PRELUDIO

El hombre menudo se deslizaba cuesta abajo por el corredor lubricado por medios mágicos, apoyando los talones y con pasos cortos para conseguir el nada fácil empeño de seguir adelante y mantenerse erguido al mismo tiempo. De su ajada capa de viaje salían volutas de humo y la pernera izquierda de sus pantalones tenía un largo desgarrón por el que salía la sangre.

Artemis Entreri se deslizó hacia la pared de la derecha y fue dando volteretas pegado a ella, sin aprovechar para frenar su vertiginoso descenso, porque eso habría significado que el lich pudiera verlo.

Eso era precisamente lo que el asesino quería evitar a toda costa.

Al acabar una de las volteretas apoyó con fuerza los brazos contra la pared por delante de él, después se apartó de un empujón, lanzándose en diagonal por el estrecho corredor. Oyó el bramido de las llamas a sus espaldas, seguido por la risa nerviosa de Jarlaxle, su compañero drow. Entreri se dio cuenta de que el confiado elfo oscuro estaba tratando de desconcertar al perseguidor con sus carcajadas, pero incluso Entreri las reconoció como lo que eran: un sonido discordante que se desplegaba de manera desigual sobre un fondo de absoluta inquietud.

En escasas ocasiones durante los meses que llevaban juntos había percibido Entreri algún atisbo de preocupación en el contenido elfo oscuro, pero eso no lo llamaba a engaño, sino que no hacía más que reforzar sus propios y muy reales miedos.

A esas alturas ya podía ver bastante más allá del área iluminada por la última de las antorchas colocadas en el largo corredor, pero un destello repentino y violento proveniente de atrás iluminó el camino y le reveló que el corredor terminaba abruptamente unos cinco metros más adelante describiendo una curva cerrada hacia la derecha. El asesino tomó nota de ese curso perpendicular, su única oportunidad, porque en ese destello vio claramente la última jugada de la trampa nefasta del lich: un grupo de aguzadas estacas que sobresalían de la pared.

Entreri dio contra la pared de la izquierda y otra vez inició una voltereta. En una de las vueltas envainó la daga enjoyada que era su marca característica, y en la siguiente consiguió deslizar su espada, la Garra de Charon, en la vaina que llevaba sobre la cadera izquierda. Con las manos libres podía controlar mejor su deslizamiento a lo largo de la pared. El suelo era más resbaladizo que una pendiente helada en una caverna sin viento del Gran Glaciar, pero las paredes eran de piedra lisa y sólida. Hacía un gran esfuerzo con las manos cada vez que llegaba a ellas, y los pies le patinaban y giraban mientras él movía los hombros para mantenerse erguido. Se acercaba a la curva cerrada y al abrupto y mortífero final.

Lanzó un grito cuando otra explosión atronadora sacudió el corredor por detrás de él. El asesino se apartó de la pared con todas sus fuerzas al llegar a la curva, calculando perfectamente el momento para conseguir el máximo efecto. Dándose la vuelta, lanzó la parte superior del cuerpo hacia adelante para reforzar el movimiento, lo que le hizo atravesar el corredor hacia el pasaje lateral. Tan pronto como los pies se le deslizaron fuera del corredor principal, dio un traspié al terminar abruptamente el lubricante mágico. Se cogió de la esquina, se impulsó de nuevo y se dio de bruces contra la pared. Sólo miró hacia atrás una vez, y a la mortecina luz reinante pudo ver las puntas aguzadas y punzantes de las mortíferas estacas.

Empezaba a retroceder, desandando el camino por el que había venido, y a punto estuvo de dar un grito de sorpresa al ver una forma que pasaba a toda velocidad a su lado. Trató de agarrar a Jarlaxle, pero éste lo eludió y Entreri pensó que su compañero acabaría clavado en las estacas.

Sin embargo, Jarlaxle no se clavó en las estacas. De alguna manera, el drow se paró en seco, se lanzó hacia la izquierda y fue a parar de golpe contra la pared opuesta a Entreri. El asesino trató de alcanzarlo con la mano, pero se contuvo y se refugió tras la esquina cuando un relámpago azul blancuzco pasó a gran velocidad, estalló en una lluvia de chispas al chocar contra la pared del fondo y en el proceso rompió varias de las estacas.

Entreri oyó la risa de la criatura lich, una forma esquelética demacrada y parcialmente cubierta de piel marchita y tirante. Reprimió la urgencia de salir corriendo por este corredor lateral y, en cambio, gruñó desafiante.

—¡Sabía que conseguirías matarme! —le dijo a Jarlaxle.

Temblando de furia, Entreri se plantó de un salto en el centro del resbaladizo corredor principal.

—¡Vamos, engendro de Zhengyi! —rugió el asesino.

El lich apareció con sus vestiduras en jirones flotando tras él, con una sonrisa ancha y horrible en el rostro sin labios de color marrón como la podredumbre y blanco cadavérico.

Entreri echó mano a su espada, pero cuando el lich extendió los huesudos dedos, el asesino optó por protegerse con la mano enguantada. Una vez más Entreri profirió un grito desafiante, rotundo y rabioso, al quedar engullido en otro relámpago.

