Consumado con la Reforma juarista el divorcio entre el Estado mexicano y la Iglesia, la urgencia del nuevo matrimonio pasó por las armas.
La invasión de Estados Unidos en 1846 y la segunda intervención francesa de 1862 obligaban a la defensa de la soberanía nacional y del territorio que conservamos.
Por eso se aceptó con entusiasmo que un militar, un héroe de la Batalla de Puebla, el general Porfirio Díaz, asumiera en noviembre de 1876 la presidencia de México. La urgencia del nuevo matrimonio del Estado era con las armas, con las milicias nacionales que pudieran frenar una pérdida de territorio mayor que la ocurrida durante la invasión de México por parte de los estadounidenses.
El general Díaz entendió puntualmente que los mexicanos temían nuevas invasiones y, desde un gobierno de mano firme, con nulos espacios para la disidencia, le dio certidumbre a un país convulso, ocupado, intervenido y mancillado en su territorio y en su soberanía. Durante treinta años, don Porfirio —como se le conocía popularmente— significó la garantía no solo de la estabilidad territorial y la paz, sino del inicio de un proceso de modernización de México en los albores del siglo xx. Pero sus avances en la construcción de la infraestructura para el desarrollo del país, coronada con una extraordinaria red de ferrocarriles, no fueron suficientes para sofocar la intranquilidad que se gestaba desde el analfabetismo y la miseria de las mayorías.
Su gabinete, bautizado como los Científicos, por su ortodoxia para manejar el Gobierno, ignoró el llamado de la democracia que ya imperaba en países políticamente más avanzados. Así, la postergación de unas elecciones libres acabó por sepultar al llamado Porfiriato.
El instigador de este segundo divorcio —el del Estado con los militares— fue Francisco I. Madero, un coahuilense de familia acomodada, nacido en 1873, tres años antes de que el general Porfirio Díaz asumiera por primera vez la presidencia de México. Fundador en 1909 del Partido Nacional Antirreeleccionista (pna), el cual buscaba el fin de la dictadura porfirista de tres décadas y la instauración de la democracia, Madero logró, con su Plan de San Luis, derrocar a Díaz con un mantra de cuatro palabras: «Sufragio efectivo, no reelección».
Era el principio del divorcio entre el Estado y los militares, un modelo agotado cuando la industrialización tocó las puertas de un México asentado en ricos yacimientos de petróleo. La mejor muestra de este despertar modernista se dio en los años anteriores a la proclama revolucionaria, cuando el empresario británico sir Weetman Dickinson Pearson fundó, en 1909, la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila.
Con las enormes facilidades de inversión y con abundantes exenciones fiscales otorgadas por el entonces ministro de Hacienda, José Yves Limantour, Dickinson construyó en Minatitlán, Veracruz, la primera refinería en suelo mexicano. Para 1909, ya con el virus revolucionario inoculado, el empresario británico organizó el Consejo de Administración de El Águila.
Ahí figuraban el gobernador del Distrito Federal, Guillermo de Landa y Escandón; el gobernador de Chihuahua, Enrique C. Creel; el presidente del Consejo de Ferrocarriles Nacionales, Pablo Macedo; el presidente del Banco Central Mexicano, Fernando Pimentel, y el coronel Porfirio Díaz Ortega, hijo del presidente-dictador que dos años después sería derrocado. El amasiato entre el poder político y el económico daba sus primeros pasos en el incipiente México industrial. Para 1910, cuando estalló la Revolución, la compañía El Águila manejaba ya el 50% del mercado nacional de crudo y combustibles.
La señal era clara: la urgencia del nuevo matrimonio del Estado mexicano ya no era con el clero ni con los militares, sino con el capital. Solo así se aspiraría a la posibilidad de insertar a México en la nueva era industrial que despegaba con todo el ímpetu en la primera década del siglo xx.