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Envejecimiento y salud relacional en comunidades religiosas

Si algo es evidente en este momento histórico en relación a la vida consagrada, es que está envejeciendo, que la edad media aumenta y lo que parecía un fenómeno que pudiera ser una crisis temporal o local, tiene visos de ser una realidad de mayor envergadura. Algunos dirían que estamos ante un cambio epocal, nos encontramos en una nueva época en la que la presencia de la vida religiosa está aún por ver, naturalmente. Pero sin duda, en estas décadas somos mayores, muy mayores.

Ahora bien, ¿se puede vivir sanamente este proceso de envejecimiento al que asistimos en la vida religiosa? ¿Es necesariamente sinónimo envejecer de vivir desanimado, triste, angustiado por el futuro personal, comunitario e institucional?

Preguntémonos primero qué es la salud, pregunta que no es nueva, y demos una respuesta que pueda ser sugerente para mostrar la hipótesis de que es posible vivir sanamente el envejecimiento.

I. La salud

Cada vez se habla más de salud integral, de salud holística. Parece que cada vez somos más conscientes de que la salud no se reduce a algo puramente biológico, sino que afecta a toda la persona. Por eso todas las intervenciones en salud hablan de un enfoque holístico, global, integral.

Quienes pensamos con frecuencia en términos de humanización creemos, entre otras cosas, que humanizar es generar salud holística.

La palabra “holístico” no está en el diccionario de la Real Academia de la Lengua. Proviene del griego: “holos/n”: todo, entero, total, completo, y suele usarse como sinónimo de “integral”. Acompañar, cuidar en sentido holístico significa considerar a las personas en todas sus dimensiones, es decir en la dimensión física, intelectual, social, emocional y espiritual y religiosa. Pero también hacerlo desde un todo, desde un ser personal (todo) el que cuida. En las relaciones de cuidado, un ser humano se encuentra con un ser humano, y ambos se hacen en el encuentro. Este es el planteamiento más habitual cuando se habla de holismo relacionado con la salud.

Ahora bien, nosotros queremos pensar la salud en sentido holístico, no solo las relaciones de cuidado. El concepto de salud que proponemos para un envejecimiento saludable no se conforma con considerarla como “estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solo ausencia de enfermedad o dolencia”, (OMS-WHO, 1946), puesto que si bien esta definición tiene las ventajas de no reducir la salud a mera afección corporal y supera criterios exclusivamente somáticos y organicistas, descuida aspectos de la salud importantes, como presentaremos a continuación, y la reduce a un mero “estado”.

Pensar y vivir la salud en clave holística tiene que ver con la experiencia de la persona de armonía y responsabilidad en la gestión de la propia vida, de los propios recursos, de sus límites y disfunciones en cada una de las dimensiones de la persona ya citadas: física, intelectual, relacional, emocional y espiritual y religiosa.

Así, una persona está sana físicamente cuando al considerar su cuerpo lo cuida y lo trata más que como cuerpo animal; lo ve en su aspecto de corporeidad: el ser humano entero en el cuerpo, superando viejos dualismos que veían a éste como cárcel del alma y, en todo caso, con sus connotaciones negativas. El cuerpo humano, en efecto, evoca y vehicula la dimensión relacional. Se da salud física, pues, también con grandes límites en el cuerpo, como de hecho sucede cuando las personas sufren diferentes tipos de discapacidades o, como se prefiere decir hoy, cuando las personas tienen capacidades diferentes.

De la misma manera, queremos pensar la salud holística incluyendo el ámbito mental. La salud mental no es solo ausencia de patologías psíquicas, sino que la entendemos como apropiación de las cogniciones, ideas, teorías, paradigmas, modos de interpretar la realidad, libres de obsesiones y excesivas visiones cerradas y pretendidamente definitivas de las cosas y de la vida.

Igualmente, vivir en clave de salud holística comporta la salud relacional, salud en la dimensión social. Se dará salud relacional cuando se pueda decir que una persona se relaciona bien consigo misma porque experimenta un cierto equilibrio en la relación con su cuerpo, porque promueve el autocuidado, la belleza, la autoestima. Una persona vive sanamente su dimensión relacional cuando experimenta paz con su “ser tierra”, cuando se relaciona positivamente con toda la geografía humana física, cuando sabe disfrutar y tiene buena capacidad de posponer la gratificación.

