Hacía un calor sofocante. Aquella semana estaba siendo especialmente insoportable. En las noticias se escuchaba de forma reiterada el mismo comentario: «Los científicos alertan del verano más caluroso de la historia desde que se tienen registros». Yo estaba preparada. Solía vestir ligera, con una blusa blanca de generoso escote que a mis treinta y dos años lucía, como mi propio nombre, espléndido. Y también compré un pequeño ventilador de mesa que funcionaba a pilas, por si la cosa se complicaba.
Afortunadamente, tenía una pequeña mesa en un hueco al fondo de la sala, que no era más que el espacio muerto situado debajo de la escalera que subía a la segunda planta. Y digo «afortunadamente» porque a mí me encantaba aquel cubículo, algo oscuro, sin entradas de luz natural ni ventanas, que se mantenía más fresco que el resto de aquella enorme sala principal donde treinta trabajadores, treinta y cinco si incluimos a los becarios sobrexplotados con promesas de contratación, sudaban todos al mismo tiempo: el que marcaban los treinta y siete grados de temperatura en el termómetro porque el aire acondicionado estaba estropeado. Llevaban varias semanas sin repararlo por una pieza que no terminaba de llegar de China y no tenía visos de que fuera a pasar, al menos a corto plazo. Llegué a pensar que era una estrategia de la empresa para pagar menos o cobrarnos más en el futuro por tener sauna incluida en el lugar de trabajo y dentro del horario laboral.
A mí me encantaba aquel pequeño espacio, nunca mejor dicho, porque me sentía cómoda, arropada por esa penumbra que tanto me ayudaba en mi trabajo. Un espacio lleno de estrellas y sin gente alrededor.
Sé que puedo parecer un poco misántropa de inicio, tampoco pretendo ocultarlo, pero siempre ha sido de puertas para dentro. Hay que ser muy valiente para lo contrario. Por lo general, me mostraba predispuesta para los demás, bonachona según el caso, e incluso un poco tímida y santurrona en ocasiones. «Ausente», como decía mi políticamente correcta amiga y compañera Diana cuando llegaba a mi mesa, por sorpresa, a primera hora de la mañana y me pillaba con la mirada perdida en la pared.
En aquella redacción repleta de gente anodina, Diana era la única persona con la que me tomaba cafés a gusto y no obligada por la presión del «bienquedismo» laboral, que te hace poner buena cara en los pasillos mientras maldices por dentro. Los demás o bien pasaban olímpicamente de mí o bien rajaban de mi sección con cierto desdén..., y «cierto» no es más que un eufemismo.
—¿Ya has visto a Rosa? —me preguntaba Diana muchas de aquellas también anodinas mañanas.
—No, no he tenido el disgusto todavía —le contestaba entre risas. Me molestaba mucho que Rosa tuviese el nombre del color favorito de mi hija.
Diana, morena azabache de nacimiento, esbelta y gallarda como una espiga, entraba en nuestra planta pisando con autoridad a las nueve en punto de la mañana, y no porque tuviera algún cargo importante dentro de la empresa, algo que siempre te da cierto colchón de confianza, sino porque ella irradiaba seguridad en todos los aspectos de su vida. Atravesaba los despachos plantando sus tacones en la moqueta con aplomo y seguridad, como quien conoce a la perfección lo que acolcha ese mullido suelo, aunque yo estoy segura de que en su mayoría albergaba todo tipo de ácaros.
Diana trabajaba en el departamento de moda que, si bien es cierto que tenía cierto tirón, no era ni muchísimo menos lo suficientemente relevante como para formar parte de la cúpula que dirigía la revista. Pero lo que sí la hacía destacar por encima de todos los demás era la confianza que demostraba en sí misma. Era la que precisamente me faltaba a mí en algunas ocasiones para poner los ovarios encima de la mesa y decir: «Perdona, pero mi sección está pagando tu sueldo». Ojalá hubiese tenido el valor para decir todas las cosas que se me pasaban por la cabeza y que nunca verbalizaba.
