¿Por qué son tan importantes esos griegos apolillados? ¿Por qué debemos hacerles caso en el siglo XXI?
Podemos hablar hasta hartarnos de su aportación a las matemáticas o arquitectura, a la poesía o la política, pero, al final, lo que realmente importa es su forma de entender la vida.
La filosofía griega sigue siendo un juez implacable en la sala de nuestro pensamiento moderno, no porque tenga un traje de gala de antigüedad o una dorada pátina de academicismo, sino porque se atrevió a hacer las preguntas que aún nos rondan en la cabeza como moscas en un día de verano.
Platón, por ejemplo, puede resultarnos totalmente ajeno con su mundo de las ideas, que parece una fantasía de otro planeta, pero ahí está la base del pensamiento idealista que aún permea en nuestra cultura, política y hasta en nuestras relaciones personales. Nos enseñó a mirar más allá de la realidad palpable, a pensar en lo que podría ser en lugar de conformarnos con lo que es. Y no olvidemos a Aristóteles, cuya obsesión por querer clasificarlo todo fundó las bases de la lógica, la ética y la biología. ¿Por qué importa? Porque vivimos en un mundo obsesionado con categorizar, desde la ciencia hasta la identidad personal, y el culpable final es él.
Pero para reconocer su influencia indiscutible en quienes somos hoy, no tenemos que limitarnos a la Liga de Campeones de los filósofos helenísticos. Pensemos en Carnéades de Cirene, que lideró la Academia platónica en una época en que cuestionarlo todo era el pan de cada día. Carnéades se zambulló de lleno en las nociones establecidas de certeza y verdad, y argumentó que todo conocimiento es susceptible de fallar. ¿Suena familiar? En nuestra era de relativismo y debate sobre fake news, Carnéades sería el rey de la fiesta, recordándonos que la duda no es un callejón sin salida, sino una autopista hacia una comprensión más profunda de la realidad que vivimos. O pensemos en Crisipo de Solos, el salvador del estoicismo después de Zenón y Cleantes. Crisipo desarrolló la lógica estoica hasta puntos que harían perder la paciencia a un benedictino de madera, aleccionándonos sobre la importancia de la coherencia lógica y el análisis riguroso, habilidades imprescindibles en un mundo en el que argumentamos más en 280 caracteres que en ágoras o stoas. O Panecio de Rodas, que actuó como puente entre el estoicismo y el mundo romano, influyendo en figuras imprescindibles como Cicerón. Panecio suavizó el estoicismo, lo hizo más pragmático y accesible, algo que hoy día se agradece en filosofías que te exigen ser una roca sin emociones.
La influencia de la filosofía griega no se detiene en los libros de texto. Se desliza en nuestras vidas, a veces sin que nos demos cuenta. Nos enseñó a valorar la argumentación lógica, a buscar la verdad más allá de las apariencias y a cuestionar nuestras propias creencias. Nos dejó un legado de escepticismo saludable, esa chispa que prende cuando algo no cuadra y nos impulsa a indagar más. En nuestro mundo moderno, lleno de incertidumbres, relativismo y búsqueda de sentido, las ideas de estos filósofos helenísticos siguen resonando, mostrándonos diferentes maneras de enfrentar la realidad, entender la lógica y buscar la verdad.
Seguramente el momento más trascendental del pensamiento occidental lo protagonizó Sócrates, un tipo cuyos propios coetáneos llevaron a juicio y condenaron a muerte, y cuya importancia fue tal que hoy hablamos de filósofos que vivieron antes y después de él. Porque Sócrates encarna como ninguno el meollo de la filosofía antigua.
Nació en el 470 a. C. en Atenas, y vivió en la Edad de Oro de la ciudad, cuando la polis florecía política, cultural y económicamente. A Sócrates, que luchó en la guerra del Peloponeso, no le interesaba la riqueza ni los bienes materiales; andaba descalzo a su bola y pasaba olímpicamente —nótese lo acertado de la expresión— de su apariencia. Diógenes cuenta que su frugalidad lo ayudó a sobrevivir a la peste en Atenas: como apenas comía, no se contagiaba. Lo que sí le interesaba era la búsqueda de la sabiduría y la virtud. Y su método para alcanzarlas era cuestionarlo todo.
