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La consciencia

El tema de este capítulo puede verse como un desvío poco convencional. Veremos que los conductistas, como B. F. Skinner, creían que una ciencia de la psicología adecuada no se ocuparía de la experiencia consciente. Después de todo, no hablamos de consciencia cuando hablamos de las ratas y no somos muy diferentes a las ratas. Los psicólogos cognitivos que seguían a Skinner rechazaron prácticamente todas sus ideas, excepto ésa. A fin de cuentas, no hablamos de consciencia cuando hablamos de ordenadores y no somos muy diferentes a los ordenadores.

Yo hice mis estudios de posgrado en el MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts), que era la zona cero de la psicología cognitiva. Mi tesis era sobre el aprendizaje del lenguaje en los niños y, cuando me planteaba cómo averiguan los niños el significado de una palabra, nunca se me ocurrió plantearme cómo era la experiencia de aprender un lenguaje para un niño. Mis compañeros de posgrado y los profesores estudiaban el lenguaje, la percepción, la atención, la memoria y el raciocinio y, como yo, concibieron esas capacidades como procesos cerebrales y mecanismos computacionales. La consciencia no era relevante. Ya estaban para eso los filósofos en la otra punta del campus, en una antigua estructura de madera de la Segunda Guerra Mundial designada como Edificio 20: es cosa suya, que se ocupen ellos.

Si nos pidieran defender nuestra falta de aprecio por la consciencia, señalaríamos que la inteligencia no requiere sensibilidad. Una calculadora puede hacer cálculos matemáticos, un GPS puede evaluar trayectorias, un termostato puede ajustar la temperatura, y todo ello sin la más mínima chispa de consciencia. No son sólo las máquinas las que poseen inteligencia, pero no sentimientos: algunas criaturas del mundo natural también. Échale un vistazo a este extracto de una crítica a La red oculta de la vida, un libro reciente sobre hongos:

Los hongos están acostumbrados a buscar alimento explorando ambientes tridimensionales complejos tales como el suelo, así que quizá no sea sorprendente que el micelio fúngico resuelva acertijos de forma tan precisa. También es muy bueno buscando la ruta más económica entre puntos de interés. La micóloga Lynne Boddy construyó una vez una maqueta del Reino Unido a escala usando tierra y poniendo bloques de madera con colonias de hongos en los puntos en los que estarían las ciudades principales, todos de un tamaño proporcional a los lugares que representaban. Las redes de micelio crecieron rápidamente entre los bloques y la que crearon reproducía el patrón de las autopistas del Reino Unido («Podías ver la M5, M4, M1, M6»). Otros investigadores dejaron suelto moho mucilaginoso (o moho del fango) en diminutas maquetas a escala de Tokio con comida en los centros de actividad principales (en un solo día reprodujeron la forma del sistema de metro) y sobre mapas de Ikea (hallaron la salida de forma más eficiente que los científicos que les habían presentado la prueba). Los mohos mucilaginosos son tan buenos resolviendo estos problemas que los investigadores los están usando ahora para planificar redes de transporte urbanas y vías de escape en caso de incendio para grandes edificios.43

Esto demuestra mucha inteligencia y, ya que el moho mucilaginoso carece de consciencia (al menos, que sepamos), sugiere que puede existir inteligencia sin consciencia. Así que, ¿por qué preocuparse por la consciencia si lo que nos interesa es cómo los humanos llegan a hacer cosas inteligentes?

Los tiempos han cambiado desde mis días de estudiante de posgrado. La consciencia es ahora una materia fundamental para la ciencia de la mente, como debe ser. Al margen de que sea esencial para la inteligencia, ninguna teoría de la psicología estaría completa sin ella. Después de todo, es lo más cierto que hay. Como señaló Descartes, me puedo cuestionar casi todo, pero mi experiencia consciente está por encima de toda duda. Estoy más seguro de que ahora mismo estoy experimentando una punzada en el cuello que de cualquier otra cosa en el mundo.

Las preguntas sobre la consciencia tienen también una relevancia moral. Puedo darle hachazos a un árbol con comodidad porque confío en que no siente nada, pero, si descubriera que no es así, probablemente pararía. Como expuso el filósofo Jeremy Bentham, en lo que concierne a los asuntos de la moral, la pregunta pertinente no es si algo puede razonar o hablar, sino si es capaz de sufrir.44 Sufrir requiere de consciencia.

El problema que surge de inmediato al tratar de entender la consciencia es que parece ser un acontecimiento en primera persona. Aunque yo estoy seguro de que soy un ser que experimenta, la vida interior de otras personas (lo siento, pero esto te incluye, querido lector) está más en entredicho.

Quizá haya un período en la vida de toda persona reflexiva en el que se preocupe por este tema, en el que se ponga un poco solipsista; se pregunta si está rodeado de trajes vacíos, criaturas que dicen ooh y aah y sonríen, chillan y lloran, pero que no tienen experiencias en realidad. Mi asistente virtual de IA —mi Alexa— me ha dado las gracias, me ha dicho que lo siente y que quiere ayudarme, pero sería un idiota si la creyera. Ella no siente agradecimiento ni pena ni desea nada. Puede que otras personas sean también así, sólo que actúan mejor.

Si esto te preocupa, vas camino de convertirte en un filósofo. Ahora bien, la mayoría de nosotros —y la mayoría de los filósofos también, cuando no están filosofando— dejamos a un lado estas preocupaciones escépticas y asumimos que los demás también son conscientes. Los humanos tenemos una apariencia similar y el mismo tipo de cerebro, y actuamos de forma parecida, así que tiene sentido que nuestra fenomenología también se comparta y, como veremos enseguida, podríamos estar constituidos naturalmente para asumir que los demás tienen mente y poseen creencias, deseos y experiencias. Tomarse demasiado en serio la noción de que los que nos rodean son autómatas sería una forma de locura.