Entreri sintió como si estuviera en medio de un viento cálido, ardiente. Sintió la quemazón y el ardor de las tremendas energías que se erizaban a su alrededor. Estaba de rodillas, pero no lo sabía. Había sido lanzado de espaldas contra la pared, justo por debajo de las estacas, pero ni siquiera se había dado cuenta del firme apoyo de la base de la pared trasera contra sus pies. Todavía seguía con la mano protegida con el guante encantado tendida hacia adelante mientras el brazo le temblaba horriblemente y chispas azules y blancas giraban en el aire y desaparecían absorbidas por el guante.

De nada de esto se daba cuenta el asesino, cuyos dientes estaban tan apretados que lo máximo que podía emitir era un sonido gutural.

Veía puntos que bailaban ante sus ojos y la náusea lo asaltaba por oleadas.

Oyó la risa insultante del lich.

Por instinto se apartó de la pared y fue desplazándose hacia la izquierda, hacia el corredor lateral. Afirmó un pie sobre la superficie no lubricada y dio un salto hacia atrás. Sacó su espada, ciego todavía, y avanzó siguiendo el borde del pasadizo lateral hasta que se apartó de un salto rápido tan lejos como pudo, blandiendo ferozmente la Garra de Charon y sin tener la menor idea de si estaba o no cerca del lich.

Lo estaba.

Lanzó un golpe con la espada oscura que hizo bailar chispas a su paso, ya que el guante había absorbido la mayor parte de la energía del relámpago y la liberaba a través del metal de su compañera, la espada.

El lich, sorprendido por lo rápido y lo lejos que había llegado su oponente, alzó un brazo para bloquear el golpe, y la Garra de Charon se lo cercenó a la altura del codo. El golpe de Entreri habría destruido a la criatura de no ser porque el impacto con el brazo proporcionaba la oportunidad para la liberación de la energía del relámpago.

La explosión impulsó otra vez a Entreri contra la pared y chocó contra ella con fuerza.

El alarido del lich obligó al asesino a estirar el brazo y recuperar sus dispersos sentidos. Giró sobre los talones, golpeando con la mano el suelo hasta que encontró la empuñadura de la Garra de Charon. Miró corredor arriba justo a tiempo para ver al lich que se retiraba con las ropas en llamas.

—¿Jarlaxle? —llamó el asesino, echando una mirada a la derecha hacia donde antes estaba el drow apretado contra la pared.

Confundido al ver la pared desnuda, Entreri volvió a mirar hacia la esquina creyendo que se encontraría con el drow convertido en un montón de ceniza.

Pero no, Jarlaxle simplemente había... desaparecido.

Entreri miró la pared y se internó muy lentamente en el corredor opuesto. Fuera ya de la parte lubricada, consiguió ponerse de pie y a punto estuvo de dar un salto cuando vio dos ojos rojos que lo miraban desde dentro de la piedra del corredor opuesto.

—Bien hecho —dijo el drow empujando hacia afuera de modo que el contorno de su cara apareció en la piedra.

Entreri permaneció allí, atónito. No sabía cómo, pero Jarlaxle se había fundido con la piedra, como si hubiera convertido la pared en una pasta densa y haciendo presión hubiese penetrado en ella. Entreri no sabía realmente por qué estaba tan sorprendido. ¿Acaso su compañero había hecho alguna vez algo que pudiera considerarse normal?

Un sonoro chasquido le hizo volver la cabeza hacia el otro lado, corredor arriba. Supo de inmediato que había sido el cerrojo de la puerta que había en la parte superior de la rampa, donde él y Jarlaxle se habían encontrado con el lich y éste había empezado a perseguirlos.

El suelo y las paredes empezaron a temblar con un ruido sordo, atronador.

—Sácame de aquí —le pidió Jarlaxle. La voz del drow sonaba como si viniera de las profundidades del mar, como si estuviera hablando desde el fondo de la piedra líquida, lo cual era cierto. Sacó una mano tratando de alcanzar la de Entreri.

El trueno creció en torno a ellos. Entreri asomó la cabeza por la esquina. Algo malo se aproximaba.

El asesino cogió la mano que le tendía Jarlaxle y tiró con fuerza, pero se encontró con la sorpresa de que el otro tiraba de él a su vez.

—No —dijo Jarlaxle.

Entreri miró hacia arriba por el curvo y empinado corredor y sus ojos se abrieron tanto que a punto estuvieron de salírsele de las órbitas. El trueno había tomado la forma de una bola de hierro que llegaba hasta la cintura y que rodaba a toda velocidad hacia él.

Hizo una pausa y pensó cómo evitarla cuando, ante sus propios ojos, la bola duplicó su tamaño y llenó casi el corredor.

Con un estremecimiento, el asesino volvió al pasadizo lateral, perdió pie y giró en redondo. Vio la forma de Jarlaxle que se volvía a hundir en la piedra, pero no tuvo tiempo de pararse a pensar si su compañero podría escapar de aquella trampa.

Entreri se volvió y trepó, y por fin consiguió afirmar los pies y correr para salvar la vida.

La explosión que se produjo detrás de él cuando la enorme bola de hierro chocó con la pared que cerraba el corredor hizo que perdiera pie otra vez y cayera de rodillas. Miró hacia atrás y vio que el impacto había frenado el impulso de la bola, pero no había hecho que se parara del todo. Otra vez venía hacia él, lentamente, aunque acelerándose.

