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El pezuño de las narices

Lo que más le gustaba a Yurka de la Golondrina eran las mañanas, pero solo hasta el momento en que debía emerger de debajo de sus cálidas sábanas y arrastrarse hasta los lavabos. Antes de eso, todo iba bien: los pájaros trinaban, los árboles susurraban y el campamento entero estaba adormilado y melancólico. Pero entonces comenzaba a sonar el toque de diana por los altavoces, y a pesar de que pudieras pensar, a juzgar por el sonido, que se trataba de pecadores aullando en los infiernos, no era más que una corneta.

Independientemente del calor que hiciera durante el día, las noches eran gélidas en los alrededores del bosque. Tras haberse calentado durante el día, el suelo se enfriaba; por la mañana, justo a tiempo para el toque de diana, un manto de niebla descendía sobre el campamento acompañado de un frío húmedo que te calaba hasta los huesos en contraste con la calidez de la cabaña. Incluso los niños a los que sus padres habían acostumbrado al agua fría debían armarse de valor para lavarse en aquellos aseos, que no eran más que un espacio techado con un par de pilas de metal y grifos a intervalos regulares. El agua que brotaba de los grifos salía directamente del suelo, y por eso no es que no estuviera caliente, sino que estaba tan helada que quemaba y te dolían los dientes, como el agua de un manantial de montaña. Pero sí tenía una ventaja indiscutible: te despertaba de golpe.

Yurka tenía la piel de gallina y deseaba volver a enterrarse bajo sus sábanas, por lo que todavía tardó unos instantes en darse cuenta de que le estaban hablando. Se frotó la cara con la toalla, dejó escapar un enérgico «brrrr» y se echó la toalla al hombro. Luego posó la mirada sobre Ira Petrovna. Estaba enfadada, era evidente, pero ¿por qué? La mente de Yurka se negaba a desperezarse tan rápido, aunque se esforzó en vano por recordar cómo había conseguido meter ya la pata justo después de haber salido de la cama.

—¡Kónev! ¿Me estás escuchando?

—Hola, Ira Petrovna. ¿Qué pasa? ¡Buenos días!

Ella puso los ojos en blanco y rechinó los dientes.

—Te lo pregunto por última vez: ¿por qué arrancaste ayer el lilo, eh?

Yurka la observó perplejo.

—¿Qué lilo?

—¡No te hagas el tonto! ¡El lilo que hay detrás de los contadores!

—¡Yo no he arrancado nada!

—¡A mí no me engañas! ¿Quién ha sido, pues? —le espetó, mirándolo con sospecha.

—No lo...

—Ayer llegaste tarde a la cena, y luego vi hojas y flores junto a la puerta de los dormitorios y un ramo en un jarrón sobre la mesilla de noche de Polia. ¡Y no es la primera vez que te cargas una rama de ese lilo! Que vale que ya están a punto de dejar de florecer, pero ¡lo has dejado hecho un espantajo!

—¿Y por qué he tenido que ser yo? ¡A lo mejor ha sido Polia quien ha arrancado esas ramas!

Yurka estaba muy dolido. Otra vez lo mismo, y sin motivo alguno. Él no había tenido nada pero nada que ver, y aun así lo estaban acusando. Por inercia, seguramente. Porque lo más fácil era cargarle a él el muerto; era el que siempre daba problemas, de modo que esta vez también debía de ser cosa suya.

Puso una mueca e intentó pensar en los problemas que podría causarle aquello, aunque no lo hubiera hecho.

—Irin, es verdad que no ha sido él —dijo una voz a sus espaldas. Yurka se volvió y vio a Volodia—. Estuvo ayer en el teatro, y luego me ayudó a llevar a un chaval a la enfermería. Por eso llegó tarde a cenar. El lilo lo habrá destrozado otra persona.

Ira Petrovna se quedó congelada, le lanzó a Yurka una mirada de sorpresa y se giró hacia Volodia.

—¿Que te estaba ayudando?

—Ya lo oíste en la reunión del equipo: ayer hubo un accidente en mi club. Sashka se cayó del escenario y Yura se ofreció a echarme una mano —le confirmó él.

Si podía fiarse de alguien, ese era Volodia. Irina se quedó de piedra, sintiéndose muy incómoda. Yurka soltó un suspiro y le dirigió a Volodia una mirada de una infinita gratitud: ¡había llegado justo a tiempo!

—No lo sabía, no lo hemos comentado al pasar lista... Pues nada, olvídate, Kónev —dijo Ira Petrovna—. Si es verdad que estabas ayudando, bien hecho. Voy a preguntarle a las chicas de dónde han sacado las lilas.

—Vale, pero ya podría habérselo preguntado antes —masculló resentido.

Ella se limitó a revolverle el pelo antes de marcharse, y él respondió con un resoplido de indignación. Estaba tan enfadado que le espetó:

—¿Y una disculpa?

Ella se detuvo un instante, exclamó «perdón» por encima del hombro y se marchó.

