«La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda…». Esta es la memoria favorita que tengo de mi amigo Gabriel García Márquez, el inolvidable Gabo. Es un pensamiento diáfano que encierra todo un universo de principio a fin.
Llegamos a esta vida para alcanzar la felicidad, pero también para ayudar a los demás a ser felices. En ese trayecto, a veces sin darnos cuenta, vamos coleccionando imágenes, hilando pensamientos, disfrutando y padeciendo vivencias, volando con el viento a favor algunos días y con las alas rotas en otros. Pero siempre estamos surcando los cielos entre nubes de sueños que, de tiempo en tiempo, tenemos la dicha de transformar en realidad.
Las páginas que tienes en tus manos son el fruto de cincuenta años de andar —algunas veces caminando, unas corriendo y otras tropezando— las anchas calzadas que el gran Gabo siempre calificó como el mejor oficio del mundo, el de periodista. Un oficio nada ingrato, siempre apasionante, que te abre las puertas para ser testigo de primera fila, apuntador tras los telones y, en no pocas ocasiones, un actor improvisado que moldea con lo que escribe —o con lo que calla— el inconsciente colectivo que se va forjando con la historia de una sociedad, de una ciudad o de una nación.
Soy hijo de la cultura del esfuerzo, quizá de la última generación de mexicanos que tuvo el privilegio de encarnar masivamente esa movilidad social que se gestó con el llamado Desarrollo Estabilizador. Entre las décadas de 1950 y 1970 se forjó una gran clase media que aspiraba a una vida y a un México mejor. Pero esa movilidad se esfumó.
Mis padres, Ramón y Gilda, trabajaron de sol a sol para darles a sus cuatro hijos la mejor herencia posible: una buena educación que iba siempre de la mano con el ejemplo en casa. Nada se daba por hecho, nada era gratuito, todo debía ganarse mediante un buen comportamiento y buenas calificaciones. Y más allá del techo, la comida, el vestido y la educación, cualquier «extra» tenía que ganarse vendiendo periódicos en la calle, cajas de huevo casa por casa, lavando y encerando autos, revolviendo leche de cabra en un cazo para hacer dulces o boleando zapatos a los parientes y amigos en las reuniones familiares.
A los 13 años tuve la oportunidad de un primer empleo formal como corrector de pruebas en la imprenta que dirigía el tío Julio García, revisando la ortografía de los textos que integrarían el voluminoso almanaque, el cual se editaba cada año en la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey.
Becado en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, estudié la licenciatura en Ciencias de la Comunicación. En 1973, para ayudarme con los gastos universitarios, logré —a los 17 años— una oportunidad como reportero en la sala de redacción del periódico El Norte, el cual comenzaba un periodo de transformación con Alejandro y Rodolfo Junco de la Vega, dos entusiastas hermanos veinteañeros que regresaban al país con ideas renovadoras después de estudiar Periodismo en la Universidad de Texas. A partir del primer instante en el que pisé las instalaciones del periódico, en Monterrey, todavía con olor a tipos móviles forjados en plomo caliente y con el ruido incesante de los linotipos y los teletipos, decidí que la tinta sería la sangre que correría por mis venas.
Y en esas cinco décadas de oficio, de la mano de grandes maestros y maravillosos compañeros de trabajo, abrimos aquellas puertas que entonces estaban cerradas para un periodismo que era naturalmente oficioso, pero que pronto se ensancharían de par en par a la libertad. Así, transitamos con éxito de la tinta y el papel a las cámaras y los micrófonos, al inexplorado mundo digital y al improvisado territorio de las redes sociales.
Veintisiete años en El Norte —19 de ellos como director editorial—, socio fundador de Infosel Financiero, director fundador del periódico Reforma en la capital de México; de Mural, en Guadalajara; y de Palabra, en Saltillo. Vicepresidente en Televisa; socio y fundador de la revista Cambio, de la mano del incomparable Gabo y con el apoyo de Emilio Azcárraga Jean; vicepresidente y director de El Universal, y pionero en el periodismo digital con la creación en 2006 de Reporte Índigo, primero, y de Código Magenta, después. Ese es el trayecto que marca, hasta hoy, mi destino en el fascinante universo de la comunicación.
Las historias que se recrean en Dinastías están tejidas a lo largo de esos años de transitar por las amplias avenidas de la vida pública, pero también de entrar en las estrechas y malolientes cañerías del poder de una clase política que terminó haciendo pactos inconfesables con los intereses económicos de una oligarquía empresarial insaciable. Políticos y empresarios, corruptos y corruptores, socios y cómplices, hermanados todos por la ambición sin límite, olvidando a su paso el destino de su prójimo, de los menos favorecidos.
Desde Luis Echeverría hasta Andrés Manuel López Obrador, pasando por José López Portillo, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, viví en carne propia, con cada presidente, sus glorias y sus infiernos, sus delirios de grandeza, de fortuna y de inmortalidad. Pero también fui testigo de sus descensos a los infiernos del descrédito, del exilio y del repudio social. Nadie escapó al inexorable juicio de la historia, de esa historia que, como sentencia de karma, siempre nos alcanza a la hora de su veredicto final.
