CAPÍTULO

3

En mi vida me había sentido aliviada de poner el pie en una gran ciudad. Por lo general, me horripilan. Demasiados estímulos: personas, animales, olores, ruidos…

Pero cuando los caballos suben la pronunciada pendiente, cruzan las puertas de la ciudad y se adentran en el bullicio, siento que puedo respirar por primera vez. Kellyn arrea a los caballos para que vayan más rápido, y la gente de la capital se aparta bruscamente del carro, gritándonos improperios a la espalda.

Hemos llegado a última hora del día, con lo que las calles no están tan atestadas como podrían, pero la gente aún está cerrando las tiendas o corriendo en busca de los últimos víveres.

La capital está situada en las montañas, y corre el rumor de que el príncipe Skiro quería instalar su gobierno lo más lejos posible de su hermano mayor, Ravis. La gente va envuelta en pieles sueltas y botas gruesas. El otoño ha llegado temprano a la ciudad, por lo visto.

Petrik indica a Kellyn cómo llegar al palacio y ascendemos por callejuelas serpentinas cada vez más empinadas. Vislumbro pedacitos de nuestro destino asomando por encima de las casas y las tiendas. Las torres del castillo son la edificación más alta de la ciudad.

Cuando por fin llegamos a ellas, veo que están conectadas a una extensa muralla que rodea las tierras de palacio. Como el puente levadizo está bajado, accedemos directamente al interior.

Dos figuras inmensas flanquean las puertas de palacio: una, tallada en un mármol blanquísimo; la otra, del granito más oscuro. Ebanarra y Tasminya, las Diosas Gemelas.

Cuando el carro se detiene, la guardia que hace la ronda se nos acerca.

—¡Petrik, has vuelto!

—Perdóname, Leona, pero no tengo tiempo para cortesías. Por favor, comunícale enseguida mi llegada al príncipe. Le traigo una prisionera de primera y ruego que se me permita hacer uso de los servicios de Serutha para nuestra compañera herida.

No sé si Petrik conoce a todos los guardias o si se ha dado la casualidad de que esta sabe quién es, pero me alegra que la cosa se ponga en marcha. Leona les grita algo a los criados plantados junto a la puerta y estos entran en palacio.

En cuestión de minutos, salen con una camilla hacia el carro, seguidos de una pequeña guarnición de guardias con cadenas y grilletes. Ayudo a las cuidadoras a subir a Temra a la camilla. Los guardias obligan a Kymora a bajar del carro y la atan en condiciones. Ella se revuelve y se lleva algunos rasguños y moratones más.

—Por favor, tratadla con toda la delicadeza que sea posible —les pide Petrik.

Sale otro tropel de guardias por la entrada principal, todos uniformados con las túnicas de color azul oscuro y el sol amarillo en la pechera.

En el interior del palacio se oye un leve murmullo que va creciendo poco a poco.

—¡Dejadme pasar! —insiste una voz, abriéndose camino entre las demás.

Y no es otro que el príncipe Skiro. Viste una túnica de un dorado intenso, con el mismo sol que los guardias, bajo una capa abierta de color zafiro. Su piel morena es más oscura que la de Petrik, lleva la cabeza afeitada y sus rasgos son tan delicados que sé que Temra lo consideraría guapo. Es más alto que su hermano, pero no tanto como yo, aunque se me acerca. No luce ningún ornamento especial que indique su rango, pero sí un puñal de pedrería enfundado a la cintura. Es el miembro más joven de la familia real y no tendrá más de veinte años.

El príncipe mira el carro, a mi hermana en la camilla y a Kymora encadenada antes de posar los ojos en Petrik. Ilumina su rostro una amplia sonrisa.

—¡Petrik! —exclama mientras abraza a su hermano—. ¿Es cosa mía o por fin te han salido músculos? ¿Y qué llevas puesto? No recuerdo la última vez que te vi con algo que no fuera tu atuendo de estudiante.

—Perdóname, Skiro, pero tenemos prisa —dice Petrik—. Necesitamos ayuda inmediata. Mi amiga está gravemente herida. No dispone de mucho tiempo. Necesitamos a Serutha. ¿Podrías hacerla venir, por favor?