Entreri se puso a cuatro patas, maldiciendo una vez más a Jarlaxle por haberlo llevado a este lugar. Consiguió ponerse de pie y salió corriendo, poniendo distancia entre él y la bola. Sabía que eso no le serviría de nada, ya que la bola estaba adquiriendo velocidad y el corredor avanzaba en caracol y hacia abajo por la torre, en una trayectoria muy, muy larga.

Corrió, buscando alguna salida. Se lanzaba con el hombro contra todas las puertas que encontraba a su paso, pero descubrió sin sorprenderse que la trampa las había sellado todas. Buscó un lugar donde el techo fuera más alto, donde pudiera trepar y dejar que la bola pasara por debajo.

Nada.

Miró hacia atrás, para ver si la bola rozaba una u otra pared de modo que él pudiera deslizarse por debajo, pero comprobó atónito, aunque no sorprendido, que aumentaba de tamaño hasta que sus lados rozaban las paredes.

Corrió.

El temblor hacía que los dientes le hicieran daño en la boca. Dentro de la pared de piedra, cualquier reverberación producida por la bola al golpear la pared retumbaba en el mismísimo ser de Jarlaxle. Lo sentía en los huesos.

Por un momento, sólo hubo negrura, después la bola empezó a alejarse, rodando por el corredor adyacente.

Jarlaxle respiró hondo un par de veces. Había sobrevivido a ésta, pero se temía que tal vez fuera necesario buscar a un nuevo compañero.

Empezó otra vez a liberarse de la piedra, pero se detuvo cuando oyó una risa sibilante y familiar.

Volvió a fundirse con la pared. Sus ojos, que miraban a través de un delgado escudo de piedra, descubrieron al lich justo delante de él. El drow no se atrevía a moverse ni a respirar.

El lich no lo miraba a él, sino corredor abajo, y reía victorioso. Con gran alivio, Jarlaxle comprobó que la criatura no muerta empezaba a alejarse, deslizándose como si flotara sobre el agua.

Jarlaxle se preguntaba si empujando hacia atrás podría salir de la torre y levitar hasta posarse en el suelo y marcharse de allí, pero al reparar en las heridas evidentes del lich, infligidas por el retroceso del relámpago que había lanzado contra Entreri y por el fuerte golpe que éste le había asestado con la Garra de Charon, se le ocurrió otra posibilidad.

Al fin y al cabo había venido con la idea de hacerse con un tesoro, y sería una pena salir con las manos vacías.

Dejó que el lich se deslizara hasta dar la vuelta a la esquina y entonces empezó a desprenderse de la pared.

—Tiene que ser una ilusión —se decía Artemis Entreri una y otra vez. Al fin y al cabo, las bolas de hierro no crecen, pero ¿cómo podía ser? Todo parecía tan real: el sonido, la forma, la sensación... ¿Cómo era posible que una ilusión imitara tan perfectamente a la realidad?

El truco para superar a una ilusión era concentrar todos los pensamientos en contrarrestarla, Entreri lo sabía, en negarla con toda el alma. Volvió a mirar hacia atrás y se dio cuenta de que no existía esa posibilidad.

Trató de cerrar el paso al ruido cada vez más atronador que lo perseguía. Bajó la cabeza y salió corriendo mientras trataba de recordar todos los detalles del corredor que tenía ante él. Ya no intentaba derribar puertas, pues todas estaban cerradas y lo único que hacía era perder el tiempo inútilmente.

Sin dejar de correr cogió el pequeño petate que llevaba a la espalda. Sacó un cordón de seda y un garfio, y dejó la bolsa en el suelo tras él, con la descabellada esperanza de que frenara el impulso cada vez mayor de la bola de hierro.

No fue así. La bola la aplastó.

Entreri no permitió que sus pensamientos volvieran a la amenaza rodante, sino que se concentró frenéticamente en el cordón, calculando su extensión, imaginando el lugar en el corredor para el que todavía quedaba un trecho y midiendo el trozo que le haría falta.

El suelo se sacudió bajo sus pies. Pensaba que cada paso sería el último y que la esfera lo aplastaría irremisiblemente.

Jarlaxle en una ocasión le había dicho que hasta una ilusión puede matar a un hombre si éste cree en ella.

Y Entreri creía en ella.

Sus instintos le decían que se tirara cuerpo a tierra hacia un lado con la esperanza de que quedara espacio suficiente para él entre la angulosa esquina y el borde redondeado de su perseguidora. No tuvo coraje para intentarlo y rápidamente lo descartó, centrándose en cambio en la única oportunidad real que tenía ante él.

Entreri dispuso el cordón mientras corría con todas sus fuerzas. Tomó la siguiente curva mientras la bola le pisaba los talones. Dejó atrás el punto en el que las paredes se abrían dejando en el centro un enrejado que le llegaba a la cintura y que cubría una abertura en el centro de la gran torre mientras el corredor se ensanchaba para rodearla.

Lanzó el garfio con mano experta y lo enganchó de una lámpara empotrada en el techo del amplio vestíbulo de la siniestra torre.

Entreri siguió corriendo. No tenía otra posibilidad, ya que pararse significaba morir aplastado. Sostenía la cuerda con firmeza entre las manos, y cuando la holgura se agotó se dejó arrastrar hacia la derecha. El cordel lo alzó por encima del enrejado mientras la esfera de hierro pasaba a toda velocidad, aunque no sin empujarlo en el hombro mientras él se elevaba por los aires. Entreri dio vueltas describiendo círculos apretados inscritos dentro de los círculos más amplios del impulso de la cuerda.

