues, era que las víctimas se habían buscado su propia perdición: «Una provocación como cinco produce una reacción como quinientos»37.

Pero, aunque en la imaginación antifascista el enemigo interno se mostró activo y peligroso desde el comienzo de la contienda, no sería hasta después de la caída de Toledo, el 28 de septiembre, cuando los izquierdistas comenzarían a alarmarse ante la posibilidad de que una puñalada por la espalda en el momento oportuno originase la rendición de una o más de las localidades y ciudades clave aún en poder de los republicanos.

En la víspera misma de la rendición de la «ciudad imperial», el entonces presidente del Gobierno, Largo Caballero, mantuvo una reunión en Madrid con representantes de todas las organizaciones del Frente Popular. Todos estuvieron de acuerdo en que el peligro principal lo representaban los «agentes provocadores» que hacían que cundiera el pánico entre los milicianos en el campo de batalla en momentos críticos de los combates, como presuntamente ocurrió aquel mismo mes durante el intento fallido de contener en Talavera el avance de los sublevados38.

La radicalización del discurso antifascista fue una consecuencia directa de las ya mencionadas declaraciones (supuestas) de Mola, recogidas en las páginas del Mundo Obrero del 3 de octubre, en las que avisaba de que la «quinta columna» estaba lista para tomar Madrid cuando las cuatro columnas del ejército sublevado que avanzaban desde Toledo se hallaran ya próximas a la capital39.

Aquello sirvió a los antifascistas para confirmar que su intuición sobre la presencia y actividad del enemigo clandestino interno era la correcta. Hacia el final de aquel mes, en Milicia Popular se llegó incluso a sugerir que «la intervención de espías, confidentes y demás traidores de la retaguardia viene costando al pueblo español tanta sangre» como la ayuda fascista del extranjero40. Pero del mismo modo que Mola parecía haber proporcionado una excusa perfecta para los fracasos militares republicanos previos, también ofreció con aquellas palabras un instrumento para la movilización de la resistencia republicana futura: había que aprender muy rápido las «lecciones» de la capitulación en Toledo —«donde los primeros tiros salieron de dentro de la población»— para que Madrid no sucumbiera también41.

PARACUELLOS

Obviamente, llegado el momento, no hubo movimientos de la quinta columna en Madrid, ni siquiera al volverse más cruentos los combates en las calles de la capital a partir del 7 de noviembre. Para los comunistas, ese «éxito» se debía a un hombre: el entonces líder de las JSU, Santiago Carrillo Solares. Según la biografía interna de posguerra que el partido escribió sobre él, «Santiago Carrillo, con su acción enérgica y decidida, cortó la cabeza a la quinta columna, inutilizando su peligrosa acción contra la República, impidiendo con este destacado servicio a la Patria que Franco pudiera tomar Madrid por la espalda»42.

Esta frase encerraba una referencia indirecta a la peor atrocidad republicana de la Guerra Civil, cuando Carrillo, responsable de orden público en la Junta de Defensa de Madrid (JDM), formada en plena situación de emergencia y presidida por el general Miaja, supervisó las matanzas en Paracuellos de Jarama y Torrejón de Ardoz en noviembre y diciembre de 1936.

Ya he tratado a fondo el episodio de Paracuellos en un libro anterior43. Pero, a efectos del estudio que aquí nos ocupa, la citada masacre es relevante por las razones siguientes. En primer lugar, porque, pese a los argumentos de los comunistas, la supuesta decapitación de la quinta columna fue una operación de gran amplitud política en el bando antifascista, y algunos de los implicados prosiguieron con la lucha contra el enemigo interno en 1937. Fue una operación organizada por los dirigentes del Comité Provincial de Investigación Pública (CPIP), el tribunal revolucionario más importante de la capital, compuesto por representantes de todas las organizaciones del Frente Popular. En concreto, los anarquistas, los comunistas y los socialistas se pusieron de acuerdo en la necesidad de zanjar de manera definitiva el «problema» de los diez mil presos políticos con los que, como dijo la líder de la FAI Federica Montseny el 22 de octubre, se corría el riesgo de que se pudiesen «soltar, y sumarse a sus HERMANOS»44.

En segundo lugar, igual que hubo consenso sobre la necesidad de eliminar a la quinta columna, también hubo coincidencia en la conveniencia de hacerlo en secreto. Como bien se explica en las famosas actas de la reunión del comité de la CNT-FAI celebrada en Madrid el 8 de noviembre, se acordó con la Consejería de Orden Público de Carrillo que la logística de las sacas masivas debía organizarse «cubriendo la responsabilidad»45.

En tercer lugar, si Paracuellos demostró que los trapos sucios de la liquidación de la quinta columna debían lavarse a escondidas de las miradas indiscretas, también prefiguró cuál sería la respuesta del Gobierno republicano a la persecución del enemigo interno a partir de 1937. Aunque no fue un ejercicio netamente diseñado «desde arriba», la complicidad desde las más altas instancias del Estado fue evidente. Si bien Largo Caballero no «ordenó» la operación desde Valencia, esta se llevó a cabo de todos modos con conocimiento de sus ministros. Aunque algunos, como José Giral y Manuel de Irujo, trataron de poner fin a las ejecuciones, otros, entre los que se incluía el ministro socialista de la Gobernación, Ángel Galarza, y el ministro anarquista de Justicia, Juan García Oliver, ampararon y alentaron a los autores materiales de los hechos. Mientras tanto, Largo Caballero mantuvo hasta principios de diciembre la ficción de que a aquellos presos se les estaba trasladando realmente a otros centros penitenciarios; solo a partir de entonces, las presiones internas y externas forzarían al entonces jefe del Gobierno a otorgar al anarquista Melchor Rodríguez García, el «Ángel Rojo», la autoridad política para poner fin definitivamente a los asesinatos.