Queda, sin embargo, una preocupación más razonable: podemos aceptar que los demás son conscientes y seguir preocupados por cómo se ajustan sus experiencias a las nuestras. Sabemos que hay diferencias; hay variaciones genéticas que hacen que algunas personas, normalmente hombres, se vuelvan daltónicas, incapaces de distinguir una manzana roja de una verde; otros genes influencian el gusto (para algunos individuos desafortunados, el cilantro sabe a jabón). Hay gente que tiene poca o ninguna capacidad para recrear imágenes, otros las tienen vívidas. Hay unos cuantos que incluso tienen sinestesia, por lo que experimentan la información sensorial que reciben de forma inusual; más adelante conoceremos a alguien que saboreaba los colores.

Otras diferencias en nuestras experiencias pueden ser difíciles, incluso imposibles de percibir. Por tomar el caso clásico que desarrolló el filósofo John Locke, ¿y si lo que yo veo de un color lo ves tú de otro?45 Ambos usamos verde para la hierba y morado para la berenjena porque son las palabras que hemos asociado a nuestra experiencia, pero ¿y si esa experiencia estuviera al revés, de forma que lo que tú describes como verde yo lo veo morado y viceversa? ¿Cómo podríamos saberlo?

Es difícil saber lo que ocurre en la mente de otra persona. Marcel Proust escribió:

Una persona real, por mucho que empaticemos con ella, es en gran medida perceptible sólo a través de nuestros sentidos, es decir, permanece opaca, presenta un peso muerto que nuestra sensibilidad no tiene la fuerza de levantar.46

Ahora bien, no podemos fracasar por completo al intentarlo. La comunicación implica conjeturar de manera fundamentada sobre la mente del otro, y a menudo acertamos. «Bonito restaurante el tuyo», dice el gánster, «sería una pena que le pasara algo», y aunque no está explícito en la frase, el dueño entiende la amenaza alto y claro. A veces inferimos el estado mental de otros por su expresión, como cuando miramos a alguien a la cara y sabemos que está enfadado, aburrido o asustado; a veces lo conseguimos tomando como referencia nuestra propia experiencia. Cuando cocino pasta para otras personas pruebo la pasta y ese simple acto refleja la creencia tácita de que como me sabe a mí es prácticamente como les va a saber a ellos, es decir, podemos usar nuestra propia experiencia como sustituta de la experiencia de otros.

Pero a veces nos equivocamos, a veces confiamos demasiado en nuestra propia experiencia y no apreciamos cuán diferentes son los otros. En mi clase de Introducción a la Psicología mi broma sobre Ross Perot fracasa por completo porque mis alumnos no están tan familiarizados como yo con las elecciones presidenciales de 1992; a mí me gusta el ajo, pero a mi amigo no, así que apenas toca la pasta a la puttanesca que le he preparado para cenar; una vez pensé que El club de la lucha era una película apropiada para una cita y me equivoqué y es que, a ver, el tráiler me pareció genial a mí.

El ejercicio de ponerse en el lugar de otra persona, lo que a menudo llamamos empatía, en realidad falla cuando intentamos darle sentido a la consciencia de personas que son muy diferentes a nosotros. ¿Puedes imaginarte lo que es ser Atila o alguien que sufre de esquizofrenia paranoide o un mono?

¿Qué me dices de un murciélago? Thomas Nagel, en el artículo clásico «¿Cómo es ser un murciélago?», admite que podemos imaginarnos volando y viendo el mundo a través de los ojos de un murciélago,47 pero, aun así, no seríamos un murciélago, sino nosotros en el cuerpo de un murciélago. Para saber lo que es ser un murciélago, es necesario serlo.

A veces podemos hacer conjeturas fundamentadas. Piensa, por ejemplo, en lo que es ser un bebé. William James sugirió que la vida mental empieza como un puro caos: «El bebé, bombardeado por ojos, orejas, nariz, piel y entrañas a la vez, lo percibe todo como una gran confusión, creciente y aturdidora».48 La psicóloga del desarrollo Alison Gopnik defiende una postura diferente:49 la atención adulta puede dirigirse a voluntad (hablaremos de esto más adelante) y, aunque puede captarse por acontecimientos externos (como cuando percibimos que alguien pronuncia nuestro nombre), también controlamos a qué prestar atención, pero la parte del cerebro responsable de la inhibición y el control, el córtex prefrontal, es de las últimas en desarrollarse, lo cual lleva a Gopnik a sugerir que a los bebés les falta esa capacidad de control a voluntad y están, más bien, a merced del ambiente; están atrapados en el aquí y ahora. No me extraña que griten tanto.50

Hasta ahora, gran parte de nuestro debate sobre la consciencia bebe de la filosofía, la literatura y la observación cotidiana, pero cuando llegamos al ejemplo del bebé empezamos a ver que la investigación científica, como los estudios de la estructura cerebral, nos puede dar algunas pistas sobre la naturaleza de la consciencia.

Un ejemplo está relacionado con la percepción subjetiva del paso del tiempo: piensa en la experiencia de lanzar una manzana al cielo y verla caer al suelo; es posible imaginar a una criatura para la que esta experiencia sea insoportablemente lenta y a otra que la vea como algo instantáneo. Si alguna vez nos encontramos con vida alienígena sintiente, el éxito de la comunicación requerirá que nuestra experiencia subjetiva del tiempo sea similar.51 Si un segundo para nosotros parece un año para ellos o viceversa, nos será muy difícil interactuar.

Dejemos la vida extraterrestre. ¿Cómo se corresponde nuestra experiencia temporal con la de otras criaturas de nuestro propio planeta? Se podría pensar que es imposible contestar, pero hay esfuerzos, aunque provisionales y polémicos, para comparar la velocidad subjetiva de la experiencia entre diferentes especies.52 Un método es mirar la «fusión crítica del parpadeo» (CFF, por sus siglas en inglés), el punto en el que una luz que parpadea rápidamente ya parece no hacerlo, sino sólo brillar, pues la mente no funciona tan rápido como para procesar conscientemente cada destello como un evento distinto. El CFF humano es de cerca de sesenta destellos por segundo, pero el de otras especies es diferente; para los perros es de cerca de ochenta. De acuerdo con esta prueba, entonces, su consciencia es más veloz que la nuestra: quizá, para ellos, los humanos nos movamos a cámara lenta.

