Blancanieves

UNA CHICA SE CASA CON UN HOMBRE débil.

Él dice las palabras correctas en el momento indicado, un príncipe que le promete un felices para siempre. La mayoría ve solo su piel, lo distinta que es del resto de las hermosas doncellas de su tierra. La tratan como si fuera un trozo de carbón, como si el negro fuera un pecado. Sin embargo, este príncipe hace que se sienta bella por primera vez en su vida. Cuando la lleva al castillo, la carga en brazos hasta el umbral, hasta una habitación limpia y blanca.

Aun así, la gente se muestra recelosa. Igual que el padre del príncipe. ¿De verdad su hijo se ha casado con una chica como ella cuando puede tener a tantas otras? Sin embargo, todo el mundo se guarda su animadversión para sí mismo. Es lo cortés.

Hasta que el rey muere.

Ahora el príncipe es rey, su princesa es la reina y la gente no la quiere como tal. Ellos solo pueden abstenerse de comentarlo durante un tiempo. El joven rey siente el veneno. La reina también, pero el rey se lo toma como algo personal, el amor del pueblo es su prioridad. No está acostumbrado a tener que luchar por él, así que no lo hace. En su lugar, sale poco con su reina y viaja por el reino con mujeres más bellas que ella.

Esto calma a la gente.

El invierno es una época dura y solitaria. En su habitación, la reina está sentada junto a la ventana, mientras cose y ve caer la nieve blanca en imperiosas y sofocantes pequeñas láminas. Un cuervo se posa cerca de ella y la nieve lo ataca y le emblanquece las plumas hasta que parece una paloma. La reina se estremece. Se pincha con la aguja y la sangre salpica al pájaro.

Ojalá tuviera un hijo, piensa, un hijo mío al que querer. Blanco como la nieve. Rojo como la sangre. Negro como un cuervo.

Besa al pájaro para terminar de pedir su deseo.

Al poco tiempo, da a luz a una niña de piel negra como un cuervo, labios rojos como la sangre y ojos tan blancos y brillantes como la nieve.

La llama Blancanieves y se ríe.

Oh, y cuánto quiere a su hija, que está hecha tal y como ella deseó, al contrario que el rey, que trata mal a la pequeña, porque nada en ella le recuerda a sí mismo. Por lo tanto, la gente del reino hace lo mismo y mira a la niña como si de una maldición se tratara. La reina la mantiene cerca y la cuida como si fuese una joya, ya que solo bajo su cuidado puede enseñarle cómo hacerse querer.

No obstante, la reina enferma y, del mismo modo que la nieve vino a por el cuervo, para finales del invierno, ella ya no está.

Un año más tarde, el rey vuelve a casarse. Ella tiene las mejillas tan blancas como la leche, el pelo castaño alborotado y los ojos tan afilados como una trampa para osos. Esta nueva reina no quiere a Blancanieves, la considera una mancha en la familia y pone a su hijastra a limpiar el castillo. Sin embargo, tampoco es que la reina quiera tener descendencia propia. Un hijo podría quitarle el brillo a su propia rosa. En su lugar, tiene un espejo mágico en la pared de su vasta y resonante habitación y cada mañana le pregunta:

Espejito, espejito, en la pared,

¿quién es la más bella del reino?

A lo que el espejo siempre responde:

Tú, mi reina, eres la más bella del reino.

Al escucharlo, la mirada se relaja, la piel gana color y suspira con alivio, siente lo que ella llama «felicidad» porque, durante un momento, lo que quiere que sea cierto y lo que es la verdad son una única y misma cosa.

Sin embargo, Blancanieves sigue creciendo, así como su belleza, aun estando escondida entre los baños y las cocinas y aun bajo una capa blanca de harina y polvo. Su madrastra se olvida completamente de ella y la chica sigue con sus labores, hasta que un día la reina le pregunta al espejo:

Espejito, espejito, en la pared,

¿quién es la más bella del reino?

A lo que el espejo responde:

Mi reina, puedes pensar que eres la más bella,

pero Blancanieves lo es mil veces más.