A su vez, una persona vive sanamente las relaciones con los demás cuando éstas están impregnadas de buen uso de la mirada, cuando es capaz de experimentar ternura, equilibrio y vive el contacto corporal de manera personal y positiva. Una persona indica salud relacional cuando se reconoce interdependiente, no exclusivamente independiente ni dependiente, sino que reconoce las diferentes interdependencias en los diferentes ámbitos de la vida.

Pero hablamos también de salud emocional y nos referimos a ella en el marco de la salud holística porque la dimensión emotiva es una más de las que consideramos. Hablamos de salud emocional como manejo responsable de los sentimientos, reconociéndolos, dándoles nombre, aceptándolos, integrándolos y aprovechando su energía al servicio de los valores. La persona sana emocionalmente controla sus sentimientos de manera asertiva, afirmativa.

Y vivir sanamente, en sentido holístico, significa también la salud espiritual, es decir, la conciencia de ser trascendente, el conocimiento de los propios valores y respeto de la diversidad de escalas, la gestión saludable de la pregunta por el sentido y la adhesión o no, libre, a una religión liberadora y humanizadora, que no genere fanatismos, esclavitudes, moralización, sentimientos de culpa morbosos, anestesia de lo humano…

En realidad, para hablar de salud holística, en cierto sentido, hay que ir contracorriente en relación a la mentalidad contemporánea, que va por el camino de la fragmentación y la super-especialización, así como de la exaltación de la salud en términos biologicistas.

Proponer un concepto de salud holística para el envejecimiento en la vida consagrada no tiene otro objetivo que contribuir a hacer que cada persona pueda hacer la mayor y la mejor experiencia de salud entendida en su integridad (Jn 10,10).

En este sentido, la responsabilidad de atenuar el sufrimiento personal y colectivo no queda a las meras leyes de la biología o del arte galeno, pues el sufrimiento es provocado por variables cognitivas, emocionales, sociales, que tienen mucho de personal y de estructural comunitario. Religiosos, religiosas, comunidades, Provincias, Instituciones, pueden vivir sanamente el proceso de envejecimiento y pueden vivirlo patológicamente, puesto que la clave salud no se relaciona solamente con la biología ni con la cantidad de años que se tienen.

Han surgido también algunas voces reclamando la conexión de la salud con el cuidado de la naturaleza, con el lugar que las mujeres ocupan en las organizaciones, así como voces que reconocen el influjo de la afectividad en el conocimiento: la emoción, el involucramiento apasionado en las relaciones interpersonales (diríamos empatía), para generar salud relacional. Voces que valoran particularmente lo efímero, lo accidental, el momento que pasa, la puesta de sol, la flor, la muerte. Porque efímero es todo. Y por eso se genera compromiso actual y trabajo por la justicia y la salud más allá de la mirada exclusiva al propio cuerpo.

En este sentido, la salud, cada vez más, podemos pensarla en términos de tarea, de reto para la condición humana y, por ende, para la vida consagrada. Podemos vivir sanamente la consagración y patológicamente. Podemos vivir sanamente el envejecimiento de la vida consagrada y podemos vivirlo de manera que vaya cargado de un sufrimiento evitable.

Diríamos que también ahora, al atardecer de la vida, al atardecer de la vida consagrada en esta forma en que está siendo vivida en nuestras coordenadas históricas, es la hora también de la salud, de la salud como reto, y, por qué no pensarlo así, como experiencia biográfica que, vivida evangélicamente, se convierte en evangelizadora.

