Sin comerlo ni beberlo me encontré en medio de un bar-restaurante humilde y de pueblo, en pleno parque natural del Montseny (Catalunya Central) llamado Can Pasqual (en El Brull, Osona). Había nacido «literalmente» en un bar.
Un local que, totalmente reformado, hoy aún regentan mis tías y mi prima. Allí se conocieron mi madre y mi padre. Mi padre era un «inmigrante gallego» que trabajaba como camarero en el emblemático Hotel Restaurante Montanyà, frecuentado por gente de clase alta y por jugadores del Barça como Cruyff, Reixach y Costas. Mi madre es catalana, trabajaba junto a sus tres hermanas en Can Pasqual y casi no pudo ir a la escuela.
Como la mayoría de los hombres de la región, mi padre frecuentaba Can Pasqual porque era donde se encontraba el mayor porcentaje de mujeres de toda la zona. Allí conoció a mi madre y allí se casaron de penalti. A altas horas de la madrugada de un 22 de marzo de 1980, nací yo. Lo de la madrugada no era un buen presagio.
Soy un «charnego», medio de aquí y medio de allí. De modo que siento especial afecto por todo lo que sea de mezcla o coupage. Me gusta lo exótico y las misceláneas. Los cuatro enfadados que hoy en día se quejan de las pateras y de la llegada de inmigrantes deberían ahondar un poco en su pasado, seguramente sus bisabuelos llegaron a donde están ellos ahora andando, en tren o por carretera, pero era exactamente lo mismo que hoy, un movimiento migratorio. A mí me gustan todos los vinos: blancos, «negros» y rosados.
En Can Pasqual di mis primeros pasos rodeado de clientes y amigos. Allí aprendí mi primera palabra que no fue ni papá ni mamá, sino «jillo», de carajillo, para desesperación de mis padres. Se ve que mi abuelo materno, me dejaba lamer la cuchara de su café aliñado con Soberano de Osborne.
Allí también puse en marcha mi primer negocio, vendiendo piedras de una mina abandonada de cobre que parecían de oro. La mina estaba cerca de la «casa de payés» de mis abuelos, donde actualmente vive mi tío, uno de los dos pastores en activo que quedan en la zona. La misma masía donde cada año se mataba el cerdo, la gran fiesta anual de la familia. Todos, incluidos los niños, participábamos de alguna manera en la matanza. En mi caso, cataba la carne picada y especiada, destinada a embutidos y butifarras de todos los estilos. En el restaurante de mis tías comenzó mi vocación de servicio, entregando a las mesas de fumadores su paquete de tabaco correspondiente. Me sabía las marcas por los colores de las cajetillas: Rex, Celtas, Habanos, Ducados. Se los llevaba sin que ellos lo pidieran, solamente observando su paquete vacío. Había nacido un camarero.
A los tres años mis padres abrieron, con todo el esfuerzo del mundo y los pocos ahorros que tenían, su propio bar. El bar La Perla. El nombre me lo hubieran podido dedicar a mí perfectamente; pero no, lo heredaron del antiguo bar/club musical que ya había funcionado en los últimos años en el pequeño pueblo de Seva.
Mis primeros recuerdos son los de un bar-restaurante de comida casera, con una gran cocinera de cocina tradicional, mi madre. Las mesas de madera, bien curtidas, con su juego de sillas de esparto que se va deshilando. Una barra larga, también de madera, y azulejos verdes, los estantes para las botellas de licor y destilados. Casi todo sigue igual. No olvidaré nunca la nevada de 1986, cuando unas cuantas familias se quedaron sin poder salir del bar durante tres días, aislados lejos de sus casas; algunos durmieron encima de las mesas y otros debajo. No les faltó comida, agua, café, leche caliente y algún vinito. Entonces aprendí que la hostelería es, en gran parte, cuidar a las personas.
Mi madre es la mujer más trabajadora y generosa del mundo y el bar La Perla es su mundo, su vida. Desde la muerte de mi padre, y prácticamente sola, con sus sesenta y tantos, aún hoy tira para adelante haciendo más horas que un reloj. Es su decisión y, aunque no la comparto, la acepto. Ya hemos tenido demasiadas conversaciones al respecto. Tanto mi hermana como yo le hemos sugerido que al menos recorte el horario, que cierre por las tardes, pero no hay manera. Pertenece a una generación que ha mamado la «cultura del esfuerzo», con pocas horas para la vida personal, cero en el caso de mi madre, y que ha salido a flote con mucho esfuerzo, voluntad y dedicación.