Consiguió observar el descenso continuado de la bola, que iba dando tumbos contra los lados, pero rápidamente lo distrajo un crujido más amenazador que llegaba de arriba.

Entreri bajó con dificultad, luchando desesperadamente con las manos para liberarse y soltar la cuerda que quedaba por debajo de él. Empezó a deslizarse a toda velocidad, dejando resbalar las manos por la cuerda. Sintió una repentina sacudida, luego otra, cuando la decorada lámpara de cristal se soltó del techo.

Empezó a caer.

La puerta estaba entreabierta. Teniendo en cuenta la trampa que había tendido, no había razón alguna para que el «posadero» pensase que alguno de los intrusos podría llegar hasta ella. A pesar de todo, el drow sacó una varita mágica y utilizó sus poderes.

La puerta y el cerco despidieron una inconfundible luz azulada que indicaba que no había trampas, ni mágicas ni mecánicas.

Jarlaxle subió y empujó la puerta cautelosamente.

La habitación, la planta superior de la torre, estaba prácticamente vacía. Las paredes de piedra gris carecían de adornos y formaban un semicírculo detrás de una singular silla de madera pulida de alto respaldo. Delante de la silla había un libro abierto sobre un atril.

No, no era un atril, Jarlaxle se dio cuenta al aproximarse más. El libro estaba suspendido de un par de gruesos zarcillos que llegaban hasta el suelo de la habitación y se hundían en la piedra.

El drow sonrió al percatarse de que había encontrado el corazón mismo de la construcción, el arquitecto mágico de la torre. Empezó a describir círculos cada vez más estrechos en torno al libro hasta colocarse junto a la silla. Echó una mirada a la escritura desde lejos y reconoció unas cuantas runas mágicas. Pronunció un conjuro simple e hizo que las runas se enfocaran mejor y con más claridad.

Se acercó más, atraído por el poder del tomo. Percibió de que en el aire, por encima del libro, había imágenes de runas que giraban y se introducían en las páginas. Revisó algunas líneas y después se atrevió a volver al comienzo.

—Un libro de creación —musitó, reconociendo algunos de los primeros pasajes como frases comunes a estos analizadores de conjuros.

Cogió el libro y trató de liberarlo, pero ni se movió.

Volvió, pues, a leer, a hojear en realidad, buscando alguna pista, alguna clave que le revelara los secretos de la torre y de su habitante no muerto.

—No encontrarás ahí mi nombre —dijo una voz aguda, casi chillona, una voz endeblemente sostenida, como una nota alta a punto de quebrarse en un tembloroso chillido.

Jarlaxle maldijo para sus adentros por dejarse absorber tanto por el libro. Miró al lich que estaba junto a la puerta abierta.

—¿Tu nombre? —preguntó, reprimiendo un deseo sincero de gritar de terror—. ¿Por qué razón habría de desear saber tu nombre, oh, podredumbre?

—La podredumbre implica muerte —dijo el lich—. Nada podría estar más lejos de la verdad.

Lentamente, Jarlaxle se colocó detrás de la silla, deseoso de poner toda la distancia y todos los obstáculos posibles entre él y aquella horrenda criatura.

—Tú no eres Zhengyi —observó el drow—, y sin embargo el libro era suyo.

—Uno de los suyos, por supuesto.

Jarlaxle se llevó una mano al ala del sombrero.

—Tú concibes a Zhengyi como una criatura —explicó el lich a través de su dentadura sin labios y eternamente sonriente—, como una entidad singular. Ése es tu error.

—Yo no sé nada de Zhengyi.

—¡Eso es obvio, o no hubieras sido tan tonto como para venir aquí! —exclamó el lich subiendo repentinamente el volumen y la intensidad de su voz y apuntándolo con unos dedos huesudos.

Unos rayos de energía verdosa brotaron de cada uno de los dedos y volaron por el aire, rodeando el libro, el pedestal tentacular y la silla para estallar finalmente dentro del drow.

Ésa era la intención, al menos, pero cada rayo mágico, al acercarse, se dirigió a un punto específico de la capa del drow, debajo de su garganta y hacia un lado, por encima de la nuez, donde un gran broche sujetaba la capa. Ese broche absorbió todos los disparos, los diez, sin un sonido, sin dejar el menor rastro.

—Buena jugada —alabó el lich—. ¿Cuántos puedes contener?

Dicho esto, la criatura no muerta lanzó otra andanada.

Para entonces, Jarlaxle se había desplazado girando sobre sí y apartándose de la silla. Los proyectiles mágicos se arremolinaron detrás de él como si fueran abejas, pero otra vez, al acercarse, desviaron su trayectoria y lo rodearon para ser engullidos por el broche.

El drow se hizo a un lado y, al volverse a medias hacia su enemigo, su brazo empezó a moverse frenéticamente. Con cada gesto, su brazalete mágico le ponía una nueva daga en las manos, que él iba arrojando en rápida sucesión contra el lich. Tan furioso era su ataque que la cuarta daga ya estaba en el aire antes de que la primera hubiera llegado a destino.

