Aceptar la insoportable vergüenza de aprender
El carácter no puede desarrollarse en medio de la tranquilidad y el silencio. Sólo a través de la experiencia de probar y sufrir es posible fortalecer el alma, aclarar la visión, inspirar la ambición y alcanzar el éxito.
HELLEN KELLER1
Cuando desarrolló sus superpoderes por primera vez, Sara Maria Hasbun no conocía a nadie que también tuviera aquel don.2 Pero poco tiempo después encontró a una comunidad de desconocidos con los que por fin se sentía menos sola. En 2018, empezó a viajar por el mundo para conocer a sus miembros. A primera vista tenían muy poco en común. Todos provenían de países diferentes y tenían profesiones distintas. Sin embargo, todos ellos habían forjado un vínculo alrededor de una misión tan excepcional como su talento.
Cuando Sara Maria se dispuso a conocer a su nueva comunidad, asumió un nuevo reto. En el momento de presentarse, les diría que era una emprendedora de California, y lo haría en el idioma que mejor encajara con el contexto. En Bratislava, saludó en eslovaco: «Ahoj, volám sa Sara Maria!». En Fukuoka, se dirigió a la gente en japonés: «Konnichiwa! Watashi no namae wa Sara Maria desu!». Cuando se quedó atrapada en China durante la pandemia, se presentó voluntaria para trabajar en una comunidad de personas sordas de Pekín, donde saludaba a la gente en el lenguaje de signos del país.
Podría parecer un truco barato, pero el dominio del lenguaje de Sara Maria le permitía trascender las presentaciones básicas. En uno de sus viajes, hizo buenas migas con un ingeniero irlandés llamado Benny Lewis.3 En el transcurso de una hora, fueron capaces de dialogar en mandarín, español, francés, inglés y el lenguaje de signos estadounidense.
Sara Maria y Benny son políglotas: personas que pueden hablar —y pensar— en muchos idiomas diferentes. Sara puede hablar con soltura en cinco idiomas y en cuatro más a nivel conversación; Benny tiene una fluidez absoluta en seis lenguas y conocimientos intermedios de otras cuatro. Cuando cruzaron sus caminos en una reunión anual de políglotas, no tuvieron que buscar muy lejos para poder practicar los idiomas que no compartían. Sara Maria suele encontrar a desconocidos que le permiten refrescar sus nociones de coreano o indonesio, y que la ayudan a desempolvar su rudimentario cantonés, malayo o tailandés (ha tenido menos suerte para encontrar a un interlocutor con quien recuperar el lenguaje de signos nicaragüense). Y sólo es cuestión de tiempo que Benny pueda encontrar a un amigo con quien charlar en alemán, gaélico, esperanto, neerlandés, italiano, portugués y, sí, también en klingon.
Lo que más impresiona de estos políglotas no es lo mucho que saben, sino sobre todo lo rápido que aprenden. En menos de una década, Sara Maria aprendió seis idiomas partiendo de cero. Por su parte, Benny sólo necesitó vivir un par de meses en la República Checa para desenvolverse en un checo bastante decente, tres meses en Hungría para mantener una conversación en húngaro, otros tres más para comprender el árabe egipcio (mientras residía en Brasil) y cinco en China para comunicarse a un nivel intermedio y debatir durante una hora sólo en mandarín.
Yo siempre había dado por sentado que los políglotas son unos fenómenos de la naturaleza. Han nacido con una habilidad extraordinaria que se manifiesta cuando tienen la oportunidad de adquirir una nueva lengua extranjera. Uno de mis compañeros de habitación en la universidad pertenecía a esta especie: hablaba seis idiomas y a menudo usaba su habilidad con el lenguaje para inventar nuevas expresiones. Mi favorita, que puedes usar cuando alguien te tire encima su equipaje de mano: «Por favor, no me maletes». Me fascinaba la rapidez con la que dominaba un idioma nuevo y la facilidad con que saltaba de uno a otro.
Cuando me encontré con Sara Maria y Benny, imaginé que ambos estarían programados de una forma similar. Pero no podía estar más equivocado.
Cuando era niño, Benny estaba convencido de que carecía incluso de la capacidad para ser bilingüe. En el colegio, completó once años de gaélico y cinco de alemán, pero no era capaz de mantener una conversación en ninguna de las dos lenguas. Después de la universidad, decidió irse a vivir a España, pero seis meses después aún no podía hablar en castellano. Cuando cumplió los 21 años, sólo podía hablar con fluidez en inglés y estaba a punto de rendirse: «Me seguía diciendo a mí mismo que no tenía el gen de los idiomas».
