Introducción

La vida consagrada envejece, o mejor, ha envejecido. Son numerosas las instituciones cuya edad media supera la edad de la jubilación. Cada vez más los superiores se ocupan de la cuestión de organizar el cuidado de los propios miembros mayores y dependientes, que, como el resto de los ciudadanos que alcanzan una edad avanzada, conviven con diferentes discapacidades, enfermedades degenerativas y achaques propios de la edad.

El envejecimiento en general y el de los religiosos y religiosas en particular, puede traer consigo tanto dificultades como retos u oportunidades. No faltan dificultades físicas, anímicas, relacionales, éticas, espirituales. Como también existen oportunidades. En este proceso puede suceder que nos instalemos en la mera lamentación, como lo que le pasaba a aquel viajero al que se refiere el siguiente cuento:

Lentamente, el sol se había ido ocultando y la noche había caído por completo. Por la inmensa planicie de la India se deslizaba un tren como una descomunal serpiente quejumbrosa.

Varios hombres compartían un departamento y, como quedaban muchas horas para llegar al destino, decidieron apagar la luz y ponerse a dormir. El tren proseguía su marcha. Transcurrieron los minutos y los viajeros empezaron a conciliar el sueño. Llevaban ya un buen número de horas de viaje y estaban muy cansados. De repente, empezó a escucharse una voz que decía:

–¡Ay, qué sed tengo! ¡Ay, qué sed tengo!

Así una y otra vez, insistente y monótonamente. Era uno de los viajeros que no cesaba de quejarse de su sed, impidiendo dormir al resto de sus compañeros. Ya resultaba tan molesta y repetitiva su queja, que uno de los viajeros se levantó, salió del departamento, fue al lavabo y le trajo un vaso de agua. El hombre sediento bebió con avidez el agua. Todos se echaron de nuevo. Otra vez se apagó la luz. Los viajeros, reconfortados, se pusieron a dormir. Transcurrieron unos minutos. Y, de repente, la misma voz que antes comenzó a decir:

–¡Ay, qué sed tenía, pero qué sed tenía!

Efectivamente, corremos el peligro, a mi juicio, de instalarnos en una cierta “lamentorrea de repetición” que nos lleve a decir: “Ay, qué pocos somos, ay, qué mayores estamos…” y mientras tanto, no disfrutemos del agua que tenemos entre nosotros.

No neguemos, no obstante, que tendremos serias dificultades para los roles de coordinación (superiores) en los próximos años y que posiblemente, habremos de encontrar nuevas fórmulas de liderazgo para que nuestras comunidades no se aletarguen en la monotonía, e incluso nuevas formas de coordinación y prestación de los cuidados que necesitamos como personas mayores.

Pero es también esta una oportunidad de sanación, de mirar al centro, una oportunidad para “nacer de nuevo”, renacer desde dentro.

Fueron elocuentes las palabras de la Hna. Marlene Weisenbeck en su discurso de despedida al terminar su periodo presidencial en la Conferencia de Líderes de Mujeres Religiosas de Estados Unidos en agosto de 2010: “… Debemos ser testigos de esperanza para el mundo como profetas, artistas, sanadoras y amantes. Profetas, artistas, sanadores y amantes… Ahora es mañana. Hemos perdido mucha fuerza en el proceso de renovación. Pero hemos ganado mucha libertad. Todo parece indicar que Dios quiere todavía más pobres nuestras presencias, más cercanas nuestras estructuras, más sinceras nuestras propuestas”.

Cuando dentro de unos siglos se hable de nosotros, de los religiosos y religiosas, quizás se dirá que fuimos personas que hicimos una transición de fe, fieles al Espíritu, hacia una nueva vida consagrada en la que, en estos días, mucha energía está centrada en el cuidado entre nosotros mismos.

Joan Chittister, en su libro El fuego en estas cenizas1 cuenta la siguiente historia:

Un peregrino recorría su camino, cuando cierto día pasó ante un hombre que parecía un monje y que estaba sentado en el campo. Cerca de allí otros hombres trabajaban en un edificio de piedra.

–Pareces un monje, dijo el peregrino.

–Lo soy, respondió el monje.

–¿Quiénes son estos que están trabajando en la abadía?

–Mis monjes, contestó. Yo soy el abad.

–Es magnífico, contestó el peregrino, ver levantar un monasterio.

–Lo estamos derribando, dijo el abad.

–¿Derribándolo?, exclamó el peregrino, ¿por qué?

–Para poder ver salir el sol cada mañana, respondió el abad.

La diferencia entre esta narración y la actual situación de la vida consagrada, dice el autor, es que no somos nosotros los que hemos derribado el edificio, sino que han sido un conjunto de acontecimientos de fuera y de dentro de la Iglesia, los que lo están destruyendo. Nosotros tenemos dos opciones. O levantar el edificio –si podemos– de nuevo y volver a reconstruir la vida religiosa de cristiandad de siglos pasados, o aceptar esta realidad dolorosa como una oportunidad, un kairós, para ver salir el sol cada mañana, para poder vivir una vida religiosa mística y profética, bajo el soplo creador del Espíritu de Jesús.

Estas páginas quieren ser un reclamo de sanación personal y comunitario especialmente para los propios religiosos y religiosas mayores, que pueden ver dificultada su salud no solo física, sino también mental, emocional, relacional y espiritual. Por eso indicaremos posibles peligros, posibles “patologías relacionales”, así como reclamaremos la posibilidad de sanación interior centrándonos en Jesús.

Nos preguntaremos también cómo vivir saludablemente la soledad y, en particular, exploraremos lo que muchos institutos viven de manera preocupante, e incluso algunos angustiosa: qué hacer con las conocidas “obras propias”, los colegios, los hospitales, las residencias u otros centros de servicios sociales que, con el envejecimiento, no tienen posibilidad de subsistir con el mismo modo de liderazgo con el que surgieron y se han mantenido durante décadas.

1. CHITTISTER, J., El fuego en estas cenizas, Sal Terrae, Santander 1998, p. 106.