En cuarto lugar, el hecho de que las víctimas fuesen todas hombres no implica que la quinta columna fuese concebida como un fenómeno exclusivamente masculino. La ausencia de sacas desde las cárceles de mujeres se debió al admirable valor de sus internas, que se negaron a aceptar falsas garantías de que las querían trasladar desde Madrid hacia lugares más seguros. De hecho, la presencia misma de unas mil quinientas presas en Madrid en noviembre de 1936 se debía a que el Gobierno republicano se había negado hasta entonces a evacuarlas con antelación alegando motivos de seguridad. El ministro de Estado (Exteriores), Julio Álvarez del Vayo, declaró a los británicos el 24 de octubre que «consideraban a las mujeres que habían arrestado peores como enemigas que los hombres»46. Pablo de Azcárate, embajador de la República en Londres, empleó argumentos parecidos dos días más tarde en una conversación con el homólogo de Del Vayo en el Foreign Office, Anthony Eden: «El embajador […] mantuvo que, políticamente, algunas de aquellas mujeres estaban entre los presos más peligrosos»47.

Pero si las mujeres fascistas eran especialmente traicioneras, lo cierto es que a las antifascistas no se les permitió liderar la lucha contra ellas. La de Paracuellos fue una operación puramente masculina. Cuando Margarita Nelken, la diputada socialista por Badajoz que se pasó al PCE por aquel entonces, expresó su deseo de implicarse en asuntos de seguridad pública, sus peticiones fueron desestimadas con misógina sorna48. Siendo como era una lingüista de talento, tuvo que conformarse con ocultar y falsear los hechos ante una delegación de parlamentarios británicos llegada a Madrid para investigar la suerte corrida por los presos a la que ella misma acompañó personalmente49.

Por último, el «éxito» de Carrillo en Madrid no restó vigencia a la quinta columna como imagen amedrentadora en la mente de los antifascistas. De hecho, la desastrosa caída del norte en 1937 abonó la impresión de que aquella no había perdido un ápice de su fuerza. El 1 de septiembre de 1937, en Fragua Social, diario de la CNT en Valencia, se comentó que en «todos los momentos críticos de nuestra lucha […] hace su aparición la funesta quinta columna. Así ocurrió en Bilbao y últimamente en Santander. Los emboscados arrojan la máscara antifascista para facilitar desde el interior de las ciudades amenazadas el golpe final de la facción»50.

La CNT no estaba ya en el poder en aquel entonces, pero sus afirmaciones no se apartaban del tono empleado por las formaciones que sí que estaban en el Gobierno. El 26 de agosto de 1937, el encargado de negocios británico en Valencia, John Leche, citó las palabras de un diputado de Izquierda Republicana (de quien no daba el nombre) que atribuía «la caída de Santander […] a un alzamiento de la “quinta columna”»51. También el embajador británico en Hendaya, sir Henry Chilton, informó el 22 de octubre, citando fuentes gubernamentales, que Gijón había caído cuando las fuerzas franquistas aún se hallaban a catorce kilómetros de la ciudad: «Elementos más moderados, asistidos por miembros de la llamada “quinta columna” del general Franco, se hicieron con el control de la localidad»52.

LA REALIDAD DE LA QUINTA COLUMNA

No obstante, no todos los antifascistas estaban tan convencidos de que la quinta columna representara una amenaza trascendental para la República en 1936. Echando una mirada retrospectiva a los primeros meses de la guerra, Política, el diario de Izquierda Republicana, admitía en enero de 1938 que se cometieron «errores» porque «la guerra hace florecer lo inverosímil y lo inesperado, no siendo raro que personas a cubierto de toda sospecha aparezcan con una pasión delictiva o una secreta relación con el adversario»53.

También crítico se mostraba Javier Bueno, un renombrado periodista socialista que sería fusilado en septiembre de 1939 en Madrid por ser «una de las figuras más destacadas en la lucha contra los principios esenciales de la patria». La fama de la quinta columna, escribió en una buena demostración de sagacidad en 1937, reflejaba «la falta general de reflexión con que se baraja el concepto […]. No diré que la “quinta columna” sea como las brujas de la Edad Media; pero sí como los judíos en Alemania o como aquel carnero negro que los propios judíos echaban anualmente al desierto con todos los pecados de Israel a lomos. Sin duda, es de gran comodidad atribuir a la “quinta columna” todo lo malo que ocurra, pero extravía en el juicio y en el remedio»54.

Estas críticas estaban más que justificadas. Durante los primeros meses de la guerra, la quinta columna no fue ninguna entidad monolítica organizada «desde arriba» por extranjeros. Aun así, había suficiente veracidad en las caracterizaciones antifascistas de ese enemigo interno en 1936 como para que parecieran convincentes. Desde luego, la percepción de que había civiles implicados en la sublevación militar no era ninguna fantasía; de hecho, la lenta gestación de la conspiración a principios del verano se debió en parte a la incapacidad de los militares implicados para llegar a un acuerdo con los líderes de organizaciones políticas derechistas como la Falange o los carlistas55.

Además, a los republicanos no se les escapaba la magnitud del apoyo popular con que había contado la sublevación en aquellas áreas en las que los rebeldes se hicieron inicialmente con un control que solo terminaría siendo temporal. En Albacete, por ejemplo, Enrique Martínez Moreno, teniente coronel de Infantería, declaró el estado de guerra en la capital provincial el 19 de julio por la mañana, y las autoridades republicanas no volvieron a restablecer su control allí hasta seis días más tarde, tras la llegada a la provincia de columnas mixtas de soldados, policías y milicianos. En total, 453 civiles serían juzgados por delitos de rebelión por los tribunales republicanos en 1937-1938, aunque difícilmente podría decirse que los acusados, de orígenes socioeconómicos muy diversos, representaban la «vieja y podrida sociedad» de la imaginación antifascista56.

Al tratarse de una provincia integrada en la Tercera Región Militar, los alzados en Albacete esperaban recibir refuerzos de Valencia, pero desde la ciudad del Turia no les llegó ninguno, pues el general González Carrasco, el oficial designado por los sublevados para encabezar allí la rebelión, tuvo dificultades incluso para entrar en la Capitanía General valenciana, y ni se pudo plantear siquiera el declarar el estado de guerra.