Sara Maria también tuvo unos comienzos difíciles. A pesar de estudiar español durante seis años, seguía siendo monolingüe. Estaba convencida de que ya había superado la edad ideal para adquirir un nuevo idioma. Aunque su padre había nacido en El Salvador, durante los primeros años de su vida apenas tuvo contacto con el español porque él hablaba un inglés excelente.
Era el idioma que usábamos en casa. Cuando empecé a estudiar español en el instituto, me quedé anonadada al ver lo difícil que era para mí [...]. Se supone que es una de las lenguas más fáciles de aprender para los hablantes de inglés [...], pero realmente tenía serias dificultades. Incluso mis profesores del instituto se ponían nerviosos por mi incapacidad para aprenderlo [...]. La gente siempre se me acercaba hablando en castellano, y me partía el corazón de verdad no poder responderles [...]. ¿Por qué no podía aprender ese idioma cuando tantas personas a mi alrededor parecían estar aprendiendo otras lenguas sin ningún esfuerzo?
Después de pedirle a su padre durante años que la ayudara con los deberes de español, él llegó a insinuar que nunca sería capaz de hablarlo, aunque no debía preocuparse porque en Estados Unidos no lo necesitaba. Lo mejor que podía hacer era pasar página y dedicar su tiempo a otras cosas que se le dieran mejor.
A muchas personas les encantaría aprender un nuevo idioma, pero creen que el camino a recorrer es demasiado largo. Algunas, como Benny, llegan a la conclusión de que carecen de la habilidad natural. Otras, como Sara Maria, creen que ya han dejado escapar la oportunidad, es decir, que si hubieran empezado a estudiarlo en la infancia, podrían haberlo aprendido. Pero como demuestra una cantidad de pruebas cada vez más abrumadora, la ralentización de la capacidad de aprendizaje de un idioma, que se produce hacia los 18 años, no es un rasgo inherente a nuestra fisiología.4 Es un fallo de la educación.
Los políglotas son la prueba de que es posible dominar un lenguaje nuevo después de haber entrado en la edad adulta. En cuanto descubrí a Sara Maria y a Benny en internet, supe que debía investigar su método a fondo, porque hoy se han convertido en estudiantes profesionales. Me sorprendí al descubrir que, cuando por fin adquirieron su primera lengua extranjera, no lo lograron después de superar algún tipo de bloqueo cognitivo. Lo consiguieron tras eliminar un obstáculo motivacional: se sentían cómodos cuando estaban incómodos.
Transformarse en una criatura de la incomodidad puede liberar el potencial oculto en muchas formas de aprendizaje. Reunir el valor para afrontar la incomodidad es una habilidad del carácter: una versión de la determinación que resulta especialmente importante. Requiere tres tipos de valentía diferentes: abandonar los métodos de probada eficacia, subirse al ring antes de sentirse preparado y cometer más errores que el resto de la gente. La mejor forma de acelerar el crecimiento es aceptar, buscar y aumentar la incomodidad.

Fuente: Liz Fosslien.
En las escuelas existe una práctica bastante habitual que disuade a los alumnos de buscar esa clase de incomodidad. Surgió en su momento como una solución bienintencionada a un problema generalizado del sistema educativo estadounidense. Durante décadas, la gestión de muchos centros se asemejaba a la cadena de montaje de una fábrica. Se trataba a los estudiantes como si fueran piezas intercambiables de un sistema de producción en masa de mentes jóvenes. A pesar de que los alumnos tenían virtudes diferentes, estaban atrapados en la adquisición de unos conocimientos uniformes a través de unas mismas clases y lecciones estandarizadas.
En la década de 1970, una nueva corriente de pensamiento dio la vuelta al mundo de la educación. La premisa central era que si un alumno tenía dificultades, la causa residía en que el método de enseñanza no estaba ajustado a su estilo de aprendizaje, es decir, a la vía cognitiva a través de la cual adquiere y retiene mejor la información. Para comprender cualquier concepto nuevo, los alumnos verbales necesitaban leerlo y escribirlo; los visuales tenían que verlo dibujado en imágenes, diagramas y gráficos; los auditivos requerían oírlo en voz alta; y los kinestésicos precisaban convertir aquel conocimiento en una acción con movimientos corporales.
La teoría de los estilos de aprendizaje obtuvo una popularidad espectacular. Los padres estaban entusiasmados ante la idea de que por fin se reconociera la individualidad de sus hijos. Y los profesores estaban encantados ante la posibilidad de variar sus métodos y personalizar sus materiales.