—Gracias —le dijo Yurka a Volodia con una sonrisa—. Ya pensaba que acabaría pagando el pato.

—De nada. Es que no era culpa tuya. Por lo visto Olga Léonidovna ha conseguido convencer a Irina de que te culpe siempre que pase algo raro. La ha tomado contigo.

—Espera, ¿qué haces aquí?

—Venía a decirte que saldremos hacia el río sobre las diez. Ayer te ofreciste voluntario y...

Ira Petrovna reapareció de repente, interrumpiéndolo.

—Yura, después del desayuno, y en vez de limpiar, vete a buscar a Mitia, del segundo destacamento. Te acuerdas de él, ¿no? Llévatelo a echarles un vistazo a los colchones de los dormitorios juveniles. Los niños se quejan de que algunos huelen a humedad. Dejad los que estén mal en el almacén. Pediré que los cambien por otros nuevos cuando no haya nadie en la cabaña.

Yurka gruñó desesperado.

—Jolines, Ir Petrovna, ¡gracias por no atarme a un arado, al menos!

—Déjate ya de payasadas o... —Se cortó al ver a Ksiusha saliendo de los dormitorios—. ¡Ksiusha, un momento! Tengo que preguntarte una cosa...

—Ahora sí que alguien se va a llevar una buena bronca —musitó Yurka con una media sonrisa.

Volodia suspiró.

—Supongo que no te dará tiempo a ir a la playa, ¿no?

Él se encogió de hombros.

—Intentaré quitarme esto de encima lo antes posible.

Se aseó y se dirigió a la cabaña de su destacamento para cambiarse. Le estrechó la mano a Vanka y Mija, que estaban repantingados en el banco de la entrada, y le levantó la barbilla a Masha, que sonreía de forma sospechosa. Se encontraba en el umbral, a punto de entrar en la cabaña, cuando frenó en seco. Habían colgado el periódico mural de su destacamento junto a la puerta. Estaba dedicado a la inauguración ceremoniosa de la temporada y el primer día del campamento. Era un diario mural bonito, grande y atractivo, pero a Yurka le hundió los ánimos: había sido objeto de una reprobación pública en forma de caricatura.

En una esquina del diario mural habían dibujado un gran manzano. Yurka colgaba bocabajo del árbol con una guirnalda de luces rodeándole el tobillo, y sacudía los brazos y las piernas. De hecho, el dibujo estaba bastante bien hecho y era gracioso, pero la expresión de Yura era demasiado ridícula. No era un rostro, sino más bien un careto con un morro ancho como de cerdo y una boca abierta en la que faltaba una de las paletas. Pero ¡si Yurka tenía todos los dientes! ¡Y además en muy buen estado! Era ofensivo. Él ya era un hombre, básicamente, así que ese tipo de cosas no debían afectarle, pero aun así habían conseguido herirle los sentimientos. Y no era la primera vez...

Por muy divertido que fuera, le resultó ofensivo. Y dado que todos los destacamentos del campamento leían con avidez los diarios murales de los demás, se estarían burlando de él por lo del morro de cerdo durante todo el día, por todo el campamento.

Ni siquiera el delicioso pastel del desayuno hecho con queso artesano le quitó el mal gusto que el diario mural le había dejado en la boca. Antes de ponerse a cargar colchones, se las apañó para que sus compañeros le dijeran el nombre de la artista: Ksiusha, una de las Pus. Yurka no tenía intención de vengarse ni nada por el estilo, pero tomó nota de ello.

 

 

El chico al que le habían encargado que le echara una mano a Yurka era Mitka, la voz que emergía de la radio. O más bien al revés, pues a Mitka le asignaban tareas similares constantemente, que incluían mover, levantar y cargar cosas. No solo cantaba bien y tenía un vozarrón, sino que también era fuerte, grande y..., bueno, digamos que estaba bastante bien alimentado.

Como cabía esperar, algunos de los colchones estaban húmedos. Los chicos cargaron con seis de ellos y los soltaron junto a la cabaña. En un primer momento, Yurka culpó a los críos: se habrían asustado, no habrían sido capaces de aguantarse... No eran más que pequeños octubristas: eran cosas de la edad. Pero entonces se dieron cuenta de que todos los colchones húmedos estaban cerca. Yurka se paseó con gesto de concentración y luego se rascó la barbilla, pensativo.

—¡Oye, Mit! ¿Y si hay goteras? He oído que llovió hace unos días. ¿Quizá el tejado tenga algún problema?

Mitia alzó la vista al techo y lo examinó con detenimiento, pero no se veían manchas.

—¿Y nadie se ha dado cuenta de que caía agua del techo?

—Aquellos días no había nada en las cabañas: todavía no había empezado la temporada. Venga, subamos a echar un vistazo.

—Sube tú. El tejado no aguantaría mi peso —bromeó Mitia.