Al principio, la reina se mofa. Una chica como Blancanieves… ¿bella? Sin embargo, recuerda que el espejo la había nombrado la más bella de todas durante todos esos años, y si se había fiado de él entonces, ahora debe fiarse. A nadie más del reino se le ocurriría lo mismo, eso está claro. Blancanieves más guapa que ella… La belleza en este mundo tiene unas normas, pero ¿y si Blancanieves las rompe? ¿Qué pasaría si otra gente empezara a ver lo mismo que el espejo?

A partir de ese momento, la reina odia a Blancanieves aún más, le dobla las tareas, hace que duerma en un armario y reprende a su marido si mira a la muchacha más de una vez. Sin embargo, eso no es suficiente. Cuanto más esconde a Blancanieves, mayores son la envidia y los celos que la invaden, como si su corazón supiera algo que ella desconoce, como si ella negara deliberadamente una ley mayor que la suya. La chica es el punto muerto de sus pensamientos. Ya sea de día o de noche, la reina no tiene ni un momento de paz.

El verano hace que la temperatura del palacio aumente como si de un invernadero se tratase. Con el calor, el odio de la reina crece de forma más salvaje y le salen dientes. No le basta con tener a la chica esclavizada y fuera de su vista; ahora la reina la golpea y la ridiculiza, la provoca para que se rebele, como si dirigiera a una mosca hacia una trampa. La chica se muerde la lengua. Reconoce una némesis cuando la ve. Una némesis utiliza cualquier excusa para matarte. Tu vida les quita poder. Ahora no hay escapatoria. El destino las ha unido: cuanto más fuerte es una, más débil es la otra y Blancanieves se hace cada día más fuerte.

El espejo lo confirma.

Blancanieves es mil veces más bella.

Una y otra y otra vez.

Ahora la reina lo sabe. No puede vencer a la chica.

Así que debe morir.

Llama a un cazador.

—Lleva a la chica al bosque —dice la reina—. Tráeme sus pulmones y su hígado cuando la hayas matado.

El cazador no discute. Tiene una esposa y dos hijos que alimentar, y la reina le paga bien.

Sin embargo, cuando lleva a Blancanieves al bosque, ella no huye. Ni siquiera llora cuando saca el cuchillo del cinturón y lo pone a la altura de su pecho. En su lugar, lo mira a los ojos y le pregunta:

—¿Por qué?

Nadie le ha preguntado nunca algo parecido. La mayoría de los que van a morir huyen para salvarse como si fueran culpables.

El cazador baja el cuchillo.

—Vete rápido y no vuelvas nunca —le gruñe.

Ella se va por el enmarañado bosque, y el cazador suspira. Los animales la matarán al amanecer, pero al menos no será él quien lo haga. Espera hasta que un jabalí se acerca, lo apuñala sin piedad y le extrae los pulmones y el hígado para llevárselos a la reina. Todas las cosas que tenemos debajo de la piel son iguales. La reina los huele y el hambre le relame el corazón. Ordena al cocinero que guise los regalos en escabeche y los devora mientras piensa que está absorbiendo el cuerpo de la chica en el suyo.

Un niño de origen privilegiado no puede sobrevivir en el bosque. Las enredaderas y las zarzas lo atraparían y lo estrangularían. Los animales se lo comerían ñam, ñam, ñam. Sin embargo, Blancanieves no es de origen privilegiado. No ha perdido el contacto con su naturaleza. Su belleza es la belleza de los árboles, las flores, los zorros. No puede compararse con una cara empolvada y un pelo bien peinado. Por eso la reina ha mandado a alguien para matarla. Matar a la chica ella misma sería como intentar mirar directamente al sol. No obstante, el cazador se equivoca al pensar que el bosque acabará con ella. En su lugar, los osos y los lobos le muestran el camino y las frutas más maduras caen a sus pies. Ella corre y corre, como una criatura de la noche. Pasa el río, hacia los límites de los dominios de la reina, una, dos, tres montañas puntiagudas y elevadas cubiertas de blanco. Entonces, bajo el foco de la luz de la luna, aparece una cabaña. El exterior, que tiene una valla de postes blancos y unas petunias blancas en un jardín cuidadosamente podado, es tan limpio y pintoresco que no le parece peligroso deslizarse por el camino y llamar a la puerta, ni empujarla para abrirla cuando nadie responde. Sin embargo, el interior es una sorpresa: un derroche de colores terrosos, olores suntuosos, velas con gemas incrustadas y acogedoras alfombras y mantas. El palacio era un mausoleo, pero esto es un hogar. Hay siete platos en una mesa, pequeños círculos de arcilla, cada uno con grietas propias y con siete cuchillos y tenedores a los lados. También hay siete vasos, junto a unas jarras de hidromiel. En la cocina, hay un pastel de calabaza cortado en siete trozos y verduras empapadas de barro amontonadas en una pila. Hay siete camas pequeñas alineadas en la pared, cada una de ellas con un par de zapatillas a sus pies. Prepara una ensalada con las verduras y las aliña con limón y aceites de la alacena, luego se sirve una porción del pastel y una copa entera de hidromiel.