II. Posibles “patologías relacionales” en un grupo humano

Como en todo grupo humano, en las comunidades religiosas podemos experimentar áreas de mejora en el campo de la salud. Desde hace algunos años, me gusta poner nombre a algunas realidades que percibo más o menos presentes en las comunidades cargadas de años, en las que podemos hacer experiencia de salud al envejecer y también de enfermedad relacional, emocional, espiritual…

Me referiré, por eso, a algunas posibles “patologías” que se convierten, a mi juicio, en retos para envejecer saludablemente:

• Encuentro, a veces, grupos o relaciones que, desde lejos, se ve que sufren una cierta “anoxia del tejido relacional”. La anoxia es la falta de oxígeno que viven algunos bebés en el proceso del nacimiento. Puede dejar severas secuelas en la persona. Pues bien, hay relaciones entre adultos, dentro de las comunidades, que gritan falta de oxígeno. Darían ganas de decir, al observar algunas de ellas: “¡que corra el aire!” porque se ve que sufren de falta de esa sana distancia, de esa sana interdependencia propia de la salud relacional. Son relaciones que a veces tienen sabor de infantiles, otras de excesiva dependencia recíproca, otras de excesivo control y reducción de la libertad personal y, otras, tienen sabor de exceso de vigilancia hasta de lo pequeño que el otro hace, dice, piensa. Esas relaciones de exceso de control no son saludables, les falta oxígeno.

• Encuentro a veces grupos o relaciones interpersonales que se diría fácilmente que sufren de “miopía voluntaria” o “estrabismo voluntario” (agendas ocultas). Sí, no faltan relaciones que sobre la mesa se dice que tienen unos objetivos e intereses (legítimos) y bajo mesa circulan otros objetivos e intereses ilegítimos, no explícitos, no consensuados, no beneficiosos para todos los implicados en la relación. Hay quien no ve voluntariamente lo que no quiere ver, es decir, posibles necesidades de los demás, posibles sentimientos que tiene y piden ser satisfechos mejor explícitamente, posibles objetivos compatibles con la propia identidad, pero que son ahogados por la falta de transparencia… No hay peor ciego… que el que no quiere ver, o quizás que el que ve solo lo que le interesa en la libertad que debería caracterizar una relación saludable.

• En los tiempos en que vivimos, percibo cada vez más una cierta atrofia de la confrontación. Se dice cada vez más que vivimos en una cultura individualista y que también esto caracteriza la vida comunitaria en las comunidades religiosas. No corren buenos tiempos para la corrección fraterna, para la ayuda recíproca en las áreas de mejora. En otros momentos de nuestra historia pudimos exagerar, llegando incluso a formas de “acusar la culpa” con connotaciones de humillación. Hoy, en cambio, puede que estemos en el otro extremo, en el de la escasa corrección en el ejercicio de la corresponsabilidad de quien vive comunitariamente, y quizás de modo particular en el despliegue de los roles de los animadores (superiores) de las comunidades. Una crisis del rol de poder y un no desarrollo de habilidades de liderazgo carismático pueden dar paso a este escenario en el que nos perdemos la ayuda recíproca, tanto realizada individual como colectivamente.

• Percibo también en algunos grupos –a veces solo algunas personas dentro de un grupo– que padecen una clara quejorrea de repetición (lamantacionitis contagiosa). La lamentación es legítima, es útil, puede ser uno de los ingredientes del dinamismo de la esperanza. Ahora bien, quien se instala en la lamentación, termina por perderse la salud relacional. “¡Qué mal estamos, qué mayores somos, qué pocas vocaciones tenemos, ya no hay valores!”, combinado con venas nostálgicas que idealizan el “cualquier tiempo pasado fue mejor”, pueden dar paso a sabores grises en las relaciones. No faltan religiosos que parecen profetas de mal agüero, más que agentes del ministerio de la esperanza.

• Como en todo grupo humano, pero también en algunas comunidades religiosas, tenemos el peligro de instalarnos en una cierta afasia controlada, que lleva a algunas personas a cerrarse de manera patológica a la comunicación. A veces encontramos a quien dice que prefiere escuchar, o que no se puede hablar… y en ocasiones coincide con quien habla abundantemente en otros contextos y grupos. Se trata de quien está habitado o habitada por una forma de castigo relacional vehiculado por un silencio muy elocuente (no un silencio mudo y pacífico), que hiere a quien lo adopta y a quien vive alrededor.

