«Haz aquello que te apasione» es un consejo peligroso.
Thomas se hizo esta reflexión en el último sitio que cabría imaginar. Paseaba por un camino entre el bosque de robles que rodea la cuenca del monte Tremper, uno de los muchos que cruzan las casi cien hectáreas del monasterio zen que tiene en ese rincón de las Catskills su sitio desde principios de 1980. Thomas había pasado allí la primera mitad de su estancia de dos años como novicio. Su llegada, unos meses antes, supuso para él alcanzar el sueño que había acariciado durante años. Siguiendo su pasión por el zen había llegado a este apartado retiro en las Catskills, esperando encontrar a cambio la felicidad. Sin embargo, aquella tarde, erguido en medio del robledal, comenzó a llorar mientras su fantasía se hacía añicos.
«Siempre me preguntaba: “¿Qué sentido tiene la vida?”», me contó cuando nos conocimos en una cafetería en Cambridge, Massachusetts. Para entonces ya habían transcurrido varios años desde su revelación en las Catskills, pero el recorrido que le había conducido hasta ese punto permanecía claro, y estaba más que dispuesto a hablar de él, como si su recuerdo le ayudase a exorcizar los demonios de su complejo pasado.
Después de dos licenciaturas en Filosofía y Teología y un máster en Religiones Comparadas, Thomas decidió que la práctica del budismo zen era la clave para vivir una vida con sentido. «Había tantas conexiones entre la filosofía que estudiaba y el budismo que me dije: basta con que practique el budismo para responder a las grandes preguntas», me explicó.
Tras la licenciatura, sin embargo, necesitaba dinero, por lo que tuvo que dedicarse a varios trabajos. Estuvo un año enseñando inglés en Gumi, una ciudad industrial en el centro de Corea del Sur. Para muchos la vida en el este asiático podría parecer romántica, pero para Thomas el exotismo se desvaneció rápidamente. «Todos los viernes por la noche, después del trabajo, los hombres se arremolinaban en torno a unos carritos callejeros con toldo para beber soju [licor de arroz] hasta bien entrada la noche. En invierno salía vaho de las tiendas, de todos los hombres que se congregaban. Lo que más recuerdo, no obstante, es que al día siguiente las calles estaban cubiertas de restos secos de vómito.»
La búsqueda de Thomas le empujó a viajar por China y el Tíbet y a pasar una temporada en Sudáfrica y otros lugares, hasta recalar en Londres y ganarse la vida en un trabajo gris como grabador de datos. Durante este período alimentó la convicción de que la clave para ser feliz estaba en el budismo. Pasado un tiempo, ese sueño evolucionó hasta transformarse en la idea de que debía hacerse monje. «Me construí una fantasía desbordada acerca de la práctica del zen y la vida en un monasterio —me explicó—. Acabó por representar un sueño hecho realidad.» Cualquier otra tarea empalidecía comparada con esta ilusión: estaba entregado en cuerpo y alma a seguir aquello que le apasionaba.
Fue en Londres donde oyó hablar por primera vez de ese monasterio zen en las montañas, y su seriedad le atrajo de inmediato. «Practicaban el zen con una intensidad y sinceridad verdaderas», recuerda. Su pasión le insistía en que aquel monasterio en las montañas era su lugar.
El proceso de admisión le llevó nueve meses. Al llegar, por fin, al aeropuerto Kennedy, tras recibir la aprobación para vivir y ejercer en el monasterio, tomó un autobús hasta las Catskills; el viaje duró tres horas. Después de dejar atrás las afueras, el autobús recorrió una serie de pueblecitos pintorescos, rodeados de un paisaje «cada vez más hermoso». En una escena de simbolismo casi impostado, el vehículo llegó por fin al pie del monte Tremper, paró y Thomas se encontró en un cruce de caminos. Recorrió el que llevaba desde la parada hasta la entrada del monasterio, protegida por una puerta de hierro forjado, abierta a los nuevos inquilinos.
Una vez dentro se acercó hasta el edificio principal, una construcción de basalto azulado de cuatro plantas convertida en templo y recubierta de madera de roble de los alrededores. «Como si la montaña misma se ofreciese de morada para la práctica espiritual», describen los monjes el entorno en su material informativo. Tras empujar la puerta de roble le recibió un monje encargado de acoger a los recién llegados. Luchando por encontrar la expresión para describir sus emociones frente a esta experiencia, Thomas consiguió por fin explicármelo: «Era como estar muy hambriento y saber que vas a disfrutar de un banquete extraordinario; eso fue lo que significó para mí».