En la actualidad, la teoría de los estilos de aprendizaje es una piedra angular de la formación del profesorado y en la experiencia del alumnado. En todo el mundo, el 89 por ciento de los profesores creen en la idea de adaptar las clases a los estilos de aprendizaje de los alumnos.5 De hecho, muchos estudiantes me han dicho que prefieren los podcasts a los libros porque son personas auditivas. ¿Has decidido leer este libro con los ojos porque te identificas como una persona verbal o visual?
Pero la teoría de los estilos de aprendizaje tiene un pequeño problema. Es un mito.
Cuando un equipo de expertos realizó un análisis exhaustivo de varias décadas de investigación sobre los estilos de aprendizaje, descubrió una alarmante ausencia de pruebas que confirmaran la teoría.6 En experimentos controlados con contenidos concretos y estudios longitudinales, que se llevaron a cabo durante todo un semestre, ni los alumnos jóvenes ni los adultos sacaban mejores notas en los exámenes cuando los profesores o los hábitos de estudio se adaptaban a sus habilidades o preferencias.7,8 «No existe una base empírica adecuada que justifique la incorporación del análisis de los estilos de aprendizaje en la práctica educativa general —concluían los investigadores—. El contraste entre la enorme popularidad de las aproximaciones basadas en los estilos de aprendizaje en el sistema educativo y la ausencia de pruebas creíbles sobre su utilidad es [...] sorprendente y alarmante.»
Nadie quiere volver al rígido modelo industrial de aprendizaje. Pero tampoco habría que encasillar a la gente en un estilo rígido. Desde luego, es posible tener un estilo preferido cuando hay que aprender una habilidad o un concepto nuevos. Pero ahora sabemos que esa preferencia no está prefijada, y que si sólo apelamos a los puntos fuertes de un alumno, le privamos de la posibilidad de mejorar en sus puntos débiles.9
El estilo que más te gusta para aprender te hace sentir muy cómodo, pero no tiene por qué ayudarte a hacer las cosas mejor. En algunos casos, incluso podrías aprender mejor con el método que te hace sentir más incómodo, porque te obliga a esforzarte más. Ésa es la primera forma de valentía: tener el valor suficiente para aceptar la incomodidad y tirar a la basura tu estilo de aprendizaje favorito.
En este sentido, uno de los mejores ejemplos que conozco proviene del mundo de la comedia. Cuando en los años sesenta Steve Martin empezó a hacer sus primeros monólogos, fracasaba una y otra vez.10 Durante una función, un airado espectador llegó a levantarse del asiento para tirarle encima una copa de vino. «No tenía talento natural», reflexiona Steve. Sus primeros críticos estaban de acuerdo: uno de ellos escribió que era «el error de programación más grave de la historia de Los Ángeles».
Si tratamos de imaginar el método que utilizan los grandes intérpretes para dominar su oficio, parece natural que mejoren tras escuchar, observar y actuar. Eso es lo que hacía Steve: escuchaba el material de otras personas, observaba sus gestos, añadía una ración de sus propias historias y ensayaba para ofrecer el resultado sobre el escenario. A pesar de dedicar infinidad de horas a preparar sus actuaciones, el espectáculo final resultaba bastante deslucido. Una noche se pasó cinco minutos enteros sin escuchar ni una sola risa... y después cinco minutos más... y cinco más. Mientras sudaba la gota gorda sobre el escenario, no escuchó ni una tímida risita durante veinte largos minutos. Con observar, escuchar y actuar no había suficiente para alimentar su desarrollo como actor.
La única forma de entender la comedia que Steve había descartado era la escritura; no era su estilo. No le gustaba nada escribir porque no le salía de forma natural: «Era difícil, muy difícil».
Si tú también te sientes así cuando tienes que escribir, que sepas que no estás solo. Algunos de los mejores escritores que conozco serían capaces de hacer casi cualquier cosa para postergar la escritura.11 La procrastinación es un problema habitual siempre que te ves obligado a salir de tu zona de confort. Según la descripción del bloguero Tim Urban, el cerebro está secuestrado por el mono de la gratificación instantánea, que escoge lo que le parece fácil y divertido antes que el trabajo difícil que está obligado a hacer.12 Mientras tanto, durante ese tiempo sólo eres capaz de expresar una profunda sensación de ineptitud y ociosidad. Toda tu autoestima se reduce a cenizas por la vergüenza.
Muchas personas asocian la procrastinación con la vagancia. Pero los psicólogos han descubierto que la procrastinación no es un problema de gestión del tiempo, sino de gestión de las emociones.13 Cuando alguien procrastina, no evita el esfuerzo. Está evitando las emociones incómodas que la actividad desencadena. Antes o después, sin embargo, se da cuenta de que también está evitando llegar al destino que ha elegido.