• En este proceso de envejecer y de vivir menos cambios y menos sabia nueva encontramos también riesgos de dinamismos que podríamos llamar vengancitis. Viejas heridas llevan a algunas personas a no sanar mediante el perdón y vivir envenenados por el rencor, instalándose en una actitud que piensa del otro: “que se fastidie”, fruto de una actitud ética poco saludable para uno mismo y para los demás. Hay quien es capaz de vivir muriendo intensamente del veneno del rencor envejecido.

• No faltan relaciones insanas a causa de paradigmas de chantaje emocional dentro de los grupos de convivencia, con intentos de manipulación de la opinión ajena o, peor aún, de la coacción. Tampoco faltan aquellos dinamismos habitados por el victimismo en el que algunas personas se instalan a la vista de algún mal experimentado en el pasado. Quien se deja habitar por el rencor, vive envenenado y hace daño al prójimo. Es un mal que se alimenta a sí mismo y que se nutre de pequeños recuerdos hechos grandes dramas ante los cuales el orgullo impide el ejercicio de la humildad necesario para emprender dinámicas de perdón. Cuando este mal habita en un grupo de convivencia de larga duración, puede engendrar gran sufrimiento en subgrupos, así como divisiones y sufrimientos evitables.

• Creo que un mal que vive en ciertas personas –y a veces grupos– es parte de lo que encierra el concepto de “pecado original”. Nos hemos acostumbrado mucho a conjugar verbos de acción, de entrega, de compromiso con los demás, en clave incluso de no necesitar de ayuda, de mirarnos como buenos samaritanos, pero no identificarnos con el herido (en potencia más fácilmente provocador de la identificación). Carl Jung decía admirar a los cristianos por identificar a Cristo con el pobre y al pobre con Cristo y por afirmar que cuando se da pan al pobre se le da a Cristo mismo; pero a la vez se sorprendía de la dificultad observada en reconocerse a sí mismo como Jesús en los momentos de necesidad, cuando nos sentimos desnudos, extraños a nosotros mismos, cuando tenemos hambre de afecto y nos resistimos a reconocerlo.

• Hay personas también que sufren en los grupos religiosos una extraña forma de vinculación que no responde a la sana interdependencia y que podríamos decir que son relaciones de co-dependencia. Entre otras, se manifiestan cuando una persona se relaciona con otra dependiendo de la relación de dependencia. Es frecuente encontrar a un cuidador de otras personas mayores y dependientes que, en lugar de realizar el rol de cuidador sanamente, termina dependiendo del o de los dependientes a nivel psicológico, afectivo… Con frecuencia, la persona codependiente teme sentirse culpable si se separa de los demás, a los que atiende bajo apariencia de servicio solícito, pero teñido de culpa, expiación u otros dinamismos insanos.

• El síndrome conocido del burn-out estudiado especialmente en personas que cuidan profesionalmente a otras, se da también en algunos religiosos y religiosas mayores. Los hay, efectivamente, agotados emocionalmente, desmotivados, apáticos en sus relaciones interpersonales y de ayuda, con parámetros despersonalizantes en los vínculos, sin sensación gratificante de autorrealización en el despliegue de la propia identidad fraterna y de cuidados recíprocos. No es este un juicio moralizante sobre las personas, sino una descripción de cómo se encuentran las conductas y los sentimientos, del grado de desmotivación alcanzado por causas de diferente índole.

• No es difícil encontrarse con personas que viven lo que hoy llamaríamos duelos retardados y crónicos (algunos incluso patológicos), en relación a diferentes pérdidas experimentadas en el pasado, como pueden ser las pérdidas asociadas a roles que se han tenido (de docencia, de liderazgo, de gestión) o a lugares donde se ha vivido o grupos a los que se ha pertenecido y que, por razones de edad, o de traslado de comunidad, se viven de manera compleja, generando sufrimiento no necesariamente elaborado por no invertir la energía necesaria o realizar el trabajo indispensable de elaboración del duelo.