Su nueva vida como monje empezó bien. Vivía en una pequeña cabaña en el bosque, apartada del edificio principal. Al comenzar la visita había preguntado a un monje veterano, que había vivido en una cabaña parecida durante más de quince años, si alguna vez se había sentido cansado de pasear por el camino que unía las chozas con el edificio principal. «Acabo de empezar a conocerlo», replicó, con aire reflexivo.
El día en el monasterio zen de las montañas podía empezar a las cuatro y media de la mañana, dependiendo de la época del año. En silencio, los monjes saludaban a la mañana meditando entre cuarenta y ochenta minutos sobre unas alfombrillas dispuestas «con precisión geométrica» en el vestíbulo principal. Las vistas a través de las ventanas góticas eran espectaculares, pero las alfombrillas hacían que los meditantes estuviesen demasiado pegados al suelo como para disfrutarlas. Una pareja de monitores se sentaba en la parte posterior de la habitación, y de vez en cuando deambulaban entre las esterillas. Thomas contaba: «Si notabas que te estabas quedando dormido podías pedirles que te golpeasen con una vara que reservaban para ese fin». Después del desayuno, que tomaban en ese mismo recinto, a cada cual se le asignaba una tarea. Durante un tiempo, la suya consistió en limpiar aseos y cavar zanjas, pero en un gesto un tanto anacrónico, también le encargaron el diseño gráfico del diario del monasterio. En un día normal se seguía con más meditación, encuentros con monjes más experimentados y, con frecuencia, largas e inescrutables lecciones sobre el dharma. Por la tarde, antes de la cena, los monjes tenían un tiempo de descanso, que Thomas solía aprovechar para encender la estufa de leña de su cabina, preparándose para las frías noches de las Catskills.
Sus problemas comenzaron con los koan. Un koan, en la tradición zen, es un acertijo, formulado a veces como una historieta o una pregunta, y que trata de desafiar a las respuestas lógicas, forzando a acceder a una comprensión más intuitiva de la realidad. Por ejemplo, Thomas citaba uno de los primeros a los que se enfrentó: «Muéstrame un árbol inamovible frente a un viento impetuoso».
«No entiendo ni qué tipo de respuesta se espera», protesté.
«En una charla —me explicó—, tienes que responder de inmediato, sin pensar. Si te paras un momento, te mandan fuera de la sala, y la charla se termina.»
«Bueno, a mí me habrían echado.»
«Yo di esta respuesta para superar el koan —me dijo—. Me puse en pie, como un árbol, y moví los brazos imitando las sacudidas del viento, ¿ves? La clave está en que es un concepto que en realidad no se puede expresar con palabras.»
Uno de los primeros obstáculos importantes a los que se enfrenta el novato que se toma en serio la práctica del zen es el mu koan: superarlo es la primera de las «ocho puertas» del budismo zen. Hasta que se supera ese hito, no se puede considerar a nadie un verdadero aprendiz. Thomas parecía reacio a explicarme ese koan. Ya lo había visto antes, investigando el zen: como los acertijos desafían a la racionalidad, cualquier intento de describírselos a un no practicante podría banalizarlos. Por eso decidí no presionar a Thomas y, en cambio, busqué la respuesta en Google. Esta es una de las traducciones que encontré:
Un peregrino preguntó al gran maestro Zhaozhou: «¿Tiene un perro naturaleza de Buda?». Zhaozhou respondió: «Mu».
En chino, mu quiere decir, más o menos, «no». Según las interpretaciones que leí, Zhaozhou no estaba respondiendo a la pregunta del peregrino, sino que se la estaba devolviendo. Thomas se esforzó por superar este koan y le dedicó toda su atención durante meses. «Trabajé una y otra vez con ese koan —me dijo—. Me iba a la cama con él, y dejé que entrase en todo mi cuerpo.»
Y entonces lo descifró.
«Un día, paseando por el bosque, me sentí ausente durante un momento. Había estado observando unas hojas, y mi “yo” había desaparecido. Todo el mundo tiene experiencias así, pero no les da importancia. Pero yo, cuando tuve esa experiencia, estaba preparado para ella, y sentí que todo encajaba. Caí en la cuenta de que eso era el koan.» Thomas había logrado atisbar la unidad de la naturaleza que conforma el núcleo de la concepción budista del mundo. Fue esa unidad la que le otorgó la respuesta al koan. Emocionado, en su siguiente charla con el monje veterano hizo un gesto —«un gesto simple, de los que se hacen en el día a día»— que reveló que había comprendido de forma intuitiva la respuesta al koan. Había atravesado la primera puerta: era, oficialmente, un estudiante en firme del zen.
