Alexander
Había sido inevitable. Daba igual lo que hubiéramos intentado hacer, nada había salido como esperábamos. Mercy Good-Ravenswood estaba muerta, pero eso no había detenido la profecía, porque así era como tenía que ser. Porque así había querido el destino que fuera. Porque su papel real en aquella historia nunca había sido reinar, invocar demonios o desatar un infierno en la tierra, sino que su sangre —la sangre combinada de tres linajes de brujos: Good, Ravenswood y Bradbury— le había dado el poder a Elijah Ravenswood para transmutarse y regresar al mundo de los vivos. Él era el mal. Él era la muerte. Él era la oscuridad que estaba por venir. O, más bien, la que ya había llegado.
No había modo de deshacer lo que estaba hecho. De burlar nuestro destino. Y ese mismo destino oscuro y maldito nos había llevado hasta aquel momento. Uno en el que Danielle Good tenía que encontrar la muerte a mis manos solo para que pudiésemos enmendar nuestros errores y los de nuestros antepasados. Para que el equilibrio por fin se restableciera. Y, sobre todo, para evitar que la oscuridad pudiese extenderse más allá de los límites de Ravenswood.
Por todo eso, yo la estaba drenando.
Todo lo que había hecho hasta este momento para mantener mi don lejos de Danielle parecía ahora inútil. La brillante luz de su magia iluminaba también mis dedos y su canción me llenaba los oídos mientras el dulce sabor de su poder cubría mi lengua conforme le arrebataba la vida poco a poco. Mientras, gota a gota, la esencia de lo que ella era pasaba de su cuerpo al mío.
Aquello no se parecía en nada a lo que había sucedido con mi madre. Dolía y sanaba al mismo tiempo. Revitalizaba mis músculos cansados, mis huesos e incluso mi corazón, pero a la vez sentía como si este estuviera también quebrándose muy lentamente; como si se marchitara de forma irreversible. No importaba que el poder se alzase ahora en mi interior con una fuerza aún mayor que al principio de esa fatídica noche. Era como caer y volar al mismo tiempo. Como morir y revivir al segundo siguiente, y me pregunté qué quedaría de mí cuando Danielle exhalase su último aliento.
Fueron unos segundos infinitos. Un instante mortal que parecía no terminar nunca. No había tiempo que perder. No sabía qué había sido de los demás, quién vivía o quién podría estar muriendo. Quién estaría ya muerto. Algunos de los alumnos que Mercy había tomado como rehenes estaban poniéndose en pie. No quedaba ningún demonio en la sala, pero Elijah muy pronto no necesitaría ningún refuerzo para enfrentarnos a todos. Para enfrentarse a mí. El poder de tres linajes de brujos corría por sus venas, la marca de los malditos palpitaba también sobre su piel y más de tres siglos de conocimiento se acumulaban en su mirada sombría y en su corazón aún más oscuro y podrido.
Y Danielle Good, la bruja terca e irresponsable de la que yo no había podido evitar enamorarme, continuaba muriendo entre mis brazos. Sacrificándose por un mundo del que solo había recibido mentiras y dolor. La misma bruja que jamás me había temido a pesar de que fuera yo, precisamente, quien estaba dándole muerte…
«No te tengo miedo, Alexander Ravenswood», había dicho una vez.
«Te veo, Danielle Good, y yo tampoco te tengo miedo», había sido mi réplica tiempo después.
Tal vez ambos habíamos estado ciegos y equivocados. No había una manera en la que yo pudiese temer su poder o a ella misma, pero quizás Danielle sí debería haber estado asustada. Fuera como fuese, ya no había nada que hacer al respecto.
Sus párpados revolotearon mientras trataba de enfocar la vista sobre mi rostro. Incluso ahora, no había rastro de miedo o recelo en su expresión; más bien, compasión. Como si fuese yo quien estuviese muriendo y ella la que lamentara tener que acabar con mi vida. Su fortaleza no dejaba de sorprenderme.
Continué absorbiendo la ira de sus mismas venas. Ella exhaló un jadeo y su cuerpo se sacudió.
—Shhh, tranquila —murmuré muy bajito, mientras la sostenía contra mi pecho—. Está bien. Todo está bien, ángel.
Esa fue otra mentira que se sumó a las que ya le habían contado a lo largo de su vida; sin embargo, no sabía qué más podía decirle. Parpadeé con rapidez para hacer frente a las lágrimas que en algún momento habían empezado a brotar de mis ojos y resbalar por mis mejillas, y un aullido desgarrador se elevó entonces desde uno de los laterales de la sala: Wood. Terror y alivio se entremezclaron en mi interior; mi familiar estaba vivo, pero Danielle…
—Alexander —dijo Dith, de pie junto a mí.
Aunque solo pronunció mi nombre, su voz sonó rota y herida. No había tratado de detenerme, pero deseé que lo hiciese. De una forma totalmente egoísta, anhelé en silencio que alguien lo hiciera, incluso cuando eso supusiera que el poder de Elijah se alzara por completo y el mundo entero terminara sucumbiendo a la oscuridad. Y fue en ese momento cuando comprendí que no podía seguir adelante. No había en mí la voluntad suficiente para drenar a Danielle hasta la muerte. Una vez había pensado que podría permitir que las sombras creciesen y se apoderasen de todo si eso mantenía a mis seres queridos a salvo. Y, aunque ese mero pensamiento me convirtiese en una persona mezquina y terrible, quizás, después de todo, lo fuese.
«No puedes dejarla morir. No puedes…».