Skiro mira a Temra y estudia su rostro blanco.

—Entrad todos. Los amigos de mi hermano son mis amigos.

Cada segundo que pasa es como un latigazo para mí.

Veo a las cuidadoras limpiarle a mi hermana la porquería del viaje con paños húmedos. Son superdelicadas con ella, pero estoy impaciente por que llegue esa tal Serutha y obre su magia. Una de ellas le quita el vendaje del brazo y un hedor a podrido impregna el aire. La herida está infectada, así que una sanadora empieza a cortar los puntos con una lanceta para reabrirla.

Pero ¿dónde está la sanadora mágica?

Cuando se abre la puerta, me giro aliviada, preparada para saludar, suplicar y lo que haga falta con tal de conseguirle a mi hermana la atención inmediata de la sanadora que por fin llega.

Pero no es más que una especie de criado.

—Petrik me envía a buscarte. Debo conducirte a tus aposentos para que te laves y descanses. Al príncipe le gustaría que fueras su invitada de honor en la cena.

Lo miro extrañada.

¿Cenar, lavarse, descansar…?

Mi hermana está muriéndose. ¡Muriéndose! Y esperan que…

—Perdona —me dice alguien a la espalda. Me giro, tensa y deseando volver corriendo al lado de mi hermana. Es una de las cuidadoras—. Nosotras nos ocupamos de ella. Recibirá la mejor atención posible. Debes marcharte.

—No la pienso abandonar —contesto.

—No sé cómo decirte esto con delicadeza, pero estás contaminando nuestro entorno esterilizado.

Al oírlo, me miro. Llevo porquería en todas las uñas, la ropa hecha jirones de mi lucha con Kymora y voy llena de manchas del viaje. No me distingo las pecas de la suciedad de la piel. Y no quiero ni imaginarme cómo debo de oler.

Me muero de vergüenza, pero la necesidad de ver a Temra sana es mayor.

—¿Quieres decir que es más seguro para ella que me vaya? —La cuidadora asiente educadamente—. ¿Puedo volver en cuanto esté limpia? ¿Y habéis mandado llamar a… —ignoro si los poderes mágicos de la sanadora son del dominio público— …esa tal Serutha?

—Puedes volver, y el príncipe ha puesto todos sus recursos a vuestra disposición.

Entiendo lo que dice.

—Muy bien —digo exhalando, y el criado se muestra aliviado cuando me vuelvo hacia él.

La alcoba a la que me lleva está limpia y es muy luminosa. Hay montones de alfombras y cortinas exquisitas por todas partes, con motivos tan complejos que han debido de tardar años en terminarlos. Ya me han preparado un baño y me acerco corriendo a él, consciente de que cuanto antes me lave antes podré volver con Temra para ver lo que le hace la sanadora.

El contacto del agua con mi piel resulta muy agradable y me permito disfrutarla mientras me quito a restregones la roña de una semana. Cuando termino, me seco con la toalla, me cepillo el pelo y me lo dejo suelto; lo llevo demasiado corto para hacer mucho más con él. Una vez vestida, salgo por la puerta y casi me doy de bruces con Petrik. También ha aprovechado para darse un baño y se ha puesto ropa limpia.

—¿Sabes algo? —le pregunto—. ¿Cómo está?

—Igual.

¡¿Qué?!

—¿Por qué? ¿Por qué no la han curado? ¿Dónde está esa sanadora que prometiste? ¿Por qué va todo tan lento? ¿Voy a tener que empezar a aporrear puertas por todo el palacio?

Petrik me interrumpe antes de que empiece a desvariar.

—Aún no puedo responder a eso, pero el príncipe Skiro quiere hablar con nosotros.

Bien, así le puedo exigir explicaciones directamente.

Dejo que Petrik me lleve por un pasillo forrado de tapices extraordinarios. Nos llega música de alguna estancia lejana y no consigo adivinar qué instrumento la produce. Alguno de cuerda. Petrik no se detiene hasta que llegamos a una sala también decorada con tapices de lana y exquisitas alfombras. Entre los tapices hay librerías con montones de estantes repletos de libros. La música suena más fuerte en esta sala, pero los intérpretes no están en ella. Puede que se encuentren en la estancia contigua.

