El primer día de primavera, los lobos se comen a la chica más guapa.
Avisan al pueblo de cuál quieren al arañar la puerta de su casa y al orinar en el escalón de la puerta. Nadie ve a los lobos, al igual que nadie ve el rocío antes de que este empape la hierba. Con el paso del invierno, el pueblo cree que la maldición, cautivada por la misericordia de la primavera, se ha roto, hasta que las marcas vuelven a aparecer. Como los lobos se toman su tiempo para elegir a su presa, a veces las marcas aparecen semanas antes de que se la coman, pero otras veces, solo con unos días de antelación. Sin embargo, una vez eligen a una chica, esa es suya. Ningún niño o familia les atrae. En la víspera de la primavera, los lobos aúllan para reclamar su comida y el pueblo lleva a la chica hasta la linde del bosque y se la mandan. Si no la entregan, sucederán cosas peores que la pérdida de una chica guapa, aunque nadie sabe de qué puede tratarse. Tan pronto como resuena el eco del segundo aullido desde el interior del bosque, más silencioso y satisfecho, se sabe que el trabajo de los lobos ha terminado. La gente se dispersa. Se olvidan de la chica. Es el precio a pagar por tener un tiempo de libertad.
Sin embargo, la primavera acecha.
Otro año termina.
Las casas se estremecen, pese a la neblina del ocaso y al dulce derroche de las flores. Una madre y un padre están sentados, tienen los labios agrietados y las uñas rotas, están mirando a la chica mientras roe lo que queda de carne de un hueso y el pelo castaño rojizo se le moja en el jugo que enmarca el centro del plato. Nunca pensaron que su hija correría peligro, puesto que había nacido con las extremidades larguiruchas, la nariz chata y la tez morena propia de un campesino, es decir, que era un turbio reflejo de sus progenitores. Estaban seguros de que la tendrían de por vida. Sin embargo, la belleza, al igual que los lobos, se toma su tiempo para decidir aparecer, y mientras tanto un lento y frío miedo anida en el corazón de la madre. Con el tiempo, los ojos de la chica se oscurecen como zafiros, la piel le brilla como la miel, el cuello se le estira con la majestuosidad propia de un cisne…
Aun así, cuando ve la marca en la puerta se sorprende. Había sido del montón durante demasiado tiempo. La belleza llegó como una enfermedad. Sin embargo, no presta atención a las marcas, como si no fueran más que pintura que hay que descascarar. Morir por esa nimiedad…
Estúpidas bestias.
Ni siquiera se asusta.
La virtud está de su parte.
Toma el cuchillo de la mesa, el que su padre usa para cortar la carne. Los dientes de acero salivan mientras les pasa un trapo, la grasa mancha la capa que ha tejido para la ocasión. Roja como la sangre, brillante como el fuego. Lo va pidiendo a gritos al llevar esa capa en un bosque, pero ya que no hay forma de esconderse de los lobos, también podría hacer que fuera rápido.
El cuchillo le pesa en la mano.
¿Dónde puede guardarlo?
—Necesito una cesta para Abuelita —dice.
Su madre no le responde. Su padre sigue comiendo.
—La casa de Abuelita está pasado el río —continúa la chica—. Os avisaré cuando esté a salvo.
Su madre se levanta, aguanta la respiración mientras recoge los panecillos duros, la fruta madura y el queso viejo. El padre mira a su esposa. Comida desperdiciada por un objetivo vano, pero no discuten. Esta noche no. Además, su hija es tan cabezota como la madre de su esposa, el tipo de mujer que espera una cesta de toda visita, incluso de una que está huyendo de los lobos.
El sol se extingue con destellos intensos, una llama atrapada en un puño. Los lobos aúllan desde el bosque.
Es la primera vez que la chica siente miedo.
Hasta ahora, pensaba que podría ganarles de alguna manera. El ser humano contra el animal. El bien contra el mal.
No obstante, es su canto lo que la turba; un canto fúnebre de autocompasión, como si no pudieran evitarlo. Son prisioneros de su naturaleza.
Y la bondad no sirve de arma contra los poseídos.

A pesar de todo, entra en el bosque tranquila.
Hasta el último hombre, mujer y niño del pueblo la acompaña hasta la linde del bosque y esperan mientras se aleja, con las manos entrelazadas, como si estuvieran rezando por su alma. En realidad, están allí para evitar que huya.
Sus zapatos hacen crujir las pequeñas ramas del suelo, un camino incierto se abre ante ella, la ruta de las chicas enviadas a morir. Recuerda a esas chicas, que nacieron bellas, que nacieron marcadas, escondiéndose de manera furtiva por el pueblo y evitando las miradas de quienes podrían sacrificarlas. Ellas lo sabían, esas hermanas. Mucho antes de que los lobos vinieran, ellas sabían que eran carne.