Eso no significa que las multitudes izquierdistas que el 20 de julio tenían rodeados ya todos los cuarteles de la ciudad se equivocaran al suponer que los conspiradores militares contaban con importante respaldo civil. En mayo de 1938, Joaquín Maldonado, diputado por la Derecha Regional Valenciana (DRV), encuadrada en la CEDA, y enlace de esta con la ultraderechista Junta conspiratoria de la Unión Militar Española, envió a Francisco Franco Salgado-Araujo, el influyente primo del Caudillo, un detallado relato del fiasco en Valencia. La DRV, explicaba en él, prometió el 17 de julio que habría reunido 1.250 hombres al inicio de la sublevación, diez mil a las cinco horas, y cincuenta mil a los cinco días; los carlistas, por su parte, ofrecieron cinco mil requetés, y la Falange solo pudo prometer trescientos fascistas tras su temerario asalto al edificio de Unión Radio de seis días antes con la intención de anunciar la inminente «revolución nacional sindicalista».

Obviamente, son cifras que deberíamos tomarnos con unas más que justificadas reservas; la propia Falange valenciana había inflado considerablemente su número de militantes a principios de ese mes, lo que había inducido a José Antonio Primo de Rivera a preguntarse frustrado desde su celda de Alicante: «¿Y con tantos afiliados tan próximos estoy yo en la cárcel?». Con todo, el hecho de que en Valencia no se materializase un alzamiento masivo no significa que esas promesas careciesen de valor alguno; el fracaso se debió más bien al deseo de ganar tiempo de la mayoría de la oficialidad de la región, incluido el propio capitán general, Fernando Martínez-Monje. Para cuando un grupo de oficiales exasperados por la situación decidieron sublevarse en el cuartel de Paterna a finales de mes, ya era demasiado tarde: los rebeldes no llegaron ni a echarse a las calles57.

Algo parecido ocurrió en otras zonas donde fracasó la sublevación. Aquellos civiles que sin duda se identificaban con la causa de la rebelión militar no pudieron actuar finalmente por la incapacidad de los conspiradores castrenses para convencer a un número suficiente de sus camaradas de armas en los cuarteles, o para persuadir a la policía de que se declarase en contra del Gobierno.

La rendición del general Goded en Barcelona el 19 de julio por la tarde a raíz de la decisiva intervención de la Guardia Civil sofocó un movimiento rebelde en Cataluña que, hasta ese momento, había mostrado ciertas señales iniciales de éxito. El día anterior, recordaría el carlista «Aníbal» unos meses más tarde, varios militares y policías ayudados por elementos de la Lliga, la CEDA, los carlistas y Acción Ciudadana habían ocupado Lérida «sin disparar un solo tiro». Por la tarde, jóvenes derechistas armados habían liberado a sus camaradas encarcelados para incrementar sus efectivos y «Aníbal» se acostó esa noche convencido de que la rebelión tendría éxito. Veinticuatro horas más tarde, «todo quedó perdido y abandonado» después de que los militares obedecieran el llamamiento de Goded por la radio para que los sublevados depusieran las armas58. José María Fontana, el jefe falangista en Tarragona, aguardaba órdenes para levantarse en la capital provincial cuando oyó las palabras de Goded. «Todas nuestras ilusiones —recordaba con amargura en sus memorias— se derrumbaban»59.

De la irritación con la indecisión de los oficiales hubo muestras igualmente evidentes en Bilbao y en Madrid. Mario de Hormaechea y Camiña, jefe provisional de Milicias de Falange en Vizcaya, pasó el 19 de julio en el cuartel de Basurto, base del batallón Garellano, a la espera de una declaración de estado de guerra en la capital vasca. «Entre las personas civiles que convivían en el Cuartel con los Oficiales —informó a la administración militar en San Sebastián en diciembre de ese año—, había mucho más entusiasmo y deseo de lucha que entre estos últimos»60. Pero, aunque en la provincia había unos tres mil requetés —de los que 490 habían sido seleccionados para tomar parte en la sublevación en Bilbao—, los conspiradores militares vacilaron mientras esperaban (en vano) que una columna rebelde llegara desde Victoria para salvar su situación61.

En Madrid, Joaquín Romero-Marchant se lamentó de la «traición, la infamia y la cobardía» que, a su parecer, habían sellado el triunfo republicano en la capital. Al igual que otros falangistas, él estuvo todo el 19 de julio esperando órdenes que «no llegaron, y las que llegaron, tarde»62. Menos de doscientos de sus camaradas lograron acceder al cuartel de la Montaña, donde el general Fanjul, líder de los alzados, había decidido hacerse fuerte con la vana esperanza de que las columnas de Mola los liberasen llegando desde el norte; como mínimo, treinta y siete de ellos morirían cuando los leales a la República tomaron el cuartel al asalto al día siguiente63.

SUPERVIVENCIA MÁS QUE RESISTENCIA

De todo lo anterior no cabe suponer —como los antifascistas supusieron entonces— que la derrota de sus oponentes aumentara la determinación de estos para combatir. La conmoción y el miedo fueron las reacciones iniciales predominantes entre los «fascistas» ante el desastre de sus intentonas. Muchos optaron por huir antes que por luchar. Un verdadero éxodo abandonó la España republicana: a mediados de agosto, dieciséis mil personas habían huido de Barcelona a bordo de barcos extranjeros64. Otras buscaron refugio en legaciones o embajadas de otros países: solo en Madrid, al acabar el año, se les había concedido asilo ya a unas nueve mil65.

Los sediciosos antes mencionados no fueron ninguna excepción. Romero-Marchant se ocultó en su domicilio hasta que logró subir a un buque británico en Valencia un mes más tarde con rumbo a Francia, mientras que Fontana, De Hormaechea y Camiña, y «Aníbal» ya habían conseguido escapar desde Tarragona, Bilbao y Lérida, respectivamente, hacia zona sublevada en diciembre de ese año. Maldonado, el diputado de la DRV, tuvo menos suerte y fue detenido a comienzos de agosto, pero salió indemne de la cárcel y, finalmente, logró entrar en la legación panameña en Valencia. Al igual que otros que, como él, se hallaban bajo protección extranjera, participaría luego en la construcción de la quinta columna en su región antes de cruzar al año siguiente hacia la España franquista, donde trabajó para el Servicio de Información y Policía Militar (SIPM), la agencia de inteligencia creada por Franco en noviembre de 1937 66.

Menos probable aún fue que el clero opusiera una resistencia numantina. La Iglesia como institución no participó en la conspiración militar, aunque hubo ejemplos de clérigos implicados en delitos de traición. Ahí está el caso de Francisco Salt Gómez, fraile capuchino que ofreció sus servicios al jefe carlista en Valencia, Mariano Puigdollers, ese mes de junio «como Sacerdote y soldado español»67.