Hay una mesa modesta con abundante comida. Carnes jugosas cubiertas de salsas deliciosas y al menos cinco barriles distintos de vino. La guardia personal del príncipe se halla apostada a lo largo de la sala y el propio príncipe preside la pequeña mesa, con Kellyn a su lado, engullendo tarugos de pan con mantequilla.

No debería cabrearme con ellos dos porque estén comiendo mientras Temra se muere, pero estoy furibunda.

—Ah… —dice Skiro levantando la vista—. Tomad asiento, por favor. Reponed fuerzas. Tendréis mucho que contar después de semejante viaje. —Ni Petrik ni yo nos movemos, y tenerlo a mi lado, apoyando mi causa, me viene de maravilla. Skiro suspira y suelta el muslo de pollo que se iba a llevar a la boca—. Os agradezco muchísimo que me hayáis traído a esa traidora, aunque me sorprende, hermano, que te hayas vuelto contra ella.

—Supe que tenía pensado mataros, a ti y a los otros, y apoderarse del reino entero. No podía permitir que eso pasara. Fue Ziva quien se enteró y se lo impidió —dice, señalándome—. La que se está muriendo es su hermana y te suplicamos la intervención de Serutha.

Skiro me mira. Se le iluminan los ojos y se dibuja en sus labios una sonrisa demasiado grande. Se sacude, como si de pronto hubiera recordado algo, y se vuelve hacia su hermano.

—No tendrías que haberles hablado de ella… Y me da igual lo amigos tuyos que sean.

—Ahora los considero mi familia —contesta Petrik.

—¿Acaso les debes la vida?, ¿es eso lo que te ha llevado a traicionar la confianza de nuestra amiga Serutha?

—Es por Temra.

—La moribunda.

—La quiero, Skiro, y necesito que la salves.

Sus palabras me incomodan. Lo había supuesto, claro, pero oír a Petrik confesar algo tan personal en voz alta me hace sentir vergüenza ajena. Aunque, si con eso consigue que el príncipe por fin haga algo…

—Ah, vale —dice Skiro desinflándose—. Lo siento mucho, Petrik, pero ya no está aquí.

—¿Quién? —pregunta Petrik.

—Serutha.

—¡Pues manda a alguien a buscarla! ¿Dónde está?

—Hace unas semanas, nuestro querido hermano Ravis mandó espías a palacio. Se enteraron de los poderes de Serutha y se la llevaron en plena noche. Ahora está en el territorio de Ravis.

Se me escapa de los labios un grito desesperado mientras caigo de rodillas al suelo. No, no, no, no, no, nononononono…

Lo hemos conseguido. Hemos traído a Kymora. Temra ha sobrevivido al viaje.

Pero la sanadora no está aquí.

«Mi hermana va a morir.»

Noto que se me acelera la respiración, pero me obligo a decirlo:

—Preparad el carro, entonces. Nos vamos a Ravis.

—No podéis trasladarla —dice Skiro—. Otro viaje terminaría matándola, y no le queda tiempo suficiente para llegar allí.

A Kellyn ya no le interesa la comida que tiene delante.

—Mandarías a tus hombres en busca de la sanadora, ¿no? Seguro que no tardan en traerla de vuelta…

Sí, eso tiene sentido. Me aferro al razonamiento de Kellyn.

—Lo hice —contesta Skiro—. Tendrían que haberme informado hace días. Probablemente los hayan descubierto y asesinado.

La última pizca de esperanza se me escapa de entre los dedos y mi llanto llena el súbito silencio mientras me desplomo. Petrik me deja sola y se acerca a su hermano. Entretanto, Kellyn se acuclilla a mi lado, hasta se atreve a abrazarme.

Mi desesperación es demasiado grande para que me importe siquiera.

No me refugio en él, ni le devuelvo el abrazo. Me limito a sentir el dolor. Morirse debe de ser algo así.