Durante una temporada, Steve Martin procrastinaba a la hora de escribir sus propios chistes. ¿Por qué tenía que sentarse solo a hacer algo que odiaba cuando era mucho más divertido inspirarse en el material de otras personas e improvisar sobre el escenario? El mono de la gratificación instantánea había pasado al asiento del conductor. Pero después de unos cuantos años haciendo monólogos sin resultados, tuvo «la horrible revelación de que si alguna vez llegaba a tener éxito como cómico —recuerda Steve—, tendría que escribirlo todo por mí mismo».
Steve trató de encontrar el valor para alejarse de su zona de confort. Aprendería a escribir chistes. Cuando oyó que un programa de variedades estaba buscando jóvenes guionistas, envió el material que tenía, aunque no consiguió pasar el corte. «No sabía cómo escribir», me dijo Steve.14 Sin embargo, el jefe del equipo de guionistas decidió darle una oportunidad: había visto a Steve tocando el banjo, le parecía algo poco convencional y decidió pagarle con lo que ganaba por su propio trabajo. Pero cuando Steve recibió el encargo de escribir una breve presentación para el programa, se quedó paralizado. El síndrome de la página en blanco era tan grave que, tras sentirse incapaz de escribir una sola palabra, llamó por teléfono a su compañero de piso para pedirle prestado un chiste. Fue lo bastante bueno como para que le ofrecieran un contrato.
Durante unos pocos años, Steve escribía para la televisión de día y hacía monólogos de noche. Escribir todavía requería un gran esfuerzo, pero poco a poco empezaba a sentirse más cómodo con el proceso. Mientras tanto, seguía fracasando a lo grande sobre el escenario. Su agente le dijo: «Dedícate a escribir».
Lo que su agente no sabía es que Steve estaba creciendo como intérprete a través de la escritura. Cuando estaba sobre el escenario, recurrir a la improvisación facilitaba que se pusiera a divagar. Pero con el papel delante, escribir le obligaba a deshacerse de la paja. El doloroso proceso de escribir le enseñó a pulir el material hasta reducirlo a sus elementos básicos, «Porque todo consiste en quedarse con la esencia de algo —recuerda—. La forma de estructurar un chiste no puede ser demasiado elaborada». Hasta que no aceptó la incomodidad de escribir, no pudo perfeccionar su habilidad para crear chistes con un remate tan eficaz como éste:
Presenté un guion el año pasado y el estudio no cambió una palabra. La palabra que no cambió estaba en la página 87.15
A mediados de los años setenta, Steve era uno de los monologuistas cómicos más populares de Estados Unidos. Llenaba grandes auditorios con sus giras por todo el país, obtuvo un disco de platino con un elepé de chistes e interpretaba sus monólogos en Saturday Night Live. Por el camino, aprendió a disfrutar del proceso de escritura, lo que también le abrió las puertas a una carrera como actor: sin la capacidad para redactar guiones, nunca habría escrito y protagonizado la película que le dio la fama, Un loco anda suelto (1979).
He visto a muchas personas alejarse de la escritura porque no les sale de manera natural. No se dan cuenta de que la escritura es mucho más que un medio de comunicación, es una herramienta de aprendizaje. La escritura revela las lagunas en el conocimiento y el razonamiento lógico. Obliga a articular conjeturas y pensar en contraargumentos. Una redacción confusa es un indicador de una mente confusa. O como el propio Steve decía bromeando: «Algunas personas tienen un don con las palabras, y otras personas, esto... eeh, no tienen un don».
La moraleja es que todas las personas a las que les desagrada escribir deberían ponerse a hacerlo, cueste lo que cueste. Porque si evitamos la incomodidad de aprender técnicas que no salen a la primera, limitamos nuestro propio crecimiento. En palabras del gran psicólogo Ted Lasso: «Si te sientes cómodo, es que lo estás haciendo mal».16 Ese descubrimiento fue lo que lanzó a nuestros políglotas al aprendizaje de idiomas.
Los partidarios de los estilos de aprendizaje nos habían hecho creer que los contenidos verbales eran buenos para una persona y que los auditivos eran adecuados para otra. Pero el aprendizaje no siempre consiste en encontrar el método adecuado para cada persona. En muchos casos, se trata de encontrar el método adecuado para la tarea.
Tenemos un ejemplo fascinante en un experimento donde un grupo de estudiantes tenía que asimilar un artículo científico en sólo veinte minutos. La mitad del grupo recibió la misión de leer el contenido, mientras que la otra tenía que escucharlo. Los oyentes disfrutaron más del texto que los lectores, pero cuando dos días después preguntaron a los primeros por el contenido, estaba muy claro que habían aprendido menos.17 Los oyentes obtuvieron una puntuación del 59 por ciento, mientras que los lectores sacaron un 81 por ciento.