Individuos como Salt, que desempeñaría luego un importante papel en la quinta columna valenciana, nutrieron en parte los terrores nocturnos de los anticlericales, pero fue la naturaleza caótica de la sublevación en sí lo que más agitó la zozobra que entre los antifascistas generaban los «sacerdotes trabucaires», ya que, con frecuencia, los edificios religiosos —como el convento carmelita de la Diagonal de Barcelona— se veían envueltos en los choques68, lo que no quiere decir que fuera por deseo de sus habitantes. En la mañana del domingo, 19 de julio, por ejemplo, la misa que se estaba oficiando en la iglesia del Rosario de la madrileña calle de Torrijos (actual calle del Conde de Peñalver) fue interrumpida por los disparos de unos milicianos convencidos —erróneamente— de que había falangistas armados entre los feligreses. Un cura fue herido en el pecho en el tiroteo69.

Pero lo cierto es que la presencia de capellanes entre las columnas carlistas que avanzaban desde sus feudos navarro y vasco (con algunos de ellos en puestos de mando incluso, debido a la escasez de oficiales) no hizo más que fortalecer en muchos antifascistas la convicción de que los eclesiásticos continuaban representando una amenaza70.

Dado el ambiente anticlerical sanguinario que se respiraba en julio de 1936, es comprensible que el fraile capuchino Salt buscase refugio seguro. Y, aun así, anduvo muy cerca de morir, pues estuvo a punto en dos ocasiones de ser ejecutado en octubre de ese año. Otros muchos futuros quintacolumnistas actuaron de forma parecida. Envueltos en un ambiente de revolución y terror tras la derrota del «alzamiento» en sus regiones, hicieron gala de un incontenible anhelo de autopreservación.

La situación en Cataluña la describió muy bien Juan Aguasca Bonmatí, secretario del capitán Luis López Varela, «alma del Movimiento» de la UME en la región. Después de que fracasara allí la sublevación, según las explicaciones que dio Aguasca al SIPM franquista en 1938, «los elementos comprometidos y afines se dispersaron, siendo muchos asesinados, otros detenidos y los más se escondieron en diferentes lugares hasta conseguir pasar a la España Nacional, siguiendo en gran cantidad escondidos en la España roja». Aguasca, que posteriormente se implicaría en la organización clandestina «Todos», pasó tres meses escondido hasta que se vio obligado a irse de Barcelona71.

Emilio Pouget de Pont, un activista falangista de la misma red, informó en similar sentido en 1938 que sus esfuerzos por localizar a camaradas en el verano de 1936 fueron en vano por la «desconfianza» de estos «en darse a conocer ante el temor de una denuncia, muy frecuentes en aquellas fechas»72.

El panorama era igualmente sombrío en Valencia. En octubre de 1938 y tras haber escapado ya a la España franquista, Vicente García Llácer, líder de la principal quinta columna en aquella ciudad, ofreció una detallada descripción de sus actividades hasta aquel momento. Este maestro nacional afiliado a la DRV, «angustiado por la orientación anticristiana y antipatriótica» que su profesión había tomado bajo la República, fue uno de los «50.000» que su partido había ofrecido para «salvar» España; pero su grupo nunca fue llamado a entrar en acción. Tras pasar a la clandestinidad, intentó junto a otros reunir las dispersas fuerzas de la derecha en 1937. «Nada encontramos hecho —escribió—. La cosa es explicable; los asesinatos habían roto todo el entramado político y de acción que los partidos derechistas montaron para el Movimiento y las conexiones y enlaces habían dejado de existir». En particular, la Falange había sufrido una «total y absoluta desarticulación. […] [L]os escasos falangistas que quedaban vivos, o estaban en la cárcel, o era imposible localizarles»73.

Tras la guerra, muchos quintacolumnistas se esforzaron a fondo por explicar a quienes no habían sido testigos de primera mano del «terror rojo» por qué era imposible montar una resistencia a gran escala en la zona republicana en 1936. José Burgos, uno de los líderes de la «Organización Antonio» en Madrid, dijo en julio de 1939 que era «difícil […] poder transmitir a los que no los han vivido el ambiente y la situación creada por el terror rojo […]. Hay cosas que para abarcarlas en toda su intensidad y para conocerlas en su trágica verdad, hay que sentirlas de hecho, en la propia carne y en el propio espíritu. Una criminalidad difusa […] tenía aterrorizados los espíritus, deshechas y dispersas las Organizaciones [de derechas], desquiciada la vida social, rotos los vínculos de relación, sin posibles enlaces y contactos, sumergidos todos en una atmósfera densa y turbia de recelos y sospechas, y constituía en fin un grave riesgo, un serio peligro, que si era un imperativo de conciencia y de honor el arrostrar, por los que de veras sentían la llamada de la Patria y del deber, no por eso eran menores ni menos temibles. No, no era ciertamente cómoda ni fácil la conspiración, ni la actuación contra el bárbaro y tentacular dominio marxista»74.

Bajo esas circunstancias, la acción colectiva clandestina tendía a centrarse en la propia supervivencia. Muchos iniciaron su carrera quintacolumnista reuniendo y repartiendo dinero entre quienes lo necesitaban. Aguasca ayudó a proporcionar dinero y comida a cerca de doscientas familias en Barcelona; García Llácer organizó una red de apoyo junto a su estrecho colaborador Rafael Moreno Tortajada.

Las mujeres derechistas destacaron en este tipo de actividad: los antifascistas no iban del todo desencaminados al adivinar cierta presencia femenina maligna entre las sombras. Con unos dos mil quinientos miembros repartidos entre treinta delegaciones ya antes de la guerra, la Sección Femenina de Pilar Primo de Rivera fue un instrumento esencial para la supervivencia de la Falange tras la ilegalización del partido en marzo de 1936, pues se dedicó a recaudar fondos para los presos, repartir propaganda en las calles y entregar las órdenes de José Antonio y otros dirigentes encarcelados75.

