CUARTO MATRIMONIO
CRISIS SOBRE CRISIS
La profunda crisis económica en la que Luis Echeverría sumió a México en 1976 abrió por primera vez la posibilidad de que el pri saliera de Los Pinos. El Partido Acción Nacional (pan) tenía entonces en la dupla de Efraín González Morfín y Luis Calderón —el padre de Felipe Calderón— la posibilidad de arrebatarle al pri la elección presidencial.
Pero los agraviados empresarios del llamado Grupo Monterrey, en luto por el asesinato de su líder Eugenio Garza Sada, decidieron participar en política y asumieron desde sus chequeras el control del pan. Promovieron entonces la candidatura de Pablo Emilio Madero, un ejecutivo de Grupo Vitro —sobrino del prócer democrático Francisco I. Madero—, a quien impulsaron como su candidato presidencial. La natural candidatura de González Morfín fue descarrilada desde el poder económico.
José López Portillo, el candidato oficial, no se cruzó de brazos ante la seria amenaza de convertirse en el primer priista en perder una elección presidencial. Cercano a los empresarios regiomontanos desde sus días como director de la Comisión Federal de Electricidad (cfe) y como secretario de Hacienda, López Portillo se sentó con los capitanes de Monterrey para pactar bajo un convincente mantra: «Yo no soy Luis Echeverría. Denme la oportunidad». Coincidencia o no, invocando legalismos, el candidato panista Pablo Emilio Madero se retiró. En 1976 se vivió en México un caso digno de Ripley. Aunque usted no lo crea, vivimos la única «elección sin posibilidad de elección», con un solitario candidato, el del pri.
El favor fue ampliamente recompensado. Tan pronto como asumió la presidencia, López Portillo enfiló a Monterrey para firmar con sus capitanes de empresa la llamada Alianza para la Producción. El péndulo se desplazaba a la derecha. El gobierno lopezportillista cumplía su promesa y convertía a Bernardo Garza Sada, presidente de Grupo Alfa, y a Eugenio Garza Lagüera, presidente de Grupo Visa, en sus estandartes de la nueva pujanza nacional.
Y si el mantra económico hasta los días de Echeverría fue el dólar, con López Portillo la paridad cambiaría. El nuevo fetiche económico sería el petróleo. El boom energético mundial, que elevó los precios del barril de crudo de siete a treinta dólares, instaló a México en el mapa global de los grandes productores de crudo. Y un eufórico, petrolizado y frívolo López Portillo, convertido en un jeque occidental, hizo un llamado a los mexicanos: «Tenemos que acostumbrarnos a administrar la abundancia», fue su proclama para aquella bonanza que se gastó por anticipado.
Pero la euforia se desbordó y el crudo que todavía no se extraía del subsuelo fue hipotecado con grandes préstamos en dólares, buscando salir a flote de la debacle económica con la que terminamos el sexenio de Echeverría. Las grandes corporaciones, con las regiomontanas Alfa y Visa en la proa, compraron el espejismo de esa abundancia y, al igual que el Gobierno, se endeudaron para crecer desaforadamente. Pero la crisis petrolera de 1979 reinstaló a México en el abismo económico con una deuda nacional —pública y privada— fuera de control. La salida fácil fue la estatización de la banca. El «perro» enmudeció y no pudo cumplir su palabra.
El péndulo político estaba obligado a transitar a la izquierda, pero la profunda recesión obligó a la selección de un técnico, centrista y ortodoxo llamado Miguel de la Madrid. Bajo su gobierno se creó el cuarto matrimonio del Estado mexicano, ahora con el llamado sector social, una entelequia constitucional con la que se pretendía aglutinar a todos los movimientos sindicales para respaldar —en ausencia de los dolientes hombres del capital— las políticas públicas que carecían de credibilidad.
De la Madrid fue el responsable de suplantar el fetiche petrolero por un nuevo mantra económico: la salvación de México estaría ahora no en el dólar de Echeverría ni en el petróleo de López Portillo, sino en la bursatilización de sus empresas. El nuevo dios financiero, glorificado desde el templo de la Bolsa Mexicana de Valores (bmv), abrió paso a una nueva élite financiera encabezada desde entonces por dos personajes: Carlos Slim Helú y Roberto Hernández. La especulación derrocaba a la producción como instrumento para acumular capital. Ahora la panacea sería el boom bursátil.
Pero, al igual que sucedió con el petróleo en 1981, «el mundo nos volvió a fallar». El crack bursátil global de 1987 nos confrontó con la brutal realidad. El incipiente concubinato entre el Estado y el sector social, pactado en una enmienda constitucional, jamás llegó al altar. Los sindicatos debieron sepultar las promesas de un gobierno al que le faltó atreverse. El cuarto divorcio se dio sin haberse consumado, siquiera, la luna de miel.