Yurka se encaramó con agilidad al tejado de la cabaña, sin la ayuda de ninguna escalera, y detectó el problema al instante. Justo encima de la zona donde estaban los colchones húmedos, las tejas asfálticas se habían agrietado y el agua se colaba por los agujeros. Se arrodilló y rascó la superficie alquitranada con la uña.

—Se agrietarían el invierno pasado con el frío, y ahora, cuando hace mucho calor o llueve, están tan desgastadas que ya no tienen arreglo —se explicó a sí mismo—. Debemos informar al administrador de las instalaciones...

—¡Yugka! ¡Oye, Yugka! —oyó de repente debajo de él. Se llevó un susto de muerte.

Un grupo de niños con gorros de pescador amarillos desfilaba por delante de la cabaña: eran del quinto destacamento e iban precedidos por sus líderes, de camino al río. Uno de los críos, Olezhka, que también formaba parte del club de teatro, se había parado y separado de la fila, y gritaba agitando ambos brazos.

—¡Volodia, miga! ¡Allí agiba, es Yugka!

—¡Oye, baja ahora mismo del tejado! ¡Te vas a caer! —gritó este, preocupado.

—¿Se puede saber qué haces ahí? —chilló Sanka, el niño rechoncho que se había accidentado el día an­terior.

—Vigilo que no venga ningún cazador de tesoros —contestó Yurka, inventándoselo sobre la marcha—. A veces vienen a meter las narices. ¿Sabíais que esta zona estuvo ocupada por los alemanes durante la guerra?

De repente, los ojos se le llenaron de terror, pero no porque estuviera a punto de caerse, no. Yura había divisado a Ira Petrovna, aterrorizada pero furiosa, corriendo hacia él por un camino de tierra, levantando tras de sí una nube de polvo.

—¡Tierra llamando a Gagarin! —dijo Volodia—. Lo digo en serio. Baja ahora mismo.

—¡Kónev, por el amor de Dios! ¡Kónev! —El chillido de Ira Petrovna pareció atravesar el campamento entero.

—¿Qué es eso de usar el apellido? ¡Maleducada! —contestó Yurka, haciéndose el ofendido.

Sin embargo, Ira no le prestó ninguna atención a su tono.

—¡Baja ahora mismo del tejado! ¡Ya!

—¿Quiere que me dé prisa? Lo que usted diga.

Yurka se puso de pie y se acercó al borde, fingiendo que iba a saltar.

—¡Ay, Yurochka, para! No hagas eso, ¡baja por donde has subido! ¡No saltes! Hagas lo que hagas, ¡no saltes! —aulló Ira. Al ver la sonrisa pícara de Yurka, se giró hacia Volodia y le suplicó—: ¡Volodia, por favor, haz algo!

Él entornó los ojos, calculando mentalmente la altura del tejado, y luego preguntó con total tranquilidad:

—Oye, ¿te vienes al río con nosotros?

Los niños gritaron:

—¡Sííí, que se venga!

—¡Sííí!

—¡Vente con nosotgos, Yugka!

—Ay, no sé... Todavía tengo que mover los colchones. ¿Me deja que me vaya, Ira Petrovna? Mitka puede moverlos solito.

Yurka se tambaleó de puntillas en el borde mismo del tejado.

Con un hilo de voz, dominada por el miedo, Ira Petrovna chilló:

—¡Vete donde te dé la gana, Kónev! Pero ¡baja de ahí sin saltar!

Yurka se encogió de hombros como diciendo: «¿Por qué no?». Se acuclilló, haciendo ademán de bajar escalando, pero entonces, de todas formas, saltó. Ira Petrovna profirió un grito. Cuando Kónev salió sano y salvo de los arbustos junto a la cabaña, ella dejó escapar un resoplido exasperado.

—Hemos dejado los colchones allí. —Yurka esbozó una sonrisa—. ¡No se fía de mí, Ira Petrovna! Se pensaba que iba a lesionarme para escaquearme del trabajo, pero se equivocaba.

Ira Petrovna suspiró aliviada, pero estaba tan angustiada que tuvo que apoyarse en un árbol.

—Mira, Kónev, no te quiero ni ver. ¡Vete ya! —dijo, pero la que se marchó fue ella.

 

 

Veinte pares de zapatos de niño se dispusieron en dos filas idénticas sobre la arena amarilla. Cerca de allí, Polina, Uliana y Ksiusha estaban tumbadas sobre sus toallas en posturas gráciles para aprovechar al máximo el sol. Un poco más allá, Masha leía a Chéjov a la sombra con gesto de aburrimiento. Cuando la miró, Yurka recordó por alguna razón aquella idea de Chéjov sobre el arma colgada de la pared que, antes o después, debía dispararse. No sabía por qué. No había nada amenazador en Masha; más bien al contrario: la escena era muy romántica, con su vestido ligero ondeando con la brisa, mostrando de cuando en cuando un trozo de muslo bronceado.

«¿De dónde sacará el tiempo para tomar el sol?», pensó Yurka, sorprendido.