Aunque estas fascistas no tomaron las armas durante la sublevación en sí, siguieron siendo engranajes cruciales en la maquinaria de la conspiración. Por ejemplo, el 19 de julio, Mario de Hormaechea y Camiña, jefe de la milicia falangista en Bilbao, se valió de su esposa, Milagros Cortés, para hacer llegar a sus camaradas de partido en Vizcaya el mensaje de que debían partir de inmediato hacia Vitoria para garantizar la rápida salida de una columna de rescate de los rebeldes76.

En las regiones en las que la sublevación concluyó en fracaso, estas mujeres fascistas (jóvenes en su mayoría) reanudaron su labor clandestina, aunque bajo condiciones mucho más difíciles. En la capital española, la estudiante María Paz Martínez Unciti lideró a sus diecinueve años una red de «Auxilio Azul» de unas treinta mujeres (que facilitaban documentos falsos, cobijo, comida y ropa a quienes huían) hasta que fue detenida por el temido CPIP el 30 de octubre y fusilada a la mañana siguiente77.

También había organizaciones similares de «Auxilio Azul» en Alicante (bajo la dirección de Carmen Calvo Alonso) y en Linares (bajo la de María Gómez del Olmo), aunque es más conocida la que lideraba la telefonista de veintiún años Carmen Tronchoni en Valencia, arrestada posteriormente por el SIM en una operación encubierta y ejecutada en Barcelona en 1938 (véase el capítulo 12)78.

ACTIVIDAD SUBVERSIVA AISLADA

Sin embargo, a pesar del doble trauma del fracaso local de la sublevación y del terror que lo siguió, no deja de ser cierto que algunos derechistas se implicaron en acciones de sabotaje y trataron de proporcionar información de inteligencia a los sublevados ya en ese mismo verano de 1936. Valorar la relevancia de esas actividades se hace particularmente difícil, porque buena parte de las pruebas que hoy tenemos proceden solamente de testimonios retrospectivos de los implicados.

La exageración característica de sus explicaciones iba más allá del mero ánimo jactancioso: también trataban de evitar así represalias desde su propio bando. A fin de cuentas, durante la Guerra Civil y tras ella, el régimen de Franco castigó a los republicanos por el delito de «rebelión militar». Fue, como Ramón Serrano Suñer admitiría años después en sus memorias, una especie de «justicia al revés»79.

Pero lo cierto es que desde ningún otro sitio pudieron actuar con más eficacia los interesados en debilitar la resistencia «roja» que desde dentro mismo de las instituciones del Estado republicano y, en especial, desde el Ejército Popular. Por tanto, para esos insurgentes, servir a Franco y servir a la República eran formalmente lo mismo. Esa era una dificultad que ya reconoció en su momento el teniente coronel José Ungría, jefe del SIPM, cuando arrancó de Franco una orden secreta del 21 de septiembre de 1938 por la cual a los «agentes pertenecientes a organizaciones de información o espionaje a favor de nuestra Causa, controlados por el SIPM con categoría militar, se les considerará en activo a todos los efectos de su carrera». Con aquella medida, los agentes civiles vieron reconocido también su derecho a compensación, y las carreras de los profesionales y los funcionarios quedaron específicamente protegidas80.

Pero, aunque a Franco le pareciera que firmar esa orden era un «caso de justicia», algunos de sus jueces castrenses no estuvieron tan de acuerdo con él a la hora de la verdad. Muchos quintacolumnistas que se arriesgaron a morir en la España republicana tuvieron que luchar luego por su libertad en la España franquista. Un ejemplo notable de ello fue Antonio Rodríguez Sastre, profesor mercantil y militar. Gozó de fama como abogado defensor en diversos juicios que siguieron al fallido pronunciamiento contra Primo de Rivera en 1929 y al levantamiento anarquista en Castilblanco (Badajoz) en diciembre de 1931. Militante del PSOE, colaboró estrechamente con el jurista del partido, Luis Jiménez de Asúa, pero abandonó la formación socialista en 1934 debido al creciente discurso revolucionario de sus dirigentes.

Tomó parte en la sublevación rebelde de julio de 1936, pero, por su experiencia profesional, el Gobierno republicano se decidió en agosto a nombrarlo secretario (primero) y presidente (después) de la Junta de Compras de material de guerra en Madrid. «¿Qué debía de hacer? —se preguntaba retóricamente en Valladolid en febrero de 1939—. Solo, sin contacto con nadie, había que dejar correr el tiempo[,] que mejores servicios era posible pudiera prestar infiltrado entre los rojos que dejándome matar, escondido o encerrado en una cárcel».

Rodríguez Sastre se valió de su posición para proporcionar protección a militares sospechosos para las autoridades republicanas, como el comandante de Estado Mayor Mario González Revenga, que se fugó a Burgos en febrero de 1938, donde sería ascendido a teniente coronel y se le destinaría al Cuartel General del Ejército del Sur en Sevilla. Desde 1937, Rodríguez Sastre llevó a cabo esa labor de asistencia bajo el paraguas de la «Organización Antonio» y fue ampliando sus actividades sediciosas tras establecer contacto con el SIPM, al que suministraba información de inteligencia y para el que organizaba la entrada y salida de agentes en (y desde) zona republicana.

No obstante, como veremos en el capítulo 10, la policía destapó la red en el otoño de 1937 y encarceló a Rodríguez Sastre. Tras ser puesto en libertad condicional en diciembre, el exsocialista retomó su labor de ayuda al SIPM, pero, en marzo de 1938, y temiendo por su vida tras haberle llegado la noticia de que lo iban a acusar de traición, huyó de la zona republicana.

El historial de guerra de Rodríguez Sastre no impresionó al consejo de guerra (franquista) que lo juzgó en Valladolid y lo sentenció a seis años y un día de prisión por el delito de «auxilio a la rebelión militar». Su trabajo para la causa de los sublevados no logró limpiar la mancha de su pasado «rojo» ni excusar su puesto en la Junta de Compras de Madrid. Contando con el pleno apoyo de Ungría y del SIPM, Rodríguez Sastre consiguió que se le volviera a juzgar en enero de 1939, pero el tribunal castrense emitió de nuevo idéntico veredicto. Frustrado, como es lógico, por aquel resultado, escribió un mes más tarde a Francisco Múgica, segundo de Ungría, diciéndole que «se me castiga por haber prestado servicios a la Causa Nacional, por muy absurdo que parezca el hecho». Aunque al final se le indultaría, Rodríguez Sastre siguió estando inhabilitado para la práctica del derecho hasta 194681.

