[1. La Posada de los Alpes]

En aquel tiempo, fui yo a Italia por la primera vez. A la entrada del Mont-Cenis había tanta nieve, que hubimos de quedarnos en una posada de los Alpes durante cinco días. No pudo pasar el Roma-Express y la compañía nos hizo montar en autobuses que tampoco lograron franquear la montaña.

Ardía en la cocina un gran fuego de troncos de abeto, que avivábamos con ramas de abedul. Una lámpara de bronce italiano, parecida a las de Lucena, iluminaba la mesa de roble con sus cuatro llamas de aceite.

Una mujer había dejado en una copa de cristal la rosa de Niza, que había traído en la cintura con un ramo de tamarindo.

Después de cenar, hacia las once, Teodoro Castells hizo sacar champagne para los dos. Este buen comerciante catalán, compañero mío de viaje, parecía más bien un caballero de la Baja Alemania. Se parecía mucho al autorretrato de Durero que hay en el Prado, vestido a la moda de Venecia. Sus facciones eran regulares y nobles, sus ojos entre grises y azules, su barba corta, rubia, de forma cuadrada. Me atrajeron desde el primer instante su porte natural y distinguido, su elegancia simple y la ágil simpatía de todos sus gestos. Había venido a mi lado casi todo el viaje, primero en tren y luego en autobús, leyendo aquella historia de los Tres Hombres Rojos y el Hijo del Diablo o los Bastardos de Bluthaupt. Vi que, de vez en cuando, al leer, sonreía como si recordara alguna cosa, con aquel folletín cargado de pueriles misterios.

Teodoro habló y habló conmigo durante aquellas cinco noches hasta el amanecer y me contó la historia de su vida, como antiguamente se usaba. Voy a entresacar del diálogo las cosas que él me dijo, conservando, en lo que yo pueda, la unidad del relato.

Cuando acabó de hablar, se agotaron el vino y el aceite, se marchitó la rosa y se apagó el fuego.

Afuera se oían ya los cascabeles de los negros caballos, que piafaban sobre la nieve y las voces y látigos de los postillones. Uno de ellos, silbaba al aire frío una canción de Schubert.

[2. La Val d’Arán y Carlomagno]

—Yo, señor mío —dijo Teodoro— he nacido en el Alto Pirineo de Aneo y Arán y en el Hostal de la Bonaygua, que está arriba, en el puerto, como a dos mil metros de altura. Nuestra familia tuvo aquella posada casi trescientos años. Por allí pasaron un día guardias walonas de Luis XIV cuando el príncipe de Condé vino a dar el asalto a los muros de Lérida con una banda de veinticuatro violines. Pero el país nostre viene del cronicón del Carlomagno y de los Doce Pares. Allí como recuerda la canción:

Enllitada en un llit d’herba,

ha obirat, magna i superba,

la gran maça de Rotllan.

La del mall de Rotllan ha sido la primera historia de mi niñez.

Después me contaron la de la bruja de Viu de Llevata, la de la dama del Pallars y el plato de truchas, la del pastor que se salvó cuando ya iba a vender el alma al diablo, la de Arnaldo de Sou y la egua fiada, la de la filadora de hilo de oro, la del halcón mágico y el caballero endemoniado.

Sinyor pare —decía yo— mi conte la història d’aquell galfó.

Teodoret —decía el meu pareun falcó se diu, un falcó se diu...

Me parece que todavía veo y oigo a mi padre, diciéndome esto dentro de mí mismo. Yo he salido a él. Soñaba siempre con su buen emperador Carlomagno y el tiempo del reialme. Cuando andados los años, vinieron a nuestra cocina durante la ofensiva de los mariscales de Francia, desertores de Verdún, de l’Argona y del camino de las Damas, el meu pare decía:

—Tot això non val res i no val res. Aquelles guerres del temps de Carles el Gran, del temps d’Aquis la Gran, aquelles arenguerres. Tot això non val res i no val res.

[3. El Hostal y la Verge d’Artiga]

El hostal era grande y había sido mayor en otro tiempo. Estaba formado por un edificio largo y antiguo, a trechos de una planta y a trechos de dos con cuadras que de niño se me hacían inmensas, gran cocina y bastantes habitaciones. ¿Cómo vendrían a parar a una de ellas aquella cornucopia de París y aquel reloj de música de Alemania, que tanto influyeron en mi vida? Luego yo quise ir a los países de donde aquellas cosas habían venido.

Teníamos también una capilla medio arruinada de la Verge d’Artiga. En una mayólica del muro se veía su imagen y al pie los goigs:

Princessa Immaculada

al vostre emparo acudim.

¡Siau la nostra advocad,

Verge d’Artiga de Lin!

¡Si oyerais la música! Y, perdonadme que os diga de vos, es la costumbre del país. ¡Si oyerais vos aquella música! Cuando se cantaba a tres voces, camino del Santuario, que está ya en el camino de Benasque, parecía que toda la humanidad dolorosa subía, por su valle de lágrimas, a pedir consuelo a la Señora.

[4. La familia, los ríos, los animales, los huéspedes de la Bonaygua]

Éramos seis hermanos y una hermana, Coloma. El mayor, Marquillos, bueno, grande y fuerte, salió de cortas luces y el meu pare, según consienten las costumbres viejas de la val, hizo hereu a Jan Blau. Le llamaban así, Juan el Azul, pues tenía los ojos aún más azules que los míos y le gustaba siempre vestirse de pana turquí, un poco clara y plateada como su mirar. Para el oso, para el isard, para el jabalí, para la garza, para el lobo no vi nunca mejor fusil entre Garona y Noguera, los dos ríos aquellos que dice el refrán:

Noguera per Alós,

tot joguinós;

Garona per Aran,

tot rondinant.

Yo era el hijo pequeño y hacía de mozo de mulas en casa de mi padre. Echaba el pienso a las reatas, ayudaba a descargar los bastos, llevaba y traía cubos de agua. En las cuadras teníamos tres buenos machos, una egua fina y dos cavalls. Por el hostal pasaban arrieros, algunos cazadores, contrabandistas, cortadores y aserradores de árboles, tratantes en bestias de recría, viajantes, quincalleros y, de tiempo en tiempo, tal cual señor curioso. Cuando cerraban el puerto las nieves, bajábamos a vivir a la casa de Valencia de Aneo, hasta entrada la primavera. Poseíamos allá abajo alguna hacienda de huertos, bordas y pradillos.

[5. Las historias en la cocina]

Se contaban historias junto al fuego y yo me perecía por oírlas. Se me transformaba de noche todo aquello que oía de día en sueños fantásticos y disparatados, llenos de maravilla y de terror. Resultaba que dormido y despierto en todo veía o imaginaba yo relatos fabulosos y aunque a mi padre le gustaban también, creo fuese siempre de otro modo y menos que a mí, pues mientras él aguardaba que viniesen para recrearse en oírlos, yo enloquecía por irlos a vivir y a buscar.

Si oía crujir una viga a las altas horas, si aullaban los perros afuera, si en un rincón, junto al hogar, había un viajero silencioso, si era noche de rayos y llamaban a grandes golpes, si el lobo rondaba el hostal, si llegaba un propio del valle con alguna carta, si sentía quejarse en su alcoba a una mujer joven, yo solía ponerme a esperar, con todo mi ingenuo estupor, que, por fin, delante de mis ojos, empezara una verdadera novela, donde se me podría abrir —¡quién lo dudaba!— el extraordinario e infalible camino de mi vida. Y hasta me quise convencer a mí mismo de que un asnillo muy malo, que mi padre trajo de Esterri, el cual se llamaba Astoret, estaba encantado o era el mismísimo demonio, como el cavall o Comte l’Arnau.

[6. Los tres narradores]

Teníamos en casa un tío hermano de mi padre, que vino casi de criado. Luego, mi padre se fue haciendo bueno con él; bebían juntos y el tío Felipet no trabajaba. El primer año no se atrevía a hablar apenas. Los mayores le miraban mal y él andaba triste, vergonzoso y huido. Cuando no le hacían trabajar solía pasarse largos ratos mirando y remirando unas viejas, grandes y medio rotas cartas del mar, que eran restos de un atlas inglés. A veces, al arrimo de huéspedes trasnochadores, se quedaba en el escaño hasta las altas horas y se le veía dar vueltas y revueltas a estos mapas a la luz del candil o de la teiera. Un invierno el tío Felipet estuvo a morir. Mi padre se ablandó y cuando le vio en convalecencia, se puso a beber y a hablar con él como hermano. Entonces el tío Felipet se soltó a contar sus grandes historias y no trabajó más que en hacer algún cesto de mimbre, si quería, o en alguna compostura mecánica.

Los tres grandes amigos que yo tuve en aquella época de mi vida fueron el tío Felipet, Pepet el porronaire y Don Rodrigo. ¡Pensar que en algún tiempo estuvieron los tres en nuestra cocina poblándola de historias!

Don Rodrigo llevaba ya dos meses viviendo en la casa. Pepet había subido de la Pobla de Segur y tuvo que quedarse varios días por el temporal y el tío Felipet estaba entonces en lo mejor de lo mejor.

[7. El tío Felipet]

Era este tío Felipet, entre diversas cosas raras, francés y aun marino de guerra francés. Cuando tenía trece o catorce años robó un tarro de miel de las alforjas de un cura joven de Valartias, que criaba la más hermosa miel del valle. Mi abuelo le dio una paliza fenomenal, gritándole que nuestra gente, los Castells, llevábamos trescientos años de ser una familia honrada y tener el hostal sin robar, queriendo perder mejor que hacer pensar que se robaba y poniendo tanto de sopa, tanto de pan, tanto de vino, tanto de carnero, dos truchas a tanto, tanto de cebada, tanto de avena, tanto de dos clavos de herrar a tanto; como os digo, le dio el abuelo Roig tal paliza que le dejó medio muerto y cuando le vio que ya se tenía de pie, le echó de casa con un pan, una bota de vino, otra de aceite, unas alforjas, dos pañuelos, un par de botas viejas y una onza de oro. La abuela le puso en las manos a escondidas un bolsín de seda verde, antiguo, con anillas, donde sonaban algunos medios duros y un par de calcetines blancos, gordos, de abrigo. El tío Felipet se metió en Francia burlando a los gendarmes de Pont-du-Roi, tiró para Toulouse porque siempre oía hablar de Toulouse como de una gran cosa; se juntó por el camino real con unos arrieros y en alguna posada topó con un cierto marino rosellonés, que hablaba de Tolón y de Bonaparte, de fragatas y de cañones, lo cual le bastó para irse a Tolón, sin saber más. Allí se hizo pillete de playa, grumete de patache y de bergantín, gaviero de un velero de alto bordo, el «Trois Maries» y un día, entrando en leva voluntario, marinero en las flotas de guerra de Francia. Se reenganchó y fue marinero de primera, artificiero y llegó a contramaestre. Para los cuarenta años había sido tripulante en todos los tipos de navíos de guerra y había navegado los sietes mares, de Suez a Panamá, del Tonkín al Dahomey, de Islandia a Terranova, de Madagascar a las Islas de Pomotú, de la Martinica y Haiti al Bósforo de Constantinopla donde precisamente estaba guardando el pañol de pólvora, con el teniente de navío Viand, ¡con el teniente de navío Viand! —¿sabéis lo que quiere decir esto?—, con un hombre que escribía muchas historias de países y se había puesto de nombre Pedro Loti.

Llevaba ya con este Viand, desde los días del «Javelote» del Bidasoa, que era una cáscara de nuez, un cañonero de juguete anclado frente a Hendaya.

Pues ya veis vos, el tío Felipet se escapaba los domingos a bailar a España, al son del tamboril y del silbote, con las mozas de Fuenterrabía, vestido de marinerito francés, luciendo el pompón rojo en la gorra. Pero a peor vida se daba por San Juan de Luz, Biarritz, Bayona y otros pueblos de Francia donde tomó el gusto al ajenjo y al juego. En malhora conoció aquel país. Volvió a él ya maduro, porque le tiraba, a pasar unas vacaciones y a gastarse los luises que se había ganado en el Tonkín jugándose la piel y se casó. Verge d’Artiga me val!, con una cascarota de Zibour, con una gitana vasco-francesa, lo último de lo último, una zorra de playa, que había ido a buscar a las garitas a los carabineros guapos de España, a los carabineros andaluces y cartageneros de habla melosa, meñique de uña larga y lunar de pelo. Con aquella Chulotte Baticul —según se llama o la llamaban— se casó el pobre tío Felipet —¡Verge d’Artiga!— un catalán del Alto Pirineo, un montañés de la Val d’Aran, un hombre loco por las historias que acababan bien, por las buenas canciones, por los buenos amigos, el buen vino y el corazón en la mano.

