I

PRIMER MATRIMONIO

HASTA QUE LA REFORMA NOS SEPARE

Lo que nos venden en los textos de historia de México sobre el llamado movimiento de Independencia dista mucho de lo que en verdad se vivió. Lo que sus promotores buscaban desde 1808 era una autonomía de España, dominada entonces por las fuerzas francesas comandadas por el emperador Napoleón Bonaparte. Intentaban que nos reconocieran «la mayoría de edad» como colonia española, para administrar lo que se recaudaba y enviar solo los excedentes a la madre patria.

El grito del cura Miguel Hidalgo y Costilla aquella madrugada del 16 de septiembre de 1810 confirma esta tesis. La incorporación de «¡Viva Fernando Séptimo!» en las arengas que llamaban a la insurrección no era precisamente un llamado a la independencia.

Pero el movimiento fue gestándose en los claustros religiosos —universidades, seminarios, conventos—, hasta donde llegaban con facilidad los libros que difundían las teorías de la llamada Ilustración o Iluminismo, que desde Europa despertó en casi todo Occidente a finales del siglo xviii y principios del xix. Por eso la semilla de la independencia fue cultivada por dos sacerdotes —Miguel Hidalgo y José María Morelos—, quienes articularon, con caudillos como Ignacio Allende, Juan Aldama, Mariano Jiménez, Mariano Abasolo y la corregidora Josefa Ortiz de Domínguez, la gesta que emancipó a México de España.

Eso explica el porqué, al consumarse la Independencia, el primer gobierno autónomo propició una alianza casi incondicional con la Iglesia. Porque sabían que, a partir de la revuelta de 1810, la fuerza de la fe jugaría un papel crucial en el México naciente.

Ese primer matrimonio entre el Estado mexicano y la Iglesia dio paso a los incipientes gobiernos que cedieron poder político y económico casi ilimitado a las sotanas y a los hábitos. En la primera mitad del siglo xix no existía institución más poderosa en México que la Iglesia católica, omnisciente y omnipresente más allá del púlpito. Ejercía su influencia oculta tanto en el poder político como en el económico, descendiendo con ellos —o incluso encaminándolos— a sus infiernos. Muchas de las grandes fortunas y haciendas fueron heredadas al clero católico, apostólico y romano que acumuló exultantes riquezas y, con ello, un poder y una influencia descomunal en todo el quehacer nacional.

Pero en la política aplican también las leyes naturales de la física. Y «a toda acción corresponde una reacción igual y opuesta». A la opulencia económica y de poder de la Iglesia se opuso entonces una fuerza, la del movimiento de Reforma, una causa abanderada por el indígena liberal Benito Juárez, quien comenzó a ocupar espacios políticos y reclamaba la separación de la Iglesia y el Estado, hasta que lo consiguió. Era el fin de un matrimonio hecho en el cielo para crearles su paraíso a unos cuantos elegidos, pero jamás sacó de su infierno a los millones de miserables y desposeídos. En medio de la promoción de ese primer gran divorcio entre el Estado y la Iglesia confrontamos dos intervenciones al territorio mexicano. La francesa, que resultó en la imposición de Maximiliano como segundo emperador de México; y la estadounidense, que finalizó con la venta de la mitad de nuestro territorio a Estados Unidos.

Por eso, tras el divorcio con la Iglesia, un nuevo matrimonio se consumó entre el Estado y los militares. Porque en ese entonces la prioridad era la defensa ante aquel extraño enemigo —francés o estadounidense— que profanaba con sus plantas lo que quedaba del bendito suelo mexicano. Lo importante era no perder más, ni territorio ni soberanía.

Y el caudillo propicio para apuntalar ese segundo matrimonio fue un militar que combatió heroicamente en la Batalla de Puebla, cuando las fuerzas francesas fueron derrotadas por las mexicanas. Fue así como el general Porfirio Díaz consumó, con su ascenso a la presidencia en 1876, los esponsales del nuevo matrimonio con el Estado mexicano. Las armas —y no la fe— serían el nuevo baluarte para defender a la Patria.

El primer divorcio con el clero estaba consumado. El nuevo matrimonio entre el Estado y los militares asumía el poder de la nación.