No mucho tiempo después de superar el mu koan, Thomas hizo su descubrimiento acerca de la pasión, mientras caminaba entre los mismos árboles que le habían desentrañado el koan. Armado con la intuición que le aportó superar el acertijo, empezó a comprender las lecciones, antes oscuras, que los monjes veteranos ofrecían casi a diario. «Mientras recorría el sendero descubrí que todas esas clases hablaban sobre lo mismo que el mu koan», dijo. En otras palabras, era eso. Era eso lo que ofrecía la vida como monje zen: una contemplación cada vez más elaborada de esa intuición fundamental.
Había alcanzado la cumbre de su pasión; ya podía denominarse, con propiedad, practicante del zen. Y, aun así, no estaba experimentando esa paz y esa felicidad sin igual que llenaban sus antiguas ensoñaciones.
«La verdad es que no había cambiado nada. Era exactamente la misma persona, con las mismas preocupaciones y angustias. Un domingo a última hora de la tarde llegué a esta conclusión, y empecé a llorar.»
Thomas había perseguido su sueño hasta el monasterio zen de las montañas, con la creencia, compartida por muchos, de que la clave para la felicidad es identificar la verdadera vocación y después perseguirla con todo el valor que se pueda reunir. Pero, tal y como él mismo experimentó aquel domingo por la tarde en el robledal, esa creencia es de una ingenuidad flagrante. Cumplir su sueño de convertirse en un adepto zen a tiempo completo no hizo que su vida fuese, por arte de magia, maravillosa.
Tal y como descubrió, el camino a la felicidad —al menos en lo que se refiere a la forma en la que uno se gana la vida— es más complicado que responder a la clásica pregunta: ¿qué hago con mi vida?
Hacia el verano de 2010 estaba obsesionado con responder a una pregunta muy simple: ¿por qué algunas personas terminan amando lo que hacen, mientras que muchos otros no son capaces de conseguir ese objetivo? Esa fue la obsesión que me condujo hasta gente como Thomas, cuyas vidas contribuyeron a reafirmar una intuición que hacía tiempo que sospechaba certera: cuando se trata de conseguir el trabajo de tus sueños, hacer caso al corazón no es un consejo muy útil.
Lo que me había llevado a esa conclusión fue más o menos así: en el verano de 2010, momento en el que esta preocupación empezó a asediarme con fuerza, trabajaba de profesor asociado en el MIT, centro en el que me había doctorado en Ingeniería Informática el año anterior. Llevaba camino de convertirme en profesor de universidad, algo que en el programa de posgrado del MIT se consideraba la única vía respetable. Si se hace bien, la enseñanza universitaria es un trabajo para toda la vida. En otras palabras, en 2010 estaba planeando lo que podría acabar convirtiéndose en mi primera y última búsqueda de empleo. Si existe un momento en el que descubrir qué es aquello que nos apasiona, y con lo que queremos ganarnos la vida, era aquel.
Pero si había algo que reclamaba mi atención con una insistencia aún mayor era la posibilidad, muy real, de que no consiguiese ser profesor. No mucho tiempo después de conocer a Thomas concerté una reunión con mi tutora para hablar de mi búsqueda de empleo. «¿Cómo de mala sería la universidad a la que estarías dispuesto a ir?», fue su primera pregunta. El mercado laboral académico es siempre competitivo, pero en 2010, con la economía aún en recesión, era especialmente duro.
Para complicarlo más aún, el campo de investigación en el que me estaba especializando había perdido interés en los últimos años. Los dos últimos estudiantes que se graduaron en el mismo grupo en el que yo estaba escribiendo mi tesina acabaron dando clase en Asia, y los dos últimos doctores terminaron en Lugano (Suiza) y en Winnipeg (Canadá), respectivamente. «Tengo que reconocer que este proceso me parece bastante duro, estresante y deprimente», me confesó uno de ellos. Dado que mi esposa y yo queríamos quedarnos en Estados Unidos, a elegir en la Costa Este, decisión que reducía de forma drástica nuestras opciones, debía encarar la posibilidad, muy alta, de que mi búsqueda de un empleo académico fuese un fiasco. Era probable que tuviese que empezar de cero a la hora de plantearme qué hacer con mi vida.
Este era el telón de fondo en el que emprendí lo que acabé por designar como «mi búsqueda». La pregunta estaba clara: ¿cómo hace la gente para terminar amando aquello a lo que se dedica? Y necesitaba una respuesta.
Este libro atestigua lo que descubrí a lo largo de mi búsqueda.