Sabemos bastante sobre la expresión neural de la consciencia. Sabemos que lo consciente que uno es —despierto, dormido, atento, distraído— se refleja en los procesos que involucran a la mayor parte del cerebro. Un electroencefalograma registra las oscilaciones de la actividad eléctrica del córtex; la frecuencia de las oscilaciones revela lo conscientes que somos. Si la actividad se encuentra en Alfa, entre 8 y 15 Hz (picos/ segundo), se corresponde con la relajación; si está en Theta, por debajo de 4 Hz, se corresponde con el sueño; y si es más alta, en Beta, entre 16 y 31 Hz, se corresponde con un estado agitado.

También sabemos que hay experiencias que se corresponden con actividad en áreas concretas del cerebro. Si estuvieras en una máquina de resonancia magnética funcional (IRMf) con una pantalla delante de cada ojo y un neurocientífico pusiera una imagen de una casa delante del ojo izquierdo y la de una cara delante del derecho, verías una u otra dependiendo de dónde enfocaras.53 Se activan diferentes áreas del cerebro para las casas y las caras, así que un neurocientífico que analizara los datos de la máquina de resonancia magnética podría identificar de cuál eres consciente.

Tales hallazgos no tienen sólo un interés teórico. Un equipo de investigación usó este método para examinar a personas que supuestamente estaban en estado vegetativo permanente.54 Estas personas están «encerradas», no pueden hablar ni moverse, pero los investigadores pueden usar la IRMf para demostrar la actividad cerebral. Resulta que, si alguien se imagina caminando por su casa, esto causa un pico de actividad en el giro parahipocampal, en el lóbulo frontal, mientras que, si se imagina jugando al tenis, activará el córtex premotor. En un estudio fascinante, los investigadores le dijeron a uno de estos pacientes —conocido como Paciente 23— que le iban a hacer preguntas y que podía dar la señal de «sí» imaginándose que jugaba al tenis o la de «no» imaginándose que caminaba por su casa. Éste fue su primer diálogo, iniciado por Martin Monti, un neurocientífico:

—¿El nombre de su padre es Alexander?

El córtex premotor del hombre se iluminó. Estaba pensando en el tenis. —Sí.

—¿El nombre de su padre es Thomas?

Actividad en el giro parahipocampal. Se estaba imaginando que iba andando por su casa.

—No.

—¿Tiene hermanos?

Tenis.

—Sí.

—¿Tiene hermanas?

Casa.

—No.

—Antes de su lesión, ¿sus últimas vacaciones fueron en Estados Unidos?

Tenis.

—Sí.

Las respuestas eran correctas. Asombrado, Monti llamó a Owen (su colaborador), que se encontraba fuera, en un congreso. Owen pensó que deberían hacer más preguntas y el grupo debatió varias posibilidades: «¿Le gusta la pizza?» se descartó por ser demasiado imprecisa y decidieron sondear con mayor profundidad. Monti volvió a encender el intercomunicador.

—¿Desea usted morir?

Por primera vez esa noche, no hubo una respuesta clara.55

La teoría del espacio global de trabajo es una propuesta de cómo la consciencia funciona en el cerebro.56 Se basa en la idea de que las áreas sensoriales del cerebro se activan como respuesta a la información proveniente del mundo (como cuando estás en una fiesta y alguien está hablando cerca) y esto es en principio inconsciente, pero cuando se atiende esta información (como cuando nos concentramos en lo que están diciendo), las áreas prefrontal y parietal del cerebro se activan y la información se vuelve consciente. Acto seguido, esta información se transmite a otras partes del cerebro para su posterior procesamiento consciente (como cuando reflexionas sobre lo que te acaban de decir). La teoría del espacio global de trabajo hace predicciones comprobables y se establece un debate intenso y productivo sobre los méritos de esta teoría y sus competidoras.57 Pero hay una cuestión mayor mucho más difícil de manejar, que es cómo pensar sobre la consciencia de forma más general.58

Algunos filósofos alegan que la consciencia es el resultado de ciertos sistemas computacionales. La materia física subyacente a las computaciones no importa. En el cerebro, ocurre mediante neuronas, pero en otras criaturas, la consciencia puede surgir a través de otro medio —quizá, digamos, en las formas de vida basadas en el silicio descritas en la ciencia ficción—. No tiene ni que ser biológica. De hecho, según algunas versiones de esta idea, alguien podría escanearte el cerebro y subir toda la información a un robot, por lo que ese robot pasaría a ser tú —o un duplicado del original—. Esta noción de la consciencia hace que la inmortalidad sea posible.

Otros ven la consciencia como un fenómeno biológico, similar a la digestión o la mitosis. Esta perspectiva sostiene que esperar que un ordenador que simula procesos del pensamiento humano sea consciente es tan tonto como esperar que la simulación de una tormenta te moje.59 Hablar de «subir» la consciencia de alguien a la nube es confuso; tu consciencia es producto de tu cerebro físico. Si se pierde el cerebro, se pierde la consciencia.

Todas las personas que conozco y participan en este debate creen que una de estas opiniones es ridícula,60 pero no se ponen de acuerdo sobre cuál.

Si la perspectiva computacional es correcta, sugiere que, si se configura mi MacBook Pro de forma adecuada —y tal vez se le añada memoria extra y se acelere un poco la velocidad de procesamiento—, será entonces tan plenamente consciente y capaz de sentir dolor y de amar como cualquier persona (y destruirlo sería un asesinato). Esta conclusión parece estrambótica.

Por otra parte, si la materia física del cerebro es lo esencial, es imposible programar una máquina para que sea consciente. Un androide podría ser perfectamente indistinguible de una persona en su manera de actuar, de hablar, expresar emociones y demás, pero si esta perspectiva está en lo cierto, el androide, en realidad, no sería más sintiente que una roca. Para muchos, esta conclusión parece arbitraria y, en última instancia, inmoral.

Lo que resulta frustrante del asunto es que sería difícil averiguar cuál es la postura correcta. Si, en efecto, construyéramos una máquina que pudiera actuar de forma compleja (como los simpáticos y no tan simpáticos robots que nos encantan en las películas), ¿cómo sabríamos si son conscientes? El problema al que nos enfrentábamos como jóvenes sofistas vuelve para atormentarnos de nuevo.