Fantaseaba con soltárselo a la cara a más de un gafapasta que campaba por la redacción poniéndole la tilde a «ti» con total desvergüenza. Y a Rosa, por supuesto.
Aquella mujer maligna, malavenida, malhumorada, maléfica, malversadora, malcasada y todos los adjetivos que se os ocurran que comiencen por «mal-», se mantuvo firme en su convicción de que yo era el enemigo desde que había puesto un pie en la empresa cinco años atrás. Veía en mi persona un objetivo a derribar. Como quien lanza un dardo sobre una diana. No mi amiga, una diana de verdad.
En cierto modo, me daba pena. Siempre que ella cometía un error que a mí me tocaba arreglar, tenía la costumbre de decir una frase que me sacaba de quicio, al margen de que me llamara «Luci» con un tono terrible:
—Perdona, Luci, pero esto se ha hecho así toda la vida.
No sé muy bien por qué me quedaba callada, cuando mi cerebro, activo por la adrenalina y el cabreo, respondía en su interior:
«Pues si esto se ha hecho así toda la vida, toda la vida se ha hecho... MAL, idiota».
Tener un ascendente Libra dejaba claro que lo mío a veces era tragar, tragar y tragar hasta que explotaba.
Diana y yo nunca entendimos esa fijación por la pulla constante, por el desprestigio silente en cada uno de sus comentarios contra mi persona. Yo, que no era más que una mujer hablando del horóscopo, no podía resultar una amenaza para toda una redactora de noticias del cotilleo. Una mujer que a sus casi cincuenta años escribía en una revista juvenil sobre los «niños» de Operación triunfo, con palabras como «chupi» o «cañero», mientras llegaba a la oficina con un Chanel falso. A veces, el chiste se cuenta solo.
Por eso, trabajar con Diana era una suerte. Un balón de oxígeno diario por las continuas risas que nos proporcionábamos la una a la otra —no siempre bien vistas en la oficina—, y, sobre todo, por la amistad incondicional que nos profesábamos. Las dos juntas nos hacíamos mejores. Y junto a mi otra amiga Sol, la tercera en discordia, nos volvíamos invencibles.
Aquel 13 de junio de 2002 me levanté, como de costumbre, a las 6:45 de la mañana. Me gustaba prepararle a Violeta su comida el mismo día, porque si se la preparaba la tarde anterior, no tenía el mismo sabor al recalentarla. Creo que mi hija era la única que llevaba el almuerzo a la escuela, pero es que por aquellos tiempos también era la única de la clase con celiaquía, malabsorción de la fructosa y otras intolerancias, que yo supiera. Aunque a la cocinera no le hacía mucha gracia tener que calentar la comida que llevaba en su táper, yo me quedaba mucho más tranquila sabiendo que ninguna miga de pan, cebolla o guisante entraba en su estómago.
Ser madre soltera tiene sus pros y sus inconvenientes. Por un lado, sentía la ventaja de recibir todo el cariño que una hija puede expresarle a una madre en forma de profundas frases infantiles, coloridos dibujos, regalos de plastilina y collares de macarrones sin gluten, pero, por otro, también padecía el ahogo de tener que multiplicarme por dos para llegar a todo lo que su energía demandaba. Y parece ser que era buena abogada, porque demandaba mucho y bien.
Todo era una preciosa rutina. A primera hora nos vestíamos, desayunábamos y nos acompañábamos hasta la puerta de la escuela. Todo era un «nos» maravilloso hasta aquel punto. A partir de ahí era un «su» constante. Era «su» segundo año en «su» colegio, donde tenía «su» maestra favorita y «su» grupo de amigas. Era tan posesiva que cualquiera diría que era una tauro con ascendente Aries en vez de una sagitario reconocida.
A diferencia de ella, yo no conseguía integrarme en «mi» grupo de madres y padres. No por nada en especial, sino porque mi reloj no tenía las horas suficientes que este tipo de relaciones grupales requieren para integrarse, y eso que por aquel entonces ni siquiera existían los chats de grupo donde leer un «que se mejore» cada dos líneas.
