Prólogo

TREINTA PESOS

A comienzos de su carrera, Alfred Hitchcock solía introducir en los primeros minutos de sus largometrajes algún objeto que operaba como pretexto para desencadenar la acción. Joyas, códigos, supuestos secretos militares que nunca se revelan del todo. Denominó a este dispositivo narrativo un “MacGuffin” y, en distintas entrevistas posteriores, señaló que el público valora la acción a tal punto, que el contenido del “secreto” le resulta a la larga indiferente.

Quentin Tarantino llevó el MacGuffin a su máxima expresión en Pulp Fiction: nunca vemos lo que hay dentro del maletín que John Travolta y Samuel L. Jackson deben recuperar, nos basta saber que es algo tan valioso que resplandece, y su disputa es capaz de desatar las muertes más sanguinolentas y espectaculares.

Durante la segunda semana de octubre de 2019 algo parecido a un MacGuffin desencadenó en Chile la más importante crisis política desde el retorno a la democracia. Estaba en las billeteras, mochilas y carteras de millones de santiaguinos de todas las edades, como una tarjeta recargable de color azul. El 6 de octubre de 2019 entró en vigor un decreto del Gobierno de Sebastián Piñera quitándole un 3,6 % de su valor como medio de pago para viajar en metro.

Los estudiantes secundarios tenían su propia pelea con la autoridad desde antes, pero después del alza de la tarifa en hora punta y valle, miles de personas se sumaron a una movilización que fue escalando, que durante días tuvo en jaque al Gobierno, casi paralizó la economía, dio vuelta la agenda legislativa y pudo haber escalado hasta llegar a ser una abierta revolución.

El fenómeno fue inicialmente denominado “estallido social”, una metáfora para denotar lo explosivo de la reacción al alza de los treinta pesos. El término mutaría más tarde en “revuelta” y “octubrismo”, operaciones lingüísticas que intentaré analizar en la parte final de este libro. Para efectos del relato me quedaré con “estallido” para denominar a los hechos ocurridos el mismo 19 de octubre, y “revuelta social” para hablar del 20 de octubre hasta la pandemia, con un punto de inflexión el 15 de noviembre, momento en que se firmó el Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución, el comienzo de la fase orgánica de la crisis.

Durante los primeros días muchos vieron en esta revuelta social una irrupción de “lo real”, que había llegado para destruir el espejismo elitista en torno al modelo económico y su éxito. El lenguaje de la propia élite cambió. Se pidieron perdones, se hicieron promesas y actos de contrición y se popularizó la frase “Chile despertó”.

Esta supuesta irrupción virulenta y violenta de “lo real” se libró sobre todo en el espacio simbólico: a través de rayados, frases, acciones de arte, en la vandalización de estatuas, bancos y farmacias.

De pronto pareció como si las reglas tácitas de ocupación del espacio público y de comunicación entre las personas, lo que se podía decir y mostrar en la sociedad chilena, se hubieran desmoronado de un momento a otro gracias al MacGuffin de los treinta pesos.

Mientras la revuelta social escalaba en intensidad y el Gobierno ensayaba distintas estrategias para contenerla, las interpretaciones y proyecciones se multiplicaron hasta el paroxismo.

Algunos dijeron que el estallido había sido orquestado y ejecutado por agentes extranjeros. Otros sostuvieron que era producto de una alianza contra natura entre el anarquismo insurreccional y el crimen organizado. Piñera conjuró la imagen de un “enemigo poderoso e implacable” y algunos políticos interesados dijeron, sin aportar pruebas, que los responsables fueron el Partido Comunista y el Frente Amplio. Todos ellos convergieron más tarde en el término moralizador y totalizante “octubrismo”.

Como buen MacGuffin, al cabo de tres semanas de tumulto ya nadie se acordaba de los treinta pesos.

Las siguientes páginas buscan reconstruir esos días a través de relatos individuales, de personas que se encontraban en lugares muy distintos de la geografía urbana y social.

Sobrepuse estos relatos a una suerte de análisis de discurso de la prensa de la época, del que extraje la idea central de este libro: en vísperas del estallido, distintas formas de fobia y deseo chocaron entre sí generando la masa crítica para el estallido (los treinta pesos) y su mutación en revuelta social.

Una de estas expresiones de deseo provenía de los grandes empresarios, en particular los gestores de activos financieros. Su “objeto de deseo” era el Código Tributario, que el Gobierno de Bachelet había modificado y que el de Piñera prometió devolver a su estado anterior en la forma de un “goce obsceno”: ganancias de capital libres de impuestos.