El camino se estrecha, los árboles tratan de atraparla. Está acostumbrada a los caminos bloqueados. No son solo las bellas quienes sufren. Las otras chicas también están marcadas por los lobos. Las chicas a las que no eligieron. Los chicos rebuscan entre ellas como si fueran sobras. Por eso, cualquier chica que se casa con uno se dedica a limpiar su desorden sin rechistar. Tiene suerte de estar viva, le recuerdan entre gritos cuando se enfadan. Suerte de que su belleza no mereciera las atenciones de las bestias. Su madre fue una de ellas, de las rescatadas de entre los restos. La chica lo veía en la cara de su padre. Todos los hombres se pasaban la vida anhelando a la chica que no pudieron tener, a la chica devorada por los lobos. Ahora estaban casados con la segunda mejor. Por eso su padre nunca está feliz. Ella se habría casado con un chico muy similar.
Aunque ya no.
Sea lo que sea lo que suceda a partir de ahora, su vida será distinta.
No obstante, por una vida distinta hay que pagar un precio.
Conlleva andar por el camino entre la vida y la muerte.
El cuchillo está escondido en la cesta. Ella divisa un brillo plateado. Que se acerquen. Así, salen de la oscuridad como la bruma, nublando el camino donde termina. Una tribu de sombras deformes, como genios invocados para cumplir un deseo. Sin embargo, son sus ojos los que los revelan, unas despiadadas y amarillas medias lunas tan viejas como el tiempo. Ella levanta la capucha roja de su capa como si fuera una armadura, retrocede…
La luz de la luna la atrapa, es la linterna del bosque.
Ellos la rodean. Chicos con pantalones de cuero negro, pechos desnudos y antebrazos tensos y con las venas marcadas. Por un momento, piensa que todo esto es una trampa: que nunca hubo lobos, solo chicos reclamando la propiedad de una chica. Una chica que se uniera a su tribu rebelde. Una princesa para un príncipe caprichoso… Sin embargo, ahora ve sus labios cubiertos de babas y el rastro de vello en la parte baja de la barriga. Huele el almizcle salvaje.
Este es el problema con los lobos. Son embaucadores. Cambian de forma para atraerte. No les basta con matarte, primero quieren jugar contigo.
—Tú decides —dice uno de los chicos, que tiene el cráneo oscuro y dientes largos. De alguna manera, sus palabras son húmedas y a la vez lastimeras, es una súplica inusual.
Entonces ve el hambre en sus ojos, en todos los ojos.
Ahora lo entiende.
Debe elegir qué lobo se la comerá.
Ese es el juego.
Sígueles el rollo, piensa.
Sobrevivir no depende de resistirse a jugar, sino de ganar.
Se toma su tiempo, los evalúa uno a uno, mientras introduce la mano en la cesta y busca a tientas el cuchillo, mira de arriba abajo sus flacas y famélicas costillas, como si hubieran estado pasando hambre durante todo el año esperando este momento. Sin embargo, hay uno que es diferente. Él, el líder de la manada, el que está escondido en las sombras con los brazos cruzados y el pecho hinchado, el que no está nada hambriento, el que parece estar realmente aburrido. Tiene la piel blanca como una perla y unos despeinados rizos oscuros, como si él fuera el mismísimo Cupido, su belleza es tan dispar a la del resto que sabe que va a ser el elegido, como siempre lo ha sido. Sin embargo, esto no es una conquista, dice con la mirada. Él ve al patito feo que hay dentro de ella, que la belleza la ha encontrado en lugar de ser innata. Por eso ella no sabrá tan bien. Elige a otro, le está diciendo. Él ya se ha saciado, pero no sirve de nada, ya que es la encarnación de la belleza y por esa misma razón sabe que ella lo va a elegir a él.
Así es.
—Idos —les dice a los otros.
Ellos gimen, pero no discuten y caminan con dificultad hacia los árboles
—Se comerán los restos —le informa el chico.
Ahora está a solas con él, que le echa un vistazo. Los fríos ojos amarillos se vuelven cálidos y dorados. Las mejillas blancas se sonrojan. Cuando los otros chicos desaparecen, vuelve a observarla. Se queda de pie. Se le hace la boca agua.
En ese momento, ve que tiene la mano dentro de la cesta.
Ella aprieta el cuchillo.
O bien él no se ha dado cuenta o bien no le importa.