O tratando de llegar a destino, porque el lich no estaba desprotegido. Sus defensas pararon las dagas a poca distancia del blanco y las hicieron caer al suelo con estrépito.

El lich rió, y el drow lo envolvió en una esfera de oscuridad total y absoluta.

Un rayo de energía verde brotó de la esfera y Jarlaxle se alegró de haberse movido con rapidez. Vio cómo el rayo desintegraba la pared de la torre pulverizando la piedra a su paso.

Entreri recogió los pies y los desvió hacia un lado, de modo que al dar el golpe empezó a girar de lado. Metió la cabeza entre los hombros y giró una y otra y otra vez, absorbiendo la energía de los cinco metros de caída.

Siguió dando volteretas y poniendo toda la distancia que pudo entre él y el punto de impacto de la lámpara, donde el cristal se haría trizas y volaría en todas direcciones.

Cuando por fin pudo hacer pie, Entreri se tambaleó e hizo un gesto de dolor. De uno de sus tobillos subía un dolor agudo por toda la pierna. Había conseguido evitar heridas graves, pero no había escapado indemne.

Un momento después se dio cuenta de que realmente no había «escapado».

Estaba en el vestíbulo de la torre: una estancia amplia, circular. A un lado y en lo alto, la bola de hierro seguía su trayectoria arrolladora. Ante él, al otro lado de la lámpara caída y poco más allá del comienzo de la escalera perimetral, estaba la puerta cerrada a cal y canto por la cual Jarlaxle y él habían entrado en la construcción mágica. A un lado estaba la gran estatua de hierro en la que los dos habían reparado en el momento de entrar. Algo que Jarlaxle había identificado rápidamente como un gólem.

Debían tener cuidado, le había dicho Jarlaxle, de no activar los mecanismos capaces de animar al peligroso centinela de hierro.

Entreri se percató de que aparentemente eso era lo que acababa de hacer.

Se oyó un chirrido metálico al cobrar vida el gólem y aparecer rojas llamaradas en las cuencas de sus ojos. Dio un gran paso adelante, haciendo crujir los cristales y aplastando el metal retorcido de la lámpara caída. No portaba armas, pero Entreri entendió que no las necesitaba porque tenía el doble de altura que él y pesaba varias toneladas.

—¿Cómo hacerle daño? —se preguntó el asesino en un susurro mientras blandía sus aceros.

El gólem se acercó y exhaló una bocanada de nocivas emanaciones venenosas.

Demasiado ágil para dejarse sorprender por eso, Entreri se apartó girando como un remolino. Advirtió una hendidura en la amenazante criatura y se dio cuenta de que podía atacarla ahí con todas sus fuerzas, pero en lugar de eso corrió lo más rápido que pudo hacia la puerta cerrada.

Las piernas de hierro del gólem chirriaron a modo de protesta mientras se disponía a perseguirlo.

Entreri empujó la puerta con el hombro aún a sabiendas de que no cedería. No obstante, exageró el impacto y se movió como si la furia y el terror lo impulsaran a abrirse paso.

El gólem llegó decidido, centrándose en él. Entreri esperó hasta el último momento y salió disparado a lo largo de la pared de la izquierda mientras el gólem chocaba con todas sus fuerzas contra la inamovible puerta. El centinela se volvió y se lanzó en persecución de su presa con los brazos extendidos.

Entreri se le enfrentó, al menos durante unos instantes, y lanzó una andanada de golpes y puñaladas que consiguieron confundir al gólem y mantenerlo es su sitio apenas...

... el tiempo suficiente.

El asesino saltó hacia la izquierda, hacia el centro de la habitación.

La arrolladora esfera de metal recorrió atronadora el último tramo de escalera y fue a chocar contra la espalda del inadvertido gólem de hierro, haciéndolo caer de bruces al suelo y pasándole por encima, aplastando y triturando el metal. La bola siguió su camino, pero la mayor parte de su impulso lo había frenado el desdichado artilugio.

Desde el centro de la estancia, Entreri observó cómo el maltrecho gólem trataba de ponerse de pie, pero las piernas le habían quedado inutilizadas, y lo máximo que consiguió fue levantar el torso apoyándose en un brazo.

Entreri empezaba ya a guardar sus armas cuando lo detuvo un ruido que llegaba desde arriba.

Al alzar la vista vio que muchas de las figuras que decoraban el techo, unas estatuas semejantes a gárgolas, empezaban a agitar las alas.

Suspiró.

La esfera de oscuridad se desvaneció de golpe y Jarlaxle se volvió a encontrar frente a frente con la espantosa criatura no muerta. Miró al lich y luego al libro y nuevamente al lich.

—Vivías hace apenas diez días —razonó el elfo oscuro.

—Todavía vivo.

—Tu existencia podría ampliar el significado de la palabra.

—Pronto entenderás lo que significa y lo que no significa —amenazó el lich mientras levantaba las manos huesudas para iniciar otro conjuro.

—¿Echas de menos la sensación del viento en tu piel viva? —inquirió el drow, esforzándose por parecer realmente curioso y nada condescendiente—. ¿Echarás de menos el tacto de una mujer o el perfume de las flores en primavera?

El lich hizo una pausa.

—¿Vale la pena la no muerte? —siguió Jarlaxle—. Y si así es, ¿puedes indicarme el camino?