Prefería dedicar el tiempo útil de mi vida a mi hija, mis dos amigas y, por supuesto, a mi trabajo. Cuando parecía que podía sacar una hora para algo más, me daban las doce de la noche frente al ordenador. Al menos, en aquel momento ya lo tenía en casa y no solo en la oficina.
Recuerdo cómo sentía que el mundo estaba cambiando sin tener apenas capacidad para asimilarlo. Me estaba pasando lo mismo que cuando a mis diecinueve años, siendo hija única en un país donde la natalidad se encontraba en caída libre, les dije a mis padres que quería estudiar astrología y todo mi mundo se tambaleó. Mi padre siempre pensó que era astronomía, o así quiso entenderlo. Comentaba con sus amigos que su hija, Lucía la astrónoma, iba a llegar lejos, que incluso iría al espacio...
Quedó satisfecho. Mi madre y yo nunca le explicamos la diferencia.
Murió antes de conocer a su nieta por un infarto fulminante. Siempre habíamos dicho que tenía un gran corazón y ahora solo puedo afirmar que se fue feliz. Nunca tuve nada que reprocharle y sí mucho por lo que recordarle. En la actualidad es lo máximo que quiero ofrecerle a mi hija Violeta: quiero que el día en el que ya no esté junto a ella o ella junto a mí, no tenga nada que reprocharme, pues creo que no puede haber mayor orgullo para una madre.
Recuerdo lo maravillosos que fueron los primeros años en los que estudié astrología. Recorríamos las bibliotecas recopilando información de libros de astronomía para conseguir resolver los ejercicios de algunas asignaturas. Se trataba de adquirir destreza y experiencia, y no solo en el empleo del lenguaje, algo que era tremendamente importante para nuestro desarrollo profesional. Y es que no solo tienes que ser muy prudente y certera, si te vas a plantear hablar del futuro, sino que nuestros profesores también insistían en que era mandatorio contar con un amplio conocimiento del espacio y la física. Sin duda, era un ejercicio muy global, tedioso y a veces complicado, pero nos ayudaba a calcular los ascendentes de cada signo con ejercicios matemáticos, pues implicaban varios parámetros sobre el Sol, la Luna y la posición de los planetas en horas y años concretos. No era fácil, pero era divertido.
Pasados unos años, todo se tornó diferente. Opuesto. Habíamos entrado en el siglo XXI y la famosa banda ancha de internet traía hasta la misma puerta de mi casa más de cuarenta millones de páginas web con una información tan inalcanzable como seductora. Estaba fascinada, no solo por el contexto, sino por la velocidad con la que estábamos cambiando. Yo necesitaba formar parte de ese progreso, aunque sin perder mi esencia. Aquella estantería llena de enciclopedias, libros sobre astrología, alquimia, historia del mundo y nigromancia, que durante tantos años fue mi mayor tesoro y la fuente originaria de mi trabajo, había quedado relegada, oculta y en cierto modo vilipendiada por una pantalla de tubo y un módem ADSL de 512 kbps de Telefónica.
No voy a negar que me apasionaba toda aquella revolución que estábamos sufriendo. Sufrir. Del latín suffere: sentir físicamente un daño, un dolor, una enfermedad o un castigo. Y es que esa es la palabra con la que a mí me gustaba definirlo: el sufrimiento. Se respiraba en el ambiente. Por todas partes. Estábamos enganchados, hiperconectados. No había un lugar en los parques, las cafeterías o el trabajo donde no hubiese una persona con los ojos clavados en el móvil o enviando SMS como quien envía una nota secreta a un ser amado. Yo también añadía de forma compulsiva nuevos contactos a mi agenda y el hecho de escuchar el tono musical de una llamada, que había descargado de cualquier sitio pagando un precio desorbitado, me generaba un cosquilleo en el cuerpo, impropio para una mujer de treinta y dos años. Sin duda, mucho más que el que pudiera provocarme la búsqueda de ese amor por el que había brindado mi madre la última Navidad.