Mi mano continuaba sobre el estómago de Danielle. Su piel estaba helada; tal vez ya fuera demasiado tarde para ella, pero el flujo de su magia se ralentizó a mi voluntad. Un instante después, cesó por completo. Rocé su frente con los labios y aspiré su aroma una última vez, y luego coloqué su cuerpo sobre el suelo con todo el cuidado posible. Me obligué a apartar la mirada de su rostro y apreté los dientes, invocando hasta la última sombra de mi oscuridad. Dejé no solo que me cubriera, sino que mi carne, mis huesos, mi corazón y mi mente se inundaron de poder, se convirtieron en el poder mismo. Mis pensamientos se tornaron siniestros, y quizás mi alma también cediera por fin a lo que fuera que me poseía… A lo que fuera que yo fuese.
Si Danielle era un ángel, yo sería el mismísimo diablo.
—¡Elijah! —grité, y mi voz retumbó a lo largo de la sala como un trueno en plena tempestad. Los pocos cristales que quedaban intactos se sacudieron, también las paredes y los cimientos del edificio.
No esperé su respuesta. Me erguí por completo, furioso. La ira de Danielle y su dolor, el sufrimiento al que se había negado a hacer frente en las últimas semanas y que había dejado salir por fin solo para que yo pudiera emplearlo contra mi antepasado, eran ahora míos; su magia me corría por las venas y alimentaba mi propio poder oscuro.
Apenas podía respirar. Apenas podía evitar vibrar bajo su influjo. Me dolía la piel, ahora gris y dura, y el sabor de la sangre me llenó la boca cuando mis afilados dientes me rasgaron los labios. Un manto de llamas me rodeaba y la niebla oscura que manaba de mi cuerpo cubría el suelo a varios metros de mí.
Elijah era un monstruo, pero yo sería uno aún peor, aunque eso me convirtiese en todo cuanto había luchado por evitar. Al igual que había sucedido con la profecía, quizás eso fuese lo que siempre había estado destinado a ser.
—¡Elijah Ravenswood! Hijo de William y Lydia Ravenswood, miembro del linaje Ravenswood —proclamé, y empecé a avanzar hacia él, dejando que los alumnos que ya se habían recuperado y estaban en pie me rodeasen.
Mi antepasado se centró en mí. Sus ojos velados de negro me atravesaron y su labio superior se retrajo en una mueca de disgusto feroz. La oscuridad rodeaba ya su garganta. Su poder continuaba elevándose de un modo siniestro, pero no permitiría que fuese más terrible que el mío. No lo dejaría ganar.
El suelo volvió a temblar bajo mis pies y las paredes se sacudieron. Los hechizos de los antiguos directores de la academia que mantenían el lugar protegido presionaron y la potente energía que emanaban restalló en el aire. Envié mi magia contra ellos con un solo pensamiento. Rabia, ira, furia. Odio. Dolor. Y, uno a uno, dichos hechizos se quebraron para luego deshacerse en la nada de mi propia oscuridad. Tragados de tal manera que bien podrían no haber existido nunca.
Si Ravenswood entero tenía que caer, que así fuera.
—Luke, detente. ¡Ahora! —exigió él, y fue la primera vez que aprecié un ligero pánico en su voz.
Puede que escuchara el aullido de un lobo, un llanto dolorido que era al mismo tiempo advertencia y rendición, como si Wood supiera que no había nada que pudiera hacer para evitar lo que fuera a ocurrir a continuación, pero que de todas formas tratase de alertarme acerca de las consecuencias, del precio que iba a tener que pagar.
No importaba, nada importaba ya.
Otras voces se elevaron y llegaron a unos oídos que eran los míos aunque no me pertenecieran. Voces de gente que alguna vez había conocido. Voces que gritaban, que tropezaban con su propia respiración y con las palabras que pronunciaban. Magia que latía temerosa. Otros brujos. Brujos blancos, brujos oscuros. Otras canciones, débiles en comparación con la de ella.
Ella.
«Danielle».
Volví la vista para mirarla, inerte sobre el suelo, apenas viva. Pálida como la misma muerte a la que yo la había empujado. Mis ojos tropezaron a continuación con la melena turquesa de una chica, una piel oscura, un tipo alto de hombros anchos y un tercer chico, uno humillado y despreciado por sus orígenes: Annabeth, Aaron, Gabriel, Robert… Y más. Había otros. Una parte pequeña y ridícula de mí se alegró de que alguien hubiese acudido finalmente en nuestra ayuda. Pero ya era tarde. Demasiado tarde. El poder del infierno rugía a través de mi cuerpo. La marca dolía y me quemaba el pecho. Porque yo era el mal. Yo era la muerte. Yo era la oscuridad.
Sin embargo, fue solo la minúscula parte de mi corazón ahora marchito que continuaba resistiendo la que impulsó mi mirada hacia los miembros del aquelarre de Robert y me obligó a decir:
—Lo siento.
«Lo siento mucho», repetí para mí mismo. Luego, volví la vista al frente y extendí las manos hacia delante.
Rodeado como estaba ya por los estudiantes hechizados de Ravenswood, ni siquiera tuve que tocarlos. Solo lo deseé y, cuando quise darme cuenta, ocurrió… Comencé a drenar a aquellos niños; su poder fluyó hacia mí desde sus mismos corazones. Desde sus almas.
Y a pesar de que deseé encontrar aunque fuera un pequeño atisbo de remordimiento en mi interior, supuse que de verdad era tarde, porque no logré hallarlo por ningún lado.