Acabamos de incursionar en el difícil problema de la consciencia, la cuestión de cómo el cerebro físico puede hacer surgir la experiencia sintiente, así que demos un paso atrás y preguntémonos: ¿cuáles son los problemas sencillos?

El filósofo David Chalmers, que introdujo la distinción difícil/sencillo, describió los problemas sencillos como «la actuación de toda función conductual y cognitiva próxima a la experiencia: discriminación perceptiva, clasificación, acceso interno, informe verbal».61 Explicar de qué manera el cerebro es el causante de la inefable experiencia de ver el color rojo es el problema difícil, pero averiguar cómo categorizamos algo como rojo, cómo los niños aprenden la palabra rojo o por qué hay gente daltónica son problemas sencillos. (Debería aclarar, por cierto, que lo de «sencillo» es una pequeña broma. Chalmers los consideraba extremadamente difíciles; lo que él quiere decir es que son manejables, resolubles con los métodos de nuestra ciencia.)

Otro punto de vista sobre todo esto es la distinción que el filósofo Ned Block hizo entre la conciencia fenoménica y la conciencia de acceso.62 La fenoménica es «lo que supone estar en ese estado» (problema difícil); la de acceso se refiere a «la disponibilidad para razonar y guiar racionalmente el discurso y la acción» (problema más sencillo). Si se es consciente de algo en el sentido de que se puede contar a los demás (como las palabras que estás leyendo ahora mismo), entonces es conciencia de acceso, independientemente de cómo se sienta esa experiencia (si es que se siente).

Los psicólogos han hecho algunos descubrimientos sobre la conciencia de acceso (la llamaré simplemente conciencia a continuación). Primero, que es limitada. Vimos un ejemplo antes, cuando se ponía la imagen de una casa delante de un ojo y la de una cara delante del otro: se puede percibir la casa o la cara, pero no ambas. Otro ejemplo es que, al percibir el mundo, solemos ver objetos que resaltan sobre un fondo, figuras «separadas» de un «fondo». Normalmente, es obvio cuál es cuál, pero hay psicólogos ingeniosos que han ideado imágenes ambiguas en las que es razonable ver una parte como figura y otra como fondo, pero también lo es verlas al contrario. He aquí un ejemplo clásico, desarrollado por Edgar Rubin en 1915:63

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Se pueden ver dos caras negras mirándose la una a la otra sobre un fondo blanco o un jarrón blanco sobre un fondo negro, pero, de nuevo, no se pueden ver ambas imágenes al mismo tiempo, pues fluctúan en la mente.

Vemos los límites de la conciencia en otras manifestaciones. Un método ingenioso que se emplea en la psicología cognitiva es ponerles auriculares a las personas y hacerlas escuchar dos discursos diferentes, uno por el oído derecho y otro por el izquierdo. Sería estupendo que la gente pudiera atender ambos (imagina seguir dos pódcast simultáneamente), pero no podemos; si se fuerza a alguien a concentrarse en un oído —normalmente, pidiéndole que repita lo que está oyendo por ese oído, lo que se conoce como seguimiento—, la mayor parte de la información que entra por el otro oído queda desatendida.

Pero no por completo; tal vez no se pueda tener conciencia de acceso de esta otra información, pero, inconscientemente, se está atendiendo. Si se hace un seguimiento de las frases habladas en un oído y se oyen una serie de palabras por el otro, en general no se sabe qué palabras son, pero si una es nuestro nombre, nos llamará la atención y nos daremos cuenta.64

Es probable que lo hayas experimentado en la vida real, es lo que se conoce como el efecto cocktail party (‘fiesta de cóctel’). Si estás en una fiesta enfrascado en una conversación con alguien, sin escuchar a nadie más, percibirás ciertas palabras, como tu nombre o algunas palabras tabú.65 Puede que hayas tenido esa experiencia: hay un bullicio de conversaciones y, de repente, alguien dice una frase muy escandalosa y se produce un silencio repentino, ya que todo el mundo se detiene y centra la atención en quien la ha dicho.

Resulta que sólo una pequeña fracción de la experiencia sensorial se abre paso hasta la consciencia, todo lo demás se ignora y se pierde para siempre. En un famoso estudio recogido en un artículo científico titulado «Gorilas entre nosotros», se les muestra a los participantes un vídeo en el que hay personas de pie, en un pasillo, con una camiseta blanca o negra y pasándose balones de baloncesto.66 La tarea consiste en concentrarse en las personas que van de blanco y contar el número de pases que hacen; a la gente esto no le resulta difícil, pero sí requiere toda su atención. El quid de la cuestión es que, a la mitad del vídeo, alguien disfrazado de gorila irrumpe en la escena, se para en el centro de la sala, se golpea el pecho y se va. Casi la mitad de los participantes no lo ven, aunque la presencia del gorila sea obvia para cualquiera que no esté concentrado en los pases de balón.

No solemos ser conscientes de estas limitaciones. Nos parece que somos conscientes del mundo, no sólo de una pequeña parte de él; nos parece que podemos atender múltiples cosas a la vez, no que nos veamos forzados a dirigir la atención a una cosa u otra. Nuestras limitaciones son inocuas si escribimos un correo electrónico viendo la televisión o escuchamos un pódcast mientras cortamos el césped, pero pueden ser letales en casos que requieran toda nuestra atención, como por ejemplo conducir. Hablar por teléfono, incluso con manos libres, enlentece nuestra capacidad de reacción en la carretera, más o menos como conducir en estado de embriaguez.67

¿Cómo nos las arreglamos para vivir con una capacidad tan limitada de concentrarnos conscientemente? Pues resulta que nos valemos de un truco excelente: cuando hacemos algo de manera repetida, se vuelve inconsciente, lo cual libera a la mente consciente para otras cosas. Aprender a conducir un coche requiere toda nuestra atención y prácticamente no se puede hacer nada más a la vez, pero poco a poco, tras un largo período, se convierte en algo habitual, por lo que la mente puede divagar y hacer otras cosas, como tener una conversación o escuchar la radio: nos ponemos en modo piloto automático. Podemos hablar y mascar chicle, conducir y hablar, cortar el césped y escuchar un pódcast. Lo habitual puede estar eximido de consciencia.