De pronto, me levanto. Si a Temra solo le quedan unos instantes de vida, los voy a pasar con ella. No puedo dejarla sola.

—Espera, Ziva.

Me giro y, a causa de las lágrimas, apenas veo a Petrik. Me las limpio e intento enfocar.

—Skiro… —dice Petrik, con una súplica cruda al final de la conversación que estaban teniendo hace un momento, fuera cual fuera.

—Es demasiado peligroso —contesta el príncipe—. Si mis soldados no han logrado volver, dudo mucho que tus amigos regresen con Serutha. Además, no voy a poner en peligro los portales de ese modo.

—Por mí, hermano.

—Van a morir.

—No, ¡Temra va a morir!

—Sabes que te quiero, pero la respuesta sigue siendo no.

Petrik gruñe, se vuelve de pronto hacia mí.

—Ziva, te pido permiso para contarle a mi hermano quién eres y por qué estamos perfectamente preparados para afrontar esta misión de rescate.

—No —responde Kellyn por mí.

¿Misión de rescate? ¿No habíamos llegado ya a la conclusión de que no nos da tiempo a traer a la sanadora a la capital y que Temra no sobreviviría a otro viaje?

Hasta la fecha no nos ha ido nada bien que alguien poderoso supiera quién soy, ¿cómo me pide Petrik que revele mi identidad voluntariamente?

Al verme dudar, Petrik añade:

—Podría ayudarnos a salvarle la vida a Temra…

No lo entiendo, pero asiento con la cabeza porque ¿qué otra cosa puedo hacer? Además, Kellyn no tiene derecho a hablar por mí. Nunca.

—Esta es Ziva Tellion, forjadora de espadas con poderes mágicos. Todos llevamos armas forjadas por ella. En Amanor acabamos con unos cuarenta hombres. Entre los tres hemos podido con la comandante. Somos capaces de traer de vuelta a Serutha. ¿Recuperar a la sanadora no te compensa el posible coste de los portales?

Skiro me mira. Yo miro al suelo, incómoda con el escrutinio, pero sigo pensando en mi hermana.

—¿En serio? —pregunta el príncipe—. ¿Cómo funcionan tus poderes? ¿Qué armas has hecho? ¿Cómo…?

—¡Skiro! —lo interrumpe Petrik.

—Perdona. —Se lo piensa un poco—. Sigue sin gustarme la idea. Esos portales son la única ventaja que tengo, Petrik.

—¿Qué hace falta para convencerte? —inquiere el otro, desesperado.

—¿Qué tal un plan solvente?

Al oírlo, Kellyn se anima. El príncipe está hablando su idioma, pero a mí la conversación me tiene del todo confundida.

—¿Cómo metiste a los últimos espías en palacio? —dice Petrik.

—Viajaron a pie. Iban disfrazados, vestidos como la gente de Ravis.

—¿Aún tienes prendas del territorio?

—Eeeh…, sí.

—Pues nos disfrazamos. Entramos por el portal, con las armas escondidas, y hacemos un reconocimiento. Nos infiltraremos entre el personal de palacio. ¿Sabes dónde retienen a Serutha?

—No estaba en las mazmorras. Mis espías peinaron el castillo, miraron en todas las plantas menos en la que alberga los aposentos de Ravis. La tiene cerca. Eso fue lo último que supe antes de que los descubrieran. Debieron de aproximarse demasiado.

—O sea, que solo nos queda una planta del castillo por registrar. La encontraremos y la traeremos de vuelta enseguida.

—Estará vigilada —dice Skiro—. No podréis llevárosla sin más.

—Tenemos armas mágicas —le recuerda Petrik—. Los distraeremos, si hace falta, para apartarlos de ella. Mermaremos sus defensas. —Skiro no lo tiene claro. Se lo noto—. Ziva estará en deuda contigo si le salvas la vida a su hermana —concluye Petrik.

Skiro me mira y luego mira los martillos que llevo a la cintura. Suspira.

—Vale, que vaya el mercenario. Ziva y tú os quedáis aquí.

—Yo voy —espetamos Petrik y yo a la vez.

