No soy buena para los números. Sí lo soy para las asociaciones. Por extraño que pueda parecer, esa característica (muy útil para escribir columnas, por ejemplo) se la debo al único profesor, de entre las variadas academias baratas que frecuenté brevemente en mi infancia, al que respeté y respetaré siempre. Don Ramón. Me enseñó cálculo mental.
Años más tarde, hablando con la escritora Gemma Lienas (ya lo he narrado en alguna parte), me contó que habíamos coincidido en clase, en la academia de la calle Boquería, durante una de mis breves estancias en sórdidos locales dedicados a la enseñanza (podríamos llamarla «privada para pobres») que, a menudo, ni siquiera podíamos pagar. Me descubrió Gemma que don Ramón era un represaliado político, reducido a enseñar en un siniestro entresuelo, con un patio interior que parecía carcelario, y a plantar como pudiera alguna semilla que, para alguno de nosotros, alguna de nosotras, pudiera resultar valiosa en el futuro.
Aquellos ejercicios de cálculo mental que don Ramón nos obligaba a hacer (sumas, restas, multiplicaciones, divisiones: a toda leche y sin contar con los dedos) no me enseñaron matemáticas, pero agilizaron mi mente y me pusieron a punto cuando aparecieron en el horizonte los temas que iban a interesarme: cine, literatura, periodismo. Conocimiento, en fin.
Querido don Ramón, estás en mi memoria. Con tu guardapolvo beis (¿o era gris?), el pelo repeinado al agua coronando tu cabeza noble, debiste de ser un guapo chico republicano. Y con aquel silencio sobre cualquier otra cosa que no fuera lo que nos enseñabas. Nunca he vuelto a sacar cuentas tan de corrido como lo hice para ti, pero en lo demás me multiplico en asociaciones con la rapidez que entonces aplaudías. Más deprisa, más deprisa.
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Mientras espero pacientemente el sueño, haciendo solitarios chinos en mi portátil y escuchando música de la que atonta en mi tableta, con el libro electrónico cerca por si me da por leer, recuerdo que no puedo recordar ninguna noche de sueño profundo. No digo que no las haya tenido, pero no dejaron huella. Se me aparecen, en cambio, despertares sobresaltados. Cuando, de pequeña, nos echaban por falta de pago del piso del Barrio Chino donde vivíamos realquilados y mis padres me tendían entre ellos en la estrecha cama de una habitación con un lavabo adosado y una sucia luz de neón verdoso fantaseando en el balconcillo. Tufo a lo que parece que nunca muere: hoy sería un motel barato para puteros y entonces era una de las muchas pensiones, con habitaciones a tanto la hora, calzadas en las calles angostas del Raval.
Aunque, si hubo despertar, es que hubo sueño, ¿no? Juan Carlos Gumucio, otro periodista, que en paz descanse, sacudiéndome («¡Arriba, mujer! ¡Que duermes hasta con bombas!»), y yo quitándome las legañas entre sacos terreros en los bajos del hotel Commodore, en el Beirut que entonces (segunda mitad de los ochenta) llamábamos Oeste. No me dormían las bombas. Me dormía el miedo.
Lo veis, ¿no? Empiezo con mi padre llevándome a cuestas y paso al periodista colombiano que escribía en inglés para medios occidentales, y al amanecer con muertos durante la guerra gorda o muchas guerras inciviles que se sucedieron en aquel primer Líbano mío.
Consecuencia de tanto asociar: como habréis adivinado, padezco de insomnio. Rectifico. Padecía hasta que comprendí que mis noches en blanco me daban la oportunidad de disfrutar de más vida. Porque alguien a quien le gusta leer historias durante el día, ¿qué mejores noches puede pasar que leyendo, por dentro, las narraciones que se producen en su propia cabeza? Mientras elimino las fichas del Mahjong, visualizo mi último dormitorio en Líbano, cerca del hotel Albergo, ya en la primera década de este milenio, y lo bien que solía arrebujarme contemplando la coqueta cubierta por un mantón precioso y el espejo con marco de alpaca en la pared. El placer de deslizarme bajo las sábanas que Ginkie disponía a su modo, a la filipina, doblando la cubierta en forma de sobre. Yo era entonces una carta perdida en un país del mundo desprovisto de la sosería europea. Me dormía apretando en el puño jazmines recién recogidos en la terracita. Cada vez que regresaba a Beirut después de una breve visita a España me dormía con la misma sensación de regreso a la mejor experiencia posible. Cada cual tiene la suya, la mía fue esa. Llegar de madrugada, que un amigo me esperara (casi siempre, Adrián Rodríguez Junco), recorrer en el coche de Michel, nuestro chófer común, la autopista que va del aeropuerto a la ciudad, zurcida con pasos elevados y túneles: nuevas conexiones que nos obligaban a recuperar el antiguo paisaje con los recuerdos porque el urbanismo real, el del dolor y el odio, el de la pobreza, quedaba oculto tras el camuflaje.