Aunque escuchar suele ser más divertido, leer mejora la comprensión y la memoria. Mientras que escuchar fomenta el razonamiento intuitivo, leer activa un procesamiento más analítico.18 Y es así tanto en inglés como en chino: los seres humanos demostramos un mejor razonamiento lógico cuando las mismas preguntas, adivinanzas y acertijos se presentan en un formato escrito que en otro sonoro. Con la palabra impresa, la lectura se ralentiza de manera natural al comienzo de cada párrafo para procesar la idea central, y los encabezados y puntos y aparte se utilizan para fragmentar la información.19 En lo que se refiere al pensamiento crítico, y salvo si existe un trastorno del aprendizaje o de la lectura que dificulta el análisis textual, no hay alternativa a la palabra impresa.20
Pero aprender un idioma extranjero requiere un enfoque distinto. En el colegio, Sara Maria Hasbun aprendía el vocabulario y la gramática mediante la lectura de libros de texto y la elaboración de cientos de tarjetas. Las clases no requerían hablar demasiado, y no se sentía preparada para practicar hasta que no hubiera aprendido de memoria una gran cantidad de vocabulario. Tenía miedo de parecer tonta, por lo que evitaba por completo la incomodidad y seguía hablando en inglés.
En la universidad, Sara Maria decidió especializarse en Lingüística. Pero se dio cuenta de que su enfoque era parecido a leer un montón de libros sobre piano o patinaje artístico, y entonces creer que ya era capaz de tocar un concierto como Clara Schumann o hacer un triple axel como Kristi Yamaguchi. Por mucho que te concentres, es imposible ver un acento castellano con los ojos, visualizar un diagrama de ese sonido en la mente o interiorizarlo con una danza interpretativa. Para comprender ese acento, hay que escucharlo con los oídos. Para hablarlo, hay que practicar pronunciando las palabras en voz alta.
Como era de esperar, y según un metaanálisis de docenas de experimentos, tanto los jóvenes como los adultos tienen muchas más posibilidades de comprender y hablar bien un nuevo idioma si aprenden a producirlo, en lugar de si sólo se limitan a comprenderlo.21 También aprenden mejor en un «aula invertida» que les exija estudiar el vocabulario antes de la clase para después practicarlo con los compañeros.22 La frase «Lo que no se usa se acaba perdiendo» no hace justicia a la realidad. Porque si no lo usas, en realidad podría ocurrir que ni siquiera llegues a aprenderlo.
Sin embargo, no basta con aceptar una pequeña incomodidad cuando se presenta de repente. Curiosamente, todo va mucho mejor cuando buscamos la incomodidad de manera intencionada. Eso fue lo que hizo Sara Maria cuando se fue a vivir a Madrid para dar clases de inglés y escogió vivir con una familia que sólo hablaba castellano. Al final del verano, ya era capaz de hablar con soltura. Se dio cuenta de que si podía sentirse cómoda en una situación incómoda, entonces podía aprender cualquier idioma.
Mientras hablaba con Sara sobre su gran revelación, a mí se me encendió la bombilla. La comodidad en el aprendizaje es una paradoja. Es imposible que te sientas cómodo con una habilidad hasta que no has practicado tanto que ya la dominas del todo. En cambio, practicar esa habilidad antes de dominarla resulta muy incómodo, por lo que a menudo evitamos pasar por ahí. Acelerar el aprendizaje requiere una segunda forma de valentía: tener el valor suficiente para usar los conocimientos a medida que se adquieren.

Fuente: Liz Fosslien.
En un inteligente experimento, las psicólogas Kaitlin Woolley y Ayelet Fishbach observaron a cientos de personas que se habían apuntado a clases de improvisación de monólogos cómicos y les pidieron que se centraran en objetivos diferentes. Las que más persistieron —y las que asumieron los mayores riesgos creativos— no eran aquellas a quienes se les había pedido que se centraran en el aprendizaje. Eran aquellas que habían recibido el consejo de buscar la incomodidad de manera intencionada. «Tu objetivo es sentirte torpe e incómodo [...] es una señal de que el ejercicio está funcionando», decían las instrucciones. Cuando los participantes entendían la incomodidad como una señal de crecimiento, sentían la motivación para alejarse de su zona de confort.23
También funciona con los adversarios políticos. Por regla general, para animar a los demócratas y los republicanos a abandonar sus cajas de resonancia, les pedimos que busquen información nueva. Pero en el proceso de investigación, si se les pide, en cambio, que busquen la incomodidad, las posibilidades de que se descarguen artículos afines al otro bando aumentan.24 Cuando la incomodidad es un indicador del desarrollo personal, no queremos alejarnos de esa sensación. Al contrario, queremos tropezar con esa incomodidad para continuar creciendo.