Otra expresión del deseo contrapuesta a la anterior era la de los partidos de izquierda. Ya no querían seguir siendo espectadores en la “democracia de los acuerdos” y ese año buscaron ir más allá de la política testimonial identitaria. Su objeto de deseo fue el Código del Trabajo heredado de la dictadura, al que se propusieron atacar con una ingeniosa estrategia centrada en la productividad y la calidad de vida.

La tercera expresión de deseo no era precisamente invisible. Estaba radicada en los llamados “liceos emblemáticos” y en círculos autodenominados “libertarios” y logró atraer hacia sí muchos otros anillos de identidad juvenil en una sola fuerza desestabilizadora. Era la fobia a la autoridad, la pulsión del caos y el deseo fantasmagórico de destruir el Estado. Solo le prestaron atención los fiscales y policías, el alcalde de Santiago Felipe Alessandri y la ministra de Educación Marcela Cubillos, cuyo deseo era el espejo exacto del deseo de los anarquistas: erradicarlos para siempre de las salas de clase.

El deseo disgregado de la masa es imposible de discernir, aunque los días, semanas y meses posteriores permitieron entrever su asombrosa heterogeneidad: la recuperación de derechos sociales, el fin de los abusos económicos, la eliminación de los peajes en las autopistas o el simple deseo de exteriorizar un malestar existencial hasta ese momento invisibilizado por la disciplina que caracteriza al chileno.

En vísperas del estallido se discutieron proyectos de ley en los que el deseo no osaba decir su nombre y el lenguaje jurídico y técnico se utilizó para ocultar su verdadera naturaleza (lo real). Como el goce obsceno de unas ganancias de capital sin impuestos no podía ser exhibido a plena luz del día, los tecnócratas de Piñera la disfrazaron de modernización, simplificación e incluso altruismo: preocupación por las PYMEs, equidad horizontal, viviendas para la clase media, crecimiento para Chile.

La ley para institucionalizar el soplonaje y la vigilancia en los liceos emblemáticos se denominó “Aula Segura”. La selectividad y la discriminación de las familias para acceder a la educación pública o particular subvencionada se llamaría “Admisión Justa”.

Durante las semanas y días previos al estallido ocurrieron situaciones singulares: hubo un eclipse total de Sol en el norte, la Iglesia católica fue totalmente anulada y sacada del espacio público, a pesar de que Piñera “recibió” en La Moneda a la Virgen de Fátima. Una bomba explotó en una comisaría y otra, destinada al abogado Rodrigo Hinzpeter, permaneció inactiva en su caja gracias a la vejiga y la buena suerte del exministro del Interior. Las otras bombas siguieron activas hasta que el MacGuffin de los treinta pesos las ayudó a detonar.

También ocurrieron situaciones singulares en el mercado financiero. El valor de las acciones repuntó en septiembre, después de meses de estancamiento, mientras el valor de la deuda pública caía misteriosamente, a pesar de los recortes de tasas del Banco Central. Eran apuestas por el goce obsceno del capital que algunos interpretarían desde la teoría de la conspiración. También las analizaré en el capítulo llamado “La batalla por el capital”.

Sospecho que llegar a “lo real” del estallido y de la posterior revuelta social sea una tarea imposible. Son demasiadas las mediaciones simbólicas, los sesgos, las manipulaciones. Quienes hablamos y buscamos explicar somos parte del fenómeno. Utilizamos las misma frases y estructuras gramaticales de quienes elaboraron teorías conspirativas y distribuyeron fake news. Quizá haya que buscarlo en las fisuras simbólicas, los actos fallidos, los memes y los rayados callejeros.

Pese a ello, intenté en este libro dar pistas para explicar por qué el MacGuffin de los treinta pesos detonó a un país completo y mutó en revuelta social, cuánto contribuyó el lenguaje de la élite y qué rol le cupo al anarquismo insurreccional. Intenté también mostrar por qué la élite no pudo consumar su goce obsceno a través de la reducción de impuestos y cómo la jornada laboral de cuarenta horas, su completo opuesto, es hoy ley de la República.

Muy pocos pueden hoy decir con honestidad que anticiparon al 18-O. Para la mayoría iba a ser “un día como cualquiera”, un viernes caluroso previo a un fin de semana normal y rutinario. Pero no fue así.

Todo cambió, pero todavía no sabemos muy bien cómo ni para qué. La pregunta que sigue vigente ahora es ¿adónde fuimos a parar?

CT
Quintero, 1 de enero de 2024