El destino de algunos de nuestra casa ha sido el de ir por el mundo de historia en historia, como de rama en rama. El tío Felipet volvió al nido herido de ala, como un cuervo mojado, aterido, con la carne como si fuese vieja de cien años, endurecida en todos los vientos. Luego, he leído yo historias, además de las muchas oídas, y ahora comprendo que el tío Felipet era como un cuervo maravilloso de los cuentos de Andersen, como un cuervo de monte, de tierra adentro, que se metiese a pájaro de mar y fuese posado en las gavias, bajo bonanzas y galernas de todos los cielos.

[8. Pepet «el porronaire», su género y estilo narrativo]

A los quince o dieciséis años, había empezado Pepet el porronaire a venir con su mulo cargado de bolas de cristal envueltas en paja, a los pueblos del valle, subiendo de los pueblos de pla. En el hostal se le acogía siempre con mucha fiesta porque era simpático Pepet, no sólo por su natural condición sino por haberse lanzado él sólo, huérfano de padre y madre desde la niñez, a un comercio que exigía fatigas y responsabilidades impropias de su edad.

Empezó primero a vender en comisión y después por su cuenta y tuvo como socios capitalistas a mi padre, al dueño de una serrería de Isil y a otras personalidades del contorno.

Pepet había visto que en las cocinas de montaña se oían con placer historias y que los narradores hallaban buenas caras, algunos tragos de convite y el mejor sitio junto al fuego.

Al principio se limitaba a oír embobado. El tío Felipet antes de soltarse a lanzar públicamente sus grandes relatos del mar, anduvo más de un año contándonos algo a Pepet y a mí por los rincones o a la puerta de la cuadra. Éramos como sus discípulos secretos. Al cabo de esta buena temporada de aprendizaje con él, yo no digo que pensara Pepet ni siquiera descalzar al maestro, pero calculó que podía superar, desde luego, las historias corrientes de los cazadores, pescadores, aserradores y contrabandistas. Empezó a traer a la alta montaña historias del pla y aun de Lérida, de Tarragona, de Zaragoza y hasta de Barcelona, Marsella y Toulouse.

Se reveló Pepet con historias tremendas. Refería partos monstruosos de uniones entre perro y mujer, grandes aberraciones sexuales como sodomía y bestialidad pastoril, casos espantables de monjas poseídas y embarazadas por demonios en conventos de Vich, de Urgel, de Jaca o de Figueras, secuestros y emparedamientos de pubilles por los herederos presuntos, amores incestuosos entre hermano y hermana o hija y padre, apariciones de fantasmas y ánimas en pena que venían a revelar el secreto del crimen, adulterios recién cometidos con o sin desenlace de duelos a muerte, envenenamientos perpetrados por viejas celosas y ricas en la persona de maridos jóvenes y despreocupados, extremos ya increíbles de pornografía que ilustraban el barrio chino de Barcelona, misterios tenebrosos e intrigas de las logias masónicas y largas retahílas de asesinatos de romance de ciegos, con versiones compuestas por él de procesos conocidos y célebres como el del Huerto del Francés, el de Cecilia Aznar, el de Coll y doña Nieves Hermida, el de Don Nilo, el del Capitán Sánchez y otros así.

Desde el principio se vio que el estilo de Pepet era muy bueno. Empezaba por sugerir que llegaba al hostal cargado con un peso imponente de secretos graves. Enseguida se revelaba el implacable estilo de Pepet, que, a pesar de todo, era un muchacho bueno como el pan. Según iban perfilándose en su relato los desgarradores infortunios o los casos nefandos de inmoralidad, la alegría de Pepet iba tomando cuerpo hasta llegar a un júbilo delirante, que frisaba ya en lo satánico. En cambio, cuando sus historias iban discurriendo por casualidad rara hacia desenlaces normales, morales y felices, el acento de Pepet declinaba y se desvanecía hasta nublarse en una melancolía nostálgica.

Cuando se fijó y se cuajó este sabio y despiadado estilo dejó turulatas a las gentes y venció, puede decirse, en toda la línea a cuantos narradores celebraba el Alto Pirineo.

Después de oírle a él, ¿quién se atrevía ya a contar un contrabando de caballos, un rayo y un incendio en el monte de hayas, una cacería de osos, un robo en despoblado o una violación de doncella a la vuelta de las fiestas mayores? Hasta el mismo tío Felipet, en el fondo ingenuo y poético narrador de odiseas marinas, se quedaba admirado y aún más que admirado, asustado, estupefacto del alumno que le había salido.

Poco a poco, Pepet fue afirmando su personalidad indiscutible y cualquier cosa que contara era terrible, misteriosa y divina. Hablaba ya de un mundo tenebroso, arcano y embriagador, que él había creado y del que los simples mortales sólo por obra y gracia de él teníamos alguna noticia. Me ha tocado luego tener alguna experiencia de los narradores de fábulas y cuentos. He comprendido que Pepet no era otra cosa sino un embustero patético, desinteresado y fabuloso, que no mentía para lucro propio ni daño ajeno sino por imperiosa necesidad artística y anhelo inconfesado de inmortalidad. Últimamente se había aligerado y agigantado su estilo. Ganaba en novedad y poesía lo que perdía en verosimilitud y crudeza.

Era este Pepet muy alto, flaco y desgarbado, con el rostro huesudo y escurrido, la barbilla prominente como los Estuardos y los Austrias, los labios finos, la nariz descarada, grande y respingona, la piel enrojecida siempre de frío. Tenía ojuelos muy juntos, amarillentos y con manchas, vivos como dos ojos de animal, bajo los cabellos que traía sobre la frente y muy embrollados. «Parece que sales del infierno», le solía decir mi padre. Sacaba una voz amplia y autorizada para su edad, accionaba como un doctor con el dedo tieso en la mano esquelética y hacía silencios muy graves, adelantando la barbilla y cabeceando lentamente como aquel que se dice a sí propio: «¡Qué cosas, Santo Cristo, qué cosas!».

[9. Los relatos del mar]

—Vengo —dijo una de las últimas noches que yo le oí— de Lérida y otras poblaciones donde he podido ver y oír a personas muy enteradas. Es asunto, sí, que se quiere tener muy secreto, pero desde hace meses, y aun años, vengo yo descubriéndolo todo, casi desde que yo era pequeño, y así os traigo esta noche mucho que contar. Y ya sabéis a mí cuánto me gusta teneros al corriente de lo que pasa por esos mundos, pero esta vez ando con miedo, porque el caso que voy a referir es gravísimo y siempre es mucha responsabilidad hablar de la honra de la gente, sobre todo para mí, que soy tan considerado y respetuoso y, además, un buen cristiano, que se tienta mucho la ropa antes de hablar de religión y cosas de curas.

Molt bé! Los que han estado en Lérida deben haber oído algo de aquel jardín, que está sobre el Segre, y del que se hicieron en tiempos muchos romances. Aquella es una torre antigua que llaman del cavaller de Nàpols aunque ese cavaller era del mismo Lérida, señor de cuna, de raza de paers y más de lo que ahora puedan parecer un Pons y Ruvira, un Muntades, un Raventós Vilaregut y otros que lucen y relucen. No se sabe por qué le pusieron ese nombre de cavaller de Nàpols pero se sabe, sí, que era un hombre muy bien vestido ¡caray!, siempre de frac, levitas, buen sombrero de tubo, bastón, la flor a la solapa, guantes blancos, corbatas vistosas, bota de charol, cadena y reloj de oro, anillos muy buenos. Se dejaba una barbeta negra de franchute y bigotes para arriba, en punta. Era tieso, flaco, hacía muchas ceremonias, usaba aguas de olor. Era raro ¡eh!, ¡vaya!, no es por decir, era raro aquél y siempre iba muy solo. Subió en globo una vez, desde el mismo Lérida y cayó sin hacerse daño, tuvo suerte, en Arenys de Mar. Hacía viajes largos y no decía dónde iba, aunque se cree que a París y Barcelona. Gastaba, tenía coche, leía muchos libros malos de brujas, demonios, espíritus y cosas así y el capellà de su parroquia solía decir: «No me gusta, no me gusta éste». Misas no oía nunca, ni siquiera en la fiesta mayor. Andaba con muchas queridas, gastaba en una noche mil durets con las bailarinas de la Rambla y a una casada de Lérida le regaló una pulsera que valía miles y miles. Se llamaba el Lluch y Minguella y de nombre Francesc.

Una vez, vino de viaje con una mujer alta, blanca, roja de pelo, artista del «Liceo» decían, cantante de ópera. ¡Qué mujer, Dios Santo! ¡Qué cintura delgada! ¡Qué ojos grandes como una ternera! ¡Qué rica boca como un clavel fresco! ¡Qué pechos firmes! ¡Qué caderas redondas! ¡Qué curvas del cielo!

Era rara, tan rara como él y en el jardín le llevaba de comer a hormigas, a escarabajos y alacranes. Lloraba por nada y cantaba, tocando el arpa, a la orilla del estanque, bajo los sauces llorones para entretener a los cisnes. Solía andar con todo el pelo suelto, en tirabuzones, como una niña y hacía mucha caridad por mano de una doncella de confianza pues no podía ver una desgracia. Pero tampoco puso nunca jamás el pie en la iglesia. Un padre jesuita la quiso ver pero ella no le recibió.

Cuando ella desapareció dijeron muchas cosas. Algunos sospechaban que él la había matado con un revólver pequeño, de aire comprimido, como las carabinas de tiro al blanco.

Yo he querido en esto averiguarlo todo, porque me gusta puntualizar los hechos, sustanciar lo ocurrido, saber a qué atenerme y que todos estemos bien seguros del caso.

Habréis de saber que yo tengo un amigo antiguo, muy de fiar, un maestro zapatero, el señor Arnaldet, un hombre pequeño, listo, de gafas muy gordas, leído —¡cuando yo era un ninet me hacía tantas fiestas!—, un hombre de bien, que está en un carrer, al darrera de la catedral de abajo, en el porche del número siete y es como os digo persona entendida, de juicio, con quien los canónigos hacen mucha conversación porque es hombre que va a los sermones y tiene mucha nariz para teologías, latines y cosetes de misa. Estaba éste el otro día leyendo un gran libro con láminas en colores, que se llamaba La reina de la noche y cuando yo pasé a saludarle me dijo: «Aquello que solemos hablar siempre nosotros, Pepet, es mucho más que esto».

La mujer del señor Arnaldet, la Roya, era hermana de un hortolà que tenía en la torre el cavaller aquel, Lluch y Minguella. Pero ella ¡chist!, no quiere contar porque los canónigos y capellanes de la Seu se arrufen si se toca este punto y una vez arrufats no mandan botas y zapatos a echar palas y medias suelas al señor Arnaldet. Pero el marido es el marido y entre ellos no puede haber secretos. Cuando eran jóvenes ella empezó decirle algo, pero no quería soltarlo todo. Pero luego, después de cenar, él le decía muchas noches: «Apa, Roya, cuenta aquello del cavaller». Y ella ¡qué remedio tenía! El señor Arnaldet, desde hace un año, me fue poniendo a mí al corriente de todo, cuando volvieron a sospecharse nuevos sucesos en la torre pero con la prohibició i paraula de no contar ni tanto así en Lérida y a diez leguas a la redonda.

Así pues, dicen, que aunque él y ella, el cavaller y la dama, se querían con locura, no se veían jamás a la luz del sol, ni se encontraban si no era de noche, con todo apagado. Cada uno estaba de una parte del jardín, ella de la parte de aquí y él de la parte de allá: ella por la fachada principal donde están las rosas y el estanque del surtidor; él por la fachada de atrás donde está el laberinto de bojes y la estatua de la mujer desnuda.

Ella comía arriba, en las habitaciones que dan a la terraza. Y él comía abajo, en la biblioteca.

Sólo en la sombra de la noche se juntaban a gozar su pecado, que era terrible. Ella cantaba a veces arriba con una voz triste, como de ángel, que partía el corazón de oírla y le vieron a él un día que oyéndola cantar lloró.

Andaba aquel hermano de la Roya, aquel buen hortolà, que el señor Cucufat se llamaba, siempre todo ojos y todo oídos, tras aquel grandísimo misterio y yo sé que oyó muchas cosas que no pueden contarse.

Y una noche, en la alcoba de abajo, donde ellos se juntaban, que era toda de seda azul y terciopelo negro con flecos de oro, oyó que él le decía a ella:

—Eulalia, amor mío, hermana mía, ya sabes que si una vez sola me ves, te mato.

Y ella le contestó:

—Francesc, Francesc de mi vida, Francesc de mi alma, sólo una vez de niña te vi, la única vez en mi vida. Entraste de noche en mi alcoba, cinco años después, sin saber quién yo era, cuando creías encontrar a otra. Luego nos quisimos con locura, Francesc, hermano mío. Si este destino tan horrible pero tan amoroso nos unió de este modo, ¿por qué me haces sufrir así? ¿Por qué vivo sin verte, luz de mis ojos?

Y él contestó:

—Por verte, hermana Eulalia, media vida daría. Pero si te veo y me ves sucederán terribles desgracias y acaso los dos moriremos.