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He aquí lo que puede esperarse de las páginas que siguen:
Como ya se ha visto, no avancé demasiado hasta que me di cuenta, como le ocurrió a Thomas antes que a mí, de que la sabiduría convencional acerca del éxito profesional —«persigue tus sueños»— presenta serios defectos. No solo no alcanza a describir cómo mucha gente termina por embarcarse en carreras apasionantes, sino que, para muchos otros, consigue empeorar aún más las cosas. Puede llevar a cambios de trabajo crónicos y a una angustia inextinguible cuando, como le ocurrió a Thomas, la realidad no está a la altura de lo soñado.
Con este punto de partida, comenzaré con la Regla 1, en la que critico sin compasión la supremacía de esta hipótesis de la pasión. Pero no me detendré ahí. Mi búsqueda me llevó más allá de identificar lo que no funciona, y me instó a responder también a esta pregunta: si perseguir tus sueños es un mal consejo, ¿qué habría que hacer entonces? Mi indagación, descrita en las Reglas 2-4, me condujo a lugares insospechados. Para entender mejor la importancia de la autonomía, por ejemplo, terminé pasando un día en una granja orgánica dirigida por un licenciado de la Ivy League. Para afinar mi definición de lo que son las habilidades, pasé algún tiempo con músicos profesionales, ejemplos de una cultura artesanal en peligro de extinción y que, en mi opinión, tiene mucho que decir sobre cómo se enfoca el trabajo. También me sumergí en el mundo de los inversores de riesgo, de los guionistas, de los programadores informáticos estrella y, por supuesto, en el de los profesores de renombre, por citar algunos ejemplos. Todo ello en un esfuerzo por separar el grano de la paja a la hora de embarcarse en una carrera profesional apasionante. Una de las cosas que más me sorprendieron fue la cantidad de fuentes de sabiduría que se hacen visibles una vez disipada la niebla densa que produce la insistencia monolítica en perseguir los propios sueños.
El desarrollo del libro está hilvanado con un mismo hilo conductor: la importancia de las aptitudes. He descubierto que las variables que hacen grande un gran trabajo son escasas y valiosas. Para encontrarlas en la vida laboral se necesita ofrecer a cambio algo que sea también escaso y valioso. En otras palabras, hay que ser bueno en algo, hay que hacerlo muy bien, si se espera tener un buen empleo.
Desde luego, ser muy competente en algo no es garantía suficiente para la felicidad; son muchos los ejemplos de adictos al trabajo, tan respetados como desgraciados, que respaldan esta afirmación. Del mismo modo, ese hilo conductor de mi argumentación va más allá de la mera adquisición de habilidades útiles y se adentra en el fino arte de invertir el capital profesional que dichas habilidades generan en las cualidades adecuadas para la vida laboral.
Este razonamiento echa por tierra la sabiduría convencional, y relega la pasión a un plano secundario, considerando ese sentimiento un fenómeno accesorio en una vida profesional bien vivida. No persigas tus sueños; haz que sean estos los que te sigan a ti en la misión de volverte, según mi cita preferida de Steve Martin, «tan bueno que no puedan ignorarte».
Este concepto es, para muchos, un cambio radical, y, como ocurre con cualquier idea disruptiva, su aparición debe ser llamativa. Por eso lo he escrito como si fuese un manifiesto. He dividido el contenido en cuatro «reglas», cada una con un título provocativo a propósito. También he intentado que sea un libro breve y contundente: quiero exponer una nueva forma de ver el mundo, pero no quiero complicar las ideas con demasiados ejemplos y debates. Este texto ofrece consejos concretos, pero no contiene un método en diez pasos ni autocuestionarios. La materia que trata es demasiado sutil como para reducirla a una fórmula.
Al terminarlo, habrás averiguado cómo concluyó mi propio caso, y el modo en el que he aplicado lo aprendido a mi vida profesional. También volveremos con Thomas, quien —tras el desalentador descubrimiento en el monasterio— fue capaz de retomar sus principios básicos, fijar de nuevo su objetivo en trabajar bien, en lugar de hacerlo en tener un buen trabajo y, por último, alimentar la pasión por lo que hace, por primera vez en su vida. Esta es la felicidad a la que tú mismo, también, deberías aspirar.
Espero que las ideas que vas a ver te liberen de los tópicos simplistas del tipo «sigue tu pasión» y «haz lo que te gusta» —la clase de frases que han engendrado la desorientación laboral que afecta a tanta gente hoy— y, en su lugar, te ofrezcan una forma realista de llegar a una vida profesional apasionante y con sentido.