Sin llegar a responder esa duda (de hecho, ni siquiera lo intentó), se volvió y vio a Vanka y Mija en el otro extremo de la playa. Estaban también tumbados sobre unas toallas, conque era evidente que habían terminado con su deber cívico de limpiar todas las zonas comunes. No obstante, Yurka pasó de largo. No le interesaban sus amigos ni las chicas, sino Volodia.

El líder de destacamento estaba de pie en el río, con el agua por los tobillos, observando con celo a los campistas a su cargo. El río discurría rociado de pequeñas olas, mientras el sol se reflejaba en la superficie y destellaba en las salpicaduras de los niños que jugaban. El quinto destacamento retozaba y chillaba en la zona que no cubría, delimitada por redes y boyas. Parecía que el agua estuviera hirviendo. Zhenia, el apuesto profesor de educación física, flotaba en un bote detrás de la barrera. De vez en cuando le lanzaba advertencias al atrevido Olezhka, que no paraba de nadar hasta las boyas. Lena, la vicelíder del segundo destacamento, se encontraba también en la playa, sentada en una silla elevada. Vigilaba a los críos y gritaba órdenes a través de un megáfono, pero, a diferencia de Volodia, se la veía totalmente relajada y calmada.

—¡Pchelkin! ¡Deja de salpicar! —le ordenó Volodia.

Pchelkin lo obedeció, pero en cuanto el líder se dio la vuelta, comenzó a sacar y tirar agua de nuevo. Como su nombre dictaba, Pchelkin estaba siempre atareado como una abejita, pchelka en ruso, aunque por lo general siempre era para dar problemas.

Yurka dio unos pasos más para acercarse a Volodia, pero ni siquiera tuvo oportunidad de abrir la boca antes de que él lo despachara.

—No tengo tiempo. Ahora no. Lo siento.

Sin volver la cabeza, Volodia percibió otra infracción de reojo.

—¡Pchelkin! —gritó al oído de Yurka—. ¡Como te lo tenga que repetir, sales del agua!

Yurka pestañeó impotente, ensordecido, pero al menos la amenaza de Volodia parecía haber funcionado, puesto que Pchelkin y los otros niños dejaron de salpicar y de empujarse. O más bien siguieron haciendo las dos cosas, pero ahora con más cuidado, a fin de no suponer una amenaza para la vida o la salud de sus camaradas.

Yurka se frotó la oreja derecha, que aún le pitaba, y volvió a la playa en busca de refugio. No podía distraer a Volodia, al menos hasta que hubiera echado a Pchelkin del agua y estuviera en tierra firme. El líder estaba pálido de preocupación y cada vez perdía más los nervios. Yurka no habría sido más que un incordio.

Vanka vio a su amigo y le hizo un gesto con la mano para que se acercara. Yurka se sentó de buen grado en su toalla. Mientras escuchaba a sus amigos con el oído medio sordo, no dejaba de distraerse con Volodia, las Pus o Masha, quien solo fingía leer. Lo que en realidad estaba haciendo era fulminar con la mirada a las chicas que coqueteaban con Volodia y luego mirarlo a él con anhelo. Esperaba a ver si el líder se giraba hacia ella, pero ya podía esperar sentada. De hecho, Volodia estaba ignorando a todo el mundo: a Masha, al trío perfumado y a Yurka. El líder no podía estar más tenso; observaba a los críos sin apartar la vista en ningún momento, y hasta parecía que intentaba parpadear lo menos posible.

—Yurets, ¿te animas a echar un veintiuno? —Mija se sacó una baraja del bolsillo.

—Claro —contestó Yurka, distraído. Se quitó las sandalias y se sentó con las piernas cruzadas sobre la arena—. ¿Qué nos apostamos? ¿Un papirotazo? —Los típicos golpes con el dedo en la frente no eran ninguna broma.

Yurka le prestaba atención a todo menos al juego, y no paraba de perder. De malas maneras. La frente le ardía de tanto papirotazo. Se preguntó incluso si se le estaría entumeciendo. Y sus amigos no dejaban de aumentar la apuesta inicial.

—¿Y si echamos un durak? Y el perdedor... ¿Despegue y aterrizaje, quizá? —propuso Mija, entornando los ojos con malicia. Vanka se frotó las manos. Yurka asintió.

Por fin consiguió concentrarse en el juego mientras jugaban al durak; como para no concentrarse, habiendo un castigo así. Pero la suerte no estaba de su lado. Solo sacó dos triunfos, y los dos eran de poco valor: un dos y un seis. Vanka tenía una baraja atípica de cincuenta y cuatro cartas.

«¿Estarán marcadas o algo?», pensó Yurka desconcertado.

Mija fue el primero en deshacerse de todas las cartas; observaba a sus compañeras estirando las manos con entusiasmo y una sonrisa malévola en los labios. Yurka sabía exactamente lo que estaba pensando con solo mirarlo: «Voy a haceros un despegue y aterrizaje que os vais a quedar noqueados». Lo peor era que Mija era todo un maestro del arte de los despegues y aterrizajes.