Eran germans de pare i mare y él, dice la Roya, sabía de sacar la suerte mirando a las estrellas con un catalejo muy largo, que tenía en el terrado; sabía de hierbas mágicas para bebedizos, de rayas de manos, de echaduras de cartas, de encantos con agujas y estatuas de cera, de adivinaciones mirando en copas de agua limpia o con clara de huevo, de hacer dar vueltas a las mesas, hablar con espíritus y otras artes aparte del demonio.

Ella, la dama Eulalia, oyéndole decir a él aquellas palabras terribles, resiste y resiste unos días, pero le quita el sueño aquel deseo y la mujer, pues ya se sabe, con mucho resiste y resiste, cuando quiere un gusto, cuando quiere un gusto pues tiene aquel gusto aunque la maten.

Era una noche oscura de mayo, con algunas centellas lejos, como claridades eléctricas, allá por la parte de Tarragona y como el calor era pesado dice que estaban ellos con las ventanas abiertas y, como siempre, con todas las luces apagadas.

Aquel buen hortolà, el hermano de la Roya, que se llamaba el señor Cucufat, andaba como siempre por el jardín y se arrimaba a aquella cámara del piso bajo, donde ellos estaban, para oír suspiros, besos y cosetes aixi pues, aunque no veía, con eso se contentaba.

Pero aquella noche no oía nada este buen hombre y pensó si dormirían cansados ya. El jardín olía un poco a muerto. Se oía el cuco, así, a lo lejos, de vez en cuando: «cucú...». Y más lejos muchos grillos: «cri... cri... cri... cri...». En el estanque de la hondonada, donde entones había cisnes y carpas, hacían los sapos: «glin glon».

En esto, aquel buen hortolà Cucufat, ve entre las persianas una luz, una luz que se mueve y a ella, la dama Eulalia, alta, blanca, hermosísima, con el cabello casi rojo, suelto en bucles, un peinador abierto de encajes sobre la camisa, sujeta con lazos azules, de donde los pechos casi se salían, un collar de brillantes al cuello... ¡Qué cosas vio el honrado Cucufat aquella noche! Ve, amigos míos, que ella, con un candelabro de oro en las manos, va hacia el lecho de él, que está dormido: y ve que le descubre las sábanas de holanda y las colchas de seda y flores y se pone a mirar con amor... Y aseguraba, amigos míos, el señor Cucufat, a quien Dios tenga en su santa gloria, que el cuerpo del cavaller aquel se vio desnudo y era tot daurat, tot daurat, todo dorado, sin tanto así de vello que casi relucía y era muy hermoso.

Pero, en esto, a la dama Eulalia se le cae —Mare de Deu! Mare de Deu!— una gota de cera sobre el cuerpo de él, justo, justo, en tal parte del muslo, y él da un alarido furioso, como una voz del mismo Satanás y se levanta en pie, como un loco, como un demonio del infierno y debajo de la almohada saca una pistola pequeña de nácar y plata y va entonces y mientras ella un instante levanta los brazos y se queda paralizada de terror, le dispara un tiro sin ruido por debajo del pecho izquierdo y ella cae a los pies de la cama sin decir un ¡ay!

El señor Cucufat, que estaba para morir de miedo, vio que unas sombras negras y unas llamas rojas se movían en los espejos.

A la mañana siguiente, baja el señor Cucufat como siempre temprano y se encuentra al señor Francesc que le dice:

—Cucufat: vamos a llevar a la estatua que hay en medio del laberint del jardí, a un cuarto de abajo, que quiero yo lavar ese mármol con un agua que lo dejará blanco como una rosa y pulido como un cristal.

Cucufat entonces le dice que no se podrá los dos solos. Y él que sí se podrá. Y van y podían, como por arte de magia, con la estatua, que pesaba doscientas arrobas y más. La entraron a un salón de espejos que pegaba con el cuarto donde ellos dormían. Don Francesc dijo enseguida a Cucufat: «Sal... sal...».

Dicen que aquel cavaller de Nàpols, aquel hombre extraordinario de Satanás, que tenía tantas artes aparte para hacer brujerías y prodigios, se quedó con ventanas y puertas bien cerradas y hasta el anochecer y Cucufat, pegado el oído, estaba fuera, casi no se atrevía a respirar, unas veces el miedo le helaba la sangre, otras veces ardía de curiosidad hasta consumirse por dentro porque sabía que algo grande, espantoso y magnífico iba allí a suceder. Apenas se había puesto el sol, a Cucufat se le pusieron los pelos de punta porque empezó a oír una voz triste como de ángel, que cantaba y cantaba, al son de una música como de órgano. Y dijo Cucufat que a veces tenía que hacerse fuerza y restregarse los ojos para no caer como en sueños. La voz cantaba algo como eso que sabe San Pau el de sorpe, eso: Oh Mari, oh Mari. Era una voz del otro mundo.

Cucufat echó a andar hacia Lérida aterrado. No se atrevía ni a dormir en la torre. A poco de hacerse de noche empezó a descargar, en tres o cuatro leguas a la redonda, aquella famosa tormenta que se recuerda siempre y es la mayor que se ha conocido en el campo de Lérida. Se destrozaron muchos huertos, salió el río de madre, hubo muchas inundaciones e incendios, toda la fruta se perdió. Los torrentes de agua y los rayos caían como una venganza del cielo y el señor Cucufat corría por las escaleras de casa de su hermana gritando: «Dios nos asista... Es castigo de Dios... Vamos a morir todos... Rezad a la Virgen y a los santos... Es castigo de Dios».

El agua no subió hasta la torre del cavaller que está puesta en un alto, pero un rayo que entró por la chimenea y se estrelló en los sótanos dejó la casa convertida por dentro en cenizas aunque por fuera parecía que ni la hubiese tocado. Y dentro, sólo quedó ilesa, en el salón de espejos, que se volvieron negros, la maldita estatua desnuda de mármol blanco, que había lavado el caballero. Y allí estaba como una flor, limpia y pulida, pero más que blanca, tenía como un color de carne de mujer y en los cabellos como algunos tonos rojizos. El caballero y el cadáver de la dama Eulalia habían desaparecido.

Murieron aquella noche muchas personas, malparieron muchas mujeres fetos monstruosos, unos cubiertos de pelo, otros de manchas en forma de ojos, otros con cabezas de animal, otros con un cuerno en la frente, otros sin manos, y sin pies como trompos de juego. Se empañaron cientos de espejos, se pararon relojes, se embotaron filos de espadas y cuchillos, se pudrió la carne del matadero, se oyeron grandes alaridos por los aires y luego durante muchos días la luna de color de sangre tuvo cercos de un resplandor verdoso y violeta.

Pasaron meses, un día vino el administrador, Ricard, y trasladaron a su sitio la estatua con seis hombres. Empezaron a hacer obra en la torre y los albañiles dejaron de trabajar porque al caer la tarde oían suspiros. Al fin acabaron. Pasaron años y al señor Cucufat, viejo, le recogió la Roya hasta que murió y así lo fue contando todo antes de morir. Vivía yo entonces en Lérida con mi pobre padre y mi pobre madre, que vendían pajaritos de barro, ocells para los ninets, canteretes, botijos, porrons de juguete y de veras, pitos de vidrio y algo de cacauets, almendras, nueces y avellanas y ya oía yo hablar de aquel jardín del cavaller con la torre quemada y la estatua desnuda: y lo poco que oía de esta historia no me dejaba dormir muchas noches.

Alguna vez el administrador mandaba a Cucufat por mayo a cortar rosas al jardín, que ya nunca se abría porque la señora de aquel administrador, doña Cristeta, era penitenta y muy amiga del capellà don Alfons Peris y Dalmau y quería mandarle flors i més flors para el altar de las filles de Maria. Cucufat, cuando era muy viejo, confesó a la Roya que cuando iba no podía mirar a la estatua, porque por una parte le daba miedo y por otra parte le enamoraba, le llenaba de malos pensamientos, más que una mujer viva y hermosa.

Molt be! Yo no he querido soltar prenda hasta hoy y llevo meses y meses, como os he dicho, averiguando, porque han vuelto a suceder cosas de un aspecto molt misteriós, molt misteriós, y no sabemos cómo acabarán.

Primerament, el guardia civil José Corconte, de la Comandancia de Lérida, ha visto entrar en aquel jardín muchas personas, al atardecer de los sábados, por una puerta verde pequeña, que da al camino del río. Iban en grupos sueltos de dos o tres personas, como tapándose y eran caballeros y señoras casadas, algunas bellas como la Pepita Ardigó, señoritas y algunos señores curas. Le dijeron al guardia que tenían permiso y tarjeta del administrador Ricard y que la misma doña Cristeta iba porque se trataba de unas reuniones religiosas al aire libre, y el guardia Corconte dijo: «Está bien y está bien».

Pero, antes, un hijo de la Roya y el zapatero Arnaldet, un xiquet curiós, más listo que Cardona, molt maco, que algo había oído de estas historias, escuchando en casa detrás de la puerta, solía desde hace tiempo saltar las tapias para cazar nidos, coger fresas y frutas que allí hay y también tenía metidos allí un corderito y gallinas que había robado.

Este xiquet acabó por contar en casa, hace unos meses, lo que había visto, porque estaba tan asustado que se despertaba por las noches despavorido. Una tarde de sábado, vio a un caballero de sombrero de copa y levita, con una espada, un ramo de olivo y guantes rojos, que estaba en la plazoleta del laberint. Este señor, que las pocas personas informadas pensamos ha de ser el mismo cavaller, trazó varios signos y círculos en el aire con la espada: al norte, al oriente, al sur y al poniente. Luego se quedó mirando al sol, que ya se ponía y con el ramo hizo otros signos.

Quemó varias hierbas al pie de la estatua y eran, dice el xiquet, de olor a botica. Luego dijo palabras terribles en un habla que nadie sabe porque no era latín de la misa, ni català, ni castellà, ni francès. Después empezó a salir de la estatua un perfume suave, suave, como de mujer y dice que el mármol se volvía más sonrosado y los cabellos más rojos, mientras le daba la última luz del sol. El xiquet, dice que el olor era como el de las bailarinas del café del parque de Lérida, cuando hay varietés en el verano. Y después, dice el xiquet, que empezaron a correr lágrimas así, como puños, por la cara de mármol. Y el caballero también lloraba.

Pero todavía pasó mucho más. El caballero se arrodilló ante la estatua y con la boca llegaba a lo alto del pedestal. Cree el xiquet, que el caballero besaba aquellos pies desnudos del mármol, que están sobre una concha marina. Luego, el caballero se puso en pie y tocó el pecho de la estatua con una varita negra de virtudes... Pues la estatua empezó entonces a cantar, primero suave, suave, despacio, luego más alto... con aquella voz triste, como un ángel... Y según iba cantando más alto y más alto se soltaba del pedestal y se iba levantando en los aires... Habían salido las estrellas. Y cantaba, cantaba aquel canto triste, alto ya, alto, pero lejísimos... luego fue bajando, bajando, cantaba suavemente y al fin todo quedó en silencio. El xiquet huyó.

Pocos días después, el guardia civil José Corconte, vio a las altas horas, cuando vigilaban aquel camino por el atraco al notario de Balaguer, luces en las cámaras aquellas del piso bajo. Yo no tuve duda de que era el cavaller que había vuelto; y así estaban las cosas a fines de mayo.

Molt bé! Entonces, un pare mercedari, el Pare Julio de Monistrol vino muy misteriosamente de Roma y Barcelona y se instaló en el Palau del Bisbe y recibía algunas visitas que solía llamar muy tapadamente por medio de los confesores y fueron algunos, la Roya, doña Cristeta, el xiquet, la mujer del magistrado Llauradó y otras mujeres. Llamó además a varios sacerdotes. Y yo, hablando con varias personas, que no puedo nombrar, he llegado a saber que el asunto es gravísimo, que preocupa al papa de Roma, pues se está formando, nada menos, una religión nueva, muy importante y ¡quién sabe cómo acabará!, porque están comprometidos muchos caballeros principales, señoras muy hermosas, viejas ricas, pubilles heredadas y hasta dice, capellàs molt savis y canonics y dignitats de la Seu, aunque yo no lo creo esto último.

Y parece que con mucho secreto hay mucha gente importante que está con ellos por toda Cataluña, Aragón y hasta Francia y el extranjero y las Américas.

Creen algunos que se reúnen las noches de los sábados y la estatua, aquella maldita robadora de amor, que a todos les encandila, se vuelve mujer, es decir, la dama Eulalia, o también otros dicen si han encontrado una doncella hechizada, que se llama Madamisela Lucrecia y es la que les sirve para muchas herejías y ceremonias. Ahora estamos averiguando acerca de las sesiones diabólicas y masónicas que allí se celebran porque todo esto es cosa de logias, brujas, magia y herejía con lo que llaman misa negra sobre el cuerpo de la mujer desnuda y cosas que por ahora me prohíben contar hasta que se pongan en claro y estén bien demostradas y comprobadas por testimonios.