De la misma forma que yo era parte activa del nuevo mundo que se nos prometía ese 2002, también me mantenía en la cuerda floja ante aquella dicotomía, puesto que sentía nostalgia por todo lo que empezaba a quedar en desuso. Somos una civilización terrible. Si algo aparece como nuevo, tendemos a olvidar lo viejo. Lo hacemos ajeno y lo desterramos, por muy útil que nos haya resultado.
Siempre he sido un poco melancólica. Y aunque no hacía falta ser muy hábil para darse cuenta de que todo aquello era el futuro y que el papel comenzaba a estar herido de muerte, yo me mantuve siempre con cierta ventaja durante esa transición de virtudes. Porque allí, en aquel cubículo oscuro, no solo recibía correos electrónicos de mi editora jefa y notificaciones de quienes estábamos enganchados al nuevo sistema de mensajería Messenger para hablar con los compañeros y contactos, sino que en aquel espacio de seguridad que había creado para mi confort, donde ni siquiera Rosa era capaz de entrar con su burda ironía, también seguía recibiendo decenas de cartas manuscritas dirigidas a mi nombre cada semana.
Paremos un momento. He pasado gran parte del primer capítulo aseverando, de manera incontestable, que mi sección gozaba de un estatus privilegiado y que, en cierto modo, desataba la envidia del resto, pero quizás no lo he explicado con claridad.
Era fácil. El éxito de tu sección se medía por la cantidad de cartas que llegaban a la revista dirigidas a la persona que la escribía y, en esto, «la Luci», como insistía en denominarme la necia de Rosa, era quien se llevaba la palma. No era el apartado de moda, tampoco el de noticias de famosos ni el de belleza. Era mi sección, la del horóscopo, las cartas astrales y los test de personalidad, la que recibía decenas de cartas cada semana.
Aquello era inabarcable. No por el número; a priori, recibir cincuenta o sesenta cartas a la semana puede parecer sencillo de gestionar. Era el contenido y mi honestidad lo que me generaba un extra de responsabilidad que me llevaba a precisar alguna hora de más en la oficina.
Desde el principio quise ser especialmente agradecida y cuidadosa con cada una de las personas que se tomaban su tiempo para escribirme y, además, indicarme su remite. Las más tímidas no ponían su dirección. Las más lanzadas te revelaban desde su signo, hora de nacimiento y talla de zapatos hasta sus más inconfesables anhelos, que necesitaban saber satisfechos o no por el designio de su horóscopo.
Si alguien invertía —ya no sé si bien o mal, ese juicio se lo dejo a uno mismo— una hora de su vida en agradecerme cómo mis interpretaciones le habían ayudado la semana anterior, yo me sentía obligada a tomarme el mismo tiempo para encontrar una respuesta a la altura. Y lo hacía de la misma forma: por correo postal. El olor del papel manuscrito tiene algo que enamora. El tacto enamora.
Por supuesto, no todo eran alabanzas, ruegos o súplicas. Igual que unas palabras me adoraban, otras quemaban, y mucho, si la cosa no había salido como pensaban. Me sentía responsable de lo que dejaba impreso, de la connotación que tenía cada palabra, y por eso, si erraba en mis interpretaciones, pedía disculpas sin ningún tipo de vergüenza. «Lo siento». No había justificación ni contexto. Lo sentía de verdad.
Aquellas cartas eran parte de mi vida, y en especial aquellas que me explicaban con detalle la suya, pedían consejo o se enamoraban del seudónimo con el que firmaba mi sección: Romasanta. Infundía respeto, o al menos es lo que me hacían creer, aunque siempre pensé que solo era un apellido. Sin más.