Yurka jugó su último triunfo y se estremeció: solo le quedaba una carta, un diez de picas. Estaba bien jodido. Vanka asintió con júbilo y lanzó una reina del mismo palo.

—¡Toma ya, chúpate esa! —gritó triunfal.

Yurka resopló disgustado. Le habían dado una paliza. Suspiró y se giró hacia Mija.

¡Plas! Mija le dio un palmotazo en la frente: el despegue. A Yurka se le fue la cabeza hacia atrás por la fuerza del golpe. Luego, antes de que pudiera recomponerse, ¡plas!, Mija le dio un buen coscorrón: el aterrizaje. A Yurka se le cayó la cabeza hacia delante, tanto que la nariz casi le toca el pecho. Primero vio las estrellas, y luego tuvo la sensación de que la visión se le nublaba.

—Ya verás cuando te pille... —susurró, pestañeando en un intento por volver a enfocar la vista—. ¿Una partida más? ¿Y el perdedor hace un reto?

—Pero ¿cuál es el reto?

—¡Te lo digo cuando pierdas!

—¡Que no sea nada indecente! ¡Y nada que implique a los líderes! No pienso ir corriendo detrás de Irina con unas tijeras para cortarle el pelo.

—Hecho.

Yurka puso toda su atención en la partida. Sabía ganar sin triunfos, previendo los movimientos, recordando las cartas de sus oponentes y contando los turnos. Pero esta vez tuvo suerte: un tres, un siete y un as. ¡Ahora verían lo que valía un peine!

Y eso hizo. Y no solo fue el primero en quedarse sin cartas, lo cual le otorgaba el beneficio de asignarle el reto que se le ocurriera a quien perdiera, sino que además contó los turnos y concluyó que Mija, el maestro de los despegues y aterrizajes, sería el perdedor. Y eso fue lo que ocurrió. Mija lanzó las cartas sobre la toalla y se acercó temeroso a Yurka.

—¿Y bien?

—Ponte en medio de la playa, arrodíllate y agáchate cuatro veces hasta el suelo mientras gritas... —En ese momento, Yurka le susurró algo al oído a Mija para que Vanka no lo oyera.

—¡Anda ya! ¿Cuatro veces? ¿Por qué? —se quejó Mija.

Vanka resopló con sorna y respondió antes que Yurka:

—Porque te quedaban cuatro cartas. Si lo prefieres, podemos contar puntos, creo que eran veintiuno...

—Vale, vale —contestó Mija. Abatido, se dispuso a llevar a cabo lo que le habían encomendado.

Sin embargo, no se dirigió al centro de la playa, como le habían ordenado. Apenas dio unos pocos pasos y se paró frente a las Pus. Les lanzó a sus amigos una mirada de desconcierto, pero Yurka se había quedado de piedra, y tardó unos segundos en volver en sí y agitar los brazos con frenesí.

—¡No, aquí no, sigue andando!

Pero ya era demasiado tarde. Vanka vio a Mija arrodillarse despacio y, mientras Yurka reprimía una carcajada, dijo:

—Ay, madre.

Mija se puso de rodillas, se agachó y golpeó la cabeza contra la arena con todas sus fuerzas mientras gritaba a pleno pulmón, para que toda la playa lo oyera:

—¡Dejadme entrar en vuestro pozo!

—¡Eh, Pronin! ¿Se te ha ido la cabeza? —chilló Uliana.

—¡Vete de aquí! —le espetó Polina, agitando la mano.

—¡Dejadme entrar en vuestro pozo!

—¡Misha, ya basta! ¡Me estás llenando el vestido de arena! —exclamó Ksiusha indignada.

—¡Dejadme entrar en vuestro pozo! ¡Dejadme entrar en vuestro pooooozoooo!

Yurka se había tirado al suelo, muerto de risa. Vanka se agarraba la tripa con una mano y le daba puñetazos a la toalla con la otra. Las Pus le arrojaban a Mija lo que tuvieran a mano, vestidos, faldas y blusas, y gritaban tan alto que el quinto destacamento al completo se quedó mudo. Masha sonrió, observando los disturbios desde la sombra. Hasta Lena se reía. Pero Volodia se dio la vuelta con el ceño fruncido y un gesto molesto, y les espetó:

—¡Chicas, bajad la voz!

Las «chicas» solo bajaron la voz cuando Mija, con la cara roja y la espalda dolorida, huyó de la playa.

—Pero ¿por qué un pozo? —le preguntó Vanka a Yurka, dándole un codazo.

Él puso una sonrisa burlona y se encogió de hombros.

—¿Qué más hay bajo tierra? Es lo primero que me ha venido a la cabeza.