• Hay también quien, con ocasión del envejecimiento, viven de manera insana los conocidos beneficios secundarios que el mismo envejecimiento o la dependencia acarrean. En efecto, estar mal y necesitar cuidados requiere la ayuda de otras personas, y a veces esta se “aprovecha” para convertirse incluso en un “tirano doméstico”. Este es aquel que, necesitando de ayuda de otros para algunas cosas, aprovecha (no necesariamente con malicia) para exigir ser atendido en lo que podría hacer solo. Es, quizás, un modo de reclamar más atención y cuidado o una forma de mostrar la profunda necesidad de afecto que se busca satisfacer mediante los servicios recibidos.

III. El “médico” (Jesús)

¿Es posible vivir sanamente en lugar de víctimas de las patologías descritas u otras que pueden habitarnos? ¿Es posible hacer experiencia de salud biográfica en medio de la limitación biológica asociada al envejecimiento?

Jesús es nuestra clave. La terapia que ofrece Jesús elimina los síntomas y sana los efectos, abre a la acción de Dios y reintegra las relaciones comunitarias. Mirar a Jesús, al centro de nuestra vida, puede ser sanamente confrontador en relación a estas experiencias de limitación en las relaciones.

Una mirada particularmente atenta a algunos milagros de curación nos puede ayudar a centrarnos en la salud relacional para la vida comunitaria y por ende, para la vida compartida en medio del envejecimiento personal e institucional.

• Un leproso marginado se sitúa en actitud de deseo de “limpieza” y “pureza”: “Si quieres, puedes limpiarme” (Mc 1,40).

• En efecto, mucha falta de salud relacional se debe al no deseo profundo de limpieza relacional, de no transparencia. Dirigir a Jesús esta expresión, desde nuestra realidad de mayores que nos sentimos envejecidos o envejeciendo personal y grupalmente, puede sanarnos. ¿Qué hay que “limpiar” en nuestras relaciones que genera exclusiones o auto-exclusiones o marginación?

• Jesús se dirige a un paralítico, (Jn 5,6) y le pregunta: “¿Quieres curarte?”.

• Sí, es muy probable que, si nos diagnosticamos en clave de salud relacional con alguna de las patologías arriba presentadas, es posible que la pregunta sobre si queremos o no curarnos, no sea en efecto, superficial. Querer sanar las relaciones es un compromiso por sanarlas, es una actitud reactiva ante los límites que contiene la falta de los valores que están en juego en la experiencia biográfica de apropiación de las relaciones en términos de libertad.

• ¿De qué patologías sacamos nosotros “beneficios secundarios”? ¿Queremos sanar de nuestras dependencias, pasividades en el afrontamiento de conflictos, complacencias con la situación actual mejorable, desde la que atribuimos a los demás la responsabilidad de los malestares del grupo?

• Al endemoniado de Gerasa, (Mc 5, 1-20), una persona que vivía entre los muertos, como nos puede pasar relacionalmente en algunos grupos, Jesús le dice: “Vete a tu casa y cuéntales todo a los tuyos”.

• Jesús puede realizar en nosotros un proceso de liberación de los lugares de muerte donde nos retiramos, o nos dejamos retirar por los dinamismos enfermos de las relaciones. No es infrecuente que se produzcan privaciones de vida (comunión, relación, afecto) en las comunidades. Pueden darse, y generar “muertes sociales o relacionales” en vida biológica. Jesús propone una actitud activa en medio de estos dinamismos, un compromiso por reintegrarse en la comunidad con un papel activo saliendo de los lugares de muerte generados por poderes opresores.

• Jesús suelta la atadura de la lengua al hombre que hablaba con dificultad (Mc 7, 31-35).

• Los miembros de comunidades religiosas también necesitamos a veces dejarnos desatar la lengua para ayudarnos a decir las cosas con sencillez y claridad, cuando encontramos dificultades en nuestras relaciones. Una lengua que no se expresa con libertad genera otros malestares personales y comunitarios evitables, con impacto en el corazón, en la mente, en las conductas, en la misma biología de las personas.

• Jesús cura a diez leprosos y solo uno vuelve agradecido (Lc 17,11-19). En realidad, no hay verdadera curación si no hay vida vivida con agradecimiento.