Al leerlas, reconozco que me apasionaba discernir los sentimientos más humanos con total claridad. El miedo, el dolor, la pasión, la tristeza... Pude percibir mucha soledad en aquellos textos tan íntimos. No me gustaba. Sentía que un mundo cada vez más tecnológico y conectado comenzaba a desconectarnos de una parte de nosotros mismos. A menudo, aquellas personas hablaban de abandono, de la falta de empatía, de la tristeza de sentirse sin ese compañero con quien mantener una conversación que acabara en un «Te entiendo»... Por aquel entonces, todavía no nos comunicábamos de la misma forma en la que lo hacemos ahora. Ni siquiera había redes sociales; ni Facebook ni Instagram formaban parte todavía de nuestro vocabulario, pero avanzábamos, continuábamos hacia delante, y lo hacíamos a un ritmo vertiginoso.
Aquella mañana de junio, después de dejar a Violeta en el colegio, de hablar con Diana de algún cotilleo ridículo, pero gratificante y jugoso, sobre las doce del mediodía, cuando empecé a pensar si elegiría pasta o ensalada para comer, Jonás entró por la puerta para repartir el correo. Lo hizo como de costumbre, silbando y hablando en voz alta, como los profesores cuando decían la nota de tu examen delante de todos, dejando claro quiénes eran los afortunados que tenían admiradores. Aquel jueves 13 no iba a ser diferente para mí. O al menos eso pensaba...
—Rodri, tienes una —dijo Jonás, entregándole la primera de un paquete de cartas que traía en la mano—. Espero que no sea una multa —agregó, completando la broma.
—Dos para Diana...
—Gracias —respondió complacida. Era imposible no hacerlo con tanta simpatía.
—Espero que hayan dado en el blanco —dijo sonriendo mientras cerraba el chascarrillo con un gesto lanzando un dardo.
—Esperaba un chiste mejor, no te voy a engañar, pero es aceptable —respondió encantada.
—Tres para administración —continuó avanzando por la sala con su voz grave.
—Y para Rosa...
Hizo un silencio, mientras revisaba el pequeño taco en el que todavía quedaban al menos una decena de ellas.
—No, perdona, ya son todas para Romasanta —dijo con displicencia, casi ladino, mientras cambiaba el rumbo hacia mi mesa con una mueca, dejando en la cara de Rosa una sensación cercana al odio eterno y en la mía, una sonrisa tímida ya ensayada por la costumbre.
Jonás, Jota, como le llamábamos los más cercanos, era, y es, un ser humano maravilloso. Con un aire despistado que le hacía tremendamente atractivo. Era alto, castaño, tenía los ojos verdes con los anillos limbales marcados y unas tupidas pestañas, un rostro con pronunciados rasgos masculinos visibles bajo una barba de un par de días y, aunque no se mostraba como una belleza arrebatadora, sí era guapo de los de darte la vuelta. Era interesante, como no podía serlo de otra manera un géminis convencido. Personas con un talento para contar historias que exhibía sin complejos cada vez que hacía acto de presencia en aquella sala. Los géminis tienen una gran capacidad analítica que los lleva a ser muy resolutivos, y eso le bastaba para ganarse el cariño de todos, a pesar de llevar pocos meses con nosotros. Se podía decir que tenía algo y ese algo es que era, ante todo, una buena persona. Esto ya es más de lo que se puede decir de tres cuartas partes de la humanidad.
—Doce —aseveró mientras dejaba el taco de cartas sobre mi mesa—. Creo que has batido algún tipo de récord diario de fanatismo.
—Es que la semana pasada arriesgué con los piscis y estos son de coger el boli rápidamente —dije, habida cuenta de que Jota llevaba solo unos meses trabajando con nosotros y todavía no sabía de lo que era capaz.
—Pues son doce como los doce signos del Zodiaco. ¿Coincidencia? No lo creo...
—La verdad es que son trece... o catorce, según con quien lo hables.
—¿En serio? —preguntó Jota con esa cara que se repetía cada vez que soltaba alguna de mis perlas zodiacales.
—Se llaman Ofiuco y Cetus.
—Pero ¿estos los has descubierto tú? Porque ponerle nombres tan pretenciosos... Te pega más un «Romina y Albano».