Es hora de irse, piensa. Quedarse es peligroso, pero se dice eso a sí misma mientras se acurruca en una cama que no es suya y se queda profundamente dormida, igual que hiciera una vez sobre el pecho de su madre.

Hace mucho que ha anochecido cuando los dueños de la cabaña vuelven, siete enanos que pasan sus días en las montañas de la reina excavando en busca de oro y gemas en cuevas oscuras y profundas en las que los mineros de la reina nunca se dignan a entrar. Silban durante el camino de vuelta, entran a la casa, siete linternas se encienden y, al mismo tiempo, ven que alguien ha entrado.

—¿Quién se ha bebido nuestro hidromiel? —pregunta uno.

—¿Quién se ha comido nuestro pastel? —pregunta un segundo.

—¿Quién ha preparado una ensalada? —pregunta un tercero.

No obstante, es el enano más anciano, el que tiene la barba más larga y la mirada más cansada, el que da en el clavo:

—¿Quién está en mi cama?

Todos alumbran con sus linternas a Blancanieves, que está tan acostumbrada a dormir en la oscuridad que se incorpora de golpe.

Es la primera vez que ve a alguien tan negro como ella, siete hombres pequeños de piel tan negra como el ónix, barbas tan blancas como los lirios y túnicas coloridas rematadas con sombreros a juego. En el palacio, nadie era como ella, cosa que pensó que no importaba, ya que el color de la piel debería dar igual. ¿Qué más da si otros la juzgan por ello? Aquellos que no veían más allá del color de su piel se cegaban a sí mismos. Sin embargo, en ese momento fue consciente de que ella también lo hacía, que, sin su madre, no tenía ningún espejo, ningún reflejo, ninguna prueba que demostrara que pertenecía a este mundo, como un cisne negro en una bandada de blancos al que se le dice que es un error en lugar de una perla entre un millón. Es esta mentira la que la enmudeció durante todos estos años, porque pensaba que la respuesta era el silencio en lugar de rebuscar palabras de protesta, las palabras que estaban ocultas en las profundidades de su ser, pero en ese instante, delante de esos extranjeros, las libera y les cuenta la historia de una vanidosa y vil reina que engatusó a su padre e intentó matar a su hija porque se sentía amenazada por su belleza, aunque Blancanieves nunca se sintiera hermosa.

Los enanos se miran unos a otros.

—Por eso vivimos por nuestra cuenta —dice entre gruñidos el enano más viejo.

—No quería ser una molestia —le responde Blancanieves con lágrimas en los ojos mientras corre hacia la puerta.

—¿A dónde vas a ir? —le pregunta el más viejo.

—Más allá de las montañas —contesta la chica.

—Éramos de allí —suspira el enano—. El rey de allí no quiere a gente como nosotros. No es seguro para ti.

Blancanieves no sabe qué hacer. Este mundo no está hecho para ella, a pesar de haber nacido en él.

Los enanos se reúnen para discutir la situación, murmuran y se quejan hasta que el enano más viejo levanta la cabeza.

—¿Sabes contar cuentos para dormir? —le pregunta—. Nos gustan los cuentos de hadas. Si nos cuentas cuentos de hadas, puedes quedarte.

—Os contaré todos los cuentos que sé —responde Blancanieves, que sonríe aliviada.