• Jesús nos ayuda a sanar, en efecto, si somos agradecidos como ese leproso (el único entre diez sanados), que volvió para demostrar su agradecimiento. Hay mucho que agradecer en la vida comunitaria, mucho que compartir, que no siempre es vivenciado como tal por pequeños conflictos interpersonales o patologías a las que hemos aludido.

Jesús terapeuta, que habita en lo más íntimo de nuestros corazones, nos puede sanar de los males de nuestras relaciones, que impiden la experiencia de la salud traducida en unidad y en relaciones sanas. Nuestro desafío es construir las relaciones a partir de lo que somos, sin querer asemejarnos al otro. Construir, por tanto, desde la fraternidad. La relacionalidad no es un agregado o una moda, sino algo que pertenece a la identidad del ser cristiano y de la consagración religiosa.

IV. Los “fármacos” (morales)

Quizá no sea necesario continuar, después de haber hecho referencia a Jesús, fuente de nuestra sanación. Trataré, sin embargo, de indicar algunos cambios que, a mi juicio, hacen concretar las actitudes que se deben adoptar para “curar al enfermo” (grupo).

El primer fármaco que, según mi opinión, debemos tomar es el de la fidelidad (y esto por vía endovenosa, o sea, que vaya directamente al corazón de todos nosotros). Fidelidad a nuestro ser cristianos, religiosas y religiosos. Ser fieles se traduce en capacidad creadora. En un mundo cambiante, si queremos ser los mismos también nosotros, debemos cambiar. Hacer frente al presente sin cambiar es traicionar la fidelidad. Y esto mismo nos lo debemos aplicar con respecto a la creatividad en las posibles relaciones entre los miembros de un grupo.

Quizás también sea necesario tomar una dosis de transparencia y sinceridad que nos ayude a purificar las motivaciones (por vía oral, como el spray que purifica cuando respiramos hondo). Significa ser claros en lo que pensamos y decimos y en lo que no-decimos, transparentes, habitados siempre por la característica propia de la comunidad religiosa, que es la comunión, que nos fue transmitido por el Espíritu a través de nuestros fundadores.

Tomemos asimismo una dosis de humildad (cada uno piense por qué vía tomarla para que le ayude a sentirse más humilde). No nos creamos mejores que los seglares, mejores unos que otros… porque el bien que hacemos nunca sabemos si es debido a nuestra competencia, a un gesto que a nosotros se nos escapa… Los resultados no siempre están en proporción con los esfuerzos. Sobredosis de esfuerzos y sacrificios pueden ser falta de humildad.

Tomemos también una dosis de confianza (bajo la forma de gotas oculares, para ver bien). Este remedio nos quitará el temor a que los demás miembros del grupo vengan con ganas de dialogar y eso nos suponga una amenaza. Abramos el diálogo no solo a los simpatizantes, a quienes no nos confrontan con nuestras limitaciones (que secretamente podemos re-conocer).

Tomemos también una dosis del compartir (como crema para las manos). Se trata de evitar “prelaturas personales” que llevan a la creación de grupos alrededor de las personas; son relaciones exclusivas que no van más allá del individuo, y que quizá implican demasiado a algunos religiosos y religiosas.

V. Pronóstico y factura

Si no seguimos la terapia, es probable que el paciente muera; o que no sane de las patologías diagnosticadas. Deberá vivir con patologías crónicas.

Si intervenimos con los remedios, es posible que el paciente mejore y goce más de la vida y tenga el gusto del cambio y de “una nueva vida”, más en sintonía con “la vida de lo alto”, de los valores.

Y después de todo diagnóstico y de toda acción terapéutica, viene, lógicamente, la factura; porque en la vida, todo tiene un precio… Tenemos que saldar la factura de este proceso terapéutico.

El precio más caro que debemos pagar quizás sea el de un cierto “nacer de nuevo” (Jn 3,3) cada día.

Un precio a pagar es poner “más corazón en las manos” (San Camilo) en lo que hacemos, en el colegio, en la cocina, en el cuidado recíproco, en la atención sanitaria, en el voluntariado que realizamos, pero sobre todo más corazón en la cabeza y en las manos en el ámbito de misión que también es la comunidad.