Me reí ante tal ocurrencia. Me hubiera gustado ser quien hubiese descubierto nuevos signos, no os voy a engañar, pero di una explicación lo más profana posible:
—No, estaban desde el principio, pero los babilonios, que fueron quienes inventaron la astrología, no los incluyeron para que los doce signos cuadraran con las doce lunas llenas que hay a lo largo del año. Y dependiendo de si el año es bisiesto, son trece...
—¿Tú eres consciente de que yo de esto...? —dijo interrumpiéndome con cariño.
—No te preocupes, la verdad es que Romina y Albano no hubieran estado mal como nuevos signos —respondí, sonriendo cómplice.
—Bueno, pues te dejo con tus estrellas, que se te acumula el trabajo...
—Espero no salir muy tarde hoy... —apunté, lanzando una misiva intangible que entendió a la primera.
—Apoyo la moción, porque eso significaría que también me tocaría quedarme. Apiádate de mí hoy, por favor, que tengo una familia que me espera en casa...
—¡Pero si no tienes familia! —reaccioné, a sabiendas de que vivía solo, aunque cerca de casa de sus padres, ya que me lo había contado tardes atrás.
—Allá donde habita un gato, habita una familia. Y eso no me lo puedes negar.
Asentí con convicción mientras se retiraba de mi mesa y esbozaba una pequeña sonrisa agradecido por las buenas conversaciones. No es fácil encontrar algo así.
—Toma, Lucía. Creo que esta es para ti también —comentó uno de los chicos que trabajaban en administración.
Me encantaría deciros su nombre, pero la realidad era que no tenía ni idea. Para mí eran todos iguales y llevaban la misma corbata.
—Mira, ahí tienes a Cletus, el decimotercero. Ya solo falta el O’funkillo y completas los catorce —añadió Jota, haciendo un terrible juego de palabras con Cetus y Ofiuco que desató en mí una sonora carcajada. Todos se giraron y Rosa me fulminó con su mirada.
Ciertamente, había cogido cierta confianza con él por una rutina diaria, casi imperceptible, en la que pasaba por mi mesa para dejar el correo siempre a media mañana, puntual como un reloj suizo, y que terminaba con una cómoda conversación. Pero también por otra, invisible a los ojos de los demás, que consistía en quedarnos juntos en la redacción hasta última hora. Jota me hacía compañía forzada, ya que era el encargado de cerrar la oficina cuando el último —última en este caso, una servidora— se marchaba, de ahí su comentario familiar respecto a su gato y a que me apiadase de él para salir a una hora decente.
He de reconocer que desde que tenía ADSL en casa, aquellas intempestivas tardes se podían contar con los dedos de una mano y casi siempre coincidían con las extraescolares de Violeta en el colegio, pero mentiría si no dijera que eran momentos muy agradables en su compañía.
El reloj rozaba la una de la tarde cuando me dispuse a abrir la primera carta. Quizás la elegí entre todas porque era distinta al resto. No venía en un sobre blanco ni traía dibujitos o pegatinas en el exterior. Era ocre, discreta, muy sobria. Sin remitente. Solo el destinatario escrito a mano y un sello amarillo, en homenaje a la peseta, de 0,25 euros. Sin matasellos. Lo entendí como un regalo, puesto que se había tomado la molestia de pegar un sello sin haber pasado por Correos.
A decir verdad, no estaba acostumbrada a esa sobriedad, quizás por eso me llamó la atención y la escogí; porque pensé que se trataba de alguna comunicación más administrativa o formal. Pero no fue así, nada más lejos de la realidad.
Ojalá no hubiese abierto aquel sobre. Ojalá el destinatario hubiese sido uno de los tres clones de administración. Pero no, esa carta supuso el punto de partida que da lugar al punto de no retorno. Unidos de la mano. Como una reacción en cadena.
Aquella carta fue el arranque de esta espeluznante historia de la que fui víctima y verdugo. Además, aquella carta iba dirigida a mí, no al seudónimo con el que firmaba en mi sección. No era para Romasanta: era para Lucía.