El ambiente no tardó en calmarse, al menos para una playa fluvial en un campamento de Pioneros. Yurka, tostándose bajo el sol, decidió darse un chapuzón. Al levantarse de la toalla, oyó que alguien decía:

—Ya le vale a Volodechka... —Al girarse, se dio cuenta de que era Ksiusha quien hablaba, con el ceño fruncido—. Tiene a unas chicas como nosotras sentadas aquí en bañador y no nos hace ni caso, ni siquiera cuando el imbécil de Pronin se ha puesto a liarla. —Chasqueó la lengua decepcionada—. Te esfuerzas al máximo y nada, lo único que le importa son los niños.

—Le encantan. Y no es una cualidad habitual, por cierto. —Polina se puso de espaldas—. Es mono. Será un buen padre.

Yurka las escuchó mientras se quitaba la camisa y los pantalones cortos.

—Pues menuda madre estarías tú hecha —masculló. Por suerte, las chicas no lo oyeron, y continuaron charlando.

—A lo mejor le ha pasado algo y está preocupado —dijo Uliana, en un intento por defender a Volodia.

—¿De qué va a preocuparse? Está con el profe de educación física y la otra líder —contestó Ksiusha con parsimonia—. No, yo creo que está cabreado, y ya verás la bronca que se va a llevar ese tal Pchelkin...

—¡Que no me refiero a eso! —la interrumpió Uliana—. ¿Y si tiene novia? La vicelíder esa, Lena, por ejemplo. ¿Por qué no? Duermen en habitaciones anejas, así que a lo mejor..., bueno, eso. ¿Y si han discutido?

Polina se incorporó.

—Oye, ¡pues a lo mejor tienes razón!

—Anda ya, eso es imposible —dijo Ksiusha con firmeza.

—¿Y eso por qué? —Polina se había calmado y vuelto a tumbar.

—Porque Volodia no estuvo en el baile ayer, y Lena estuvo bailando con Zhenia.

—Pues es verdad. —Polia se levantó de nuevo—. Al baile va todo el mundo, incluso los líderes de los destacamentos más jóvenes. ¡Es lo mejor!

—¡Quieta parada! En vez de alterarnos, ¿por qué no intentas convencerlo para que vaya hoy? —propuso Ksiusha—. Así veremos con quién baila.

—¿Y por qué tengo que ser yo? No me parece...

Polia ni siquiera tuvo tiempo de indignarse, porque Ksiusha la interrumpió.

—¡Oye, Kónev! —le espetó de repente a Yurka—. ¿Se puede saber qué haces aquí? ¿Nos estás espiando?

Yurka ni se inmutó. ¿Qué necesidad tenía de escuchar a escondidas sus chorradas si estaban gritando tanto que las oía toda la playa? Podría haber ignorado la pulla, pero, por mantener las apariencias, refunfuñó:

—Estoy aquí porque me da la gana. La playa no es vuestra.

—Y tuya tampoco. ¡Aire! —replicó Ksiusha.

—Pero ¿qué mosca te ha picado ahora? —dijo Yurka, atónito. Nunca había oído a las chicas hablar así. Ksiu­sha estaba comportándose como una víbora, en honor a su apellido: Zmeyevskaya, de zmeya, «serpiente».

—Pues que nos estás haciendo quedar mal delante de Volodia, eso me ha picado. ¡Ya sabemos que lo de Pronin ha sido culpa tuya!

—¿Ah, sí? ¿Y quién me ha dibujado como a un idiota en el periódico mural?

Yurka se cruzó de brazos rojo de furia.

—Es culpa tuya, no haber roto las guirnaldas de luces. Y ahora vete por ahí, ¡pezuño rumiante! ¡Nos estás tapando el sol!

—Bien dicho —coincidieron sus amigas, las muy víboras.

—¿Cómo que «rumiante»? ¿Y «pezuño»? —Yurka se atragantó de pura indignación. ¿Cómo se atrevía Ksiu­sha a hacer bromas con su apellido? Kónev venía de la palabra kon, «caballo» o «montura». Y, además, se había equivocado: sí, los caballos tenían pezuñas, pero ¡no rumiaban!—. No hay sol que pueda ayudaros, panda de reptiles. Cuando una es tan imbécil, no hay solución. ¡Y eso va por las tres!

Recogió los pantalones cortos que había dejado en la arena y se marchó. Estaba enfadado y ofendido, por supuesto, pero aún más sorprendido. ¿Qué querrían ellas de Volodia? ¿Y si lo conseguían? ¿Qué ocurriría entonces? ¿Se lo dividirían entre las tres o algo así? En el fondo ya se lo estaban dividiendo, quizá no a Volodia en sí mismo, pero sí a la tarea de..., ¿de qué? ¿Seducirlo? ¿Investigar su vida privada?

A Yurka todo aquello le resultaba hilarante. Al fin y al cabo, él sí conocía el verdadero motivo por el que Volodia estaban tan preocupado. Primero lo habían asustado con lo de las víctimas que se habían ahogado, y ahora los críos no dejaban de pelear en el agua. Como para no preocuparse.

Justo en ese mismo instante, el profesor de educación física hizo sonar el silbato y se oyó un desesperado grito de «¡ayudaaaa!» proveniente del agua.