El hábito nos libera. Aristóteles sostiene que la bondad es, en última instancia, una cuestión de hacer lo correcto de forma natural e instintiva, sin pensar. De forma similar, los confucianos sugirieron que la manera de encontrar el wu wei, la valiosa habilidad de actuar sin esfuerzo, es a través del ritual y la repetición.68 Los mejores libros de autoayuda contemporáneos nos recuerdan que el truco para cualquier cambio de estilo de vida —dieta, ejercicio, el trato con los seres queridos— es convertir en habitual y, por tanto, sencilla, la conducta deseada.

William James, en Principios de psicología, publicado en 1890, defiende el hábito con elocuencia típica69 (si se actualizara un poco la prosa, no desentonaría en un superventas actual del The New York Times):

Cuantos más detalles de nuestra vida cotidiana podamos entregar a la custodia sin esfuerzos del automatismo, más se liberarán nuestras facultades mentales superiores para su funcionamiento adecuado. No hay ser humano más miserable que aquel para el cual nada es habitual, salvo la indecisión, y para quien el encender cada puro, beber cada copa, la hora de levantarse y acostarse cada día y el comienzo de cada pequeño trabajo son temas sometidos a la expresa deliberación volitiva. La mitad del tiempo de un hombre así se malgasta en decidir, o lamentarse, de asuntos que deberían estar tan integrados en él que prácticamente no existieran para su conciencia. Si alguno de mis lectores no tuviera tales deberes integrados ya, que ésta sea la hora de enmendar esta cuestión.

Vamos camino de ponernos en forma cuando automatizamos la rutina de ejercicio; fracasamos si tenemos problemas para decidir qué hacer cada día. Lo primero que nos dirá un terapeuta si le consultamos cómo tratar el insomnio (y hablo por experiencia) es que nos acostemos y nos despertemos siempre a la misma hora. Yo aconsejo a mis estudiantes de grado que reserven cada día el mismo espacio de tiempo para escribir, de modo que puedan dedicarse a ello sin darle vueltas; la mañana es el mejor momento para eso, no sólo porque es cuando la mayoría de la gente está psicológicamente más dispuesta a trabajar de forma intensa70 (que lo es) ni porque suele ser el momento en que hay menos distracciones (que lo es), sino más bien porque es el momento en que es más fácil establecer una rutina mecánica: levantarse, ir al baño, hacerse un expreso doble y sentarse al escritorio para trabajar (de hecho, así es como he escrito este libro: una hora cada mañana, tras despertarme).

Antes hemos visto que una de las diferencias entre nuestra consciencia y la de los bebés es que podemos controlarla; en su libro ¿Cómo pensar como Sherlock Holmes?, Maria Konnikova empieza con una cita de W. H. Auden: «Controlar la atención —prestar atención a esto e ignorar aquello— es a la vida interior lo que elegir cómo actuar es a la vida exterior. En los dos casos, el hombre es responsable de lo que elige y debe aceptar las consecuencias».71

Pero este control no siempre está ahí: todos tenemos un poco de bebé; también tenemos una mente que el mundo exterior puede tomar como rehén, como en el efecto cocktail party. Si alguien te dice algo que no quieres oír, tu mejor baza es taparte los oídos, porque una vez que las neuronas auditivas reaccionan en respuesta a las palabras, estás atrapado, no puedes dejar de oírlas.72 Lo mismo ocurre con la lectura, pues una vez que se aprende a leer y se convierte en algo automático, no puedes evitar leer. Por mucho que quieras ignorar las siguientes palabras, en cuanto las veas, las leerás:

¡TIENES MONOS EN EL PELO!

Este dato sobre la lectura llevó a descubrir en 1935 «el efecto Stroop», llamado así en honor de su descubridor, John Ridley Stroop.73 Supongamos que tenemos una lista de palabras escritas en diferentes colores: quizá la palabra taza está en rojo, la palabra juego en verde y la palabra cuadrado en amarillo. La tarea consiste en ignorar las palabras y decir únicamente los colores, lo cual no es tan difícil, rápidamente dirías: «Rojo, verde, amarillo».

Pero ahora imagina que las palabras en sí son los nombres de los colores —ahora, la palabra verde es roja, la palabra azul es verde y la palabra roja es amarilla—. La tarea es la misma: nombrar el color de las palabras. Pero esto es difícil y tardarías más. El problema es que como lector ejercitado leerías verde y querrías dar la respuesta habitual, verde. Puedes corregirte y decir la respuesta correcta, rojo, pero te frenará.

No puedo resistirme a contarte una idea sobre cómo emplear el efecto Stroop para desenmascarar espías: había una serie de televisión que me encantaba, llamada The Americans, que iba de una pareja de agentes rusos que vivían en Estados Unidos en los ochenta. Imagínate que eres el agente del FBI que ha de hacerse cargo del interrogatorio. Les preguntas si saben leer ruso y ellos lo niegan, por supuesto: te dicen que llevan toda la vida en Estados Unidos y que no tienen interés en la Unión Soviética, pero sospechas que te están mintiendo. ¿Cómo averiguarlo?

Muy fácil. Dándoles una lista de palabras extranjeras en diferentes colores y pidiéndoles que digan los colores tan rápido como puedan. Después de hacerles practicar con palabras en hindi, coreano y finés, muéstrales lo siguiente:

красный (en verde)

зеленый (en morado)

синий (en amarillo)

Para mí, que no hablo ruso, es fácil, diría: verde, morado, amarillo. Pero el truco está, apuesto a que ya lo has averiguado, en que estas palabras están en ruso —la verde dice amarillo, la morada dice rojo y la amarilla dice azul—. Si hablas ruso, no puedes evitar verlas como nombres de colores, así que, por la lógica del efecto Stroop, los espías leerán estas palabras más despacio que las demás.