Aunque viajo mucho, yo también tengo mi «campo base» en Seva. La sensación de volver a casa y desconectar es máxima. Aquí no hay viñedos ni se habla de vino. Para mis vecinos sigo siendo el hijo de La Perla y puedo hablar con ellos de setas, del tiempo y de deportes. Además, quiero que mi hijo tenga una infancia en el pueblo, lejos de la urbe, con el mayor contacto con la naturaleza posible y el mínimo con las pantallas. No quiero que dibuje los pollos colgados por las patas en sus trabajos del colegio. Ya irá él cuando quiera a la ciudad, el origen no es el límite. Yo tengo muy buen recuerdo de mi infancia, jugando a la pelota con medio pueblo, siempre con la bici arriba y abajo, con las rodillas peladas, haciendo cabañas a lo Tom Sawyer, explorando el bosque, bebiendo el agua de las fuentes y de los cántaros...
Pero también pasé muchas horas aprendiendo de la gente del bar, escuchando conversaciones de adultos, a veces subidas de tono por el alcohol. Aprendí a ser servicial, a tener empatía, don de gentes, a hacer felices a los demás con el simple hecho de servir. Seguramente por eso, solo con una mirada al comedor de un restaurante puedo saber dónde falta agua o pan, a quién se le está haciendo la espera demasiado larga, quién está disfrutando, quién quiere o puede gastar más... En un instante puedo adivinar qué estilo de vino va a pedir el comensal según su forma de vestir (juego/apuesta que hacíamos en elBulli, sin fallar demasiado). De hecho, yo, como cliente, puedo saber al instante si tendremos que esperar mucho hasta que nos sirvan o si nos van a cuidar.
Viví muchas horas con los abuelos y niñeras, como tantos otros hijos de hosteleros que pasaban horas y horas de sus vidas dedicadas al pequeño negocio, de lunes a domingo y sin vacaciones. Poseo los síntomas del hijo del hostelero y tengo claro que no lo quiero repetir con mi hijo.
Tal vez, como una manera de llamar la atención, tenía asma y las pasé muy canutas. De todas formas, esto no me hizo temer fumar canutos más adelante. Fuimos a urgencias unas cuantas veces a que me pincharan cortisona o la palmaba. Luego me pincharon a diario durante años por sufrir mil alergias: al polvo (no podía tener alfombras ni cortinas en mi habitación), a los pelos de gatos y perros y, entre ellas, la más curiosa, al perfume, (hoy sigo cruzando las tiendas de perfumes de los aeropuertos con la nariz tapada). También era intolerante a la leche de mi madre: ya entonces, jodidamente de morro fino.
Tuve la suerte de estar rodeado de grandes cocineras: mi madre, mis abuelas, mi niñera «Lulu». Desde pequeño degustaba cada plato con todos los sentidos. Platos suculentos de la cocina tradicional catalana: sublimes pollos de corral, pato u oca, que mi abuela Pepita guisaba despacito y con mimo, con el punto justo de jugo para mojar un poquito de pan. Por otro lado, de parte de la abuela Rosario, todo el sabor y contundencia de la cocina gallega. Recuerdo las empanadas de conejo y pollo, me muero aún por el pulpo a la gallega con sus patatas cocidas al nivel del propio pulpo, los grelos, el cocido gallego, las filloas. Dos raíces, dos cocinas con productos y cocciones diferentes y, sobre todo, dos caracteres y dos maneras de ver la vida diferente.
Mi padre, por su parte, me dejaba catar siempre los vinos que abría. Yo era un niño, pero escuchaba con atención sus comentarios sobre las regiones de La Rioja, Penedés, Ribeiro o Navarra, que era lo más trendy de la época. Creo que esta fue la clave para desarrollar una memoria olfativa y una sensibilidad gustativa por encima de la media. Era una especie de mini sommelier con babero en vez de delantal. Quizá por eso también le perdí el respeto al alcohol demasiado pronto.
No había dinero, pero se compraba siempre comida y vino de calidad. Recuerdo la anécdota de que solo me gustaba el lenguado de mi casa, el que me hacía mi madre y no el de mi abuela. Nadie lo entendía hasta que descubrieron que el que compraba mi madre era fresco y el de mi abuela congelado. Era un puto baby gourmet. Los pocos días al año que podíamos salir juntos (el bar cerraba los martes) comíamos fuera. Los humildes ahorros de mis padres se invertían en buenos restaurantes y yo probaba todo, desde el steak tartar a los percebes. Ya entonces me flipaban las texturas nuevas, me excitaba imaginar a qué sabría lo desconocido.
