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Alexander

Aquella academia no se parecía en nada a Ravenswood y tampoco a Abbot. No era ostentosa y decadente como la primera, ni fría y aséptica como la segunda. Era un sitio moderno y a la vez acogedor; más como las universidades a las que asistían los mortales. Había grandes cristaleras por todas partes y la luz natural entraba a raudales para iluminar cada rincón. De las paredes no colgaban retratos de miembros de linajes distinguidos o familias de brujos, sino que habían colocado fotografías de paisajes cuyo autor, fuera quien fuese, contaba con un talento considerable para captar la belleza del mundo exterior. Había representaciones de los cuatro elementos en cada esquina: fuentes rodeadas de plantas frondosas y de un verdor resplandeciente que hundían sus raíces en enormes macetones de tierra, pequeños cuencos con velas flotantes e incluso una serie de agujeros en las paredes que formaban una red de corrientes para renovar el aire continuamente. En realidad, el edificio al completo rezumaba magia, una magia fresca y joven; sin embargo, no presté atención a nada de eso mientras me forzaba a ir más y más rápido por los amplios corredores que llevaban al ala en la que se encontraban los dormitorios.

Los pocos brujos con los que me cruzaba me iban abriendo paso antes de que llegara a su altura, como si mi propio poder oscuro fuera apartándolos del camino. O tal vez fuera solo su temor hacia mí lo que los hacía retirarse y evitar cualquier contacto. No estaba seguro del aspecto que tenía; sin duda, sudoroso por las horas pasadas en el gimnasio, y apostaba a que también lucía el asomo de un cardenal en la mandíbula, allí donde Wood me había golpeado. Pero al menos no me había transformado, por mucho que la oscuridad pulsara en mi pecho rogando para que la dejara salir.

Apenas me detuve el tiempo suficiente para abrir la puerta del dormitorio en el que había pasado todas las horas que no empleaba en agotarme físicamente. Irrumpí en la estancia a trompicones y sin aliento, con un nudo en la garganta —fruto a partes iguales de la esperanza y el miedo— que se había ido apretando cada vez más con cada paso que daba. Dicho nudo se cerró del todo en el momento en que mi mirada se posó sobre la cama que presidía la habitación. Sobre su ocupante.

Durante unos pocos segundos infinitos no me moví, no respiré; y mi corazón dejó de latir. Luego, mis pies avanzaron por propia iniciativa hasta que me topé con el borde del colchón. Mis rodillas cedieron finalmente y se clavaron en el suelo duro. Ni siquiera acusé el golpe. Parpadeé, y el aire entró de golpe por mi boca y mi pecho se expandió de forma brusca. Fue como tomar aire por primera vez en mucho tiempo y, de alguna manera, un trozo de los muchos que ahora conformaban mi corazón destrozado encontró su sitio de nuevo.

—Tienes un aspecto de mierda, Alex —dijo Danielle.

Aunque la voz le salió tan áspera que apenas si parecía la suya, la humedad me llenó los ojos al escucharla. Se había incorporado hasta quedar sentada, apoyándose contra la multitud de almohadas que alguien —posiblemente Annabeth— había colocado en la cama cuando la había preparado para ella semanas atrás.

Treinta días. Danielle llevaba un mes completo inconsciente, desde la Noche de Difuntos. Desde que yo la había drenado prácticamente hasta la muerte. En un primer momento, había sido Aaron Proctor quien le había curado las heridas externas, pero fue tras nuestro traslado allí cuando Laila, otra de las brujas del aquelarre de Robert, se había encargado de reforzar su magia. Del ataque le había quedado una leve cicatriz entre el hombro y el cuello, producto del mordisco que había recibido de un demonio y que no hubo conjuro que pudiera eliminar del todo, y una especie de manchas un poco más oscuras en la piel que sospechaba que eran el resultado de la oscuridad que Danielle había drenado de Mercy. Me había sentido tentado de cederle parte de mi magia, tal y como ya había hecho alguna vez en Ravenswood, pero me había aterrado la posibilidad de que, ahora que mi poder se había desatado por completo, le hiciera más mal que bien. Así que no había hecho nada mientras Aaron y Laila empleaban todos sus conocimientos, humanos y mágicos, para hacerla despertar.

Nada había dado resultado.