Siete meses antes de su boda, Sara Maria decidió sorprender a su marido y su familia política haciendo el brindis del banquete en su lengua materna, el cantonés. La idea le resultaba aterradora, y por eso parecía tan excitante. Escribió un borrador en inglés y contrató a un profesor particular para que lo tradujera al cantonés y lo grabara en voz alta. Acto seguido, utilizó la grabación como si fuera una canción de una lista de reproducción. La escuchó una y otra vez hasta que se la supo de memoria. La recitaba de camino al supermercado, sin decirle nada a su futuro marido para poder darle una buena sorpresa.
Como imaginaba que su familia política la pondría a prueba después del brindis, empezó a hacer algo que llamó «espamear el cerebro». Escuchaba podcasts y veía películas en cantonés. Cada día practicaba en secreto hablando con un profesor cantonés, mientras aceptaba el dolor de presentarse con las palabras incorrectas y la vergüenza de recitar su monólogo en un tono inadecuado. Tenía pesadillas en las que tropezaba y se atascaba, pero también se recordaba a sí misma que sentirse torpe y cometer errores era una señal de que estaba aprendiendo. Pronunció a la perfección el brindis del banquete de bodas, que la obligaba a utilizar nueve tonos diferentes de la forma correcta. Después, bromeó con la abuela de su marido, que sólo hablaba cantonés, y su familia política le expresó lo mucho que significaba para ellos que hubiera hecho el esfuerzo de honrar su cultura aprendiendo el idioma.
No hay que esperar a adquirir una biblioteca completa de conocimientos para empezar a comunicarse. La biblioteca mental se amplía a medida que se practica. Cuando pregunté a Sara Maria qué hace falta para empezar, me dijo que ya no espera a hablar hasta que tiene un mínimo nivel de competencia. Empieza a hablar desde el primer día... y al diablo con la incomodidad. «Siempre trato de convencer a la gente para que empiece a hablar —me dice—. Sólo tienes que memorizar unas cuantas frases: un breve monólogo para presentarte y explicar por qué estás aprendiendo el idioma.»
Aquel consejo cambió la vida de Benny Lewis. Durante el tiempo que pasó en España, compró El señor de los anillos en castellano y se puso a traducirlo con un diccionario; a fin de cuentas, era una historia que le entusiasmaba. Tardó una semana en terminar la primera página. Aún faltaban setecientas. Después de seis meses tratando de aprender español sin ningún éxito, se dio cuenta de que lo había probado todo menos hablar el idioma. Aquel paso exigía una tercera forma de valentía: no sólo se trataba de aceptar y buscar la incomodidad, sino de multiplicarla demostrando el valor necesario para cometer más errores.

Fuente: Liz Fosslien.
Una vez fui a Costa Rica con un primo mío. Cuando entramos en un restaurante después de una larga caminata, me comentó que el zumo de naranja natural tenía una pinta deliciosa. Cuando pidió lo que quería en español, el camarero soltó una gran carcajada. En vez de «jugo de naranja», pidió un «fruto de periódico». Había tratado de pedir un zumo de la prensa del día.
Cuando intentas usar un idioma por primera vez, resulta muy habitual sentir una punzada de ansiedad. Si balbuceas al pronunciar una palabra extranjera, te pones en evidencia. Si das un paso en falso, quizás ofendas a los demás. Mi mujer, Allison, estudió japonés en el instituto, y el examen final incluía una visita a un restaurante para pedir la comida en ese idioma. Sentía tanta ansiedad por la posibilidad de cometer errores y suspender el examen que aquel día fingió que estaba enferma. Ahí es donde entra la valentía: para coger práctica hablando un idioma, hay que tener el valor suficiente para cometer errores. Cuantos más, mejor.
Sara Maria cree que ésa es una de las razones por las que los niños absorben las lenguas extranjeras con más facilidad que los adultos.25 Sí, también se benefician de la mayor plasticidad del cerebro (cuando está en proceso de crecimiento, se reconecta más deprisa que cuando ya está desarrollado) y de la menor intromisión de otros conocimientos previos (no se han atrincherado todavía en las reglas gramaticales de un idioma en concreto). Pero también son bastante inmunes al miedo de pasar vergüenza y a la incomodidad de cometer errores. Los niños no se contienen cuando llega el momento de comunicarse: empiezan a balbucear en cuanto aprenden algunas palabras nuevas. No tienen miedo de sentirse juzgados o parecer tontos. Les encantan los frutos de periódico.