Por supuesto que era poco lo que podía expresar la cara esquelética del lich, pero Jarlaxle sabía reconocer la incredulidad. Mantenía los ojos fijos en los de la criatura mientras disponía los pies en silencio para que lo llevaran directamente hacia el libro.

—Hablas de inconvenientes menores si se tiene en cuenta el poder que he alcanzado —le espetó el lich.

Mientras la criatura aullaba, el drow dio un salto adelante y una daga apareció en una de sus manos. Pasó a medias una hoja, se rió del lich y la arrancó, confiado en que había encontrado el secreto.

Un nuevo desgarrón apareció en la raída capa del lich.

Jarlaxle lo miraba con ojos desorbitados mientras empezaba a arrancar una hoja tras otra como un poseso y hundía la daga en la otra parte del volumen.

El lich aullaba y se estremecía. La ropa le caía a jirones y los huesos empezaban a astillársele.

Pero eso no bastaba. El drow se dio cuenta y supo que había cometido un error cuando las hojas rotas dejaron ver algo oculto en el libro: una diminuta gema de resplandeciente color violeta en forma de calavera. Ése era el secreto. Ése era el vínculo entre el lich no muerto y la torre. Esa calavera era la clave del edificio, la clave de los restos no naturales de Zhengyi, el Rey Brujo.

El drow trató de apoderarse de ella, pero sus manos se llenaron de ampollas y tuvo que soltarla. El drow trató de atravesarla con su daga, pero el arma se partió y salió despedida.

El lich se rió de él.

—¡Somos uno! No puedes derrotar a la torre de Zhengyi ni al guardián que ha dejado a su cargo.

Jarlaxle se encogió de hombros.

—Puede que tengas razón —respondió.

Entonces lanzó un globo de oscuridad sobre el lich, que iniciaba un nuevo conjuro. El drow se puso un anillo que almacenaba conjuros. Teniendo en cuenta la naturaleza no terrenal de su enemigo, pensó: «¿caliente o frío?». Eligió rápidamente.

Y lo hizo sabiamente. El conjuro que lanzó con el anillo cubrió su cuerpo con un escudo de llamas ardientes en el momento en que el lich lanzaba una lluvia de magia fría tan intensa que lo habría congelado en pleno movimiento.

Jarlaxle había ganado tiempo, pero apenas un instante, lo sabía, y de las tres opciones que se le presentaban —contrarrestar con magia ofensiva, saltar y asestar un golpe físico o huir— sólo una tenía sentido práctico.

Tiró de la gran pluma de su sombrero y la dejó caer con una orden que hizo brotar de ella a un pájaro gigantesco sin capacidad de vuelo, un ave de dos metros y medio de altura provista de un fuerte cuello y un pico corvo mortal y poderoso. Con el pensamiento, el drow envió a la diatryma que había convocado a la batalla, y siguió su trayectoria apartándose al penetrar en el globo de oscuridad.

Jarlaxle rogó haber calculado bien el ángulo y también que el lich no hubiera cerrado la puerta. Respiró más tranquilo al salir de la oscuridad y encontrarse una vez más en el corredor, otra vez libre y corriendo como alma que lleva el diablo.

Un líquido aceitoso, la sangre de las gárgolas, goteaba del canal que recorría la hoja de la Garra de Charon. Una criatura alada se arrastraba por el suelo, mortalmente herida, pero reacia a abandonar su inútil lucha. Otra se lanzó en picado contra la cabeza de Entreri mientras él corría atravesando la estancia. Se agachó hasta casi tocar el suelo y se arrojó hacia adelante en una voltereta, acercándose en su movimiento a otra de las criaturas, que se posó en el suelo delante de él.

Entreri se puso de pie a toda velocidad y se lanzó hacia adelante espada en ristre.

La mano pétrea de la gárgola paró el golpe, y Entreri bajó el hombro y embistió con todas sus fuerzas. La poderosa criatura apenas se movió y el hombre gruñó a causa del dolor que le produjo el choque. La daga del asesino buscó las entrañas de la gárgola. Entreri saltó hacia atrás cortando al mismo tiempo hacia arriba con la mano y abriendo una larga raja. Se dispuso a asestar otro golpe con la Garra de Charon, pero en el último momento se apartó a un lado.

Una gárgola se lanzó en picado contra él y chocó de cabeza con su compañera herida al no encontrar su objetivo.

Entreri se deslizó por detrás de la alada criatura abriéndole una profunda herida con la espada en el lomo. La gárgola se encogió, y su compañera eviscerada emitió un quejido sordo y cayó hacia atrás. Entreri, sin embargo, no pudo rematar a las criaturas heridas, porque otra gárgola se lanzó sobre él desde lo alto y lo obligó a retroceder.

Se tiró hacia un lado y fue a caer debajo de una mesa dándose un buen golpe contra la base de una caja rectangular que había pegada a la pared. Se puso de pie levantando al mismo tiempo la mesa, que mantuvo a modo de protección sobre la cabeza.

Oyó que la caja se abría detrás de él.

El asesino se volvió y vio a una corpulenta criatura humanoide que lo observaba desde el interior de la caja. Era más grande que él, más grande que cualquier hombre.

Supo que se trataba de otro gólem, pero esta vez formado por distintas piezas de carne unidas con suturas.