Volodia dio un respingo visible y se lanzó hacia delante, preparado para tirarse al río vestido. Pero la frágil voz infantil volvió a oírse, y esta vez parecía más bien llorosa, no asustada.

—¡Está molestándonos otra vez!

«¡Joder con los críos!», le leyó Yurka en los labios a Volodia.

Se trataba de una falsa alarma: no se estaba ahogando nadie, sino que eran los críos haciendo payasadas. Los campistas mayores se relajaron, todos salvo Volodia, que tragó saliva con nerviosismo y apretó los puños. En ese momento, a los niños se les fue la situación de las manos: se desató una batalla campal, con golpes, empujones y gritos.

Yurka no tenía la menor intención de observar tranquilamente a Volodia y contentarse con comentar la escena, como el trío perfumado. Con un gesto frío y severo, se giró la fantástica gorra de importación hacia atrás y, para imponer aún más, atravesó con la mirada al mocoso. Se metió en el agua con decisión y se acercó a Volodia para poner fin a la pelea y llamar al orden a los gamberros.

Tras una batalla breve pero fiera con Pchelkin, que intentó huir a nado, los dos consiguieron arrastrarlo por el bañador de vuelta a tierra firme. Yurka se inclinó sobre él.

—Pchelkin, ¿quieres ser pionero?

—¡Claro!

—¿Sabes que en los Pioneros no aceptan a los niños que pegan a las niñas?

—¡No! Pe-pero... ¡ha empezado ella!

—Da igual quién haya empezado. ¡No puedes pegarles a las niñas!

Mientras Yurka reprendía al gamberro, Volodia dejó escapar un suspiro de un alivio palpable y regresó al agua para vigilar a los otros niños. Yurka dejó a Pchelkin con un gesto compungido que casi conmovía para ir a echar una mano en la orilla, supervisando de lejos al quinto destacamento mientras daba órdenes y sofocaba con éxito los altercados que comenzaban a intuirse. Luego ayudó a Volodia a contar las chanclas, ropa y cabezas de su destacamento.

Los esfuerzos de Yurka no fueron en vano. Le complació oír no solo al trío al completo, sino hasta a Masha (que por lo general solo tenía ojos para Volodia), exclamar:

—¡Qué buen trabajo, Yurka! ¡Menudo asistente del líder de destacamento estás hecho!

Ese «buen trabajo» lo llenó de orgullo; le resultó tan gratificante que incluso se olvidó durante un buen rato de que le habían herido los sentimientos. ¡Las chicas lo habían elogiado! Y las palabras que le dedicaría después Ira Petrovna las recordaría un tiempo con alegría: «Nunca he dudado de ti, Yura. Pero ¡ahora me llenas de orgullo! Lo comentaré en la reunión del equipo, para que todo el mundo sepa el tipo de persona que es Kónev».

Pero por alguna razón, lo más dulce, bonito y alegre que le dijeron fue el «gracias» quedo y suspirado de Volodia, junto con el brillo benevolente de sus ojos verdigrises, porque sí, ese era exactamente el color que los inundaba. Ese «gracias» le calentó el corazón a Yurka durante el resto del día y la noche. Porque se lo había ganado, y también porque se lo había dicho Volodia, alguien a quien, tras esa media hora breve que habían pasado juntos en la playa, Yurka consideraba que conocía mejor, como si el vínculo que los uniera se hubiera estrechado. Alguien a quien, quizá, podía considerar casi un amigo.

 

 

Por lo visto, los críos inquietos del río no eran el mayor problema de Volodia. Ese mismo día, durante los ensayos, Olezhka presionó al director artístico para que se le asignara el papel protagonista de la obra. Aquello no habría supuesto mayor problema, pues Olezhka tenía un vozarrón, memorizaba deprisa sus diálogos y se metía en el personaje, de no ser porque su defecto al pronunciar las erres hacía que la mitad de las veces costara entender lo que decía. Volodia no quería que Olezhka se sintiera insultado, pero tampoco podía asignarle un papel con mucho texto. Al final, le prometió que, después de escuchar a los demás, escogería al mejor, y le aseguró que le asignaría un papel, pasara lo que pasase.

Yurka observaba aburrido el espectáculo. Ver a Masha le provocaba casi un dolor físico: de fondo, no dejaba de repetir en bucle el mismo tema de siempre, Claro de luna, que todo el mundo a esas alturas aborrecía ya. Y no pasaría nada si el único problema fuese que la gente se había hartado de escucharla, pero es que además la tocaba mal. Yurka intentó no prestarle atención, pero era imposible, y deseó que tanto Masha como el puñetero instrumento se marcharan lejos, muy lejos. De no ser por la música, las heridas que tanto le había costado cerrar no se habrían reabierto.