La necesidad acuciante que tenían los quintacolumnistas de justificarse ante sus correligionarios ideológicos explica en buena medida los abundantes gestos de audacia aparentemente extraordinaria que se recogen en los archivos. En mayo de 1939, Millán Jara Cobos, líder de la red «Dado de Póker», dio explicaciones al SIPM de por qué no pudo tomar parte en la sublevación cuando era un recluta destinado en el aeródromo militar de Getafe. Como apenas había un puñado de conspiradores en aquella base, escribió, «tuvimos que refrenar nuestros ímpetus[,] que eran ridículos contra cerca de 1.500 soldados[,] casi todos rojos».

Jara quiso dejar claro que doblegarse ante una causa de fuerza mayor no aminoró su determinación para ayudar al «Glorioso Movimiento Nacional». Ese agosto, afirmó, ejerció de intérprete para los «pilotos ingleses» que habían llegado a España para combatir del lado de la República. Estos iban cada día a Madrid a beber y él los acompañaba, «regresando con ellos borrachos [luego] al Aeródromo, sobre la madrugada, pudiendo de esta forma indirecta destruir 13 aviones rojos que se estrellaron al despegar, por el estado de embriaguez en que se encontraban sus pilotos»82. En realidad, aunque es cierto que había pilotos muy bebedores entre los voluntarios británicos que despegaron en misiones desde Getafe ese verano, los accidentes fueron causados más bien por su inexperiencia en el manejo de unos aparatos con los que no estaban familiarizados83.

Jara no sería el único quintacolumnista que aseguraría que había engañado a extranjeros por el bien de la causa: Pedro González Giraud, un profesor de francés infiltrado por la «Organización Antonio» en las Brigadas Internacionales en 1937, declararía más tarde que convenció a un centenar de voluntarios franceses para que desertaran y regresaran a su país84. Pero la parte más creíble del relato de Jara es el hecho de que actuara por iniciativa propia para socavar el esfuerzo de guerra republicano. En febrero de 1938, un miembro sin identificar del grupo «Luis de Ocharán» en Barcelona recordaba que muchos actos de sabotaje «fueron llevados a cabo infinidad de veces de una manera anónima»85.

No parece una afirmación descabellada siempre y cuando definamos «sabotaje» en su más amplio sentido posible para que incluya también la negligencia deliberada (la desobediencia de las órdenes, por ejemplo) y la destrucción de material bélico. Entre quienes actuaron solos por su cuenta estuvo Alfonso Rodríguez Soler, un capitán de Artillería que había tomado parte en la Sanjurjada en agosto de 1932 y en la represión de la revolución en Sevilla en octubre de 1934. Tras la debacle de la sublevación en Valencia, se integró en la columna mixta «Torres Benedito» como capitán agregado a las órdenes de Atilano Sierra (el futuro jefe del SIM en Levante) en agosto de 1936. Aunque oficialmente estaba combatiendo contra los sublevados en el frente de Teruel, empezó «a sabotear en todo lo posible la Causa roja», disponiendo las piezas de artillería en posiciones inútiles e ignorando las órdenes de avanzar. Además, intervino para salvar las vidas de derechistas como el conocido filólogo murciano Joaquín de Entrambasaguas, quien posteriormente destruiría en Valencia todos los ejemplares (salvo dos) del poemario El hombre acecha de Miguel Hernández.

No obstante, Rodríguez Soler no consiguió contactar con otros quintacolumnistas hasta diciembre de 1936; ya como miembro de la red de García Llácer, proporcionaría a la inteligencia militar franquista detalles de las defensas costeras en el Levante en 19371938. Ello no le libró de afrontar un consejo de guerra franquista por rebelión, pero salió absuelto en julio de 193986.

COMIENZA UNA NUEVA ETAPA

Esa evolución de Rodríguez Soler desde la acción subversiva individual hasta la grupal o colectiva a partir de diciembre de 1936 no fue un caso único. El invierno de 1936-1937 marcó una nueva fase en el desarrollo de la quinta columna. Grupos hasta entonces pequeños y aislados se unían en una red organizada bajo una sola cadena de mando, que era bautizada habitualmente con el nombre de su líder (o líderes).

Buen ejemplo de ello es la falangista «Organización Fernández Golfín-Corujo» (OFGC), la primera gran entidad quintacolumnista que hubo en Madrid y que fue desmantelada por la policía republicana en mayo de 1937. Tenía en su base a más de una decena de grupos civiles y militares independientes que no se habían fusionado hasta el mes de noviembre anterior bajo las órdenes de sus líderes epónimos, Javier Fernández-Golfín (arquitecto de treinta y un años) e Ignacio Corujo López-Villamil, procurador (véase el capítulo 3)87. El proceso de unificación de la OFGC se supervisó desde la Junta Política falangista madrileña, con Raimundo Fernández Cuesta, Manuel Valdés y Leopoldo Panizo, y eso que los dos primeros estaban en prisión y el tercero, en la clandestinidad.

Análogo proceso tuvo lugar en Barcelona con Luis Gutiérrez Santa Marina, el líder falangista en la capital catalana, quien, desde la celda en la que estaba encarcelado en el vapor-prisión Uruguay, buscó reunir de nuevo a quienes habían participado en la sublevación o simpatizado con ella. Escritor e intelectual cuyos poemas escritos en reclusión se publicarían posteriormente (tras la victoria de Franco), formó su propio «Grupo Informativo», el cual, según un informe falangista de febrero de 1938, «iba aumentando con la colaboración de otros pequeños núcleos dispersos y que habían logrado ponerse en relación [con] Santamarina [sic] desde la cárcel». Paralelamente, fueron surgiendo otros grupos bajo los liderazgos de Julio Mendoza y Leocadio Cuevas, y todos ellos estaban ya fusionados en el grupo «Luis de Ocharán» antes de que acabara 1936. Si bien esta no era, ni mucho menos, la única formación clandestina en Cataluña, pasó a ser una de las principales redes de la quinta columna en la región en 193788.