La criatura trató de agarrarlo y el asesino se apartó, volviéndose apenas el tiempo necesario para asestar un tajo con la Garra de Charon en uno de los antebrazos del gólem.

Éste salió de su escondrijo dispuesto a perseguirlo, y Entreri vio detrás de él el fondo falso de la caja que se abría dejando ver a un segundo gólem de carne.

—Estupendo —dijo el asesino dando otro salto para evitar a una gárgola que se descolgaba sobre él.

Miró hacia arriba y vio que se formaban más gárgolas por todo el techo. La torre estaba cobrando vida y creando un ejército para defenderse.

Entreri atravesó a la carrera el vestíbulo, pero se paró en seco al ver otra forma que se lanzaba sobre él. Retrocedió unos pasos y preparó la espada. Entonces reconoció a su oponente más reciente.

Jarlaxle se llevó la mano al sombrero a modo de saludo sin detener su rápido descenso que lo llevó suavemente hasta el suelo.

Entreri giró en redondo y una vez más trató de cortar los brazos tendidos del gólem de carne que lo perseguía.

—Me alegra que por fin me encontraras aquí —gruñó el asesino.

—Pero me temo que no vengo solo —le advirtió Jarlaxle. Sus palabras hicieron que Entreri se volviera.

La mirada del elfo oscuro atrajo la atención de Entreri hacia la alta galería, donde el lich corría en dirección a la escalera de bajada.

El muerto viviente se detuvo al llegar a la escalera y empezó a realizar movimientos ondulantes en el aire con sus dedos huesudos.

—¡Detén a la bestia! —gritó Entreri.

Lanzó un ataque más cerrado contra los gólems, acompañando los golpes de la espada con la invocación de una nube de negra ceniza. Con esa barrera óptica flotando en el aire, Entreri pasó corriendo junto al primer gólem y clavó su espada con fuerza en el segundo.

—Tenemos que largarnos —gritó Jarlaxle mientras Entreri se tiraba otra vez al suelo para evitar a una nueva gárgola que lo atacaba desde el aire.

—¡La puerta está cerrada a cal y canto! —respondió Entreri a su vez.

—¡Ven, rápido! —indicó el elfo oscuro.

Mientras avanzaba, Entreri se volvió y vio una serie de relámpagos verdes que brotaban de los dedos del lich y bajaban como flechas. Cinco de ellos impactaron sobre Jarlaxle, o lo habrían hecho de no haber sido absorbidos por el broche mágico, y los otros cinco iban directos hacia él.

El asesino lanzó la Garra de Charon al aire e interpuso su guantelete, que absorbió los proyectiles uno tras otro. Recogió la espada y se volvió a tiempo para ver que Jarlaxle lo llamaba por señas. Arriba, el lich bajaba lanzado por la escalera.

Entreri se agachó en el último momento, evitando por los pelos un golpe de través de uno de los gólems que muy probablemente le habría arrancado la cabeza. Gruñendo, corrió hacia el drow, envainando la espada en plena carrera.

Jarlaxle sonrió, se llevó la mano al sombrero, dobló las rodillas y de un salto se elevó en el aire.

Entreri saltó a su vez, asiéndose al cinturón de Jarlaxle mientras la levitación del drow lo llevaba hacia arriba arrastrando también al asesino.

Abajo, los gólems alzaban los brazos y sólo conseguían asir el aire. Por un lado, les llegó el ataque de una gárgola que trató de clavar las garras en las piernas de Entreri. Éste las flexionó hábilmente y le dio a la gárgola una patada en la cara.

No le hizo mucho daño, y la gárgola volvió a atacarlo con decisión, o al menos intentó hacerlo, pero volvió a remontarse hacia arriba batiendo las alas furiosamente al adelantar Entreri su guantelete y lanzar contra ella los proyectiles que el lich acababa de arrojarle. Los proyectiles mágicos crepitaron sobre la piel negra de la gárgola provocándole espasmos descontrolados.

De todos modos, la criatura se dispuso a atacar otra vez a la pareja que levitaba mientras desde lo alto llegaban chillidos de otras gárgolas ya listas para lanzarse en picado sobre ellos.

Sin embargo, los compañeros habían llegado ya a la barandilla, y asiéndose de ella Jarlaxle se impulsó hacia el otro lado seguido rápidamente por Entreri.

—¡Corre hacia arriba! —gritó el drow—. ¡Hay una salida!

Entreri lo miró un momento, pero con las gárgolas que atacaban desde arriba y desde el otro lado de la barandilla y el lich que había dado la vuelta y ahora corría escalera arriba, la orden de Jarlaxle parecía bastante clara.

Corrieron hacia arriba por el empinado corredor, y Entreri tenía que pararse continuamente para eliminar a las gárgolas que llevaban pegadas a los talones.

—¡Rápido! —gritaba Jarlaxle.

Entreri miró al drow y vio que tenía la varita mágica en la mano sin poder imaginar qué clase de catástrofe podría contener el endeble artilugio. El asesino corrió en su dirección.

Jarlaxle apuntó la varita más allá de Entreri y pronunció la palabra de mando desencadenante.

Un muro de piedra apareció en el corredor, y lo cerró de pared a pared y desde el techo al suelo. Al otro lado oyeron el golpe seco de una gárgola al chocar contra él y los arañazos contra el muro de las garras de las frustradas criaturas.