[10. Historia del Mercader de Marsella]

¿Inventaba Pepet estas historias? ¿Las sacaba de libros acaso? ¿Poseía alguna fuente oculta? Los últimos relatos que le oí estaban más y más mezclados de temas y motivos que tiempo después, al entrarme afición por la lectura, encontré yo dispersos en letras de molde. El éxito de Pepet era rotundo porque había excitado y removido la malsana curiosidad de su coro de oyentes. Cuando, años después, yo me fui, el tío Felipet iba quedando desbancado y oscurecido por Pep el porronaire.

Ya no nos deslumbraba, como en aquellas noches inolvidables de su primera época, al explicarnos el ciclón esquivado por el canal de las Bahamas; el paso de la barra de Bilbao con el velero «Trois Maries» firme en la noche de naufragios, bajo la galerna de agosto, hasta la última bordada, hasta la última virada de vida o muerte frente a las escolleras; la invernada polar de los exploradores en la Nueva Zembla, en un país de auroras boreales, vacas marinas, cisnes, osos blancos y zorros blancos; el gran viaje de amor de los atunes, truncado por las almadrabas y su rumbo desde el mar de sargazo a los senos azules de Grecia y el mar Negro; la vuelta al mundo a vela en la fragata escuela de los guardias marinas; la remota, legendaria proeza de los vascos, primeros arponeros del mundo, con las descomunales ballenas; los yates blancos, cuyas anclas conocen las escalas secretas de los amoríos y el matrimonio morganático de los eternos príncipes de Gales; el fin desconocido del infortunado La Perouse, perdido allá en los mares de Oceanía, cerca de Vanikoro; la fortuna de Bougainville, entre flores gigantes y perfumadas de Tahití o en las islas felices de Sotavento; la peripecia rara, de gentes antiguas de Dieppe o de Venecia, que acaso arribaron a las Indias Occidentales mucho antes de Colón; los cientos o miles de botellas, que el «Hirondelle», mandado por su Alteza Real el príncipe de Mónaco, iba sembrando por lo ancho del mar, sobre las olas, para rectificar las cartas de las corrientes; las rutas furtivas de negreros y piratas, las islas a trasmano de corsarios, bucaneros y filibusteros; las costas que los bajeles turcos del Gran Señor corrían para abastecer de odaliscas los serrallos de la Sublime Puerta; el oscuro heroísmo del misionero, solo de por vida con los leprosos hawaianos de Molokai; las proezas ingeniosas y esforzadas del capitán francés entre los reyezuelos negros; los proyectos del ferrocarril por el paso de Bering y del túnel bajo la Mancha, que harían ir a Nueva York y a Londres desde París sin bajar de los trenes; el encuentro de otoño de las lanchas pesqueras de Belle-Isle o de Courcarneu con los bancos fosforescentes de sardina que bajan de los mares del Norte; las entradas por estuarios tropicales de lotos, donde se veía venir a un alto navío sagrado, de marfil y de oro, a un extraño monarca adolescente, sentado en un trono de cristal, vestido de seda violeta, ceñida la pálida frente por una enorme tiara de pedrería; las flotas negras de carbón que uno se cruza por el Báltico —negras las velas y los cascos, negros los hombres— y las flotas blancas del bacalao, blancas de sal y nieve, en Islandia y en Terranova y allí la lucha inveterada entre los ingleses de San Pedro y los franceses de San Juan; las singladuras lentas, accidentadas o felices, por la baja de los grandes alisios y ciclones, que ciñe de hemisferio a hemisferio las vueltas del mundo y el régimen de los monzones y de los tifones, bajo la Cruz del Sur, a la vista de otras estrellas y donde parece ya otra la rosa de los vientos; el jacinto blanco que una primavera floreció de manera fantástica en las aguas de Saint John’s River y no dejó hacerse a la mar a los grandes navíos; los moluscos, que en la carrera de los barcos de hierro, pueden reducir la velocidad de 22 nudos a 15... Así volvían y volvían a volver estos temas del mar siempre iguales, siempre diversos, siempre antiguos y siempre recientes como las mismas olas... Y tampoco podían faltar en la boca inagotable del tío Felipet los recuerdos galantes de mulatas en la Martinica o en Haití, de fumaderos de opio en Saigón y en Cantón, de rubias, pomposas y fáciles comadres de Holanda y Dinamarca, de italianas fatales y lascivas, de noches encantadas del Bósforo o de Río de Janeiro, de rumbas y danzones en la Habana, de farras en kilombos argentinos, de borracheras memorables en tabernas de Liverpool y Rotterdam, de juergas en los cafetines de tablas de Palermo, de Málaga y de Argel, de orgías en los clásicos burdeles bordeleses del retorno a la patria.

En medio del estrépito fenomenal —decía una vez— bailaban los cuatro pilotines con cuatro filles, al son del acordeón, ensayaba una giga el comodoro con un papagayo en el hombro, cantaba el cocinero a voz en cuello acompañándose de un plato y una cuchara y ya no se tenía de pie cuando en un silencio de la música cesó la barahúnda y se oyó claramente una voz de niño, que era el grumete, un muchacho sin padres de Saint Pol de León, que en un rincón, dormido, medio en sueños, decía sus oraciones de la noche: «Je vous salue Marie pleine de grâce...». Hubierais visto a todo el lupanar emocionado. Las mujeres querían besarlo. Yo cogí en brazos al chiquillo como una madre, le di un biberón de ginebra y lo eché en una cama bien arropado. ¡Pobre criatura! Se nos murió aquel año de pústula maligna, en aguas de Pondichéry, donde le velábamos, cadáver, un artillero viejo y yo, que, sin querer, recordándome de aquella noche de Burdeos le rezaba así de vez en cuando: «Je vous salue Marie pleine de grâce...». Pero no me podía recordar entera toda el Ave María. Apestaba el cadáver en la noche de fuego. Era un barco pequeño de forma de puro, un torpedero nuevo, el «Audacieux», de 150 toneladas, con veinte hombres de tripulación, armado de cuatro tubos lanzadores, cuatro cañones revólver, seis ametralladoras. Era su primer viaje de altura y le cantábamos siempre la canción, con letras alusivas a la vida de a bordo: «Il était un petit navire...». A la madrugada echamos el cadáver al mar.

Una de las manías del tío Felipet era la de enseñarnos a Pepet y a mí, que no habíamos visto nunca el mar, las características de los barcos de su tiempo en las flotas de guerra de Francia, que estarían ya, para entonces, desguazados o hundidos.

Aun nos quiso meter en la memoria sus parecidos y diferencias con tipos de navíos de otros países y así nos preguntaba qué relación había entre tal o cual tipo salido de los arsenales franceses y el español «Rigel», el alemán «Irene» o el italiano «Morosini». Pero Pepet no quiso o no consiguió nunca aprenderse ni un solo barco.

—¡Pero hombre Pepet —le solía decir el tío, doliéndose mucho— ni siquiera el «Jean Bart»!

¡Ni siquiera el «Jean Bart»! ¡Estás perdido, noi!

Era este famoso «Jean Bart» el barco en que primero había navegado, como marinero de guerra, y le guardaba, más que cariño, idolatría. La cinta de la gorra deshilachada, con los aros del nombre ennegrecidos, la llevó siempre en su cartera de pobre, puesta sobre su corazón, como el rizo de pelo de una novia única, como el recuerdo de un eterno amor.

«Jean Bart», en aquel tiempo —solía decir— no había más que uno, ni después se vio otro. Fue el más hermoso barco de Francia y el más hermoso nombre de Francia porque Jean Bart, había sido en lo antiguo, el primer hombre de mar, de la marina francesa y del mundo.

Aún le oigo preguntarme por enésima vez —¡y nunca se cansaba de escucharlas!— aquellas características famosas del famoso barco, que yo siempre acababa por equivocar en alguna cifra.

—Bien, bien, Teodoret —me decía— ese «Davout» y ese «Lalande» no están mal sabidos. Pero, ¿a que te has olvidado del «Jean Bart»? Vamos a ver, vamos a ver...

—Pues de eslora —decía yo— tenía 107 metros, de manga 13, de puntal 9, desplazaba 4.000... 4.102...

—Arría, arría, sobrino, que vas mal... Así no vamos a ninguna parte: 107 metros de eslora, 13 de manga, 9 de puntal... ¿Crees que con esas cifras te puedes presentar en ningún sitio? Los que no son hombres de mar, los que no han visto un barco, ni un arsenal, ni un dique, ni una sala de galibos en su vida creen que saben mucho en cuanto se saben los metros de las medidas de un navío. Y eso no es saber nada. En los números gordos no hay ningún secreto. Todo el secreto, Teodoret, acuérdate bien de esto, está en las fracciones. Si me dices 107,70 de eslora, 13,28 de manga, 5,60 de puntal, entonces vamos viento en popa... Y yo te diré, ¿por qué el «Jean Bart», andaba sus 19 nudos mucho mejor que el «Colbert» que era del mismo tipo y no bailaba el rigodón en el golfo de Juan? Pues por esos 28 centímetros de manga, que tenía sobre la manga del «Colbert» y le hacían cuando tenía mar de banda, mucho más marinero. Y así es también en la vida, Teodoret, el número no tiene secretos; todo está en las fracciones, porque vivir, Teodoro, es navegar y el que no navega, pues no vive. Hay que navegar siempre con algo, con el cuerpo, con el corazón, con la imaginación, con la memoria... Y uno se puede emborrachar. También hay que estar borracho de algo para navegar bien, Teodoret, borracho de algo: de vino, de ambición de gloria, de gusto del combate, de ansias de mar y de nuevas escalas, de amor a las mujeres, borracho de algo, Teodoret, pero sin perder el gobierno ni la brújula. Yo los perdí, sobrino, y ya ves... En los metros, ten en cuenta los centímetros, en los grados, los segundos, en las millas, las brazas... Todo está en nada, Teodoret... En un latido del corazón, como en un destello de faro está decidido todo el rumbo de nuestra vida... Ya ves, un destello, otro destello, uno blanco, otro verde... seis segundos y medio de intervalo... Pif... Paf... Y un día de tormenta dices... «Eh, ya estamos en casa. Es el faro de Antibes». O dices: «Ya estamos en Europa... Es el faro de Finisterre».

A través de esos nombres familiares de los navíos —el «Jean Bart», el «Tourville», el «Suffren», el «Dugay-Trouin», el «Davout»— en muchos de los cuales había navegado, fue aprendiendo el tío Felipet, con los ocios largos del mar, los grandes fastos de la marina de Francia, que se prolongaban en las vidas y hazañas de almirantes y capitanes de su tiempo, a cuyas órdenes muchas veces había servido.

Así el repertorio de sus relatos se volvía inagotable como el mismo mar. Daba la impresión de que su larga y desbaratada existencia no había sido vana, porque si en verdad había vuelto al hogar como un náufrago desvalido, con el destino roto, también es verdad que había vuelto rico y extraordinario de memorias, de historias y de fantasías. Y no sólo salían de su boca los múltiples recuerdos de las navegaciones y escalas o las anécdotas del servicio a bordo, sino también, guisadas a su manera, las grandes páginas de la guerra marítima, la noche infausta y memorable de Trafalgar, la proeza de Dugay-Trouin ante Río de Janeiro y el rescate de la ciudad en sacas de cruzados portugueses de oro, o los críticos días de Fachoda en que los marinos de Francia navegaban por el Extremo Oriente, con pliegos sellados, pronto ya el zafarrancho de combate, preparados al primer aviso para abrir el fuego contra los barcos de Su Graciosa Majestad Británica.

Pero sobre las narraciones históricas y geográficas del mar, aún me llamaban a mí más la atención y me gustaban sobremanera unas cuantas fábulas, cuentos y leyendas que él sabía, donde se hablaba de monstruos, hadas, encantos y sirenas y sucedían unas veces en el Báltico tenebroso poblado de demonios y otras en el azul Mediterráneo con largas peripecias divertidas de encantamiento y amor, otras en los mares de la India y en las costas de Persia o de la Arabia con genios y prodigios como el cuento de Simbad el Marino.