Si eres una persona tímida, la idea de cometer errores resulta especialmente angustiosa. La timidez es producto del miedo a las evaluaciones negativas en una situación social, y Benny Lewis la padecía con gran intensidad. Cuando era un adolescente, debido a su torpeza con las interacciones sociales, se quedaba en un rincón en las fiestas mientras jugaba con el móvil. En las clases de idiomas, nunca levantaba la mano para participar. Cuando se trasladó a España, evitaba enfrentarse a sus miedos porque sólo frecuentaba a personas que hablaban inglés.
Cuando los terapeutas tratan las fobias, utilizan dos técnicas de exposición distintas: la desensibilización sistemática y la inundación. La desensibilización sistemática arranca con una microdosis de la amenaza que desencadena la fobia y, con el tiempo, se va incrementando de manera gradual.26 Si las arañas te dan miedo, primero dibujas una sobre un papel y después observas a otra de verdad encerrada en una jaula en el otro extremo de la habitación. Antes de ponerte íntimo con esas ocho patas largas que te esperan en la bañera, aprendes a gestionar el miedo en una situación menos amenazadora. La inundación es todo lo contrario: el terapeuta puede llegar a ponerte una araña peluda encima del brazo.27 Está claro que vas a perder los papeles, pero después de sobrevivir a semejante calvario sin sufrir un solo rasguño, el terror visceral se desvanece.
La terapia de exposición reduce la incomodidad mientras intensifica la amenaza. Encontramos un ejemplo extremo en los cursos para aprender a pilotar un avión, donde hay pocas situaciones más aterradoras que entrar en pérdida. La entrada en pérdida se produce cuando el avión empieza a precipitarse hacia tierra, normalmente porque el piloto comete el error de volar demasiado lento o levantar el morro de repente. La entrada en pérdida es la causa del 15 por ciento de los accidentes mortales en aviones comerciales y de casi una cuarta parte en los vuelos privados. Muchos pilotos tienen pesadillas en las que su avión cae sin remedio hacia el suelo.
Si empiezas la formación para ser piloto, primero pasarás por una desensibilización sistémica en un simulador de vuelo. El simulador te acostumbra a la mecánica y los estímulos sensoriales de una entrada en pérdida: lo que haces con las manos, el aspecto del horizonte en el momento en que empiezas a caer. Pero cuando por fin estés en una cabina de verdad, habrá un momento en que el instructor de vuelo te dará una orden aterradora. Reduce la velocidad y tira de la palanca de mando para elevar el morro hasta que el avión entre en pérdida.
Ésa es la parte que sólo puedes vivir con una inundación intensiva. A la amígdala le da igual que hayas pasado mil veces por esta situación en el simulador o que estés a miles de metros de altura, con tiempo de sobra para corregir el rumbo. Estás atrapado en una enorme y pesada jaula de metal, y te diriges a gran velocidad hacia el suelo mientras caes en picado sin ningún control. Y no hay nada que pueda preparar a un ser humano para el terror absoluto de provocar intencionadamente que un avión se hunda como una piedra en un estanque.
Si quieres sacarte la licencia de piloto en Estados Unidos, tienes que demostrar que puedes corregir una entrada en pérdida y aterrizar con el avión sin ningún problema. Los programas de formación más efectivos están diseñados para introducir amenazas nuevas e inesperadas de forma intencionada. Las pruebas sugieren que este elemento de sorpresa es fundamental: si la formación para lidiar con una entrada en pérdida se convierte en una rutina previsible, ya no prepara a los pilotos para las emergencias de la vida real.28 No se puede estar preparado para afrontar cualquier posible situación si no te han entrenado para gestionar todas las opciones. Los pilotos aprenden a lidiar con la incomodidad intensificando las sensaciones y al reconducirlas adquieren las habilidades necesarias.
Aumentar la sensación de incomodidad fue un factor fundamental para que Benny Lewis pudiera aprender un nuevo idioma. Para superar su timidez, Benny empezó con la desensibilización sistemática: se ponía en situaciones que eran un poco incómodas. Animaba a la gente a acercarse poniéndose el típico gorro de duendecillo irlandés en la calle o asistiendo a conciertos con un puntero láser que tenía un filtro discotequero para bailar. Se acostumbró a iniciar las interacciones repartiendo tapones para los oídos en situaciones muy ruidosas o brindando con desconocidos en los bares. Después de seis meses más en España, ya era capaz de hablar un buen castellano y se trasladó a Italia para aprender el próximo idioma. Ya sólo era cuestión de tiempo antes de que se convirtiera en un estudiante de idiomas profesional. Su objetivo era poder mantener una conversión en un nuevo idioma en cuestión de meses para poder comunicarse con extraños, y para enseñar a otros a hacer lo mismo. Y ahí fue cuando pasó a la inundación.