A pesar del alivio que me invadió al comprobar que parecía ser la misma Danielle de siempre, dado que aún contaba con la energía necesaria para meterse conmigo, no logré encontrar ánimo para darle una réplica mordaz a su comentario y continuar con nuestro habitual tira y afloja. Todo lo que pude hacer fue cerrar los ojos e inspirar, hasta que no existió nada más que su dulce aroma y el sonido exquisito de su magia, ese que había permanecido en un amargo silencio durante aquellas largas semanas.

—Ey, no lo decía en serio.

Abrí los ojos y levanté la vista para encontrármela a su vez observándome; sus ojos muy abiertos y repletos de burla, y esa sonrisita que, aunque cansada, resultaba extremadamente exasperante.

—Sigues siendo una mentirosa terrible —dije por fin, lo cual era una mierda como primera cosa que decir después de lo mucho que había deseado que se despertase y poder hablar con ella.

Dios, necesitaba contarle —confesarle— tantas cosas…

Danielle extendió el brazo y una descarga me recorrió de pies a cabeza cuando apoyó la palma de la mano en mi mejilla. De ser una persona menos egoísta, no le habría permitido que me tocase a riesgo de volver a hacerle daño, pero había anhelado tanto sentirla de nuevo que no me retiré. Nuestras miradas se enredaron y el resto de la habitación se desdibujó. Ninguno de los dos habló durante un momento; sin embargo, me sentí como si estuviera volviéndome del revés y le mostrase hasta el último rincón oscuro de mi interior. Como si ella pudiera verlo todo, incluso aquello que yo estaba desesperado por ocultarle. Todo cuanto me avergonzaba.

—Hola.

—Hola —susurré de vuelta, tan bajito que no estaba seguro de que ella lo hubiera escuchado.

Las comisuras de sus labios volvieron a arquearse y esbozó una sonrisa más sincera, tan preciosa y luminosa que amenazó con destruirme por completo. Había temido tanto que no llegara a despertarse nunca como que lo hiciera y no fuera ella misma; que, junto con su magia, yo le hubiera robado parte de su ser. A pesar de que Laila me había asegurado que podía percibir el poder rehaciéndose en su interior con el paso de los días, y de que yo mismo también lo notaba, había pasado aterrado todo ese tiempo. No era su poder lo que yo más temía haberle arrebatado, sino la propia esencia de lo que ella era. Su ferocidad, su lealtad, la chispa de ese humor provocador que tanto me sacaba de quicio. Su descaro. Su fuerza. Su luz.

—Lo de verte arrodillado frente a mí es muy… estimulante —continuó burlándose.

Cedí al deseo de estar más cerca de ella. Trepé por la cama y me coloqué a su lado. Inclinándome, apreté la frente contra la suya y dejé ir el aire que había estado conteniendo. La mano de Danielle aún acunaba mi rostro y yo no quería que dejara de hacerlo jamás.

—Danielle, yo…

Me silenció con dos dedos.

—No vamos a hacer esto de nuevo, Alex.

—¿Hacer qué?

Se echó a reír y ese sonido… Joder, ese sonido era incluso más delicioso que la canción de su magia. Retumbó por todo mi cuerpo y se me clavó en el pecho. Y deseé oírla reír cada día de mi vida, tan larga o tan corta como esta fuese.

Retiró los dedos para, a continuación, ocupar su lugar con los labios. Fue un beso suave, un roce tentativo que ni por asomo duró lo suficiente. No fue apenas nada, pero se sintió como todo. Con una mano en su nuca, le permití que se retirase, pero no alejarse más allá de unos pocos centímetros.

—Esto —dijo, señalando entre nosotros, y tuve un momento de pánico en el que creí que por fin había entrado en razón y me apartaría de ella—. Lo de la culpa. Lo creas o no, te conozco y sé que vas a hacer un drama de lo que sucedió… Tienes tendencia a cargar sobre tus hombros mucho más de lo que te corresponde. Apuesto a que, si mañana nos cayese un meteorito, encontrarías la manera de culparte por ello.

Que estuviera despierta y de tan buen humor resultaba maravilloso, pero Danielle no era consciente de cómo habían acabado las cosas en Ravenswood ni del tiempo que había pasado inconsciente. Como tampoco del hecho de que Elijah era ahora un problema aún mayor de lo que lo había sido. La profecía se había cumplido. Aun así, en ese momento lo único en lo que yo podía pensar era en que ella estaba bien, y todo lo que podía desear era que no me odiase por lo que le había hecho. Esto —la culpa— era algo que no podía evitar sentir.