Una noche estaba el tío Felipet de muy buen humor. Don Rodrigo le había convidado y festejado como nunca, dándole muchas bromas cariñosas acerca de su vivir pasado. Junto al fuego, había una gran rueda de gente y en el puerto habían caído las primeras nieves. Parece que se bebía y oía más a gusto y Don Rodrigo le pidió que contase algún cuento alegre, picante y fantástico de aquellos buenos que sabía. Y el tío Felipet entonces dijo así:

[11. Historias de Mi-Georges]

Hace ya mucho tiempo, había en Marsella un armador, Phanon se llamaba, y éste se llevó a casa un sobrino, a quien le decía Mi-Georges, porque de niño fue tan chiquitín, que parecía el pulgarcito. Salió este muchacho muy listo y bastante desarrollado. A los diez años conocía toda suerte de jarcia, velamen y aparejo, toda armadura de obra muerta y viva, el porta, andar calado y tonelaje, manga, eslora y puntal de cualquier navío que se le pusiera a dos millas delante de los ojos y cuanto se pueda saber de la roda al codaste y de la quilla a la perilla. Phanon le tuvo que dejar desde pequeño andar en algunos cabotajes porque si no se le escapaba en cualquier quechemarín de mala muerte. Distinguía tan sólo de ver apuntar los palos en el horizonte, fragatas, goletas, bergantines, urcas, peotas, pailebotes, bricbarcas, steamers, balandras y corbetas y sabía decir si venían en carga o en lastre, si eran de líneas regulares o aventureras y de qué bandera o pabellón, departamento, compañía y matrícula, el viaje y cargamento que traerían, si mostraban patente limpia o sucia y si pedirían práctico o no. Si eran de guerra, describía su tipo y armamento, cañones y calibres que montaban por banda, sus castillos, puentes, tajamares, copas y linternas, la insignia que arbolaban y caso de ser extranjeros, el saludo que se les haría. Con una mirada descubría de babor a estribor, de proa a popa, todo lo que ocurría a bordo y todo lo que venía por fuera, a sotavento, a barlovento, por entre las amuras y hasta que la estela se perdía. Trepaba a los penoles, bailaba en las gavias, dormía en las copas, izaba y arriaba todas las velas, conocía la acción de todos los cabos, sabía soltar a tiempo la escota de foque, cazar y bracear la vela, acuartelar la botavara, meter el timón para virar a tiempo, capear temporales en bordadas ceñidas para no estrellarse contra el acantilado, picar el mayor, el trinquete, el palo de mesana en la intemerata de las grandes galernas, varar, aguantar con las anclas para tener el cabo de salvamento y hacer toda suerte de maniobras con bonanza y viento de bolina, con mar frescachona, con marejadilla, con mar picada, con mar gruesa, con temporal y con ciclón.

Cuando cumplió los quince años no había mejor tripulante que Mi-Georges paseando por la Cannebière. ¡Como que enseguida empezó a salir oficial de guardia, pilotín de punta y ya no tuvieron secretos para él brújula, sextante, cuadrante, compás de longitudes, cartas y tablas de navegar, cuaderno de bitácora, libro de ruta, diario, rol y todos los demás papeles que se han de llevar para navegar decentemente! Se puso a hacer cuartos, a mirar con el catalejo, a tomar alturas desde el puente, a calcular derivas, a medir andaduras y a trazar derrotas, hasta que su tío Phanon le dio a mandar un bergantín.

Bogaba mar avante con él como si toda el agua fuese el dichoso golfo de las Damas, donde navegar es tan fácil que, según se suele decir, manos de mujer podrían tener el gobernalle.

Parece que no hacían servicio regular aquellos barcos de Phanon. En aquel tiempo no había la Star-Line, las Mensajerías Francesas, la Mala Real Inglesa, el Lloyd, la Hamburguesa y otras compañías así. Entonces casi todos los barcos eran como ahora decimos tramps o que trampeaban de un puerto a otro, cuando no eran piratas o hacían el comercio de ébano y marfil, negros y chinos. Eran los días grandes y bellos de la mar. Debía ser cuando no había más buques de vapor sino alguno que otro de ruedas. Los barcos de Phanon tomaban, para que lo entendáis bien, un flete, arribaban al puerto de destino, descargaban, esperaban carga para otro puerto, hacían si se terciaba, pacotillas, y cuando la carga era de seda iban por cuenta y riesgo del propio armador, que compraba a los lioneses.

Una vez Mi-Georges zarpó del puerto de Marsella con tal cargamento de rollos de seda cruda que llevaba las escotillas rasando con el mar. Al salir le dijeron que todo el gusano que comía de las moreras del Gran Turco de Constantinopla había muerto aquel año de indigestión o diarrea y no tenían un maldito coco para las filandas ni de dónde sacar una hila para los telares. Y allá va Mi-Georges, pasada la Gran Sirte, cuando le sale un tiempo loco, entre libeccio, greco, tramontana, maestral y scirocco, que la rosa le daba vueltas. Llega al fin de arribada forzosa a una península entre olas azules, no sé si en la Morea o en el Golfo de Antalya y entra sin práctico, jugándose la quilla, en una rada muy galante, cavada en rocas plateadas, con aguas limpias y tranquilas como el cristal. Desembarca para presentarse al capitán de puerto y le dicen que vaya a ver a la soberana de aquel país, que es una princesa, virgen aún, joven y muy hermosa. Entra Mi-Georges en un palacio limpio y lujoso como una fragata real del tiempo del Rey Sol, un palacio de mármol, bien baldeado, con todos los metales brillantes, los cañones sin gota de polvo, las escalas con alfombra de gala, las portas relucientes, la pintura oliendo de nueva, los cristales de las cámaras como soles y las torres empavesadas. Entra Mi-Georges en la cámara de la señora princesa, se pone a contar todo el viaje y ella que le oye como atontada. Va cogiendo viento en las velas Mi-Georges y la princesa le convida a comer mano a mano, sin oficiales. Y Mi-Georges, que como buen hombre de mar, sabía de mujeres, estaba ya pronto al abordaje de la bella presa. Pero comió muy educado, sin descubrir sus baterías ni meterse en las aguas de ella, porque teniéndola, creía él, bajo el viento, podía cogerla desprevenida a la maniobra y montarla de popa o enfilarla de banda y pasarla de ojo soltándole antes la andanada de fuego propia del caso, con besos y mordiscos bien centrados y bien cargados de metralla amorosa. En esto le da ella con el postre, que era por cierto frutas en almíbar, un vino gordo como brea con olor a ámbar gris y sabor a droga de Oriente. Trinca él este trago y cuando estaba con el silbo pronto a pitar el abordaje empiezan a nublársele los ojos, siente algo así como que le conducen a una litera perfumada y a la mañana siguiente, alto el sol, amanece en alta mar, atado en la sentina de su propio navío, que han saqueado bandas de piratas de la princesa. Le han matado y herido a varios hombres de la tripulación. Al fin los que han quedado, descubren y desatan a Mi-Georges, echan los muertos a la mar, con una bala a los pies cada uno, y arriban al puerto de Marsella con los ánimos muy desarbolados y haciendo agua por el corazón.

Al año, con una goleta que le da Phanon, incapaz de negarle ya nada, vuelve otra vez cargado de seda Mi-Georges con la proa a Levante, vuelve a pasar de la Gran Sirte y otra vez le coge la rueda de los vientos locos, igual que si la rosa se pusiese a bailar la rebolera y libeccio, scirocco, tramontana, greco y maestrale empiezan a dar vueltas a la goleta de Mi-Georges, que andaba ya como jugando con los vientos a la gallina ciega. Y otra vez, de arribada forzosa, llega a la ciudad de la bella princesa. Ya le parecía todo aquello del viaje y del remolino de los vientos cosa de brujería. Pero él, con su traje de gala y su buena gorra de galones entra en la cámara real y otra vez cuenta y cuenta su aventura. Y ella que otra vez la oye embobada y él que piensa «esta vez no te me escaparás», porque en cuanto ella se descuidara iba él a tirarle con bala roja por debajo de la línea de flotación y con balas trabadas a la arboladura. Estaban a mitad de la cena como dos armadas en corso que se han dado vista y han tocado ya a zafarrancho, cuando ella, la tía lagarta, le sirve muy amorosa un vino fino, pálido, ligero, con un sabor entre de ajenjo y de miel. Y otra vez que se le va el sentido, que le llevan a una litera perfumada y que amanece otra vez en la bodega de su propio navío desvalijado.

Pues queréis creer que al año zarpa de Marsella Mi-Georges, con la fragata grande de su tío cargada de torzal de seda y otra vez hace rumbo a las escalas de Levante y otra vez la tempestad que le hace bailar el rigodón sobre las olas. Atraca al muelle de aquel puerto, tira la plancha y se va derechito al palacio de la señora princesa. Y en un pasadizo cuando iba ya hacia la cámara real le sale una mujer vieja y le dice: «Tengo pena de ti capitancito mío; cuando te dé ella de beber echa los vinos disimuladamente a la alfombra, hazte luego el dormido y cuando ella te lleve a su cama hazla tuya».

Entró, contó su viaje, cenaron como siempre y cuando él olió un vino raro, que esta vez era como agua de rosas y tenía un tufo a ginebra, ¡zas!, se fue dejando caer de la silla y se quedó tendido y dormido sobre la alfombra. Ella llamó a una esclava y él abrió un ojo, que por poco le cogen en un renuncio, y vio que tampoco aquella servidora estaba mala. Pero, en fin, le llevaron a la cama de ella, donde ella tenía que ser un mar de delicias, entre frescas olas de seda, espumas de encaje y puntas de holanda como velas de regata. Allí se quedó él quieto quieto, como un casco recién acabado en astillero de arsenal, pero pronto para la botadura. Y ella se desnudó, hermosa como la sirena del Misisipi, y se puso una camisita rosa, transparente, que no la llegaba a medio muslo y se echó junto a él, a dormir bien tranquila hasta que la avisaran de que la fragata de Mi-Geoges estaba ya desvalijada como de costumbre.

Él, cuando la vio adormecida como una bahía serena, empezó a soltar sus amarras poco a poco, empezó a resbalar como sobre carriles de abeto untados de sebo y de jabón y empezó a entrar de proa y de quilla en aquella bella mar de delicias, cabeceando un poco sobre sus tibias olas redondas, escorándose un poco a babor y otro poco a estribor, partiendo luego bien aquella pleamar de rosas de abril y quedando por último con el tajamar bien derecho, el botalón bien empinado, mar avante, hasta que acabado el impulso y el júbilo de aquel primer estreno se quedaron navío galante y bella mar quietos, felices y serenos como si fueran ya par en uno.

Pero no duró largo tiempo la calma chicha. Porque el navío, muy bien arbolado y masteado, empezaba a sentir que se le hinchaban las velas, levaba anclas, izaba hasta la escandalosa, se crecía con la brisa picante y perfumada, orzaba echándose a babor dulcemente y se largaba a disfrutar de aquella mar de paraíso, de aquel céfiro primaveral de amor, de aquella bonanza de los cielos, que cantaba en las cuerdas, como en arpas eólicas, el epitalamio del embarque para Citerea, el cántico bajo la luna de miel.

Y cuentan que Mi-Georges en aquella noche echó tan bellos y venturosos viajes que la tenía a la mar enamorada, que ella le bailaba el agua en la proa como con saltos de redondos delfines o corderillos blancos de espumas y que se le volvía ya una mar de leche y caramelo.

Al día siguiente por la mañana se casan hechas ya las millas de rúbrica, disparan los veintiún cañonazos, izan el pabellón real y Mi-Georges se hace príncipe de aquel territorio.

Entonces empezó a suceder una segunda parte de la historia algo más conocida y que tengo oído anda puesta en teatro. Mandan correos a Marsella para dar cuenta de las bodas al tío Phanon. Vuelven los correos con cartas que refieren la desdichada situación de Phanon, ido al garete y a quien los acreedores citan ante el tribunal de Marsella. Arma su fragata Mi-Georges, carga un par de cofres de oro para salvar al tío, da muchos besos a la princesa Porcia y largando todo el trapo que puede llega a Marsella después de un crucero muy feliz.

En cuanto salta a tierra corre al tribunal, porque le dicen que el proceso ha empezado. Ante los jueces un acreedor judío afila su daga y muestra un papel firmado por Phanon en el que éste se compromete a dejarse cortar una libra de carne si no paga cien florines de oro para tal día.

Como ha perdido ya dos barcos y con cargazón y el tercer barco de Mi-Georges no volvía, Phanon no ha podido pagar y el plazo ha expirado. Pero Mi-Georges se pone a oír a un joven abogado desconocido, casi adolescente, que defiende a Phanon. Cuando todo parece perdido y el judío afila en el zapato su cuchilla el abogado dice: «Una libra de carne pero ni una gota de sangre. Si viertes una sola irás tú a responder bajo el hacha del verdugo».

Los jueces aprueban, el público aplaude, Phanon queda libre y Mi-Georges entonces reconoce en el abogado a la princesa Porcia, que se le ha adelantado por caminos de tierra adentro, forzando marchas a galope. Se reúnen todos en banquete, los esposos, Phanon, los jueces y el pueblo. Aquella misma tarde y a favor de la buena marea, zarpa la nave empavesada y se lleva a bordo a los esposos felices y al generoso e inocente Phanon. Así acaba la historia, señores, del mercader de Marsella.

Me entró la afición por la lectura.