—Adelante —le dice él—, cómete tu pequeño picnic. Engorda. Así sabrás mejor.
—Es para mi hermana —replica ella—. Vive al otro lado del río, con Abuelita.
Él crispa las orejas.
—El río está fuera de nuestro territorio. No conozco a las chicas que viven allí —le dice—. Seguro que no son más que piel y huesos.
—Eso no es cierto —dice la chica con un suspiro—. Mi hermana es más guapa que yo.
Los puntos rosados de las mejillas del lobo se agrandan.
—¿Es más joven o mayor? —pregunta.
—Joven.
—¿Al otro lado del río? ¿Dónde?
Ella se ríe y le contesta:
—¡A ti te lo voy a decir, claro!
Él se abalanza sobre ella y la agarra por la garganta.
—La casa de tu abuela. Dónde está. —La sangre le inunda los ojos y le sale espuma de la boca—. Dímelo.
—¿O qué? ¿Vas a comerme? —responde la chica—. Lo vas a hacer de todas maneras.
La levanta del suelo y la coloca por encima de su babosa mandíbula, como si fuera a devorarla de un mordisco, pero no es por ella por quien babea.
—Dímelo y dejo que te vayas.
Ella lo piensa antes de contestar:
—¿Y tus amigos?
—Me seguirán en cuanto me vaya. Tú vuelves a casa y le das un beso a Mamá y a Papá. Dímelo ya antes de que cambie de opinión.
Ella se queda callada un momento para terminar respondiendo:
—Los lobos mienten.
—Igual que las chicas demasiado atrevidas —gruñe el chico al mismo tiempo que aprieta las garras alrededor del cuello y le corta un poco—. Podrías estar inventándotelo todo para que te libere.
La sangre empieza a chorrearle por la garganta. Eso no hace que él pare. Nada hará que pare. Conseguirá que se lo diga, no importa las técnicas de tortura que tenga que inventarse.
—Sigue el río por la orilla este —le explica. Su voz suena como un susurro roto—. Hay un bosque de sauces. Cruza al otro lado y verás una cabaña en el valle.
La suelta de golpe en el suelo, luego se arrodilla y se coloca a cuatro patas encima de ella, la cara y el torso se vuelven cada vez más y más peludos, la voz es un siseo salivoso:
—Como no esté allí, te encontraré y te arrancaré los huesos. Igual que a Mamá y a Papá.
Le hace un corte con las garras en la mejilla para marcarla.
Luego, empieza a correr.
Ella no tarda en escuchar a los lobos, a quienes ha tomado totalmente desprevenidos, salir corriendo detrás de su líder.
Menudo alivio.
Siente mucho alivio mientras se aleja deprisa. No lo siente porque sea libre. Siente alivio porque ya no es guapa, tiene la mejilla marcada, la señal de una chica que se desvió del camino trazado. Se imagina las caras de su madre y de su padre a su regreso: primero de alegría, luego de lástima, porque ¿quién querría a una chica así? La ofrenda del pueblo a la que mandaron sacrificar, a la que mandaron someterse, pero que fue demasiado obstinada como para llevar a cabo su función. Chica mala, susurrarían. Había roto las reglas. Otras chicas podrían tener ideas similares. No, no, no. Mejor que se la comieran los lobos. Hasta su madre y su padre estarían de acuerdo, solo que no es a su padre y a su madre a quienes va a ver.
La casa de Abuelita está a poca distancia del oeste. Los lobos corren más rápido, por supuesto, pero ella los ha mandado hacia el este, por el río, lo que, aún al ritmo más rápido, les llevaría un rato. Se abre paso entre los árboles, envuelta en la oscuridad, pero el miedo ya ha desaparecido. Se toma su tiempo para sorprenderse por el bosque: los pliegues de las ramas, el roce de la maleza, el brillo parpadeante de los ojos en la oscuridad. Las serpientes rojas y encapuchadas levantan las cabezas ante la chica de color sangre que se desliza al pasar. A los lobos no les basta con mandar este reino en el que nacieron, piensa, quieren más: el sufrimiento de inocentes, la emoción del privilegio, el robo de algo que ellos no deberían tener.
Cuidado, se recuerda a sí misma al ver que se ha ralentizado. Un macho hambriento se mueve más rápido de lo que una chica piensa. Pronto escucha el burbujeo del agua. El río la golpea suavemente mientras lo vadea por la zona poco profunda, los peces se enganchan en la cola de su capucha antes de que los libere. Una vez atravesado el bosque de nogales y pasado el campo de helechos está el claro cubierto de hojas rojas y la vieja cabaña de madera, sus dos pequeñas ventanas están iluminadas por la luna como si fueran ojos brillantes y los aleros del tejado están recubiertos de musgo gris, como si de pelaje se tratara. Ella solo ha estado en casa de Abuelita un par de veces y la última vez fue hace mucho, pero todavía recuerda el camino, igual que un gato sabe cómo volver a su casa.