La consciencia es un tema que abarca toda la psicología: los neurocientíficos estudian su encarnación en el cerebro; los psicólogos cognitivos investigan la conciencia de acceso en la sensación, la percepción, el juicio y la elección; los psicólogos del desarrollo estudian cómo surge en los niños, incluida la aparición de las llamadas emociones autoconscientes, como la vergüenza y el orgullo, y los psicólogos clínicos estudian los trastornos de la consciencia, como cuando la gente siente que su cuerpo no le pertenece.

Algunos de los hallazgos más interesantes son el resultado de la investigación llevada a cabo por los psicólogos sociales, que se preguntan por la naturaleza de nuestra experiencia consciente en la vida cotidiana. En un estudio, a varias personas se les instaló una aplicación en su iPhone que se activaba de forma aleatoria durante el día.74 Cuando saltaba, tenían que reportar lo que estaban sintiendo, lo que estaban haciendo y si su mente estaba divagando («¿Está pensando en algo diferente a lo que está haciendo ahora mismo?»). Este estudio de «muestreo de experiencias» descubrió que nuestra mente divaga mucho, casi la mitad del tiempo. También resulta, por cierto, que nuestro estado mental cuando estamos divagando es menos placentero que cuando estamos concentrados en el aquí y ahora. El artículo se tituló «Una mente que divaga es una mente infeliz».

Cuando no estamos divagando, a menudo pensamos en lo que otros piensan y llegamos a la conclusión de que están pensando en nosotros. En el año 2000, el psicólogo Thomas Gilovich y sus colegas hicieron un estudio en el que les pedían a unos estudiantes universitarios que se pusieran una camiseta con una fotografía que les resultara embarazosa (resultó ser el nada guay cantautor Barry Manilow).75 Los investigadores obligaron a los estudiantes a ir a clase con estas camisetas y después les preguntaron cuánta gente se había percatado de ellas. Las respuestas solían ser exageradas. En otro estudio, a los participantes se les permitió escoger una camiseta con un personaje guay, esta vez de Bob Marley, Martin Luther King Jr. o Jerry Seinfeld y, de nuevo, exageraron radicalmente hasta qué punto la gente se había dado cuenta.

Éste es el llamado efecto Spotlight o «efecto foco»: sobreestimamos la medida en que la gente se fija en nosotros, tanto de forma negativa como positiva.

El efecto foco surge de la naturaleza de la consciencia en primera persona. Gilovich y sus colegas citan a David Foster Wallace: «No tienes ninguna experiencia de la que no seas el centro absoluto». Soy muy consciente de mi propia apariencia, así que asumo que los demás también lo son, pero no me doy cuenta de que, como yo, ellos son conscientes de su apariencia.

Me gusta contarles estos hallazgos a los estudiantes. Muchos de ellos acaban de salir de la adolescencia, etapa en la que se tiene la sensación de que todos los ojos están puestos en ti juzgando tu apariencia, cómo actúas, cuándo metes la pata. Es reconfortante darse cuenta de que la gente no se percata de tus momentos embarazosos tanto como crees.

Estos hallazgos son relevantes para el resto de nosotros también. Gilovich y sus colegas relacionan este trabajo con estudios sobre el remordimiento.76 Cuando se habla con alguien que va a morir pronto, lo que más lamentan es lo que no hicieron, y una de las razones por las que la gente no hizo esas cosas, es decir, no arriesgarse ni tomar ciertas decisiones, era que les preocupaba quedar como un idiota a los ojos de los demás. Descubrir que la mayor parte del tiempo la gente no te está observando es, repito, liberador.

¿Qué nos puede hacer apartar el foco de nosotros mismos? Una posibilidad es estar en medio de una muchedumbre. Como el psicólogo social Gustave Le Bon apuntó en 1895, estar en un grupo puede hacer que la consciencia de uno mismo desaparezca parcialmente: «Un individuo en una muchedumbre es un grano de arena entre otros granos de arena que el viento alborota a su gusto».77

Esta pérdida de atención en uno mismo tiene consecuencias muy dispares: puede ser una fuente de placer, como cuando uno se mueve de forma sincronizada con otros en una rave, un concierto o en los marchosos bailes de un bar mitzvah. Se difuminan los límites entre el yo y el otro. Se pierde uno a sí mismo, «Lose yourself» como bien dijo Eminem.

Pero estar en una muchedumbre también puede hacer que la gente haga cosas estúpidas y crueles. Al irse la consciencia, también se va la conciencia y es menos probable que ayudemos a quien lo necesita, lo que se llama «apatía del transeúnte» o «efecto del espectador».78 Cuanta más gente haya a nuestro alrededor, menos nos afectará. Una explicación es la difusión de la responsabilidad individual: si voy caminando a solas por el bosque y veo a un niño llorando porque se ha perdido, siento el impulso de ayudarlo, pero, si me hallo entre una multitud de gente, puedo decirme a mí mismo que no es problema mío y que mi pasividad no es tan relevante.

Otra manera de bajar el dial de la consciencia está a la distancia de tu minibar. Edward Slingerland, en su libro Drunk (Borrachos), tiene en cuenta los muchos problemas que causa el alcohol, pero defiende la embriaguez como una herramienta para liberarnos del estrés de ser conscientes de nosotros mismos.79 Cita a Tao Yuanming, de su serie «Bebiendo vino»:

Viejos amigos comparten mi pobreza;

Llegan con jarras de vino y acomodan unas mantas.

Y nos acomodamos entre unos pinos y

Tras unas cuantas rondas, ¡otra vez borrachos!

Viejos amigos charlando todos a la vez

Y perdido el orden de a quién le corresponde brindar esta vez.

Pronto hasta el mismo sentimiento de existir desaparece.

Y, finalmente, el dolor adecuado, en las circunstancias adecuadas, te sacará de tus casillas.80 Hay una frase de una dominatriz a la que todo el mundo que estudia sadomasoquismo le encanta citar: «Un látigo es una manera estupenda de hacer que alguien se encuentre en el aquí y el ahora. No puede apartar la vista de él y no puede pensar en otra cosa».81

La conciencia de acceso tiene sus ventajas al tener información en una parte de nuestra psique disponible para otras partes de nuestra psique. Una ventaja tiene que ver con el lenguaje: comunicar, transmitir información de una cabeza a otra (el árbol frutal está ahí, tengo pescado que vender, tu amigo está herido). No es suficiente poseer esta información, debemos ser conscientes de que la tenemos.