[12. El sueño y la ruina del hostal]

Don Rodrigo llegó un mes de agosto y estuvo en el hostal hasta que nos echaron las nieves. Fue una época aciaga de la casa, presagio de grandes infortunios que luego habían de venir, pero fue también el tiempo en que el hostal, amedrentado ya bajo la amenaza del infausto destino, más quería sumirse en los sueños y cargarse de relatos fantásticos, como para olvidar. Nos pasábamos las horas oyendo a Don Rodrigo, al tío Felipet, a Pep cuando venía. Navegábamos como entre ficciones y simulacros, como entre islas de colores luminosos alzadas sobre un mar de sombras. Mi padre, mis hermanos, los huéspedes, todos oíamos como nunca. Bebían bastante Don Rodrigo, que convidaba, mi padre, el tío y el hereu. También le daban a Pepet para refrescarle la garganta. Había noches en que el piélago aquél por donde navegaba a la deriva nuestro caserón centenario se poblaba de quimeras diabólicas. Todos mirábamos al fuego, a las luces de los candiles, a la negra oscuridad del fondo con ojos espantados y brillantes. Un dulce veneno parecía invadirnos lentamente. Aumentaban al mismo tiempo nuestras deudas, la enfermedad de mi madre, muy débil ya del corazón, el alcoholismo de mi padre, las violencias del hereu, la usura de la familia de la jove —o sea su mujer— y algunas tendencias impuras o crueles que yo veía en mis hermanos. ¡Cómo solían brillar los dientes de Arnaldo, cuando Pepet refería los crímenes más repugnantes de ensañamiento y de lujuria!

Pocos meses hacía que se había casado Jan Blau, nuestro hereu, que había sido el ídolo de todos. Fue un matrimonio triste el suyo, de frío interés, y la jove no era hermosa ni buena. Sólo nos trajo llantos y desventuras pues su gente empezó por destruir nuestro patrimonio con la usura y acabó por arrebatar el hostal querido a la casa de los Castells, donde había estado más de trescientos años honrado y alegre. Todos veíamos que la fatalidad se cernía sobre nuestro techo. Sólo don Rodrigo parecía despreocupado y alegre, con su raro carácter que nunca se sabía si estaba demasiado dentro o demasiado fuera de las cosas del mundo.

[13. Don Rodrigo]

Tenía el hombre aquel entonces unos veinticuatro años. Vino muerto al hostal, en el último grado de un paludismo que traía de África. Era un cadáver amarillo, que se tenía firme y milagrosamente a caballo cuando llegó. «Va a morir aquí», pensamos todos con espanto. A los quince días se rehizo de modo increíble y mi padre dijo: «Este hombre debe tener un arte aparte». Comía y bebía con enorme apetito y empezó a recorrer, llevándome a mí como guía, cuando a caballo y cuando a pie los pueblos del valle y otros hasta de Francia y Aragón, Gerona arriba y por el camino de Benasque.

Era joven, como os digo, ágil, hablador y hombre a la vez de silencios larguísimos, gastador, capaz de poner patas arriba toda la casa y otras veces de aislarse y despegarse por completo de todo. A pesar de su juventud era como si fuese viejísimo, como si llevase, no sé, casi un siglo, viajando de acá para allá, por oír y ver, rodando historias, gentes, casas y países. Tenía sin duda muchos estudios pero no trajo libros ni se le vio nunca leyendo un papel. Dijo que no quería leer ya más en su vida, que los pocos libros muy buenos que había leído eran bastante y que pensaba quedarse en la val d’Arán toda su vida. Creo que lo dijo en serio y que le sacaron a la fuerza. No escribía ni recibía nunca carta. Le llegó sólo una y tuvo que marcharse entonces. Creo yo que sabía mucho Don Rodrigo, sobre todo historias. De cuento en cuento y de canción en canción acababa por explicaros la torre de Babel o la Atlántida. Sacaba él, a veces, unas historias de otras, y era como esas cajas que son muchas en una. Jugaba él como con los secretos del mundo. Si estaba en vena cuando le preguntaban la cosa más sencilla era como uno a quien pidierais un vaso de agua y os diera el fondo del mar con todos sus cetáceos, peces, algas, corales y medusas. Unos días hablaba, por ejemplo, del sol, otros de la luna, otros de las hierbas maravillosas, otros de las estrellas, otros del demonio, otros de los santos y de los ángeles, otros de los toros y de las abejas, pero siempre con relatos extraordinarios, que se remontaban a cosas antiquísimas y jamás oídas.

[14. Historia de los toros]

Subieron una vez de Barcelona y Lérida ingenieros y ayudantes que venían a trazar la carretera de España. El jefe de éstos era un señor de barbas blancas y que en todo parecía mostrar una gran suficiencia pues hablaba de muchas cosas.

Se puso a hacer un discurso contra los toros, como costumbre bárbara y traída a España por africanos. Estábamos alrededor junto al fuego más de veinte personas. Don Rodrigo le dijo a aquel señor que la cosa no estaba así. Discutieron un poco. Don Rodrigo no era discutidor. Al fin Don Rodrigo dijo más o menos así después de un silencio.

—Es una historia muy antigua que acaso os podrá gustar. Había en los mares de Grecia, antes de que Grecia existiera y sucediese la guerra de Troya, un extraño reino que se llamaba Creta, en la isla que hoy tiene su nombre. Se criaban allí toros muy hermosos, parecidos a los españoles y vinos dorados muy semejantes al jerez y a la manzanilla de Sanlúcar. Era esto más de 3.000 años antes de Jesucristo y antes puede ser del mismísimo diluvio. Tanto es así que allá se cometieron pecados de aquellos que hicieron llover durante cuarenta días y cuarenta noches. Sin embargo, en la Isla de Creta siguió luciendo el sol. Había allí un palacio, el Laberinto se llamaba, con muchos corredores y toriles, con plazas cuadradas de toros y anchas graderías de piedra. Había allí una reina hermosa y perdida de vicios, Pasífae se llamaba, que se enamoró de un famoso toro de lidia. Así empezaron en el mundo, en Creta, en Sodoma, en otras ciudades, las historias de Pepet. Pasífae se hizo construir una vaca de bronce. Se metía dentro de ella desnuda y a través de un ancho orificio, colocándose como una perra, era poseída por el toro. Dio a luz un monstruo: el Minotauro, que tenía cabeza de toro y cuerpo de hombre, a quien, para encerrarlo y que nadie lo viese, Dédalo construyó aquel intrincado laberinto. Todos los años, gentes que dieron origen a los helenos y vivían cerca de Atenas, enviaban a Creta siete doncellas y siete muchachos para satisfacer al Minotauro. Un héroe de esta estirpe, Teseo, avergonzado de tal humillación y vergüenza partió para Creta. Era un buen matador de toros y en las fiestas cretenses, que eran unas famosas corridas, se lució colocando bien las estocadas, que ya entonces, según testimonios que han quedado en mármol, había que colocar en la cruz. Una princesa espectadora, la bella Ariadna, hija del rey, hermanastra del Minotauro, se enamoró, como tantas veces las mujeres de España, del torero Teseo. Tuvieron amores. Él le dijo que quería matar al Minotauro y libertar a los siete mancebos y a las siete doncellas atenienses. Entonces Ariadna le dio el hilo maravilloso. Y Teseo entró, mató al Minotauro de una estocada y libertó a los siete mancebos y a las siete doncellas, que salieron cogidos de la mano, siguiendo aquel hilo tendido que Teseo al volver recogía para no perderse. Tomaron una nave en el puerto, pero antes Teseo había estropeado de noche las quillas y timones de toda la flota cretense para que no le pudieran perseguir. Se hizo a alta mar la nave de Teseo y dicen que hizo su primera escala en la isla de Naxos o en otra, donde Ariadna quedó abandonada después y donde ante un gran altar de cuernos dedicado a Apolo inventó Teseo la primera danza en cadena, con muchas vueltas y revueltas en alegoría de la liberación del laberinto. Se parecía sin duda a vuestra sardana y era como su primer ensayo, pero se parecía mucha más al aurresco de los vascos españoles del Pirineo, porque si los siete mancebos y las siete doncellas bailaban cogidos de la mano, Teseo bailaba sólo, suelto de ellos, dando grandes saltos y haciendo cabriolas como el aurresculari. Hasta aquí la historia es muy conocida. El señor ingeniero la ha leído en Plutarco. Lo que el señor ingeniero sospecha menos es que en Creta no sólo había corridas de toros, sino también un flamenquismo regado de jerez y de manzanilla. Probablemente ya, o muy poco después, el vaso en que estos vinos dorados se bebían se llamaba ya chato, que viene del griego kyathos. Si no había cante jondo, gitano, egiptano, traído de Egipto, lo cual es bien posible, había de seguro danzas con castañuelas que eran conchas de mar para bailar al puerto en torno al altar sonriente de Venus Anadiomena, señora del mar. De la rueda de crotalistas, hoy conservan, al cabo de cinco mil años, las castañuelas españolas, de negro ébano, una forma de concha marina. Y las mujeres si no llevaban en su tocado mantillas con altas peinetas, llevaban algo de perfil muy parecido. Y lo que es seguro, viendo las estatuillas desenterradas de aquel país, es que usaban faldas con anchos faralaes, prietos chapines, corpiños ceñidos y escotados, collares de corales, patillas rizadas sobre las mejillas y un ricillo sobre la frente, que, con las castañuelas, componían unos tres mil quinientos años antes de Jesucristo el mismo, el mismísimo arreo de nuestras bailaoras andaluzas. Y después de los toros los toreros y sus amigos íbanse de juerga con estas mujeres. Era un país sensual y trágico como la Andalucía. A sus plazas de toros los cretenses llevaron cazas cómicas probablemente de otros animales, charlotadas con toreros cubiertos de máscaras horribles y grotescas, que fueron convirtiéndose en pantomimas. Este fue uno de los principios del teatro; pero lo que es más seguro, señor ingeniero, es que de aquella remota plaza de toros cretense salieron la gradería y la cávea del primer teatro griego, cuyo ciclo se cierra al fin cuando el teatro clásico acaba muerto de vejez en el anfiteatro romano, que es como un retorno a la milenaria infancia cretense, una vuelta a las corridas de toros donde era picador Julio César y un retorno a las caras grotescas y a las pantomimas de gran aparato. Pero las corridas de toros, que eran en Creta fiestas sacras y rituales, empezaron a difundirse hacia Occidente, a favor del culto de Mitra y del culto de Cibeles, de esa misma Cibeles madrileña que parece ir a los toros con mantilla en una manuela de mármol. Y así los toros llegaron hasta Portugal no a través de pueblos africanos y bárbaros sino precisamente a través de los más civilizados, o sea de los griegos, de los romanos, de los galosnarbonenses, de los aquitanos, de los hispano-latinos, de los lusitanos. De Creta he descubierto que pasó por de pronto a Taormina, en Sicilia, porque Taormina es Tauromenion, una ciudad del toro. Y así, de ciudad en ciudad del toro, llegó un día la remota fiesta de toros a las puertas de los Pirineos de España. Fue por ejemplo a Treviso, que es Taruisium, Taurisium, fue a Turín, que tiene todavía hoy en su escudo una cabeza de toro, porque ella fue la augusta Taurinorum de los romanos. Se sabe, señor ingeniero, que los tauróbolos, los toreros originarios, bailaban después de matar al animal una danza de espadas, chocando las espadas al compás de una música, dando vueltas en torno a la res muerta y golpeándola. Debió costarle mucho a la primitiva corrida de toros pasar los Altos Alpes del San Bernardo. Pero reanduvieron el camino de Aníbal, se metieron en los Alpes de Briançon y por aquellas alturas, en nombres como le Boeuf Rouge, le Boeuf Noire o le Boeuf Blanc, que aún se conservan, ya dejaron un rastro de su paso. Eso no os bastará, señor ingeniero. Pero si vais a Briançon el día del solsticio de verano, veréis que cerca del puente de la Durance se juntan muchos carros de doncellas coronadas de flores y los mozos bailan una danza de espadas. ¿Es una danza de antiguos toreros? Sí. Podéis ir a otro barrio de Briançon donde ese mismo día se mata una res y se reparte la comida entre pobres. Es el complemento del antiguo rito, que comprendía la muerte del toro, la danza y el reparto de la carne y bebida de la sangre, que algunos han tomado por un antecedente de la Eucaristía. Cuando los toros hubieron forzado esta alta barrera de los Alpes, lo demás fue ya camino mucho más hacedero. Bajaron por el valle de la Durance a las tierras de sol de Provenza donde han dejado, por una parte, la tradición de esos juegos que hacen los provenzales con los toros y por otra parte, el cimiento antiquísimo de esa afición o de ese culto, que de Nîmes a Montpellier, Provenza y Rosellón mantienen por los toros de España. De allá se corrieron a país Aquitano, se hicieron dedicar en su honor, como Turín a la puerta de los Alpes, la ciudad de Tarbes, que es Tauris, como la Tauride del Mar Negro, a las puertas del Pirineo vascongado. Y así como dejaron en el valle alpino de Briançon una danza de espadas —en el fondo la misma danza de los tauróbolos— dejaron la espatadanza en los valles vascongados del Pirineo, con la particularidad de que allí suelen sacar, para golpearlo con las espadas, un pellejo hinchado de viento, que es una alegoría del primitivo toro. De Vizcaya se extendió la fiesta del toro por Castilla y en su honor se fundaron Toro o Aldea del Toro, que son de los pueblos más antiguos de España. Y en un tiempo por toda Castilla y La Mancha hubo bailes de espada y cascabel menudo, que se llamaban, y que se bailan, sin ir más lejos, en las bodas de Camacho. Bajaron por fin a Andalucía donde los pastos crearon un toro de lidia, excepcional de poder, de inteligencia, de belleza y de ímpetu, y eso trajo un mayor virtuosismo en el arte taurino, que se encontró ya al cabo de siglos de peregrinación con el estilo refinado de los árabes en los juegos físicos. Andalucía no es el origen sino el fin, la perfección, el apogeo de los toros, después de su odisea por todo el Mediodía de Europa. No hallará usted en libros lo mejor de esta historia, señor ingeniero, porque yo no la pienso escribir, pero yo la he sacado así, para contarla, de mis viajes y mis divagaciones.