Una pasión enfermiza me conduce regularmente a buscar en Google Earth fotos de aquel mi último barrio beirutí hechas por aficionados. Premio. Una torpe panorámica de la terraza del hotel Albergo me muestra borrosa, al fondo, una esquina de las balconadas de lo que fue mi hogar. La añado a las que mi amiga Francesca Caferri, del diario La Repubblica, me envía siempre que regresa al que fue nuestro territorio común. No sé si mirar y reconocer imágenes ayuda contra la senilidad, pero desde luego es otra forma de atravesar puertas.
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Todo eso, y hasta Louisville, Kentucky, se planta por las noches en mi pantalla de dentro, y lo mismo me veo comiendo caracoles estuchados en patatitas rojas que bebiendo bourbon con Ismael López-Muñoz, primer ombdusman de El País y mi querido amigo, en una reunión de los de su gremio. Observándolos, ya entrada la noche, con los pantalones arremangados y jugando a los barquitos en un estanque (barquitos ¡hechos con papel de periódicos!, cuando creíamos que los periódicos iban a ser siempre de papel), comprendí que la de ombdusman (y más adelante, también women) era una de las especializaciones periodísticas más propicias al desgarro. Corregir a los compañeros y torear a la empresa. Ahí es nada. Esto también lo conté en otra parte, pero por entonces no sabía que los periódicos tal como los conocíamos iban a entrar en fase de extinción, y desconocía que el episodio de los barquitos se iba a convertir en una profecía.
Si tengo suerte y el Trankimazin (legal: en mi receta electrónica) me produce efecto, y me duermo ya en brazos de un pódcast de historia (y consigo no saber cómo acabó Carlomagno: un éxito), puedo ambicionar también un despertar sobresaltado, aunque no como los de Aquellos Tiempos. Ocurre con relativa frecuencia cuando, de pódcast en pódcast, ya la aplicación funcionando por su cuenta, la sabia historia con la que me he dormido ha saltado a una reunión de belicosos contertulios aliados en torno a tácticas guerreras, carros de combate y lo bien que llevó Rommel su campaña en el norte de África. Las variantes con que la humanidad se manifiesta incluso en pódcast nunca dejan de sorprenderme. Ni de madrugada.
Los juegos de asociaciones me siguen resultando útiles ahora que ya columneo poco y escribo largo aún menos. Son inevitables en las conversaciones telefónicas entre mayores; quienes estáis en mis años me entenderéis. Sí, qué bien está ella en la serie, esa joven actriz que se apellida como aquel escultor catalán que se parecía a Antonio Gades. ¿Bárbara Corberó? No, esa es Bárbara Lennie, que también es muy buena. ¡Úrsula!, como Ursula Andress, la primera chica Bond. ¿Qué habrá sido de ella? No, no la entrevisté. Yo entrevisté a Bo Derek, la de 10, la mujer perfecta, que dirigió aquel que dejó viuda a Julie Andrews, ¡Blake Edwards, el de Victor/Victoria! Por las diosas, qué caos. ¿Cómo he llegado hasta aquí?
Podría acudir a internet, y lo hago con mucha frecuencia, pero para investigar. No para recordar.
Me gustan las redes, adoro internet y me pirran los cacharros. No hasta el extremo de estar a la última o hacer cola para obtenerlos, sino en la medida en que son instrumentos que me ayudan a aprender. Recuerdo la emoción que me produjo el primer intercambio de correos electrónicos, en tiempo real, con una amiga, ya fallecida, que tenía en Buenos Aires. Algo importantísimo estaba ocurriendo, y era fascinante descubrirlo poco a poco. Las redes, con todas sus pegas, me parecen infinitamente más interesantes que la zarza ardiendo. Otra cosa es que se conviertan en una trampa. A mi edad ya me importa muy poco que lo sepan todo de mí, si me sirven para comunicarme y para ampliar mis conocimientos. Ahí os quedáis, también, con mis secretos.
Me compensa: he recuperado viejas amistades, me mantengo al corriente de lo que ocurre en el mundo, me desahogo y me comunico. Me mantienen vivaz, las redes. Y elijo según mis gustos. Tengo la suerte de alimentarme del buen cine, la buena música y la buena literatura. El soporte por el que accedo me da igual. Como en la vida misma, intento alejarme de los malvados y los gilipollas. Un trabajo para el que me siento bien entrenada.
Las amistades que también aparecen de noche, tal como eran cuando las conocí, y tal como sé que son ahora por los vídeos y fotos que me mandan desde otros continentes, otros hemisferios. Gente y paisajes y experiencias pueblan mi bendito insomnio.
Aunque no es verdad que me acuerde de todo.
—Julia, ¿qué palabra es esa que decimos para decir lo que no queremos decir sin nombrarlo?
Lo pregunto por lo de «instrucciones previas» en vez de «eutanasia».
—¿Eufemismo?
No me acuerdo de todo. De ahí el casi. Aunque lo cierto es que la Puerta del insomnio (intermitente, gracias al Tranki) que tan bien me acompaña me ayudó a abrirla mi querido señor Ramón, que me llevó, sin saberlo, del cálculo mental a las asociaciones rápidas.