Aunque no conoce ningún cuento de hadas. Ninguno bueno. Todas las historias que escuchaba en el castillo sobre bestias y bellas carecían de sentido alguno, pero es demasiado inteligente como para admitirlo o decir que no existen cuentos de hadas para la gente que es como ellos. En vez de eso, piensa: Es momento de crear alguno.

Construyen una octava cama.

A la mañana siguiente, los enanos vuelven a las minas, pero no sin que antes el enano más viejo advierta a Blancanieves:

—Ten cuidado con tu madrastra. Si es tal y como nos has contado que es, su corazón es oscuro, y los corazones oscuros no se limitan a dormir tranquilamente en castillos blancos. Más tarde o más temprano, vendrá a por ti.

Blancanieves presta atención al consejo, pero se da el lujo de preocuparse por otra cosa que no sea su madrastra durante un rato, especialmente ahora que tiene que escribir un cuento de hadas y que preparar una cena para los enanos de los que acaba de hacerse cargo, tras el éxito de su ensalada la noche anterior. Sin embargo, no le molesta tener que encargarse de esas tareas. Tras haber estado tantos años procurando seguir con vida, preocuparse únicamente por que se le ocurran nuevas recetas y una moraleja adecuada para un cuento de hadas le parece todo un lujo que antes no podía permitirse. Su madrastra sigue presente en sus pensamientos, y los dragones, los troles y los ogros que aparecen en los cuentos que se inventa Blancanieves y que atormentan a héroes negros y valientes, todos tienen el color de piel de la reina y sus feroces ojos.

Mientras tanto, en el castillo, la reina sueña con los pulmones y el hígado de Blancanieves y desearía poder volver a comerlos. Al principio, evita al espejo, porque tiene el alma en paz y vuelve a ser la más bella del reino. Además, quiere que el espejo sepa que puede vivir sin él, sobre todo después de haber estado pronunciando durante tanto tiempo un nombre que no era el suyo, pero no pasa mucho rato antes de que la inquietud inunde el pecho de la reina, como si fuera una mano saliendo de una tumba. Solo hay una solución. Vuelve al espejo…

Espejito, espejito, en la pared,

¿quién es la más bella del reino?

El espejo hace una mueca mientras responde:

Piensas que eres la más bella, mi querida reina,

pero Blancanieves, que vive con siete enanos

en una cabaña al pie de la montaña

es la más bella de todas.

La reacción de la reina ante esta noticia no es exagerada. Era como si supiera que la chica la perseguiría, como un fantasma de otra vida. El hecho de que Blancanieves esté lejos o conviviendo con sucios enanos no es ningún consuelo. Su mera existencia es una amenaza para el mundo, un augurio de aquello en lo que podría convertirse.

No obstante, la reina tiene un plan. Las mujeres como ella siempre lo tienen. Debe matar a Blancanieves y hacerlo de una vez por todas. Esta vez, con sus propias manos.

La reina mezcla polvo de murciélago, lengua de serpiente y sangre de sapo en una poción que se bebe y le hace ahogar un grito, se agarra la garganta mientras su rostro adquiere una tonalidad oscura más intensa que el color negro y se deforma, como si fuera una burla de la belleza que su espejo consideraba hermosa. La magia sigue haciendo efecto más allá de la columna vertebral y le drena la fuerza y el alma. Cuando la transformación termina, sigue a duras penas con vida. Luego, sumerge varios peines en veneno y se dirige al bosque.

En la cabaña, Blancanieves está planteando su último cuento sobre brujas malvadas y las ropas que llevan mientras intenta que el pan suba y tararea una melodía animada.

—¡Peines en oferta! —grita una hosca voz en el exterior— ¡Peines en oferta! ¡Peines para hacerte bella!

Blancanieves abre la puerta.

La vieja vendedora ambulante está encorvada, acuclillada en una posición horrible, y tiene la piel quemada y una mirada lasciva y hambrienta que le recuerda a la de un lobo. Durante un momento, Blancanieves se pregunta si es la reina que ha venido a matarla, pero ni siquiera ella es capaz de imaginar a su madrastra rebajándose de esa manera. ¿Quemarse la piel hasta convertirla en ceniza? ¿Arrugarse hasta convertirse en una pasa? ¿Escabullirse de palacio hasta llegar a las petunias de los enanos? La reina la quiere muerta, pero ni siquiera ella caería tan bajo, de manera que la chica se apiada y le compra los tres peines con unas pocas monedas de cobre sueltas de los enanos.