—Tú eres demasiado importante para ponerte en peligro —me dice el príncipe.

—¡Te acabas de enterar de mis poderes! Ni siquiera me conoces. Es mi hermana la que se está muriendo. No pienso quedarme aquí si puedo hacer algo por salvarla.

Skiro esboza una sonrisa.

—Me caes bien —dice.

No sé bien por qué, esa afirmación hace que Kellyn se revuelva incómodo a mi lado.

—Yo también voy —repite Petrik.

—Te van a reconocer.

—Soy el único que conoce la disposición del palacio. Tengo que ir.

—Hace años que no vas.

—Tengo buena memoria.

—No quiero perderte, hermano.

—Si ella muere, me perderás igual.

Skiro capta el mensaje: si no accede, Petrik no se lo va a perdonar.

—Pues más vale que te tapes la cara —le dice Skiro.

—Eso haré.

Skiro se lleva la mano a un cordón que porta colgado al cuello, escondido bajo la túnica. Con un suspiro, se lo entrega a Petrik. Luego llama a un criado, le susurra algo y se vuelve hacia la mesa.

—¿Seguro que no quieres comer algo primero? —me pregunta.

No contesto. Aún no tengo claro lo que está pasando y, con lo desastre que soy, ignoro lo que terminaría diciendo si hablo. Me limito a negar con la cabeza.

El criado vuelve con tres juegos de ropa. Petrik los recoge, se me acerca, me agarra del brazo y tira de mí. Va casi corriendo por los exquisitos pasillos y estoy a punto de trastabillar en mi afán por darle alcance. Kellyn nos sigue de cerca.

—Sabía que no podría decirle que no a Ziva cuando supiera quién es —comenta Petrik—. Mi hermano es un amante de todas las artes: de la música, de los libros, de la pintura, de los tapices…, pero le interesa sobre todo el arte de la magia. Colecciona magos, por así decirlo. Les ofrece seguridad y su silencio.

Doblamos la esquina y enfilamos otro pasillo. Las botas de Petrik chirrían por el suelo de piedra.

—¿Tenías que decirle que Ziva estaría en deuda con él? —pregunta Kellyn—. ¿Y si le pide algo que ella no quiere darle? ¿Y qué son esos «portales» de los que no parabais de hablar?

—Ya casi hemos llegado. Enseguida lo entenderéis.

Unos cuantos recodos más. Unas escaleras.

Petrik manosea el colgante. Le veo una llave de bronce entre los dedos.

Llegamos a una puerta protegida por al menos una docena de guardias. El hombre que los preside saluda a Petrik con la cabeza y este la abre enseguida y nos insta a pasar. En cuanto estamos dentro, echa el cerrojo de inmediato.

Me dirijo al centro de la estancia y doy vueltas sobre mí misma, admirando los preciosos retratos de las paredes. Son cinco en total, equidistantes unos de otros. Todos tienen forma ovalada y son más altos que yo. El primero es de una chica. Diría que es mayor que yo, pero no demasiado. Tiene la piel de un color moreno oscuro, las mejillas sonrosadas y el pelo recogido en trencitas que le caen por los hombros. Sonríe, mostrando una hilera de dientes blancos, perfectos. Parece traviesa, como si ocultara un secreto a quienquiera que la mire.

El segundo es de un chico, quizá de la misma edad que la chica o tal vez algo mayor. También de piel oscura, con las manos en los bolsillos y la mirada puesta en alguna cosa por encima de mi cabeza. Lleva el pelo algo largo, con las puntas levantadas en forma de espléndido halo alrededor del rostro. Luce un pendiente en una oreja y anillos en los dedos.

Después del chico hay dos chicas más y luego otro chico en el extremo. Todos de piel tostada, con distintas expresiones, pero rasgos similares.

—¿Estos son…? —pregunto.

—Mis otros hermanastros —contesta Petrik. Se vuelve hacia el retrato situado a la izquierda de la puerta por la que acabamos de entrar—. Os presento a Ravis, porque os aseguro que no nos conviene topárnoslo en carne y hueso.