Toc, toc.
Llama bajito, por si los lobos tienen espías.
Toc, toc.
La puerta se abre.
Abuelita está delante, tiene la cara arrugada como una pasa, el pelo corto y canoso. Tiene una gran cicatriz debajo del ojo y hace una mueca con la boca. Mira a su nieta y les echa un ojo a las heridas de la mejilla.
—Pasa —le dice.

Continúa el rastro de saliva a través del bosque de sauces.
Un círculo de lobos rodea la casa, tienen las espaldas arqueadas, rechinan los dientes y están deseando comerse las sobras que su líder les ha prometido. Están cansados y resentidos por haber perdido una buena comida. Se sublevarían si tuvieran el valor suficiente.
El líder espera el momento adecuado, se incorpora sobre las patas traseras, se sacude la suciedad al mismo tiempo que el pelaje desaparece y se peina sus rizos de Cupido mientras se acerca a la puerta; como si fuera el perfecto caballero que va a hacer una visita.
La puerta está abierta.
Entra rápidamente. Sus pálidos y peludos pies avanzan sobre las tablas del suelo. No está acostumbrado a trabajar para conseguir la cena. No está acostumbrado a caminar derecho, pero es emocionante fingir que está domesticado.
Un fuego arroja un resplandor vigilante sobre la habitación y escupe chispas en su dirección crap, crap, crap. La casa es vieja y anticuada, no hay nada digno de mención: una escoba gruesa y arcaica, un reloj de cuco azul que no marca bien la hora, una manta sobre un bulto en una mecedora, una cesta vacía encima de una mesa y algunas migajas de queso.
Sin embargo, es la cama de la esquina la que está limpia y llena, hay una figura envuelta en velos blancos como la leche.
—¿Quién anda ahí? —pregunta.
—Tu príncipe —responde él.
—Acércate.
Él obedece; tiene la boca plateada húmeda.
—Ahí va… Qué piel más arrugada tienes —comenta.
—El hechizo de una bruja. Es para esconder mi juventud y mi belleza. Acércate.
—Pero qué ojos más vidriosos tienes —dice.
—Es para ver el alma de un príncipe. Acércate.
—Pero qué labios más agrietados tienes —dice.
—Es para besar a mi príncipe con ellos y así romper el hechizo.
El velo de la cama se cae.
El chico besa los viejos labios de Abuelita, con ganas de obtener ya la recompensa.
Aun así, el hechizo no se rompe.
En su lugar, los viejos huesos de abuelita se limitan a crujir. Ella se ríe a carcajadas en su cara. Risas, risas y más risas. Ella ve lo que él es en realidad, una bestia impotente.
La mirada de él se afila y muestra los dientes.
La máscara de un chico avergonzado.
Ella sabe lo que significa. Él va a matar y a matar hasta que esté saciado. Hasta que se olvide de lo que ha hecho. Da un salto y se sube a la cama, la piel se convierte en pelaje, el chico se convierte en lobo…
¡Debería haber comprobado la mecedora!
El cuchillo se le clava en el corazón, y él se gira sorprendido y se encuentra de cara con una chica que lleva una capucha tan roja como su sangre y más bella de lo que recordaba.
Su grito hace que los demás lobos acudan en su ayuda, pero tienen demasiada hambre como para pelear. La abuelita los golpea con su escoba, pum, pum, pum.
Juntos caen, estos malvados cambiantes aúllan hasta la muerte.
Sin embargo, el triunfo y la desgracia a veces suenan igual.
A lo lejos, los aldeanos abandonan la linde del bosque al confiar en que su sacrificio se ha completado.

Cada año, se marca a una nueva chica. Se le araña la puerta a modo de aviso.
El primer día de primavera, ella escucha la llamada de los lobos; los aldeanos la acompañan al bosque; ella besa y se despide de su padre y de su madre; temblorosa, entra en la oscuridad y sigue el camino que le indican.
Sin embargo, al final del camino no hay lobos.
En su lugar, encuentra una casa llena de chicas como ella.
Bellezas que han dejado la belleza atrás.
Una anciana la lleva hacia la mesa.
Las chicas se reúnen alrededor y unen las manos como si fueran una manada.
La anciana sonríe debajo de su capucha roja.
Una vez, ella también fue una chica.
Juntas, levantan la cabeza y aúllan.