La música... No era capaz de imaginarse sin la música. Había arraigado en él y ya formaba parte de su ser. ¿Cuánto tiempo llevaba intentando arrancársela de dentro? ¿Un año? ¿Toda la vida? Le había costado muchísimo aprender a vivir en silencio, y justo entonces, como salido de la nada, había aparecido un piano; y allí estaba Masha, un ejemplo perfecto de cómo no tocarlo. Le sobrevino una tentación inesperada, junto con la certeza de que sabía tocar mejor que ella; no en ese momento, quizá, sino antes, una vida entera atrás, cuando aún podía, cuando aún sabía cómo se hacía. Pero seguramente ya lo habría olvidado. Ahora lo único que le quedaba era escuchar a los demás mientras se ahogaba en su propio silencio interno, en su vacuidad, en ese odio hacia sí mismo que le ardía en las entrañas.

Observaba a Masha rechinando los dientes. Trató de poner una mueca ante las miradas que ella le lanzaba a Volodia, pero no pudo. Lo único que conseguía era estar cada vez más enfadado, sin explicación alguna. Quería concentrar su ira en otra persona, como en el trío, pero las chicas ni siquiera se habían presentado al ensayo.

Apenas este hubo terminado, Yurka se fue corriendo a cambiarse para el baile. Mientras se iba, totalmente sumido en sus pensamientos y recordando el paquete de cigarrillos Java que había escondido detrás de la valla de los nuevos barracones, alguien gritó su nombre:

—¡Yurchik!

Polina lo agarró del brazo y le dirigió una mirada conspiratoria.

—¿Podemos hablar un segundo?

Yurka se había prometido que después de lo de «pezuño» no volvería a dirigirle la palabra a ninguna de las miembros del trío, pero ya había pasado medio día y no se sentía tan herido como antes. Y, ¡tachán!, ahora acudían a él. Vaciló unos instantes con enfado, pero al final le pudo la curiosidad.

—¿Qué quieres? —Se volvió, mirándola con un gesto entre el enfado y la interrogación.

—¿Te has enfadado con nosotras? No te enfades, Yur. Venga, acompáñame.

Polina lo arrastró hasta la habitación de las chicas de su cabaña, donde esperaban Uliana y Ksiusha. A Yurka no le hicieron ni pizca de gracia las expresiones sarcásticas de sus rostros.

—Escúchame, Yurchik... —Polina esbozó una sonrisa dulce y se retorció un mechón de pelo dorado con el dedo—. Tú te llevas muy bien con Volodia, ¿verdad?

Yurka suspiró. Así que para eso lo necesitaban. El trío entero estaba pillado por el líder de destacamento y ahora querían que él les hiciera de celestina. ¡Ni en sueños! No se había olvidado de los insultos que le había dedicado la víbora de Ksiusha en la playa mientras Polia y Ulia la jaleaban. ¿Y ahora querían que les hiciera un favor? ¿Después de lo que le habían hecho? ¡Ya podían esperar sentadas!

Sin embargo, de repente, se le ocurrió un astuto plan.

—Sí —respondió Yurka, posando la mirada en las tres con actitud misteriosa—. Hablamos de vez en cuando. ¿Por qué?

—¿Sabes si suele ir a los bailes?

Yurka se encogió de hombros.

—No lo sé. Supongo que estará liado con los críos.

Polina se animó, e incluso se mordió el labio.

—Escúchame, ¿y si intentas convencerlo de alguna manera para que venga al baile de esta noche?

A pesar de que ya sabía lo que iba a contestarles, Yurka fingió estar planteándoselo.

—Se puede intentar. No prometo nada. Pero...

—Pero ¿qué?

Polina esbozó una sonrisa más dulce que la anterior, aunque era tan falsa que a Yurka casi se le pegaron los dientes, como cuando comía caramelos Iris, aquellos tofes pequeños.

—¿Qué saco yo de eso? —Sonrió sin pudor.

—¿Qué quieres?

Volvió a aparentar que reflexionaba, y hasta se rascó la barbilla.

—¡Que Ksiusha me dé un beso! ¡En la mejilla! ¡Dos, y delante de todo el mundo!

—¿Cóóóómo?

Ksiusha, que había estado sentada tranquilamente en la cama hasta ese momento, se puso en pie de un salto roja como un tomate. Era evidente que la propuesta de Yurka no le hacía ninguna gracia.

Él levantó las manos.

—¡Eso o lo convencéis vosotras de que vaya al baile!

Hubo un intercambio de miradas en el trío. Finalmente, Uliana suspiró.

—Bueno, al menos lo hemos intentado.

Ksiusha sacudía vigorosamente la cabeza en actitud de protesta.

—Yurchik, espera fuera un momento, ¿quieres? —le pidió Polina, mirando de soslayo a su amiga—. No tardamos nada.

Él asintió. No había siquiera cerrado la puerta cuando las chicas comenzaron a susurrar con furia entre ellas. Unos minutos más tarde, Ksiusha asomó la cabeza con expresión de derrota.

—Vale. Hecho.

Yurka volvió a asentir, esta vez con solemnidad. Cuando se marchó del comedor después de la cena, se dirigió directamente a las cabañas infantiles para invitar a Volodia. Un trato era un trato.