Cuando él cogía algo que contaban Pep o el tío Felipet o el meu pare, o a veces un leñador o un cazador, me dejaba embobado al ver cómo iba sacándoles punta y significación a todas las partes del cuento. Cuando le oía me parecía que todas las cosas de este mundo tenían un sentido escondido y maravilloso. No desdeñaba él hablar conmigo cuando íbamos horas y horas a pie o a caballo, muy mano a mano y como si yo fuese su mejor compañero.

[15. Las dos aguas y las dos piedras]

Parece que empezó a tomar mucho cariño e interés por mí el primer día que salimos de viaje a caballo para ir a dormir a las Bordas. Íbamos hablando, según bajábamos el puerto, de por qué se habría curado tan bien y de una manera que había parecido a todos cosa increíble por lo total y rapidísima, pues como os he dicho, vino con el pie en la sepultura.

Él explicó muy detalladamente que no le habían curado los médicos ni las medicinas, pues ni tratamiento ni remedios le habían hecho el efecto más mínimo sino más bien daño. De los cuidados no había ni que hablar, pues en su casa había tenido muchos y todos resultaron inútiles. Luego dijo que tampoco podía ser por el aire ni por influencia de personas, y sobre una y otra cosa hizo grandes razonamientos. Me contó cómo algunos curaban por imposición de las manos, y cómo esto podía ser unas veces milagro y otras no. Añadió que en España no había ni de estos ni otras personas que supieran influir en la salud con parecidos sistemas. Recuerdo que me contó cómo uno, en no sé qué ciudad, se había reducido una hernia del tamaño de una pelota poniéndose las manos él mismo. Pero me confesó que él no tenía virtud en las manos ni para descubrir una fuente con la varita de los zahoríes, que era lo más fácil del mundo. Al fin, me dio a entender que no habiéndose curado por ningún medio natural tenía que ser por alguno sobrenatural y probablemente por milagro de alguna virgen de su país.

Yo me atreví a decirle que las gentes instruidas que salían de la universidad como sabios y boticarios no solían creer en milagros. Don Rodrigo me dijo que él no conocía a nadie más que a sí mismo que creyese en milagros a pies juntillas y desde luego con mucha más fe de lo que dicen creer en ellos las gentes cristianas y devotas.

Yo le repuse que creía que se había curado más bien por la virtud del agua. Le añadí que por casualidad había acertado con el manantial que le convenía y que sin duda era el del alto de la Bonaygua, pero que si se hubiese equivocado y hubiese bebido por ejemplo el agua de Sorpe o de Sou, magníficas para otras dolencias o para otras personas, se habría muerto sin remedio. Esto que le dije pareció interesarle extraordinariamente y me repuso que no había pensado nunca en ello pero que muy bien podría ser que hubiese ciertamente un agua para cada temperamento y complexión. Podría ser que la de la Bonaygua fuese la suya y el instinto —añadía— no le engañaba en eso pues desde que llegó había pensado quedarse en el hostal varios años o quizá toda la vida. Íbamos a dejar ya el arroyo de la Bonaygua cuando yo bajé del caballo y cogí una piedra que estaba dentro de la corriente. Era una pedrezuela verde y corroída, casi agujereada. A un cuarto de legua de allá vadeamos otros arroyos. Volvía a bajar del caballo y cogía otra pedrezuela gris cubierta de una grasa gorda como todas las que en aquellas aguas están. Invité a bajar a don Rodrigo y con una hachuela que llevábamos partimos las dos piedras que por dentro eran blancas e iguales. Y yo le dije a Don Rodrigo:

—Vea, señor, que las dos piedras son por dentro iguales. Y si un agua de éstas corroe una piedra y otra agua de éstas cubre de grasa la misma piedra, ¿qué no harían con sus entrañas e interiores? La primera agua ha matado y ha disuelto su mal. La segunda lo habría engordado y engrasado hasta que le matara. Esta es la verdad, Don Rodrigo.

—Teodoret —dijo él—, tú tienes razón. Eres un hombre con ojos en la cara y tener ojos en la cara es cosa que se encuentra en muy poca gente. Ahora que nos maten en las bordas el mejor pollo, que nos frían truchas del Jueu, que nos hagan tortillas al ron, que nos saquen buenas ratasías y que la moza tenga lindos ojos.

Así me gané yo la estimación de Don Rodrigo para toda la vida.

[16. La sombra del pecado]

Ya sabéis lo que dice un antiguo proverbio: «Lo que no se cuenta al amigo más íntimo se cuenta al compañero de posada que se encuentra en un viaje».

Aquellos días en que el hostal parecía olvidarse de sí mismo y quedar en suspenso sobre la realidad de las cosas, como si estuviese hinchado de sueños y de fábulas, eran días aciagos.

Había allí algo oscuro, aparte del infortunio que se cernía ya sobre nosotros, algo como un pecado. En verdad era un pecado. Y yo hui de él aunque me costaba desprenderme del mundo de mis sueños. Fui en pos de otros sueños o llevé mis sueños conmigo. Estaba yo muy pegado al mundo fantástico de mi casa pero también muy poseído del sueño fantástico del mundo, de sus ciudades, de sus mares, de sus mujeres, de sus guerras, de sus viajes, de sus misterios y de sus magias. Cuando veía aquella desencolada cornucopia de Francia, aquel roto y parado reloj de Alemania, con sus dos bailarines de movimiento, olvidados quizá por algún remoto viajero, yo pensaba cómo habían venido hasta el valle por las largas diligencias de antaño, cómo habían subido el puerto, dentro de un gran cofre de cuero con clavos dorados, bamboleándose a lomos del macho. Me salvó el reandar el itinerario que estas cosas habían hecho, el reandar como un antiguo sueño su camino y luego veréis hasta dónde me condujo. Una vez estábamos en el cuarto principal donde estos dos objetos estaban, Pep y yo. Y él tenía una revista de Barcelona con mujeres desnudas y me dijo: «Esto es lo mío, lo que yo tengo dentro del alma, este es mi mundo». Y yo le dije: «Yo también quiero tener mujeres desnudas, pero, no sé, quisiera encontrarlas en el mundo de donde han venido ese reloj y ese espejo dorado. Mi mundo es esto. A veces vengo a mirar estas cosas, a tocarlas, y me estoy a lo mejor una hora».

Veía yo muy pocas mujeres. Casi toda la clientela del hostal era de hombres. Pasaban algunas mujeres de poblachos que había en los andurriales vecinos.

[17. La cazadora de Hungría]

Una vez vino de Francia con varios señores una hermosa cazadora vestida de hombre. Era rubia dorada, mimbreña, tostada de sol. Estuvieron en el hostal tres días. Esta cazadora era húngara. Os debo decir que todos los tabiques del hostal estaban compuestos de planchas de abeto no muy bien desbastadas. Yo la acechaba en vano. La mañana del segundo día miré hacia las once desde el cuarto de al lado que estaba oscuro. En su cuarto lleno de sol estaba la hermosa cazadora desnuda junto a la ventana, tocando suavemente una guitarra de madera dorada como su piel, entonando una canción en extraña lengua con una voz de oro. Me quedé deslumbrado, desvanecido como si me hubiera caído en los ojos un río de oro líquido y cegador. Me apoyé en el suelo con las manos apretadas sobre el corazón. Y no conté nada de esto a Pep.

A la mañana siguiente que era la última volví de puntillas. En el cuarto oscuro había alguien. Por la respiración conocí al tío Felipet. Volví más tarde. Había alguien aún. Era Coloma. Acechábamos probablemente a la rara criatura todas las gentes de la casa.

[18. La obsesión carnal]

Os he dicho que, por mi situación, veía yo muy pocas mujeres. En sueños veía demasiadas. Y mi vida iba componiéndose cada vez más de un mundo fabuloso de sueños e historias de países. Y veía lo mismo mujeres en mi sueño de La Habana o del Bósforo o de Lérida o de Toulouse. Como os he dicho, algunas historias de Pep me hicieron mucho daño. Y por eso creo que empecé a soñar con mi hermana Coloma. Sin duda era una de las mujeres más hermosas que yo había visto.

[19. Piropos de montaña]

Los pescadores le decían: «Eres como la trucha que salta las peñas río arriba, eres como la anguila astuta, que muerde el cebo sin caer». El cazador le decía: «Eres como la cabra montesa: cuando se te sigue muy arriba das vértigo, cuando se te sigue más arriba puedes dar la muerte».

Una vez vinieron dos seminaristas de Urgel a vacaciones, que eran de familias del Canejan. Y uno, sonriendo, le dijo al otro, mirando a Coloma: «Nigra sum sed fermosa, filiae Jerusalem...». «¿Qué dice? ¿qué dice?», preguntó Coloma. Y uno de ellos respondió muy pío: «Es algo que se reza a la Virgen María y dice: ‘Morena soy, pero hermosa, hijas de Jerusalén’». Un cortador de haya le decía: «¿Quién puso tus iniciales en el haya más alta del Pirineo?». Y otro vino y dijo: «Hemos cortado allí mil hayas pero hemos dejado la tuya, Coloma, porque eres la flor de la montaña». Era una anguila preciosa, una cabra montesa de caprichos, un haya derecha, una garza real de vuelo alto, una paloma arisca, Coloma.

[20. Amor incestuoso. Belleza de Coloma]

Empecé a tenerla entre sueños y me despertaba turbado de vergüenza y delicia. Esto es lo que yo no he dicho nunca de nadie. Estaba enamorado de mi hermana Coloma. Era bronce vivo y palpitante, trigo moreno, llama y sombra. Tenía una cabeza viva y pequeña de perfil muy puro, los ojos grandes, negros y separados, el cuello largo, los pechos pequeños, el vientre de muchacho, la cadera más ancha y redonda de lo que vestida parecía, el pie y la mano escuetos y tostados, los tobillos de jaca fina, los muslos largos maravillosamente fuselados y la más ágil y bonita pierna del Pirineo.

[21. Coloma y Don Rodrigo]

Un mediodía estaba sirviendo a Don Rodrigo con las lágrimas en los ojos:

—¿Por qué lloras, Coloma? —dijo él.

Coloma tenía cosas extrañas y contestó:

—Porque le sirven mal y yo no quiero estar aquí.

—Al contrario, Coloma —dijo él— me sirven como nunca me han servido.

—Todo está mal en esta casa —dijo Coloma, ya rabiosa, tragándose las lágrimas.

Inclinó la cabeza Don Rodrigo mirando al mantel y dijo suavemente muy despacio:

—Pero tú...

Coloma se puso colorada, se secó las lágrimas con la punta del delantal y se fue corriendo hacia la puerta, donde se volvió un instante rápida con una sonrisa de miel.

[22. Celos y horror]

Empecé a pensar que algo había entre Coloma y Don Rodrigo. Sentía más pena que ira y hasta como un vago consuelo. Me sentía como liberado de un peso. Si Coloma se hubiese enamorado de mí, ¡qué espanto! Todas las malditas historias de Pep me asaltaban, me ahogaban, me echaban sus garras al cuello con su mezcla de voluptuosidad embriagadora y pánico terror.

[23. Don Rodrigo montado para la partida]

Un día montó Don Rodrigo la egua de Tarbes, alazana, para que la trajese de vuelta Marquillos, que estaba en San Per d’Escaló. Dijo mi padre que la egua no era lo mejor monte abajo, que llevase la mula del Ampurdán. Había mandado el equipaje por delante con Tono, el arriero, pero la egua iba de todos modos cargada. Don Rodrigo se entercó un poco y no quisimos quitarle aquel gusto. Ya estaba montado Don Rodrigo y nos había dicho adiós.

[24. La caricia a la «egua» de Tarbes]

Iba ya a echar a andar la Ninetta cuando Coloma se salió del grupo en que estaba con nosotros, haciendo aquel paso suyo de cierva encelada, que no parecía poner el pie en el suelo. Su brazo derecho enlazó suavemente, con una soñadora ternura, el cuello de Ninetta mientras su mano izquierda iba acariciándole las crines, en un largo gesto de melancólica gracia, hasta que al fin, acercándose más y más, su linda mejilla fue también resbalando en larga y estrechada caricia por el cuello del animal. Del corazón de aquella criatura cruda y arisca, había salido este movimiento transido de infinita dulzura. Se interrumpió a sí propia Coloma y se alzó con los ojos velados de lágrimas mirando vagamente a los aires con una inconsciente tristeza de animal noble y dejadez desolada de quien acaba de hacer un enorme y delicado esfuerzo.