—Deja que te peine —dice la vendedora—. Te haré bella.

Es más una orden que una petición.

Blancanieves piensa en la manera en la que la reina solía burlarse de su pelo en el castillo, diciendo que necesitaba peinarlo y alisarlo y que era mejor recogerlo en un pañuelo.

Esos días se han acabado. El pelo de Blancanieves crece suelto.

Sin embargo, los recuerdos perduran como cicatrices.

—Vale —responde Blancanieves.

La reina le clava el peine en el cráneo y el veneno se filtra. Blancanieves se da cuenta de su error y cae muerta entre las flores blancas, tiene la cara tan pálida como la cera de una vela.

Es lo mejor que he visto nunca, piensa la reina mientras huye.

Al poco tiempo, los siete enanos vuelven a casa y encuentran a Blancanieves tirada en la entrada de la casa. Afortunadamente, el más viejo se percata de las huellas que se alejan del cuerpo de la chica y del olor amargo e intenso de la magia negra. No tarda mucho en encontrar el peine envenenado y arrancarlo. Utiliza una sanguijuela del estanque para extraer el veneno. Las mejillas de Blancanieves recuperan el color, vuelve a respirar y abre los ojos. Empieza a contarles la historia de una vendedora vieja y dulce que quería hacerla bella y que, de golpe, acabó resultando ser malvada. Sin embargo, en ese momento, ve las caras de los enanos y sabe lo ingenua que ha sido.

En el palacio, la reina pasa la noche elaborando antídotos que le devuelvan su belleza, pero sigue preocupada porque le han dejado la piel más oscura que antes. De todas formas, el espejo, esta vez sin que le pregunten, tiene algo que decir:

Puedes ser tan bella como la belleza, que seguirá sin ser suficiente, querida Reina,

ya que Blancanieves sigue viva,

y nunca ha habido nadie tan bella.

El corazón de la reina da un vuelco. ¡Viva! ¡Todavía! Menudo monstruo. El respeto hacia la chica surge en su corazón. Una belleza que lucha como una bestia, pero si la chica piensa que va ganando, está muy equivocada. Seguirán matándola una y otra vez hasta que se le rompa el alma. Esa es la emoción que inunda el corazón de la reina: que va a poder planear el asesinato de la chica una tercera vez, que podrá hacer de su destrucción un ritual. En fealdad, no hay quien compita con la reina.

Saca el polvo de murciélago y la sangre de sapo.

Al otro lado del bosque, el enano más viejo le da un toque a Blancanieves con una escoba cuando ve que está demasiado ocupada preocupándose por la barra de pan como para prestarle atención…

—No le abras la puerta a nadie —repite—. ¿Me oyes?

—Ajá —dice Blancanieves.

El enano más viejo camina con el resto de los enanos hacia las minas, está seguro de que la chica no tiene remedio y que le dará la bienvenida a la siguiente bruja amable que se le cruce en el camino. En este caso, tiene razón.

Unas horas más tarde, la hosca voz se escucha en el exterior.

—¡Manzanas en oferta! ¡Manzanas frescas!

Nadie responde en la cabaña.

Toc, toc, toc.

—¡Manzanas grandes y jugosas!

Sigue sin obtener respuesta.

—¡Manzanas únicas! ¡Dignas de una reina!

La puerta se abre.

—Bueno, en ese caso —responde Blancanieves, que sujeta una barra de pan con dos guantes para el horno.

Levanta la mirada y casi se le cae el pan.

Su madrastra ha vuelto a ennegrecerse la cara con un hechizo, pero es un negro infame, el tipo de negro que no puede ser descrito porque es como un tono opuesto al blanco, una inversión, una distorsión, como una máscara o un trazo de pintura, un malentendido de lo que es la piel y de lo profunda que es.

—Tengo una manzana ideal para ti, querida —murmura la vendedora.

—¿Igual que el peine que tenías? —le pregunta Blancanieves.

—¿Ehh? ¿Qué peine?

