Enrique Krauze tenía razón cuando en su ensayo en Letras Libres del 30 de junio de 2006 calificó a Andrés Manuel López Obrador como un «Mesías Tropical». Para algunos, los más conservadores, era un calificativo muy adecuado por su discurso violento, sus desplantes hacia sus adversarios, sus arengas matutinas y su narrativa plagada de «otros datos». En fin, un profeta diletante y manipulador. Para otros, los más liberales, era una afrenta que el evangelizador de la Cuarta Transformación recibiera el trato del jefe de una secta en busca de la tierra prometida.
Doce años fueron necesarios para sincronizar los relojes de la esperanza hacia un líder que reiteradamente se victimizaba, denunciaba el robo de elecciones, urgía a acabar con la mafia del poder y con la rampante corrupción, al mismo tiempo que ese «pueblo bueno y sabio» crecía en adeptos, pues ya estaban cansados de contemplar sexenio tras sexenio el carnaval de la impunidad sobre el robo descarnado al erario. Así, el hartazgo acabó por confirmar lo que la mayoría necesitaba escuchar a través de un evangelio que escondía arrebatos de aquel mesías que fue ganando más y más simpatías, no solo entre aquellos que menos tenían, sino también entre quienes teniendo algo temían perderlo todo. El sistema debía cambiar, mudar su piel, con el fin de cerrar aquella brecha de la desigualdad y, de ese modo, pavimentar para los mexicanos la posibilidad de un camino de bienestar. Y se logró cuando poco más de treinta millones de voluntades tomaron la decisión del cambio que se les negó en 2000, con la fallida transición azul que acabó tiñendo al país de rojo.
Lo que jamás imaginamos era que aquel evangelio del Mesías Tropical sería traicionado —en el mejor de los casos—, o que en realidad jamás existió —en el peor—, puesto que era falso que se quisiera regresar a los militares a los cuarteles; era mentira que se buscaba acabar con aquella mafia del poder; era falsaria aquella invocación al santísimo del «¡Detente!». Poco a poco su discurso, que en campaña era esperanzador y de unidad, con su famoso «Juntos haremos historia», se tornó agrio, radical, confrontativo y descalificador de todos aquellos que no compartieran su voluntad y sus caprichos. Era mentira que buscaba acabar con la miseria a través de sus programas del bienestar, con cheques mensuales enviados a domicilio o entregados como limosna en una tarjeta. Esto solo le garantizó la permanencia del séquito del hambre que luego se convirtió en la multitud de esclavos de la beneficencia social, quienes ahora están muy lejos de una educación igualitaria que les devuelva la movilidad social perdida y muy distantes de un sistema de salud que, al menos, les selle su pasaporte a la vida digna.
Después de cinco años de escuchar y tolerar los evangelios de la mal llamada «Cuarta Transformación», entendemos que el Mesías Tropical buscaba cerrar los esponsales con la miseria en este sexto matrimonio. Buscaba garantizar que ese apoyo disfrazado de bienestar se tradujera cada tres o seis años en un pago de cómodas mensualidades que asegurara que la miseria jamás terminaría. Si el mantra de este gobierno era «primero los pobres», el destino tenía que generar más miserables y así garantizar la preservación del poder. No importaba si se tenía que comprar la voluntad del Ejército, como tampoco si se podía claudicar a repartir abrazos entre aquellos que con balazos, y con su dinero ilícito, financiarían la expansión de su poder. Y, para acompañar la imagen de un camino confiable, qué mejor que la complicidad de aquellos fariseos abnegados que van recogiendo con la venta de sus tarjetas prepago el dinero recibido por el gesto generoso de quien prefiere la caridad por encima de la productividad.
Los esponsales de esta nueva intentona de matrimonio que solo se consumará si se mantiene en el poder después del 2 de junio de 2024 no son con la Iglesia, ni con los militares, ni con los hombres del capital, sino con el fortalecimiento de la miseria como instrumento de dominación y el reparto de dádivas como garantía de que el poder será eterno. Como todavía lo es en Cuba, aun sin los Castro. Como aún lo es en Venezuela, sin Chávez. Y si el rechazo popular llega a manifestarse porque las mayorías desenmascararon al Mesías Tropical, siempre existirá la crisis, el estado de excepción que le permita redefinir agendas, sojuzgar a la disidencia y comprar tiempo para que un nuevo evangelio florezca y le garantice un lugar en el pedestal de la historia.