A favor de tan difíciles procesos de integración jugaba el ferviente deseo que aquellos hombres y mujeres tenían de contactar con los del otro lado. Establecer una vía de comunicación más o menos estable con los sublevados fue muy difícil durante todo aquel verano. Las experiencias de los pequeños grupos aislados que posteriormente formaron la OFGC en Madrid son muy ilustrativas en ese sentido. Uno de ellos, en el que estaba Aníbal Ruiz, logró instalar un transmisor en Rosales, pero no recibió respuesta desde zona sublevada; otro grupo tuvo más éxito y pudo enviar mensajes de radio desde Carabanchel hasta que su operador, el falangista José Muñoz, fue sorprendido in fraganti y fusilado en el acto. Tanto el capitán José Camacho como Francisco Balduz Sierra corrieron idéntica suerte tratando de transmitir desde cerca de las líneas del frente en Toledo y Guadalajara89.

Una ruta más segura para que la información de inteligencia militar entrase en la España franquista era a través de la embajada alemana90. Hay que recordar que, pese a que Hitler y Mussolini decidieron ayudar a los sublevados ya en julio de 1936, no rompieron formalmente relaciones diplomáticas con la República hasta noviembre de ese año, cuando reconocieron oficialmente al Gobierno de Franco91.

Hasta entonces, los representantes alemanes e italianos apoyaron las actividades subversivas. En Barcelona, el Grupo «Vulcano», que pasaría a formar parte de la red «Círculo Azul» a partir de 1937, enviaba información al consulado del país transalpino92. En Valencia, el agente de vigilancia (y falangista) Antonio Silvente Rodríguez suministró informes al cónsul nazi, Arno Büttner, hasta su detención en septiembre. Excarcelado en marzo de 1937, Silvente no se unió a la red quintacolumnista de García Llácer hasta julio de 1938, pero recibió igualmente la Cruz del Mérito de la Orden del Águila alemana tras la guerra en reconocimiento a su labor como espía independiente en 193693.

LOS PRIMEROS SERVICIOS DE INTELIGENCIA DE LOS SUBLEVADOS

Aunque los temores de los antifascistas a que los enemigos internos estuviesen confabulados con fascistas extranjeros no carecían de fundamento, la posibilidad de que la quinta columna pudiese asestar una puñalada por la espalda coordinada con una ofensiva fascista —que fue la previsión lanzada por Mola en octubre de 1936— era mera fantasía. No existía una maquinaria bien engrasada en el lado sublevado que organizara y dirigiera a los grupos (pequeños todos ellos, por muy determinados que se mostrasen) que surgían espontáneamente en la retaguardia republicana.

En vísperas del inicio de la guerra, las labores de inteligencia y contrainteligencia estaban en manos sobre todo de las «segundas secciones» de cada unidad militar, aunque también se creó una Sección del Servicio Especial del Estado Mayor Central (SSE) para garantizar la lealtad a la República de la oficialidad de los ejércitos. Pero tales servicios eran «absolutamente inadecuados en cuanto a diseño, funciones, dotaciones y recursos»94.

La rebelión militar no modificó en lo fundamental esta precaria situación, así que, el 14 de septiembre de 1936, la Junta de Defensa instalada en Burgos fundó el Servicio de Información Militar (el SIM Nacional, que no debe confundirse con el Servicio de Investigación Militar republicano), bajo el mando del coronel de Infantería Salvador Múgica Buhigas, para que coordinara las actividades de inteligencia y contrainteligencia. Según Francisco Bonel Huici, jefe de los «Servicios Especiales» del SIM Nacional en el frente de Madrid, la nueva organización tuvo «su origen en las necesidades de información que [se] sentía[n] en la División del general [sic] Yagüe, que cubrían desde la Ciudad Universitaria [de Madrid] hasta Talavera (curso del río Tajo incluido)», lo que da a entender que los informes periódicos que se enviaban desde la retaguardia republicana no se consideraban adecuados para esos fines95.

En todo caso, la prioridad principal del SIM Nacional durante sus primeros meses fue, sobre todo, la contrainteligencia y, en particular, impedir que trascendieran las muchísimas pruebas que evidenciaban que las potencias fascistas estaban incumpliendo el acuerdo de no intervención de agosto de 193696.

Para complicar aún más una respuesta unificada de los sublevados a la actividad subversiva favorable a ellos en zona republicana, ese mismo mes de septiembre se creó el Servicio de Información de la Frontera Norte de España (SIFNE), que enviaba sus informes a Salamanca, a Franco, en total desentendimiento con el SIM Nacional. Ubicado —como su nombre indica— en las proximidades de la frontera y, más concretamente, en el sur de Francia (su sede central estaba en Biarritz), se trataba de un servicio de inteligencia de base civil, formado por un grupo ideológicamente dispar de monárquicos alfonsinos, carlistas y exiliados catalanes.

En 1937, el SIFNE desarrolló contactos con las redes quintacolumnistas emergentes, sobre todo en Cataluña, pero su relación con el SIM Nacional en España seguía estando tensionada, entre otras cosas, por la notable presencia de catalanistas en sus filas. Entre estos estaba José Bertrán y Musitu, miembro de la Lliga Regionalista y antiguo ministro durante el reinado de Alfonso XIII, que dirigía la organización en coordinación con el conde de los Andes97.

El SIM Nacional sabía de sobra que el SIFNE se financiaba con dinero de Francesc Cambó, el histórico líder de la Lliga, y mostró su desagrado confeccionando subrepticiamente un expediente sobre los «negocios sucios de Cambó» y de sus «comparsas»98. Estas tensiones desembocarían en la absorción del SIFNE dentro del SIPM, la organización sucesora del SIM Nacional, en febrero de 1938, la cual señaló el restablecimiento del monopolio de los militares sobre los servicios de inteligencia (véase el capítulo 10).

Tanto el SIM Nacional como el SIFNE se crearon con el aliento y la bendición de los servicios secretos alemán e italiano, y Franz von Goss, jefe de la rama española de la Abwehr, la organización de la inteligencia militar alemana, se implicó personalmente en las negociaciones que dieron lugar a la segunda de esas entidades99.

Seguro que Manuel Uribarri, líder del SIM republicano en 1938, vio en aquello la prueba definitiva de la subordinación de la quinta columna a las oscuras fuerzas del fascismo internacional. Pero, del mismo modo que, como veremos más adelante, el control soviético sobre las fuerzas de la policía secreta republicana es un mito fascista, también la idea del control alemán e italiano sobre la quinta columna fue un error de percepción de los antifascistas.