—El que me vendiste ayer.

—Ehh, tienes que estar confundiéndome con otra —responde la vendedora.

Oh, piensa Blancanieves, así que estamos jugando a ese juego.

—Verás, una vendedora me vendió un peine envenenado y casi muero, así que no puedo aceptar cosas de desconocidos —le explica.

—¡Veneno! ¡A una chica dulce como tú! ¡Dios mío, nunca haría algo parecido! —insiste la vendedora, mientras le tiende una deliciosa manzana—. Ten, hasta te la voy a partir por la mitad. Tú te comes la parte roja y yo la blanca.

Le da un mordisco a la fruta blanca como la nieve y se sorbe el jugo de los labios.

—¡Mmmm! Ten… come.

La chica no acepta su mitad.

—¿Cuánto cuesta? —le pregunta a la vendedora—. No lo has dicho.

—Lo que puedas pagar —le responde despreocupada—. Una moneda o dos.

—No tengo ninguna moneda —replica Blancanieves.

La vendedora frunce el ceño.

—Pero ayer… —Se muerde la lengua y le ofrece la mitad roja—. Pues te la regalo.

—¿Que me la regalas? —se sorprende Blancanieves—. ¿Has atravesado toda la oscuridad del bosque para vender tus inigualables manzanas a cambio de nada? Ahora eso sí que resulta sospechoso. Tengo que pagarte. ¿Qué te parece con algo de pan? Está un poco tostado en el exterior, pero el interior es tan blanco como tu parte de la manzana.

La vendedora casi le lanza la mitad roja a la mano antes de decirle:

—En serio, dale un bocado antes de que se seque…

—¿Seguro que no quiere un pedazo? —dice Blancanieves mirando el pan—. Lo he rellenado con una mantequilla especial. Una mantequilla que te hace hermosa y encantadora.

—Oh —A la vendedora se le iluminan los ojos.

—Deja que te dé un poco —insiste Blancanieves—. Te haré bella.

—Eh… vale… —La vendedora se tensa, se olvida de todo lo relacionado con la manzana y renquea hasta donde ella está—. Solo un pedazo.

Blancanieves arranca un pedazo y se lo ofrece a la vendedora como una mamá pájaro a su polluelo.

La vendedora se lo arranca de las manos, lo engulle de un bocado y cierra los ojos como si fuera una chica que espera el hechizo de un hada.

—Qué raro —murmura—. Tiene un sabor muy amargo… como algo que conozco…

Abre los ojos de golpe y mira a la chica.

Blancanieves espera como un narrador que ha encontrado el final adecuado, ya que ha metido dentro del pan el peine envenenado y ha matado a la reina con su propio veneno.

La bruja de cara negra cae en las flores blancas.

Blancanieves le quita la manzana de las manos para que no caigan semillas que florezcan y la quema junto con el pan en la chimenea.

Cuando los enanos llegan a casa, no saben qué hacer con el cuerpo de la reina. Se convierte en un asunto irritante, ya que su poción mágica ha dejado de hacer efecto y le ha devuelto a su huesuda palidez. Blancanieves prefiere llevarle el cuerpo a su padre, el rey, pero los enanos dicen que eso condenaría tanto a Blancanieves como a los enanos a morir, sin importar lo buenas que fueran sus intenciones. Tan solo una mirada a la chica, a los enanos y a la reina muerta bastaría para que la gente pidiera sus cabezas. Buscar un final justo para alguien como ellos resulta tan tonto como noble. Lo mejor sería evitar cualquier tipo de final.

Así, los enanos colocan a la reina en un ataúd hecho de cristal, la trasladan a la montaña y la dejan allí, en la cumbre más empinada, a la espera de que alguien la encuentre. Cada día, de camino a las minas, pasan a verla, se quitan los gorros y agachan las cabezas, ya que es la manera respetuosa de actuar delante de un muerto.

Las estaciones vienen y van, los pájaros construyen sus nidos encima del cristal, el ataúd pasa a formar parte de la propia montaña.

Entonces, un día, cuando los enanos casi se han olvidado de ella, al llegar a la cumbre, ven a alguien esperando al lado del ataúd.

Es un príncipe.