El mayor de los hijos del rey Arund parece también el más bajito. Lleva el pelo rapado, como le gusta llevarlo a Petrik, pero, a diferencia de él, tiene los párpados más caídos, la nariz más pequeña y los labios más gruesos. Mira directamente a quien lo contemple, como desafiándolo. Tendrá unos treinta años.

—El detalle de la pintura es extraordinario. Casi se podría decir que están aquí con nosotros —opino.

—Eso es porque estos retratos los hizo un pintor con poderes. —Kellyn y yo miramos a Petrik a la vez—. No voy a revelaros su identidad porque he jurado mantenerlo en secreto por su bien. No es relevante. Solo necesitamos sus pinturas, que son portales mágicos.

—Portales… —repito como una boba.

—Sí, si pinta la misma imagen exacta, detalle por detalle, en dos sitios distintos, el cuadro funciona como puente entre los dos lugares.

Vuelvo a estudiar las pinturas, deteniéndome en la de Ravis.

—¿Quieres decir que…?

—Que, con esto, se puede llegar a cualquier capital en un segundo con solo atravesarlos.

Alargo la mano hacia el rostro de Ravis, pero Kellyn me la atrapa.

—Esto es superpráctico —dice—. ¿Cómo es que no lo usamos para venir aquí?

—Como digo, los portales conectan las capitales. Hay que estar en una para llegar aquí. Nosotros estábamos en Amanor.

—¿Y cuando estábamos en la capital de Lisady, huyendo de la comandante? ¡Podríamos haber venido aquí y ponernos a salvo!

Petrik gruñe.

—No sé dónde están los portales en cada capital. ¡No los he usado nunca! Solo sé que existen. Habría tenido que saber adónde nos llevaba. Pero, cuando crucemos este, tomaré nota de adónde vamos para poder traer de vuelta a Serutha.

Se me escapa un suspiro.

—¿Me estás diciendo que aún podemos salvar a Temra?

—Podemos salvarla.

—Dime qué hay que hacer —contesto enseguida.

—Primero nos tenemos que disfrazar.

Petrik nos pasa la ropa, estira las arrugas de su atuendo y empieza a desnudarse.

No tengo dónde buscar un poco de intimidad, así que hago lo mismo, procurando no pensar en los cuerpos de hombre que tengo a mi espalda.

Me visto y me meto la mano por debajo de la falda, convencida de que la tela se ha debido de quedar atrapada en algo.

Pues no.

Lo que tendría que ser un vestido por la rodilla para una chica más bajita, a mí me llega a medio muslo. Debe de hacer calor en Ravis porque, además, el vestido solo tiene un tirante. Me vuelvo a calzar, pero sigue quedándome demasiada piel al descubierto entre el bajo del vestido y el borde de las botas para que esté cómoda.

«Lo hago por Temra», me recuerdo.

Cuando me vuelvo, Kellyn y Petrik me están mirando las piernas.

Se me encienden las mejillas.

—¡Vale ya! —les susurro furiosa.

Petrik se endereza.

—Perdona, es que no sé si ese disfraz te va a ayudar mucho.

Kellyn levanta despacio la vista hasta clavar los ojos en los míos.

—Qué… Qué piernas tan largas tienes.

Traga saliva ruidosamente y mira a otro lado.

—¡Tú más! —replico a la defensiva.

¿Cómo se atreve a burlarse de mí precisamente en este momento?

Petrik carraspea.

—Te prometo que te lo ha dicho como cumplido. Tienes unas piernas preciosas, Ziva.

—¡Dejad de hablar de mis piernas!

—Vale.

Petrik vuelve a carraspear innecesariamente.

Kellyn lleva un pantalón por la rodilla y una camisa holgada; Petrik, una especie de falda con una camisa parecida. Además, el estudiante se ha puesto un pañuelo en la cabeza para ocultar su rostro.

Sin que nadie me lo pida, toco con la mano el retrato de Ravis y, en vez de toparme con una pared dura, me desaparecen los dedos hasta los nudillos.

Inspiro hondo y lo atravieso entera, cerrando los ojos con fuerza.