En vida, no escribió una sola línea. Lo que sabemos sobre sus ideas proviene del legado de terceros, en especial de sus discípulos. Entre ellos, el más destacado fue Platón, que posteriormente influyó de forma determinante en casi todo el pensamiento de Occidente. Su importancia es tal que en realidad no se llamaba así, sino Aristocles, y Platón es un mote que hacía referencia a sus anchos hombros. Tan anchos que sobre ellos se asienta la práctica totalidad de la filosofía moderna.
Pero vayamos a lo que importa. En el 399 a. C., Sócrates, con setenta años, fue llevado a juicio por sus compatriotas atenienses.
¿De qué podían acusar a un anciano desdentado e inofensivo?
No reconocer a los dioses de la ciudad y corromper a la juventud de Atenas. O lo que es lo mismo, su crimen fue hacer demasiadas preguntas incómodas.
Un jurado de 501 ciudadanos decidió su destino en un juicio al que también asistió Platón, que lo registró para la posteridad. Era un momento turbulento para Atenas. Acababan de perder la guerra del Peloponeso y su democracia había sido recientemente derrocada por un golpe oligárquico. Sócrates, crítico con todos, era molesto para los políticos y sospechoso de simpatizar con el anterior gobierno de los Treinta Tiranos, títere de Esparta; la acusación de «impiedad» equivalía a ser una amenaza para la estabilidad de la ciudad.
Cuando se le preguntó por su influencia en la juventud de Atenas —varios de sus discípulos habían participado en diversas revueltas—, Sócrates negó rotundamente haber enseñado nada a nadie. Él tan sólo hacía preguntas y nunca se había jactado de ser un maestro. De hecho, explicó durante su juicio que tanta gente lo odiaba y quería verlo ajusticiado porque con sus preguntas había expuesto la propia ignorancia de la sociedad. Admitió abiertamente que aquellos que lo escuchaban, en especial los jóvenes, habían cuestionado a sus padres y a los ancianos de la polis, causando la primera gran brecha generacional de la que tenemos conocimiento.
Sin embargo, el jurado votó —por un margen de sólo treinta votos a favor, según Platón— que era culpable de ambas acusaciones y fue condenado a muerte. Sócrates se negó a suplicar misericordia —eso habría sido indigno, tanto para él como para Atenas, y habría significado cambiar la búsqueda de la verdad de toda su vida por la postración ante una acusación envidiosa—. Otro de sus alumnos, el guerrero-historiador Jenofonte, nos cuenta que Sócrates prefería la muerte a la deshonra del exilio en la vejez. Como le dijo a su amigo Hermógenes: «Elegiré morir antes que seguir viviendo sin libertad, suplicando ganar una vida mucho peor en vez de la muerte».
Jenofonte escribió sobre el modo en que Sócrates se negó a pedir un castigo menor y no permitió que sus amigos lo ayudaran a huir. Además, aseguraba que Sócrates vio en su posible sentencia de muerte la oportunidad de morir como había vivido, virtuoso hasta el final.
La dificultad, amigos míos, no es evitar la muerte, sino evitar la injusticia.
Creía que la mente es el mayor regalo de la humanidad, y que usarla en la búsqueda de la sabiduría y la verdad es el mayor bien.
Mientras los amigos y seguidores de Sócrates se rasgaban las vestiduras, él se mantuvo tranquilo, aprovechando su oportunidad para ofrecer un último momento de sabiduría: que la vida no va de evitar la muerte, sino de vivirla de la manera correcta. Durante su juicio, pronunció una de las frases más lapidarias de la historia, que fue recogida así por Platón:
La vida sin examen no vale la pena vivirla.
Jenofonte relata cómo Sócrates permaneció alegre y racional durante todo el juicio y hasta su muerte, consolando e incluso regañando a sus discípulos. Y cómo, al final, bebió la copa de veneno como si fuera vino.
Y de este modo, Atenas convirtió involuntariamente al viejo Sócrates en un mártir, transformándolo para siempre en el símbolo de la racionalidad y la indagación intelectual y crítica del mundo moderno.
Volvamos a estas palabras, que constituyen el legado póstumo de un hombre íntegro:
La vida sin examen no vale la pena vivirla.
Eso, en una sola línea, resume la esencia del legado de la Grecia antigua: no un conjunto específico de creencias o ideas, sino una forma de pensar.
Una forma de pensar que ha modelado tu mundo tal como lo conoces hoy.