En no pocos casos, promoví desde mi trinchera sus aspiraciones, que eran las de millones de mexicanos; pero, en la mayoría de esos casos, cuando esos políticos populares o populistas, soñadores o ambiciosos, se cruzaron al otro bando, al de la realpolitik, los vi transformarse en todopoderosos. Siempre pensaron que su sexenio sería eterno, que sus fechorías en las alturas los hacían invisibles. A la postre, su legado fue, en muchos casos, tan frágil o tan falso, tan efímero, tan pobre, que muy pocos pasaron sin sobresaltos la «prueba de ácido» del infranqueable séptimo año.
Por eso en México no fuimos capaces de gestar a un Ronald Reagan, a una Margaret Thatcher, a un Lech Walesa, a una Angela Merkel, o incluso, desde la izquierda social forjada a golpes de humildad, a un Pepe Mujica. Porque instalarse en la cúspide del poder en nuestro país solo se logra ascendiendo las escaleras de las alianzas y de las componendas, las confesables y las inconfesables, las políticas y las del gran capital.
Sin embargo, como testigo de primera fila en los últimos nueve sexenios, alcanzo a distinguir un hilo conductor que forjó o, mejor dicho, desarticuló el México al que aspirábamos. Este fue consumido por la mayoría de esos pobres, egoístas, corruptos y muy ambiciosos liderazgos que padecimos.
Esta historia nada tiene que ver con la lucha de cientos de mexicanos y mexicanas que se adentraron en la política buscando desde su idealismo la transformación hacia un México mejor. Tampoco tiene que ver con las transiciones partidistas, desde el Partido Revolucionario Institucional (pri) hasta el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), con paradas obligadas en los dos fallidos sexenios del Prian, la combinación de los partidos políticos antes dominantes del país, pri y pan (Partido Acción Nacional).
El hilo conductor de la historia política de México —el que se plantea en este libro— tiene que ver con el destino de dos familias, con los ideales y las ambiciones muy particulares de dos clanes que, a lo largo de más de seis décadas, consolidaron las dos dinastías que, con sus disputas políticas y personales, definieron, moldearon y trastocaron nuestro futuro como nación: la familia Echeverría y la familia Salinas.
Esta historia comienza en 1958, en el sexenio del presidente Adolfo López Mateos, y se prolonga hasta nuestros días, en el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador. La disputa está muy vigente, quizá en sus últimos estertores de poder, antes de que esa vieja estructura colapse y nos obligue a reinventarnos, a no ser que caigamos en el precipicio por incapacidad o apatía.
En el sexenio de la llamada «Cuarta Transformación», se libra la madre de todas las batallas políticas que se dieron en las últimas seis décadas. Y el epílogo de lo que viviremos aquí será inevitablemente un gran quiebre o —por qué no— el posible renacimiento de una esperanza real que nos ayude a forjar el México que algún día imaginamos. El primer paso es entender la historia —nuestra historia— para comprender lo que nos trajo aquí.
Algunos dirán que lo que plantea Dinastías es una tesis reduccionista, una visión simplista de una realidad muy compleja. Quizá tengan razón. Pero en este libro solo aspiramos a unir una larga cadena de sucesos para que cualquier mexicano que quiera abrir los ojos descubra lo que siempre fue evidente, aunque quizá se nos haya ocultado por ser tan simple. Y, sobre todo, deseamos despertar a las nuevas generaciones de millennials y centennials, que no vivieron en carne propia los días en que todo esto se gestó, para que entiendan la historia que encalló en las playas de la histeria que hoy vivimos.
Esta es la visión analítica, sin falsas pretensiones, del nieto de un ferrocarrilero y de un restaurantero, del orgulloso hijo de un mecánico y piloto fumigador, y de una madre que le contagió su amor por las letras y la curiosidad para cuestionarlo todo antes de aceptar cualquier verdad que el sistema nos vendía. Es el punto de vista de un eterno aprendiz de periodista que testificó —e incluso fue apuntador y actor— muchos de los pasajes que se narrarán en esta historia.
Será necesario despojarse de prejuicios y dejar a un lado los viejos clichés que la intelectualidad política y cultural —mayoritariamente auspiciada por uno u otro de estos dos clanes— nos ha querido imponer. Evaluemos los hechos tal como son y tal como fueron, en un intento por entender lo que nos instaló en la frágil realidad que hoy vivimos. Solo así podremos aspirar a escapar de ella para forjar un futuro viable.
Quizá, con un poco de suerte, podamos comprender que durante siete décadas vivimos cautivos entre dos visiones muy particulares de lo que es una nación. Esta incesante confrontación nos condujo a un mal destino. Ahora es el momento de romper con ese pasado mediante la muy particular visión de Dinastías, para trazar la nueva ruta que encare los retos del presente. Si aspiramos a reconstruir desde las cenizas un mañana prometedor que algunos, a pesar de todo y a pesar de tanto, no dejamos de soñar, ¡llegó la hora de hacerlo!