—Sigue corriendo —indicó Jarlaxle a su compañero—. Los gólems lo derribarán tarde o temprano, y de todos modos no puede detener al lich.

—Fantástico —dijo Entreri.

Corrió dejando atrás a Jarlaxle y no esperó a que el drow lo alcanzara. Sí se detuvo a mirar hacia atrás al llegar a una curva que ya no permitía ver el muro de piedra. Entonces comprendió que la advertencia de Jarlaxle era cierta, ya que vio aparecer al lich atravesando sin problema la barrera de piedra.

La puerta de la estancia más alta de la torre estaba cerrada, pero no con cerrojo, y Entreri la empujó con el hombro. Se detuvo de pronto al ver el libro parcialmente roto y el resplandor que emanaba del centro del mismo. Sintió un empujón en la espalda.

—¡Ve hacia él, rápido! —conminó Jarlaxle.

Entreri obedeció y rodeó el libro con su pedestal de tentáculos. Allí vio claramente la calavera reluciente con su luz y su poder palpitantes.

Un ruido atronador sacudió la puerta que Jarlaxle había cerrado de un empujón cuando ésta se abrió hacia adentro. Finas volutas de humo salían de algunos puntos chamuscados del centro de la hoja. Al otro lado vieron al lich que llegaba por el corredor, planeando por medios mágicos, lanzando fuego por los ojos y con los dientes apretados en su perpetua sonrisa de muerto viviente.

—No hay escapatoria —dijo la criatura transportada sobre una corriente helada que barrió toda la habitación.

—¡Coge la calavera! —indicó Jarlaxle.

Entreri extendió la mano izquierda y sintió una repentina y dolorosa punzada.

—¡Con el guantelete! —insistió Jarlaxle.

—¿Qué?

—¡El guantelete! —gritó el drow, que empezó a tambalearse y a vacilar cuando una serie de verdes proyectiles relucientes impactaron sobre él. Su broche absorbió los dos primeros, después relució y empezó a humear al dar sobre él los restantes. Dos rápidos pasos apartaron al drow de la vista del lich, y Jarlaxle se tiró al suelo y se deslizó hasta un lado de la habitación.

Eso dejó a Entreri enfrentado al no muerto e hizo que cayera en la cuenta de que ahora era el principal objetivo de la horrenda criatura.

Pero Entreri no se apartó. Sabía que no tenía adónde escapar y descartó la idea de entrada. Con la vista fija en el enemigo cada vez más próximo, con gesto de determinación y sin la menor muestra de miedo, el asesinó levantó la mano enfundada en el guantelete y la dejó caer sobre la reluciente calavera.

El lich se paró en seco, como si hubiera chocado con una pared sólida.

Sin embargo, Entreri no lo vio, porque en cuanto su guante capaz de absorber la magia entró en contacto con la palpitante calavera se sintió invadido por oleadas de poder. Los músculos de su brazo derecho se tensaron y retorcieron. Empezaron a castañetearle los dientes que le cortaban la punta de la lengua, la mandíbula se le movía sin control y escupía sangre cada vez que abría la boca. Sintió una gran rigidez en el cuerpo y potentes espasmos lo sacudieron al circular por el guantelete relámpagos azules chispeantes de energía.

—¡Sujétalo bien! —imploró Jarlaxle.

El drow volvió a colocarse en la trayectoria del lich, que seguía manoteando el aire. Manchas de sombra parecían adueñarse del muerto viviente engulléndolo, compactándolo, encogiéndolo.

—¡No podéis vencer al poder de Zhengyi! —aulló el lich con palabras entrecortadas y vacilantes.

La risa de Jarlaxle murió en su garganta cuando miró a Entreri, que se sacudía y vacilaba al borde del desastre, como si estuviera a punto de ser arrojado al otro lado de la habitación y traspasar el muro de la torre. Tenía los ojos desorbitados, como si fueran a estallar de un momento a otro. Todavía le salía sangre por la boca y también del oído, y su brazo se retorcía, el hombro se le dislocaba y los músculos estaban sometidos a una tensión tal que parecían próximos a desprenderse.

De la boca del asesino brotaban gemidos sordos. Tenía el rostro desencajado por la lucha en la que aplicaba toda su fuerza y voluntad. Entre los gemidos se distinguía de vez en cuando la palabra «No».

Era un desafío. Era una contienda.

Entreri no la rehuía, sino que se mantenía firme.

Afuera, en el corredor, el lich chillaba y se debatía en el aire. Cada segundo que pasaba parecía más menguado.

La torre empezó a vacilar. Aparecieron grietas en las paredes y en el suelo.

Jarlaxle corrió hacia donde estaba su compañero poniendo mucho cuidado en no tocarlo.

—Aguanta —rogó.

Entreri rugió de rabia y apretó aún más. Del guantelete empezó a salir humo.

La torre se balanceó ostensiblemente. De la pared se desprendió un buen trozo de mampostería que dejó un agujero por el que entró el sol.

En el corredor, el lich gritaba.

—Aguanta amigo mío, aguanta —susurró Jarlaxle.

En ese momento, la torre se hundió bajo sus pies.

Entreri sintió una mano sobre el hombro y se volvió en esa dirección.

Jarlaxle sonrió y se llevó la mano al sombrero.