Es alto, guapo y tiene el pelo del color de la escarcha.

Es el hijo del rey del otro lado de las montañas. El mismo rey que desterró a los enanos por su color de piel.

Sin embargo, el príncipe no parece desearles el mal a los enanos. En cambio, observa a la reina encerrada en el cristal.

—Qué hermosa —comenta—. Seguro que es la más bella del reino.

Los enanos ahogan un gemido. Es uno de esos.

No obstante, es el más viejo quien distingue algo en los ojos del príncipe: una chispa, un brillo, la posibilidad de algo distinto.

—No es para nada la más bella —interviene.

El príncipe los ve por primera vez.

—¿Qué?

El enano le susurra algo a un pájaro que está construyendo su nido y lo manda a la cabaña.

El príncipe se gira para volver a mirar a la reina como si fuera un niño hipnotizado. Solo cuando ve un movimiento en el cristal, como la magia en un espejo, sale del trance y se gira.

Blancanieves está ahí, igual que su reflejo.

El príncipe está tan sorprendido que se apoya sobre el ataúd de la reina y lo hace caer por montaña abajo.

Una chica se casa con un hombre débil.

Él dice las palabras correctas en el momento indicado, un príncipe que le promete un felices para siempre. La mayoría ve solo su piel, lo distinta que es del resto de las hermosas doncellas de su tierra. La tratan como si fuera un trozo de carbón, como si el negro fuera un pecado. Sin embargo, este príncipe la hace sentir bella, cosa que nunca había sentido. Cuando la lleva al castillo, la carga en brazos hasta el umbral, hasta una habitación limpia y blanca.

Aun así, la gente se muestra recelosa. Igual que el padre del príncipe. ¿De verdad su hijo se ha casado con una chica como ella cuando puede tener a tantas otras? Sin embargo, todo el mundo se guarda su animadversión para sí mismo. Es lo cortés.

Hasta que el rey muere.

Ahora el príncipe es rey, su princesa es la reina y la gente no la quiere como tal. Ellos solo pueden abstenerse de comentarlo durante un tiempo. El joven rey siente el veneno. La reina también, pero el rey se lo toma como algo personal, el amor del pueblo es su prioridad. No está acostumbrado a tener que luchar por él, así que no lo hace. En su lugar, sale poco con su reina y viaja por el reino con mujeres más bellas que ella.

Esto calma a la gente.

El invierno es una época dura y solitaria. En su habitación, la reina está sentada junto a la ventana, mientras cose y ve caer la nieve blanca en imperiosas y sofocantes pequeñas láminas.

Ojalá tuviera un hijo, piensa, un hijo mío al que querer. Blanco como la nieve. Rojo como la sangre. Negro como un cuervo.

Al poco tiempo, da a luz a una niña de piel negra como un cuervo, labios rojos como la sangre y ojos tan blancos y brillantes como la nieve.

La llama Pequeña Blancanieves.

Oh, y cuánto quiere a su hija, que está hecha tal y como ella deseó, al contrario que el rey, que trata mal a la pequeña, porque nada en ella le recuerda a sí mismo. Por lo tanto, la gente del reino hace lo mismo y mira a la niña como si de una maldición se tratara. La reina la mantiene cerca y la cuida como si fuese una joya, ya que solo bajo su cuidado puede enseñarle cómo hacerse querer.

No obstante, la reina enferma y…

No, esta vez no.

Siete enanos la esconden en el bosque. Enanos que le enseñan a luchar por cada aliento. Enanos que la cuidan con su amor. Enanos que la protegen igual que una reina vanidosa protege su belleza. Blancanieves no muere, a pesar de tener que hacerlo.

Un día las puertas del castillo se abren de golpe.

Está de vuelta, más fuerte que antes.

El rey se sobresalta. La historia se desvía de su curso.

Blancanieves lo mira a los ojos.

Su hija no perderá a su madre.

Su hija no será escondida.

Su hija crecerá como se merece.

Como un cisne negro que sabe que es una reina.

La madre abraza a su hija contra el pecho y se sienta en el trono.

Tiene el pelo suelto y los pies en la tierra.

Es un negro que brilla más que el oro.

No, no piensa ir a ninguna parte.