Entonces comprendí todo el carácter de Coloma. Era de aquellas mujeres capaces de contener un amor y de destrozarse por dentro en un amor, sin revelarse en una sola palabra ni insinuarse en un solo signo hasta el último instante, aquel en que el caballero está montado para la partida.

[25. Resolución de huir del pecado]

Aquel día fue largo y amargo para mí. Sentía que el corazón oprimido me maduraba para nuevo latido y nuevo rumbo en un silencio donde me parecía oír el tiempo mismo nuevo que veía. Anochecido ya, con un hatillo, algunos duros reunidos de propinas y el regalo de dinero que Don Rodrigo me había hecho, tiré para Francia.

[26. Adioses al monte Pirineo]

¡Adiós pare i mare! ¡Adiós hostal de la Bonaygua, noches ricas de historias y de fantasías, noches envenenadas de dulces sueños! ¡Adiós arroyo mío, monte mío, adiós a ti en lo alto ermita de la Virgen de Saros, adiós allá a lo lejos, ermita de la Verge de l’Artiga! ¡Adiós mi Val d’Arán, mi Garona de España! ¡Adiós tío Felipet, adiós Pepet, adiós a todo aquello a que no he dicho adiós que ya me voy allí donde nadie me espera, por el ancho mundo! ¡Adiós haya alta del Biciberri, adiós última haya solitaria del hayedo talado, donde yo había puesto el secreto de dos ces grandes y gemelas a los lados de un grande y traspasado corazón! ¡Adiós tú, Monte mío Pirineo, adiós tú, donde dejo una casa como un bajel perdido y anegado de sueños y una vida entera!

[27. El sueño en la frontera]

Y al día siguiente en la flaca manta, dormí al raso junto a la línea de toneles que cerraba el paso de Pont-du-Roy, al pie de una roca, en un pradillo de hierba verde, con el cuerpo pegado por última vez a la tierra nativa, con la mejilla pegada a aquella tierra por última vez y empapada de lágrimas en la larga caricia como la mejilla de Coloma con la piel de la egua de Don Rodrigo.

[28. Trabajadores y agentes de trabajo en Pont-du-Roy]

Roja, blanca y azul: la bandera de la República francesa ondea al viento nuevo del armisticio sobre la línea de toneles vacíos que cierra el paso estrecho de Pont-du-Roy. Un agente de trabajo, que hace contrabando de humanidad española como se puede hacer contrabando de bestias, me ha hecho ya los papeles verdaderos o falsos para pasar. Cerca de mí duermen, en mantas mejores que las mías, dos hombres de Murcia y uno de Extremadura. El de Extremadura despierta y rompe a hablar conmigo como si me conociera de siempre.

—La mi costilla, la mi hija y la mi señora ama que no y que no... Hasta que yo vendí la burra y hala... Pa’París de Francia... Me tenían to’el día subil y bajal, subil y bajal, dale pa’acá, dale p’allá yo iciendo qu’hi de vel mundo, qu’hi de vel mundo, que ya estoy mu’aborrecío, mu’aborrecío de pueblecinos y de pijoterías. Y l’ama avara así, así... El amo era mu parcial, mu liberal, mu fanfarrón... Por mentiroso le gustaba yo. Anda Almendrilla, me icía, toma un cigarro, cuéntame una mentira...

Yo no le entendía casi nada... Luego yo me casé una vez en Mérida y caí más o menos en lo que me había querido decir. Con el mal castellano que yo sabía, aunque algo había progresado con Don Rodrigo, le pregunté a dónde nos llevarían.

—Primero a Tolosa de Francia —dijo— luego al París mismo de Francia a la fábrica de abuses. Entavía s’han d’hacer muchismos pero que muchismos abuses. Mira es fácil. Ponen unos bujeros y tu con un cacito, hala, a hacel abuses. Es fácil. Pero en Francia no hay personal. Por la noche cuando no te toca, te lavas, te pones majo, con una rosa en el sombrero si hace al caso, como de domingo y te vas a bailar con las mozas de los Momartres, los burdeles que tienen p’allá. Cosa fina. Yo toavía estoy güeno pa’cuarenta y siete. Si yo te diría... Va galán, que llaman...

Eran las cinco y media de la mañana.

[29. La ilusión del mundo. Lo fantástico universal]

Pasamos siete días de espera en un pueblo de cuyo nombre ni me acuerdo ni me quiero acordar. Una esperanza, una alegría, una ilusión desconocida me invadieron al pasar la frontera. Mío era el mundo. Por estos caminos vinieron, en las largas diligencias de antaño, el espejo dorado aquél y el reloj de Alemania. Me sentía como mágicamente desprendido de una pesadilla fabulosa. El corazón se sentía fresco y ligero, como aquellas fragatas con viento de bolina, bogando al alba fresca del estío un mar azul, en un aire cada vez más diáfano. De hora en hora me iba salvando del ayer embriagador y sombrío que se había ido formando en mi alma. La imagen de bronce palpitante entre llamas vivas de Coloma y las historias atroces de Pepet desaparecían como sombras con el amanecer. El cantar de los gallos, el ruido de las fuentes y de los carros matinales me parecían nuevos, nunca oídos. Era yo una página nítida, blanca, inmaculada para que un destino claro y novel escribiese la primera palabra. Se abrían a mis ojos claros cielos de primavera, largos días de tierra y de mar sonrientes, con viajes felices como los más bellos que pudiera contar el tío Felipet, con nubes grandes, blancas en el cielo azul, que hacían sobre la llanura de caminos alegres, de pueblos blancos, de carricoches joviales, anchas sombras azules, que se movían lentamente. Por allí estaban, Rhin y Danubio, Sena y Loira de las historias del buen emperador Carlomagno, ríos divinos, anchos, con altas mieses a los lados, grandes navíos y colinas con castillos feudales. La imaginación me galopaba, corría hacia un entero mundo de nuevas historias, como un corcel de fiesta y de torneo.

[30. Desengaño. La esclavitud extranjera]

Después de cinco días de mortal, de agotadora espera en las barracas de tabla del maldito pueblo, llegamos en un tren de ganado a Toulouse, hambrientos, vejados, despojados, sucios, enfermos ya de tedio y de fatiga física y moral. Empezamos a tener la sensación de habernos metido en un infierno donde nadie nos tendería una sola mano, donde seríamos tratados pura y simplemente como esclavos. No tendríamos ni siquiera derecho a morir en un hospital. Nuestro poco dinero español nos había sido cambiado en unos puñados irrisorios de bonos de consumo. Aparte de las cantidades desembolsadas para trámites y adquisición de una llamada «carta de trabajo para extranjeros-Tasa: Armamentos». Es decir que no podíamos disponer ya de un solo céntimo. Nos registraron en la sucia barraca como a criminales, metiendo las narices en todos los repliegues de nuestra ropa y de nuestro hato y poniéndonos en fila desnudos.

Todas mis ilusiones se iban secando, deshojando, pudriendo en aquella miseria como flores de una mañana. El tiempo era frío ya, de otoño. Había debido coger un viento glacial en la barraca y tiritaba de fiebre, de frío, de hambre, de desolación del cuerpo y el alma. Entonces comprendí uno de los sentidos terribles que tenía la palabra extranjero. Habíamos llegado a Toulouse a las tres de la madrugada. Teníamos que esperar hasta las siete para tomar el tren que nos llevaba al norte, a la cuenca del Sarre.

[31. Noche triste en la «gare» de Toulouse]

Estábamos en un confín del andén como una cuerda de presos —cincuenta éramos—, vigilados por dos gendarmes y seis agentes de trabajo. Para acercarnos a esa fuente pública de agua potable que hay en las estaciones de los ferrocarriles franceses teníamos que pedir permiso. Yo había pedido ir a las cuatro pero tuve que esperar mi vez: iban yendo a la fuente y a otros menesteres de urgencia, uno a uno. Cada vez que insistía, el agente encargado me respondía secamente:

Pas encore s’il vous plait, pas encore... Attendez s’il vous plait. Les sâles types...

[32. Aparición de Rosa Krüger]

A las seis y media me dejaron ir. Amanecía. Me encontré como mareado envuelto por un bullicio alegre de risas y de voces femeninas que salían del restorán. No sé por qué me di cuenta entonces de que era víspera de la Virgen de Septiembre, la Natividad de la Virgen María, el santo de mi madre. Y pensé: «En el huerto que tenemos abajo en Valencia de Aneo, ya están maduros los ramos de manzanas». Y al pensar esto un grupo de tres o cuatro mujeres a la luz de una puerta iluminada de la estación salía y vino hacia mí riendo y era como un ramo de manzanas frescas. ¡Cuántas cosas, Dios mío, vi en un instante! Vi que estaban vestidas como figuras de un cuento de hadas, como con altas tocas de otros tiempos. Venían tres o cuatro riendo como cogidas de la mano, sin cogerse del todo, casi con un aire de danza y una que venía casi la primera, pero sobresalía entre todas por su alegría, por su risa y por una infantil y luminosa hermosura, cambiaba repentina de gesto y me miraba como con hondísima pena, con sus grandes ojos límpidos de niña. Y yo la miré de alto en bajo y me pareció que sobre el pelo en cascadas contenidas de grandes rizos rubios traía dos enormes alas de negro terciopelo, altísimas como una inmensa mariposa. Y luego me pareció que su rostro era el de un querubín encendido y travieso, de nariz un poco respingada, con la boca quizá un poco grande, de color de granada recién abierta, los ojos azules, casi de color violeta, un corpiño de terciopelo, haciendo saltar los puros pechos vivos en la camisa blanca de seda con grandes mangas, la falda corta, celeste, muy plegada de pliegues apretados, como a la moda de cien años hace y los zapatos de charol con hebillas y con unos grandes lazos de raso. Por algún cartel que alzaba en un palo un hombre triste y joven entendí que aquello era una peregrinación alsaciana. Años después supe que habían ido a Notre Dame de la Salette y se dirigían a visitar varias Vírgenes de Provenza y a recorrer la Costa Azul. Pero ¿sabéis lo que había gritado con sus compañeras aquella angélica y humana criatura, que se había parado delante de mí un momento, mirándome con pena? Pues había gritado un viva a una pequeña Virgen morenita que hay en el país de Mireya y que iban a ver en la próxima etapa. Había gritado con toda la alegría en flor de los dieciséis años: «Vive Notre Dame de Liesse... Vive Notre Dame de Liesse». Y esto es más que decir en castellano: «Viva Nuestra Señora de la Alegría».

Pero ella, que venía casi la primera en la fila de las otras tres o cuatro, se paró un instante y pasó de su religiosa y desenfrenada alegría a una pena profunda. Y yo me quedé delante de ella olvidado de la tierra que tenía a los pies, olvidado en sus grandes ojos infantiles. Ella traía en las manos cosas, un cestillo de violetas de Niza y un croissant grande para mí como un cuarto creciente de oro oloroso, porque llevaba horas y horas sin comer. Y de la angélica belleza en cuya contemplación estaba sumido pasé a mirar aquello con los ojos de un pobre can sin dueño, muerto de hambre. Ella me sonrió entonces piadosamente, con la tristeza que le velaba más y más los ojos y me dijo:

Tenez, mon cher...

Un sacerdote anciano, corpulento, enérgico de grandes cabellos blancos y rizados estaba llamando a las muchachas con diversos nombres.

—Anne Stein.

—Catherine Weterle.

—Berthe Dubarrau,

y por fin tres veces.

—Rosa Krüger.

—Rosa Krüger.

En voiture, Rosa Krüger, s’il vous plait...

Ella subió a su gigantesco tren iluminado, con un andar leve y perezoso y vi que era menos alta y más niña aún de lo que me había parecido con sus grandes alas altas de negro terciopelo. El tren ya se movía lentamente y ella se había puesto en la ventana a mirarme con el pastel en la mano. Yo nada sabía ya de mí ni de la gran desventura del tren que se iba desgarrándome las entrañas. Estaban repitiéndome al compás de las cadenas y los golpes del tren en marcha.

Rosa Krüger, Rosa Krüger, Rosa Krüger... Empecé a pensar vagamente. No la veré nunca más. Me hubiera casado con ella y nada más con ella... Cada uno tiene su agua clara, su agua de vida... La vida no es una historia, no es una fábula... Sálvame Rosa Krüger. Sálvame Rosa Krüger... Sálvame Rosa Krüger... ¿Por qué, Dios mío?

¿Cuánto tiempo había pasado? El pastel se me había caído de la mano y había desaparecido. No se veía un alma en el andén. No quedaba rastro de la cuerda de obreros ni de los agentes de trabajo. Había salido ya el sol, por la boca del hangar se veían las locomotoras dando al sol sus grandes humos blancos. Era un juego lento y radiante y un gran desperezo triunfal de penachos de vapor blanco al sol, bajo el cielo azul de Provenza, una gloria del paraíso... Entonces me di cuenta de que por las dos mejillas me iban corriendo lentamente dos hilos ya larguísimos de lágrimas.