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Wood

Dith estaba gritando, incluso cuando solo era una aparición, una que todos podían ver gracias a la magia de la Noche de Difuntos, aunque anhelaba que fuera más que eso. También yo quería gritar, pero ningún sonido salía de mi boca abierta y no sabía qué palabras hubieran brotado de mis labios si hubiera logrado encontrar mi voz. Mi grito era en realidad un alarido silencioso de puro horror que se elevó en mi mente, y el miedo que me embargó en ese momento fue solo comparable al que había sentido en el instante en el que había comprendido que Meredith estaba muerta semanas atrás.

Alex había comenzado a drenar a los alumnos de Ravenswood. Había cedido a la oscuridad, y lo había hecho de tal manera que no estaba seguro de que, ni siquiera rompiéndole todos y cada uno de los huesos del cuerpo, fuese a ser capaz de regresar. Tiempo atrás, el dolor lo había traído de vuelta más veces de las que podía o quería recordar, pero ahora…

—Alex —farfullé a duras penas, incapaz de incorporarme.

El golpe recibido me había quebrado de tal modo que moverme resultaba casi imposible. Me sentía completamente impotente; un triste espectador en un espectáculo de mierda sin posibilidad alguna de proteger a Alexander no ya de una amenaza externa, sino de sí mismo. No había podido salvar a Dith y ahora tampoco podría salvarlo a él.

—Yo… soy… la… oscuridad —dijo, sin apartar la vista de Elijah y puntuando cada palabra con un golpe de su poder siniestro.

A su espalda, las sombras se agruparon y tomaron forma. Decenas de cuervos salidos de la mismísima noche desplegaron las alas y alzaron el vuelo sobre él. Pájaros hechos de magia y tinieblas que se lanzaron a través del gran salón. Cuando creí que se estrellarían contra Elijah, viraron hasta la zona donde yacían Raven y Cam y los rodearon hasta formar una espesa nube de picos, plumas y ojos vidriosos carentes de vida.

Una chispa de esperanza brotó entonces en mí. ¿Alexander estaba protegiéndolos? ¿Protegía a Raven a pesar de todo? ¿A pesar de lo que lo poseía, de lo que ahora era?

Dith apareció a mi lado, sólida y a la vez inalcanzable. El corazón se me disparó en el pecho, como lo hacía cada vez que volvía a verla.

Cada maldita vez.

—Mi amor —gemí, sin importar que jamás me hubiera dirigido a ella así si no estábamos completamente solos. Nada importaba ya, no cuando la había perdido y el infierno parecía estar cada vez más cerca.

Se arrodilló y estiró la mano. Por un segundo sentí la suavidad de la yema de sus dedos contra la mejilla. Fuera cual fuese la magia de esa noche le permitió tocarme, y yo creí morir al percibir la ternura de esa breve caricia sobre la piel. Algo en mi interior se quebró y la humedad inundó mis ojos. Exhalé un suspiro tembloroso, un ruego y un agradecimiento al mismo tiempo, justo cuando ella habló.

—Tienes que traer de vuelta a Alexander antes de que sea demasiado tarde. Levántate.

—No puedo.

—Sí puedes. Tú nunca te rindes —dijo, con el fantasma de las lágrimas apropiándose también de sus ojos—. No te rendiste conmigo cuando nos conocimos. No te rendiste durante décadas, durante siglos, estuviésemos juntos o separados. Y no vas a rendirte ahora. No con él.

—Pero Danielle…

—Danielle aún respira, y mientras lo haga hay una posibilidad de salvarla. Ella no está destinada a morir aquí. No puede morir aquí.

La súplica en sus ojos resultó… dolorosa, más que cualquier otra cosa que hubiera podido decir. Ella no suplicaba nunca; Meredith Good exigía, y yo la había amado de forma feroz por ello y la seguiría amando hasta el final de mi existencia maldita. Y también cuando esta acabase.

—Si ella muere o él mata a esos alumnos… —Negó con la cabeza, sobrecogida.

Ambos sabíamos lo que ocurriría: Alex se perdería a sí mismo de forma irrevocable. Todos perderíamos, y el mundo se llenaría de muerte y oscuridad.

—¡Detente, Luke! —gritó Elijah, con los brazos alzados y las manos extendidas frente a él.

El aquelarre de Robert había atravesado la entrada un momento antes y sentí deseos de reír. Habían acudido en nuestra ayuda; sin embargo, no sería suficiente. No si de lo que se trataba era de detener a un Alexander que hubiera perdido cualquier rastro de esperanza.

Los cuervos de sombras continuaron girando y girando en torno a Raven y Cam mientras forzaba mi cuerpo a obedecerme. Luché para ponerme de rodillas. El dolor era demasiado; lo que fuera que se hubiera roto dentro de mí, la magia tardaría en recomponerlo. Pero Dith tenía razón y, aunque no hubiese sido así, yo hubiera hecho cualquier cosa que ella me hubiese pedido. Así que apreté los dientes, empujé con las manos sobre el suelo y me erguí.

—Yo… soy… la… oscuridad —repitió Alex, con esa voz tan antigua como el mismísimo mundo. Letal. Horrenda.

—¡Alexander, no! —grité.

Traté de ponerme de pie y… fallé, pero alguien apareció a mi lado: Annabeth Putnam. Me agarró del brazo y tiró de mí hasta que quedé por fin sobre dos piernas. Creí que lo conseguiría, que sería capaz de llegar hasta mi protegido, hasta Danielle, hasta mi gemelo y el resto de nuestros amigos. Creí, durante un segundo, que podría salvarlos a todos. Pero entonces Elijah se adelantó y, como si eso fuese todo lo que necesitaba para reaccionar, Alex se arrodilló y golpeó con ambos puños las baldosas que conformaban el escudo de nuestro linaje. Una oleada de poder devastador brotó de su cuerpo y la oscuridad misma explotó a través de la sala. El techo crujió, las paredes se desmoronaron, el suelo se deshizo y el aire se llenó de sombras y llamas en un único instante, impregnándose de cosas que se retorcían y gemían y gritaban; cosas hambrientas.

Y en ese momento supe, sin ningún asomo de incertidumbre, que Ravenswood acababa de caer.