Las agencias de contraespionaje republicanas tuvieron problemas para dejar a un lado sus prejuicios ideológicos a la hora de analizar a los espías extranjeros que tenían en su radar. Resulta curioso que Uribarri se obsesionase tanto con las actividades insidiosas de la Gestapo y de la OVRA en España cuando, durante aquella década de los treinta, el ámbito de actuación de estas dos tristemente célebres agencias represoras no pasó de ser eminentemente (por no decir que totalmente) interno relativo a sus territorios y nacionales respectivos100.

La OVRA tenía un representante en la España franquista, Edmondo Saporiti, pero su papel se ceñía a investigar a ciudadanos italianos y, en particular, a los brigadistas internacionales apresados por los sublevados; la inteligencia italiana era atribución de una unidad especial de la Pubblica Sicurezza de su Ministerio del Interior, y más concretamente, del Servizio d’Informazione Militare101.

Del espionaje alemán, por su parte, se encargaban agentes de la Abwehr bajo el mando general del almirante Wilhelm Canaris desde Berlín102. La Gestapo situó a Paul Winzer, un inspector de policía que también ocupaba un rango en las SS, en la embajada alemana en mayo de 1936 para vigilar las actividades izquierdistas, incluidas las de los exiliados antinazis103. Este policía nazi estaba en Barcelona en julio de 1936 observando la Olimpiada Popular, respuesta antifascista a los Juegos Olímpicos de Berlín, pero no hay pruebas de que alentara la sublevación o participara en ella, y, de hecho, partió de vuelta hacia Alemania en un vapor italiano al cabo de una semana104.

Winzer regresaría a España en noviembre de 1936, tras el reconocimiento nazi del Gobierno de Franco, ya como agregado policial alemán, y algunos historiadores han visto en él al cerebro gris de la maquinaria represora franquista, al supervisor de la construcción del campo de concentración de Miranda de Ebro y a quien contribuyó decisivamente a cerrar el acuerdo policial de julio de 1938 que facilitó la extradición mutua de enemigos políticos respectivos entre Alemania y España105.

No obstante, en lo que a la quinta columna respecta, ni Winzer ni la Abwehr dirigieron sus labores. Hubo un intercambio mutuamente beneficioso de información, eso sí: los quintacolumnistas, en situación desesperada, se valieron de algunos alemanes (e italianos) como canal de comunicación con la zona sublevada; los franquistas compartieron a su vez con sus aliados extranjeros alguna de esa información de inteligencia proporcionada por la quinta columna. Así, por ejemplo, en noviembre de 1937, Luis Asín Vidaurreta, de la «Organización Fernández Golfín-Corujo», se reunió con un representante de la Abwehr en las oficinas del SIPM en Burgos tras haberse fugado de Madrid a la zona sublevada y haber mencionado en el informe inicial que dio tras llegar a esta a un tal Rudolph Schriebl, un austriaco alistado en las Brigadas Internacionales. Aunque los nazis no capturaron a Schriebl en España, sí lo harían en Francia tras la rendición del Gobierno galo en junio de 1940, desde donde lo enviaron a Dachau en mayo de 1941, aunque lograría sobrevivir a la guerra106.

Ahora bien, cuando Asín se reunió con la Abwehr, la quinta columna era ya una entidad muy diferente de la de un año antes. En los primeros meses de la contienda, la prioridad de los activistas identificados con la sublevación rebelde fue la supervivencia, aun cuando los más decididos entre ellos aprovecharan cualquier oportunidad para llevar a cabo sabotajes o recoger información de inteligencia. Los mantenía en pie la expectativa de una pronta victoria de Franco y un próximo fin de la guerra.

En Barcelona, un miembro del grupo «Luis de Ocharán» recordaba en febrero de 1938 que «la formación de la llamada quinta columna [se basó] siempre en la creencia [de] que nuestro Glorioso Ejército, que empezaba ya a reorganizarse en Sevilla y Zaragoza, lograría pronto dominar la situación»107. O, como dijo en 1976 David Jato, líder estudiantil falangista que por entonces se encontraba en la clandestinidad en Madrid, «pensar que se iba a prolongar más allá de las Navidades no lo pensaban ni los más pesimistas»108.

A la vista del vertiginoso avance de Franco desde Sevilla hacia la capital, aquel no parecía un optimismo demasiado descabellado. Además, desincentivaba cualquier idea de resistencia armada (suponiendo que esta fuera posible) que pudieran tener los quintacolumnistas: ¿para qué iban a arriesgarse si la liberación les llegaría desde fuera, y no como producto de sus propias acciones?

De hecho, los quintacolumnistas pensaban más en la venganza que se tomarían al finalizar la guerra que en arriesgar sus vidas para acabar con ella. Como católico devoto que había luchado contra la laicización de la educación durante la República, el maestro y futuro líder de una red clandestina Vicente García Llácer ya había comenzado por entonces a reunir material que sirviera de base para «una eficiente depuración del Magisterio de Valencia»109.

La decepción por el hecho de que Franco no tomase Madrid en noviembre de 1936 fue, pues, muy profunda. Sin embargo, no se culpó de ello al Caudillo en sí: el ya mencionado militante anónimo del grupo «Luis de Ocharán» echó la culpa más bien al «apoyo prestado a los rojos por Inglaterra[,] Francia[,] Rusia y Checoslovaquia enviando a la zona roja voluntarios y material en gran cantidad». Pero si bien este análisis delataba un conocimiento harto escaso sobre los aspectos internacionales de la guerra, la que sí era mucho más certera era su interpretación de las consecuencias de todo aquello para la quinta columna: «[E]llo dio a comprender la necesidad de ensanchar la información y organizarla en forma que nuestro Mando pudiese recibir las noticias que a costa de grandes sacrificios se lograba obtener»110.

En definitiva, si la guerra iba camino de ser más larga de lo previsto, la quinta columna iba a necesitar ser más organizada y profesional. Pero esa lección derivada del éxito en la defensa antifascista de Madrid no la asumieron solamente quienes deseaban destruir la República. Sus oponentes «rojos» extrajeron conclusiones similares y se prepararon para afrontar el desafío.