De estas tradiciones conservo intacto el respeto a la comida, a lo que cuesta conseguirla y lo afortunados que somos quienes podemos disfrutar de este placer tres veces al día. Siento que me arrancan un trocito de piel cada vez que veo tirar comida, en casa o donde sea.
En el bar La Perla se forjó mi carácter, mi visión de la vida, con personas de diferentes pensamientos, oficios, orígenes y estatus. Crecí con los sabios de bar, con todos los pros y contras que eso conlleva.
Desde luego, se trataba de un ambiente donde el alcohol era el pan de cada día, estaba totalmente normalizado. Lo acabas incorporando de forma natural y no te das cuenta de sus peligros, como el estanquero que vende tabaco o el crupier de un casino. Es una forma de vida, lo que te da de comer, sin una pizca de mala fe. Por eso, ni siquiera mis padres le hacían mucho caso a que yo, ya de mayor, bebiera a diario y me pasara a tomar unas cervezas cualquier día de la semana a cualquier hora o empezara el día desayunando con vino y gaseosa. Lo veían «normal», al igual que ven «normal» que algunos trabajadores empiecen su jornada con un sol y sombra, un carajillo de brandy o una copa de anís o que pasen a repostar durante el día a base de cervezas, vinos o cubatas para seguir en sus respectivos trabajos. De todos modos, la infancia en un bar no es un factor determinante, ya que mi hermana, por ejemplo, con una infancia similar a la mía tiene un carácter totalmente diferente.
Dormíamos los tres, mis padres y yo, en la parte de arriba del mismo edificio, en unos 30 m2 con techos de metro sesenta, hasta el nacimiento de mi hermana (para cuatro ya era demasiado). Prácticamente, vivíamos en el bar. Nos pasábamos todo el día en el bar. Allí yo hacía los deberes, me escondía de mi abuelo debajo de las mesas y pasaba horas con el balón de fútbol dando toques, imaginando pases imposibles y tirando contra la pared (soñaba ser futbolista, nadie sueña ser sommelier). Estaba fascinado con la magia de Michael Laudrup, Enjoy Laudrup! Llegué a jugar en la máxima categoría de cadetes, en preferente, contra el Barça, el Espanyol, Damm. Pero enseguida escogí la noche en lugar de la pelota. (Por cierto, Laudrup es mi importador de vinos en Dinamarca.)
Todas mis peticiones de niño —bicicletas, trenes, legos, pelotas, muñecos de Mazinger Z— tenían que ser obtenidas a cambio de algún trabajo, para saber lo que costaban los cosas. Los primeros trabajos fueron rellenar la máquina de tabaco, secar las copas y los vasos, rellenar la expendedora de latas de refrescos, colocar las botellas de vidrio vacías en sus respectivas cajas, servir el pan, poner cubiertos y servilletas en las mesas, etc.
Me apuntaron a un colegio de pago en Vic invirtiendo todos sus ahorros en mi formación (seguíamos sin vacaciones). Era un colegio medio de capellanes, también me habían apuntado de monaguillo los fines de semana a 100 pelas por misa, que gastaba al instante en chuches y cromos. Lo mejor de esta experiencia fueron las catas de vino de misa que nos pegábamos a escondidas del capellán: las misas se me pasaban volando y dejaban de ser un tostón. Supongo que de esta época viene mi ateísmo.
A mi cole iban los hijos pijos de los médicos, abogados y empresarios de la plana de Vic. Con mi ropa de terra plaça1 e hijo de un tabernero, era el rarito, el pobre de la clase. Pero le sacaba provecho a mi condición vendiendo, de vez en cuando, el bocadillo extra que solía ponerme mi madre. Nunca estuve muy a gusto, siempre sacaba los cursos sin estudiar, no me interesaba mucho la forma en que se aprendía. Hasta que un día me invitaron a irme por «mal estudiante». Y ahora me pregunto: ¿qué es ser mal estudiante? ¿Estudiar para ser un buen peón?
Así que, una vez terminada la ESO, la directora decidió prescindir de mí. Según ella, no estaba preparado para el paso a Bachillerato, era un estorbo para la escuela, lo iba a pasar mal de verdad y nunca lograría aprobar los siguientes cursos. Sin estudios, sería un don nadie. A esta edad, estas palabras me cayeron como un jarro de agua fría. Si por norma ya vas perdido, cuando te dicen este tipo de cosas tan llenas de empatía, ya no sabes dónde caerte muerto. Menos mal que soy de los que se pica y me sirvió para demostrar justo lo contrario y callar bocas. No puedo menos que agradecer los presagios de esta directora visionaria.