No todo lo que hay en nuestra cabeza es accesible de esta manera. La gente no es directamente consciente de su presión arterial ni de su pulso, aunque a veces puede inferir esa información de forma indirecta. En capítulos sucesivos veremos que no somos conscientes de cómo el cerebro transforma una sensación visual en percepción visual o cómo convierte sonidos y símbolos en lenguaje; a veces no somos conscientes de ideas concretas que tenemos, prejuicios o incluso estados de ánimo. Hay una canción infantil que empieza con una orden: «Si eres feliz y lo sabes, da una palmada». Debe de haberla escrito un experto en la mente humana, alguien que se planteó la posibilidad de que algunos niños son felices, pero no lo saben.

¿Por qué no es consciente todo? Quizá nuestro sistema tenga un límite. Se pueden ver las dos caras o el jarrón, pero nunca ambos. Una criatura más inteligente o tal vez un humano con un implante neuronal futurista lo haría mejor.

Pero también hay que tener en cuenta que se nos puede dar mejor ocultarnos información a nosotros mismos. El siguiente capítulo es sobre Freud y veremos que afirmó que cierta información es demasiado perturbadora para que la mente consciente la aprecie, así que la reprime. Un chico puede odiar a su padre, lo cual es vergonzoso y peligroso, así que le oculta ese odio a la conciencia, aunque quizá lo revele de manera sutil, como un lapsus linguae o en sueños. Si le preguntaran, el niño insistiría en que ama a su padre. Después de todo, una mente sana puede guardar en secreto algunos pensamientos.

La teoría de Freud puede verse con escepticismo (yo lo hago), pero veamos una propuesta similar, desarrollada por el biólogo evolutivo Robert Trivers,82 que propuso que la ventaja de conservar información inconsciente es que nos ayuda a engañar a otras personas.

Para ilustrar esto, imagina que estás jugando al póker, pero eres muy expresivo y tu reacción a las cartas que te tocan es obvia para todo el mundo; si existiera una manera de jugar una mano sin ser consciente de cuál es, tendrías una cara de póker perfecta. No podemos hacerlo en el póker, pero Trivers argumenta que esto sucede en otros aspectos de la vida, incluso las propuestas románticas y las confrontaciones agresivas.83 ¿Quieres hacer creer a una persona que estás enamorado de ella? Créete de forma consciente que lo estás, esconde el engaño de la consciencia. ¿Quieres hacer creer a un adversario que nunca jamás te rendirás? Piensa conscientemente que es cierto, incluso aunque no sea así.

Por poner un ejemplo más sencillo sobre las ventajas de la ignorancia, cuando a una liebre la persigue un perro, se mueve formando un patrón aleatorio, se esfuerza en ser todo lo impredecible posible en su plan de huida en zigzag.84 Supongamos que supiera en qué dirección va a saltar a continuación: su postura podría servir de pista y el perro podría olérselo, así que mejor que no lo sepa hasta el instante en que salta. La falta de consciencia de uno mismo puede ser clave para la supervivencia.

A veces buscamos la manera de eliminar toda consciencia. La forma más común es intentando dormirse, y es extraño que pueda resultarnos tan difícil, ya que nuestra mente no tiene un interruptor y debemos disponer meticulosamente el entorno para calmarla. El ejecutivo de publicidad Rory Sutherland resume muy bien lo raro de este asunto:85

Imagina una especie alienígena con el poder de dormirse a voluntad: consideraría el comportamiento humano a la hora de dormir como algo ridículo. «En vez de irse a dormir sin más, pasan por un extraño ritual religioso», señalaría un antropólogo alienígena, «apagan las luces, reducen el ruido a un mínimo y después apartan los siete cojines decorativos colocados sin razón aparente en el cabecero de la cama. Luego yacen en silencio en la oscuridad con la esperanza de que el sueño les sobrevenga y luego, en vez de despertarse cuando desean, se levantan a la hora programada en una extraña máquina que suena como un timbre para empujarlos de nuevo a la consciencia». Es ridículo.

Como insomne de toda la vida, me consuela saber que podría ser peor. Hay un mito alemán sobre una ninfa llamada Ondina que se enamora y se casa con un humano que después le es infiel. Ella lo castiga tomando algo que todos hacemos de forma inconsciente, respirar, y haciéndolo consciente: si su marido se queda dormido, perderá el control consciente de su respiración y morirá.

Por desgracia, resulta que existe una rara enfermedad muy similar a ésta, la llamada «maldición de Ondina» o síndrome de hiperventilación central.86 Los afectados no respiran de forma regular cuando duermen, lo que suele provocar la muerte, aunque, si se diagnostica a tiempo, estas personas pueden mantenerse con vida mediante respiradores. La consciencia, tan a menudo una bendición, puede ser una carga terrible.

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Notas:

43. Gooding, F., «From its myriad tips», London Review of Books, 43, 10 (2021), pp. 68-69.

44. Bentham, Jeremy, The collected works of Jeremy Bentham: An introduction to the principles of morals and legislation, Clarendon Press, Reino Unido, 1996.

45. Locke, John, op. cit. Puede verse un análisis en Shoemaker, Sydney, «The inverted spectrum», Journal of Philosophy, 79, 7 (1982), pp. 357-381.

46. Proust, Marcel, Por el camino de Swann (En busca del tiempo perdido, I), Alianza Editorial, Madrid, 2022.

47. Nagel, Thomas, «What is it like to be a bat?», Philosophical Review, 83, 4 (1974), pp. 435-450.

48. James, William, op. cit.

49. Gopnik, Alison, El bebé filosófico, Temas de hoy, 2010.

50. Para más información, véase Bloom, Paul, «What’s inside a big baby head?», Slate, 9 de agosto de 2009, <https://slate.com/culture/2009/08/alison-gopnik-s-the -philosophical-baby.html>.