Benny lo llama una caída social en picado. Cuando llega a un país nuevo, se obliga a sí mismo a hablar con cualquier persona que permanezca a su lado más de cinco segundos. En vez de proponer una charla insustancial, ha decidido ir más lejos para despertar una respuesta mucho más significativa:29 cuando se cruzaba con una persona en Valencia, la ciudad española donde vivía, empezaba a cantar una canción típica de la tierra. Cuando se registró en un albergue en Brasil, le explicó al recepcionista su experiencia trabajando en un hotel en Roma, donde le pagaban una miseria por hacer un montón de horas. «Uno de los mayores errores que veo en las personas que aprenden un idioma es que creen que estudiar una lengua sólo consiste en adquirir conocimientos —señala Benny—. ¡Pero no lo es! Aprender un idioma consiste en desarrollar la habilidad para comunicarse.»
En la mayoría de los casos, el aprendizaje se entiende como un proceso que consiste en reconocer, corregir y evitar los errores. Pero Benny cree que si quieres llegar a ser competente en una lengua, más que tratar de reducir tus errores, debes esforzarte por incrementarlos. Y resulta que tiene razón. Muchos experimentos han demostrado que cuando un grupo de estudiantes está adquiriendo información nueva, si se les pide que den respuestas aleatorias incorrectas, en lugar de ofrecerles la solución exacta, tienen menos posibilidades de cometer errores en los futuros exámenes.30 Cuando nos animan a cometer errores, al final nos equivocamos menos. Los primeros errores nos ayudan a recordar la respuesta correcta y nos motivan para seguir aprendiendo.
COMETER MÁS ERRORES

Fuente: Matt Shirley.
Cuando Benny siente que ya está preparado para aprender un nuevo idioma, se pone una meta muy ambiciosa: cometer un mínimo de doscientos errores al día. Mide sus progresos en función del número de errores que comete. «Cuantos más errores, más rápido mejoras y menos te importan —observa—. El mejor remedio para dejar de sentirte incómodo al cometer errores es cometer más errores.»
Durante su viaje personal, Benny se ha metido en situaciones bastante incómodas. Se ha presentado con un género que no era el suyo, ha dicho que se sentía atraído por un autobús y, sin quererlo, felicitó a una persona por tener un bonito trasero. Pero no se fustiga, porque su objetivo es cometer errores. Incluso cuando balbucea, la gente suele elogiarlo por hacer el esfuerzo. Y esas palabras de ánimo lo motivan para seguir intentándolo.
Los psicólogos describen este ciclo con el término diligencia adquirida. Al recibir un elogio por hacer el esfuerzo de intentarlo, esas palabras de aprecio se sienten como una recompensa secundaria.31 Ya no tienes que obligarte a seguir intentándolo, sino que te sientes motivado para probarlo una vez más.

Fuente: Elaboración propia.
La idea de empezar a hablar desde el primer día ha cambiado mi forma de entender el aprendizaje. Es posible empezar a programar desde el primer día, dar clases desde el primer día y entrenar a alguien desde el primer día. No hay que sentirse cómodo y seguro antes de empezar a practicar una habilidad. La comodidad aumenta a medida que vas practicando.
Hace unos pocos años, Sara Maria Hasbun se percató de que alguien estaba viendo series coreanas usando la cuenta de Netflix de su familia. Era su padre. Después de viajar a Corea para visitarla, se enamoró de la cultura y decidió empezar a aprender el idioma en secreto. A sus 77 años, está progresando muy rápido con la gramática y el vocabulario, y ahora ella también puede enseñarle el idioma. «De hecho, mi padre ya había aprendido bastante coreano. Estaba escribiendo un montón y leyendo mucho —dice Sara—. Pero se ponía muy nervioso ante la idea de empezar a hablar. Por fin ha llegado a un punto en que puede hablarlo un poco conmigo.»
En la actualidad, Sara Maria es la fundadora y directora gerente de una empresa de traducción y servicios lingüísticos. Cree que mientras estemos dispuestos a sentirnos un poco incómodos, nunca es demasiado tarde para aprender. Y que la valentía puede ser contagiosa.
Si esperamos hasta sentirnos preparados para asumir un nuevo reto, podría ocurrir que nunca empecemos a intentarlo. Quizás nunca llegue ese día en que nos levantemos por la mañana y, de repente, sintamos que ya estamos preparados. Al contrario, nos sentiremos preparados cuando demos el paso, cueste lo que cueste.