Después de dejar la escuela, con mis rastas a lo Bob Marley, me inscribí en la Escuela de Hostelería de Girona, en servicios, sala. Recuerdo que el señor Perramón me paró por los pasillos el primer día y me dijo que con rastas no podía hacer sala.
En casa decidimos que entre semana viviría en Girona, en un piso de «estudiantes». En una presentación del curso me senté al lado de otro David, con una pinta de golfo tremenda. Días después, sin saberlo, nos encontramos compartiendo el mismo piso. Fue el Dios los cría y ellos se juntan. Quizá era el compañero más «peligroso» de la escuela. Faltábamos mucho a clase, bebíamos, fumábamos, jugábamos a las tragaperras, íbamos al casino y a las discos. Lo bueno es que aprobaba igualmente.
A la vez, yo ya empezaba a servir a los clientes en el bar durante el fin de semana. Cuando tenía unos catorce o quince años, La Perla era el bar de moda. Toda la juventud de la comarca pasaba por él antes de irse a la discoteca Fox Trot. Servía cerveza, cubatas, malibús con piña, chupitos de melocotón y manzana y observaba cómo algunos jugaban al póker, fumaban canutos o se metían rayas. Mi amor platónico era una chica cuatro años mayor que yo que venía al bar con su novio. Y, claro, yo con quince y ella con diecinueve... Ni siquiera me prestaba atención. Hoy, aquella chica guapísima es mi mujer y madre de mi hijo Pol y también de Joana, Eric y Daniela, y vivimos los seis juntos.
Lo normal es que después del trabajo me llevaran por ahí de fiesta con mi DNI falsificado. Una especie de máster acelerado de la vida, un alumno de la noche aventajado, sobrado de vida de bar y de calle.
Seva, mi pueblo, tenía unos tres mil habitantes y olía a gasolina, pues era la cuna de un Campeón de España de Rally, Pep Bassas, con su BMW, y del famoso Alex Crivillé, Campeón del Mundo de Motociclismo en 125 cc y en 500 cc, al cual tengo el placer de conocer. Así que todos mis amigos iban en moto, enloquecían por el motor y eran buenos. Yo era malísimo y tuve un par de accidentes serios. En uno salí volando por encima de un coche un día que íbamos a toda leche porque se me había olvidado el hachís en casa. Después de este accidente lo dejé. Lo de las motos, claro... En el circuito que teníamos montado, siempre era el último, el hazmerreír. Y es que a mí me gustaba el vino. Pero en el pueblo no quedaba ni una viña desde la filoxera que asoló los viñedos de Europa a finales del siglo XIX. Me di cuenta de que motor y vino no maridaban bien y dejé las motos para siempre. Añadiré que las motos me tienen frito. Cada fin de semana pasan cientos de ellas a todas horas. Solo espero y deseo que pronto todas sean eléctricas.
Así que seguí con lo mío, y con dieciocho años justos, ya estaba infiltrado casi de forma ilegal en el curso de sommelier de Girona. Mi padre, que nunca había podido estudiar sobre vinos, me pagó el curso. Era su pasión y luego sería la mía. Allí me enamoré por primera vez del vino.
Empecé a trabajar los findes en el restaurante l’Estanyol, donde está el campo de golf del Montanya. Allí tuve la oportunidad de conocer a un jugador de golf llamado Johan Cruyff, que se convirtió en un referente para mí. Aún recuerdo la respuesta del maître del restaurant cuando le expliqué que estudiaba sobre vinos: «Eso no sirve para nada», dijo. Otro visionario. Su hermano, el chef, tenía una gran mano para la cocina, venía de la escuela Fonda Sala, con una estrella Michelin. L’Estanyol fue mi primer «gran restaurante» y también mi primera experiencia fuera del bar de mis padres. Allí me estrené en la BBC (Bodas, Banquetes y Comuniones). Posteriormente, pasé todo un verano sirviendo mariscadas, emplatando arroces y limpiando pescados en el restaurante La Gamba de Palamós, y aprovechando cada una de las noches en Platja d’Aro.
Podríamos decir que, a partir de entonces, comenzó a tomar forma esta historia, este viaje regado de vino, gastronomía, risas y algunas lágrimas. Un viaje que se inicia en La Perla, un humilde bar de pueblo, y pasa por elBulli, para muchos, el mejor restaurante del mundo. Agárrense, que vienen copas.