51. Este problema se analiza muy bien en el libro de ciencia ficción de Weir, Andy, Proyecto Hail Mary, Nova, Barcelona, 2021.

52. Para ampliar información, véase Schukraft, Jason, «Does critical flicker-fusion frequency track the subjective experience of time?», Rethinking Priorities, 3 de agosto de 2020, <https://rethinkpriorities.org/publications/does-critical-flicker-fusion-frequency -track-the-subjective-experience-of-time>.

53. Tong, Frank, et al., «Binocular rivalry and visual awareness in human extrastriate cortex», Neuron, 21, 4 (1998), pp. 753-759.

54. Owen, Adrian M., et al., «Detecting awareness in the vegetative state», Science, 313, 5792 (2006), p. 1402.

55. Somers, James, «The science of mind reading», The New Yorker, 6 de diciembre de 2021.

56. Baars, Bernard J., «In the theatre of consciousness. Global workspace theory, a rigorous scientific theory of consciousness», Journal of Consciousness Studies, 4, 4 (1997), pp. 292-309.

57. Melloni, Lucia; Mudrik, Liad; Pitts, Michael; y Koch, Christof, «Making the hard problem of consciousness easier», Science, 372, 6545 (2021), pp. 911-912.

58. Puede consultarse una crítica accesible en Churchland, Paul M., Materia; y conciencia: introducción contemporánea a la filosofía de la mente, Gedisa, Barcelona, 2010.

59. Searle, John R., «Minds, brains, and programs», Behavioral and Brain Sciences, 3, 3 (1980), pp. 417-424.

60. Mandelbaum, Eric, «Everything and more: The prospects of whole brain emulation», Journal of Philosophy, 119, 8 (2022), pp. 444-459.

61. Chalmers, David, «The hard problem of consciousness», en Velmans, Max; Schneider, Susan; y Gray, Jeffrey (eds.), The Blackwell companion to consciousness, pp. 203, 225-235, Blackwell Publishers, 2007.

62. Block, Ned, «On a confusion about a function of consciousness», Behavioral and Brain Sciences, 18, 2 (1995), pp. 227-247.

63. Rubin, Edgar, Synsoplevede Figurer: Studier i Psykologisk Analyse, Gyldendal, Nordisk Forlag, Dinamarca, 1915.

64. Arons, Barry, «A review of the cocktail party effect», Journal of the American Voice I/O Society, 12, 7 (1992), pp. 35-50.

65. Nielsen, Stevan L.; y Sarason, Irwin G., «Emotion, personality, and selective attention», Journal of Personality and Social Psychology, 41, 5 (1981), pp. 945-960.

66. Simons, Daniel J.; y Chabris, Christopher F., «Gorillas in our midst: Sustained inattentional blindness for dynamic events», Perception, 28, 9 (1999), pp. 1059-1074.

67. Strayer, David L.; Drews, Frank A.; y Johnston, William A., «Cell phone-induced failures of visual attention during simulated driving», Journal of Experimental Psychology: Applied, 9, 1 (2003), pp. 23-32; Redelmeier, D. A.; y Tibshirani, R. J., «Association between cellular-telephone calls and motor vehicle collisions», New England Journal of Medicine, 336 (1997), pp. 453-458.

68. Slingerland, Edward Gilman, Trying not to try: Ancient China, modern science, and the power of spontaneity, Broadway Books, Estados Unidos, 2014.

69. James, William, op. cit.

70. Pink, Daniel H., When: The scientific secrets of perfect timing, Riverhead Books, Estados Unidos, 2019.

71. Konnikova, Maria, ¿Cómo pensar como Sherlock Holmes?, Paidós Ibérica, Barcelona, 2013.

72. Fodor, Jerry, La modularidad de la mente: Un ensayo sobre la psicología de las facultades, Ediciones Morata, Las Rozas de Madrid, 1986.

73. Stroop, J. Ridley, «Studies of interference in serial verbal reactions», Journal of Experimental Psychology, 18, 6 (1935), p. 643.

74. Killingsworth, Matthew A. y Gilbert, Daniel T., «A wandering mind is an unhappy mind», Science, 330, 6006 (2010), p. 932.

75. Gilovich, Thomas; Husted Medvec, Victoria; y Savitsky, Kenneth, «The spotlight effect in social judgment: An egocentric bias in estimates of the salience of one’s own actions and appearance», Journal of Personality and Social Psychology, 78, 2, (2000), pp. 211-222.

76. Gilovich, Thomas; y Husted Medvec, Victoria, «The experience of regret: what, when, and why», Psychological Review, 102, 2 (1995), pp. 379-395.

77. Le Bon, Gustave, Psicología de las masas, Verbum, Madrid, 2018.

78. Hortensius, Ruud y De Gelder, Beatrice, «From empathy to apathy: The bystander effect revisited», Current Directions in Psychological Science, 27, 4 (2018), pp. 249256.

79. Slingerland, Edward, Drunk: How we sipped, danced, and stumbled our way to civilization, Little Brown Spark, p. 290, Estados Unidos, 2021.

80. Baumeister, Roy F., «Masochism as escape from self», Journal of Sex Research, 25, 1 (1988), pp. 28-59.

81. Califia, Pat, «Doing it together: Gay men, lesbians and sex», Advocate, 7 (1983), pp. 24-27. Para más información, véase Bloom, Paul, The sweet spot: The pleasures of suffering and the search for meaning, Ecco/HarperCollins, Estados Unidos, 2021.

82. Trivers, Robert, La insensatez de los necios, la lógica del engaño; y el autoengaño en la vida humana, Katz/Clave Intelectual, 2013.

83. éase Pinker, Steven, op. cit.

84. Sutherland, Rory, Alchemy: The surprising power of ideas that don’t make sense, Random House, Estados Unidos, 2019.

85. Ibídem, p. 17.

86. Moawad, Heidi, M. D., «Ondine’s curse: Causes, symptoms, and treatment», Neurology Live, 17 de abril de 2018, <https://www.neurologylive.com/view/ondines-cur se-causes-symptoms-and-treatment>.