Danielle

No estaba segura de dónde me encontraba, lo único que sabía era que estaba viva. Durante un instante, al despertar, había creído que había muerto en el auditorio de Ravenswood y me había convertido en un fantasma. Solo cuando Alexander había atravesado la puerta de un dormitorio que no era capaz de reconocer y nuestras miradas se habían encontrado, solo cuando había visto esos ojos dispares aterrorizados y al mismo tiempo anhelantes, aliviados y temerosos —esos preciosos ojos que había pensado que jamás volvería a contemplar—, solo entonces me había dado cuenta de que, de alguna forma, había sobrevivido al desastre de la Noche de Difuntos.

Alexander había avanzado y había caído de rodillas junto a la cama, y las imágenes de nuestros últimos minutos juntos habían regresado desde el fondo de mi mente. Él sosteniéndome y su rostro cubierto de lágrimas, odiándose a sí mismo incluso antes de que hubiera empezado a drenar la magia de mis venas. El dolor, la impotencia. Tiempo atrás, yo había sido incapaz de descifrar sus emociones, incluso había pensado que no las tenía, más allá de gruñir y mostrar una arrogancia a juego con su enorme ego, pero aquella noche en el auditorio dichas emociones habían estado por toda su cara. Tal y como lo estaban ahora.

Había sabido que Alexander no se perdonaría jamás por drenarme hasta la muerte, pero al parecer tampoco lo haría aunque estuviese viva.

La puerta que había dejado entreabierta se abrió del todo y un Wood jadeante se asomó al interior. La sorpresa inundó su expresión al vernos allí. Al verme despierta, supuse.

—¡Joder! —Fue todo lo que dijo.

Esa única palabra salió de sus labios cargada no solo de incredulidad, sino de un profundo alivio. Un alivio idéntico al que sentí yo al verlo de pie y completamente ileso.

—Oh, Dios —gemí, conteniendo un sollozo de pura alegría—. Estás bien…

Alguien más apareció tras él, y me bastó captar el destello de una llamativa melena turquesa para comprender que se trataba de Annabeth Putnam. ¿Cómo es que estaba allí, dondequiera que fuese allí? ¿Y sabrían ya Gabriel y ella que su abuelo había fallecido en Abbot?

Madre mía, tenía tantas preguntas.

—Espera. —De repente, me faltaba el aliento—. ¿Dónde está Raven? ¿Y Cam?

Me llevé la mano al pecho, como si tanteando mi piel pudiera alcanzar la conexión que se había establecido entre Raven y yo al convertirse este en mi familiar; como si pudiera tocar ese cordón anaranjado que había visto una sola vez, pero que estaba segura de que era con el lobo negro con quien me unía. Prácticamente me arañé el pecho, no sé si tratando de llegar hasta él o por la falta de aire.

Mientras Alexander tiraba de mi brazo para detenerme, un músculo palpitó en su mandíbula, y juro que sentí su poder oscuro latir con la misma cadencia. La canción de su magia llegó a mis oídos, aunque me dio la sensación de que, en cierto modo, estaba desacompasada. La suave nana que me había acostumbrado a escuchar proveniente de él parecía ahora carente de ritmo, o más bien desafinada. No sabría describirlo de manera adecuada, pero algo andaba mal con su poder; o con él mismo.

Al no obtener una respuesta de Alex, miré a Wood.

—Rav está bien, ¿verdad?

No podía contemplar otra opción; no podía perder a nadie más. Pero las palabras de Elijah retumbaron en mi mente: «Estás destinada a perder». Entré en pánico.

«No, no, no…».

—Está bien —dijo Wood por fin.

Mi mano resbaló hasta mi regazo, ya libre del agarre de Alexander. Este continuaba en silencio, aunque juraría que se había separado un poco de mí.

—¿Y Cam?

Esta vez, Wood tardó aún más en contestar.

—Cameron está vivo.

Me desplomé contra el cabecero, tan aliviada que en ese momento no me di cuenta de que Wood había escogido las palabras con un cuidado deliberado. En realidad, había una gran diferencia entre estar vivo y estar bien.