1939: huida a Kielce

Durante el segundo año de vida de nuestra hija —mientras ganaba confianza al caminar y comenzaba a descubrir el mundo—, mi esposo y yo la llevamos de vacaciones a las montañas Beskides, en el sur de Polonia. El 1 de septiembre de 1939, nuestro viaje de placer se vio interrumpido por la invasión de la Alemania nazi al país. Había comenzado la Segunda Guerra Mundial.

Regresamos a Będzin cuanto antes, en medio de los rumores sobre cómo los nazis, en su avance, estaban matando judíos, en especial ancianos y niños. Mientras el ejército polaco se movilizaba, nuestra familia decidió que yo debía irme de Będzin inmediatamente, con mi suegro y mi hija, y buscar refugio en Kielce, que estaba más al este, lejos de las tropas alemanas que avanzaban desde el frente occidental. Mi suegro había nacido en Kielce y los parientes que teníamos allá podrían acogernos. Mark —mi esposo— y su hermano tratarían de alcanzarnos algunos días después.

Cuando llegamos, Kielce era una ciudad en pánico. Había gente corriendo en todas direcciones, acarreando sus bultos, aterrada por los alemanes cada vez más próximos. Ese mismo día, nuestras primas Regina y Frania Kahane tomaron un camión con sus familias para irse todavía más al este, hacia Rusia. Nosotros nos quedamos en Kielce, en casa de Breindl, la hermana de mi suegro. La recuerdo como una mujer ya anciana, sentada en el rincón de un cuarto oscuro la mayor parte del tiempo, rezando con el libro de oraciones abierto sobre el regazo. Su hijo menor, Beniek, cedió su habitación para que Mira y yo estuviéramos cómodas.

El ejército polaco dio batalla en Kielce y la ciudad sufrió muchos bombardeos. Pasábamos horas hacinados en un búnker durante las incursiones aéreas. Aunque nuestra Mira no tenía más que dieciséis meses de nacida, debió sentir mi terror cuando la sostenía en mis brazos y las bombas caían en la cercanía. Con frecuencia nos quedábamos dormidas una junto a la otra y el estruendo de las explosiones nos despertaba a ambas. Yo tiritaba de miedo, incapaz de moverme, mientras la tierra temblaba y las paredes se sacudían. A la entrada del ejército alemán en Kielce, nos enteramos de que una de las primeras ciudades que habían ocupado era, precisamente, Będzin.

Nuestra estancia en Kielce se alargó, pero no había señales de Mark y su hermano. Pasadas tres semanas sin noticias de Będzin, empezó la ansiedad de volver a casa. Temía por la seguridad de mi marido, estaba preocupada por mi madre, mis hermanos y hermanas, y me sentía sola.

Los alemanes habían requisado todos los trenes de pasajeros y los viajes civiles estaban detenidos, pero me enteré de un tren de carga que iba hacia Będzin y me decidí a regresar. No llevé a mi suegro conmigo porque se rumoraba que para los ancianos judíos varones viajar era especialmente peligroso. Aun llena de miedo, me puse en camino con mi hija.

Viajamos varios días con sus noches, hacinadas en el tren de carga, rodeadas de familias con niños que lloraban de hambre y de sed, estábamos muertos de cansancio. El calor del tren cerrado se volvió intolerable. Exhaustas, llegamos a Częstochowa, desde donde tomamos un tren para transporte de ganado hasta Zawiercie.

Al dejar atrás ese tren en la oscuridad de la noche, al caminar hacia lo desconocido con mi niña en brazos, me sentía terriblemente sola y asustada. Avanzaba, junto con la multitud, hacia donde estaba el conductor. La gente a mi alrededor gritaba «¿adónde podemos ir?, ¿qué hacemos?» en polaco, ídish y alemán. El ferrocarrilero nos aconsejó esperar a la mañana; quizá entonces llegaría otro tren que podría llevarnos a nuestro destino.

Iba perdida en mis pensamientos, sin saber qué hacer, sintiendo lástima por la niña en mis brazos y por todas esas personas atrapadas en el infortunio de esta guerra. Noté que había otra mujer joven con un bebé y, al acercarme, reconocí a mi amiga Reginka, de Będzin. Su hijo había nacido apenas una semana antes que nuestra Mira. Fui hacia donde estaba y nos abrazamos con lágrimas en los ojos. Teníamos muchas preguntas que hacernos y hablamos hasta el amanecer de lo que nos había sucedido desde que dejamos Będzin.

Ella también volvía a casa, y decidimos cruzar caminando la ciudad de Zawiercie en busca de cualquier medio de transporte. Finalmente, para nuestro enorme alivio, encontramos a un hombre que tenía un carruaje tirado por caballos y que estaba dispuesto a llevarnos a Będzin a un buen precio.

Los soldados alemanes nos paraban una y otra vez. Nos apuntaban con sus rifles y el corazón me daba un vuelco. Pero estaban buscando a hombres judíos y, cuando el conductor les mostraba una credencial que lo identificaba como polaco, nos dejaban seguir nuestro camino.

Entonces nos aproximamos a un puente, en el que vimos otros vagones, carruajes y autos que los alemanes habían detenido. Escuchamos gritos:

Alle Juden heraus! Alle raus! Schnell! Schnell! («¡Todos los judíos fuera! ¡Todos fuera! ¡Rápido! ¡Rápido!»).

En medio de la confusión, Reginka y yo, con nuestros bebés, salimos empujadas del carruaje. Lo único que recuerdo de ese momento son los gritos de otros seres humanos, asesinados un disparo tras otro, cayendo al río desde el puente.

Pensé que me iba a volver loca. Tenía ganas de gritar: «Dios, ¿cómo puedes permitir que suceda algo así? ¿Por qué?».

Y luego oímos más gritos en alemán:

—¡Rápido! ¡Rápido! ¡Fuera de aquí!

Reginka y yo cruzamos corriendo el puente y ahí, al otro lado, estaba nuestro conductor con su carruaje, esperando y apurándonos:

—¡Vámonos! ¡Rápido!

Se puso en marcha, fustigando a sus caballos para que corrieran más y más deprisa. Nos llevó un tiempo recuperar el aliento.

Seguimos al galope durante varias horas, tensas y llenas de miedo. Luego, al llegar a Będzin, encontramos la ciudad tranquila, con muy poca gente en las calles. Casi era hora del toque de queda. Bajamos del carruaje de un salto y corrí con mi hija a casa de mi madre.

Cuando entré a su departamento, la habitación se llenó de alegría. De pronto estaba en los brazos de Mark y verlo me hizo tan feliz que por un momento olvidé que había una guerra. Mi madre no dejaba de agradecer a Dios por nuestro regreso y, mientras levantaba a su nieta en brazos, le brillaban los ojos. Todos querían cargar a nuestra bebé, a nuestra pequeña Mira, nuestra preciosa Mirusia, y Mark no la perdía de vista. Estuvimos horas sentados, hablando con mi madre, mis hermanas Regina y Mania y mis hermanos Jakub, Izak y Emil. Intercambiamos historias sobre lo que cada uno había vivido y nos repetimos una y otra vez cuánto nos habíamos preocupado los unos por los otros, cuánto nos habíamos extrañado.

Luego, esa noche, ya muy tarde, Mark me contó lo que habían vivido tanto él como nuestra Będzin desde el día de mi partida. Había sido una decisión afortunada, me dijo, la de irme a Kielce con su padre y con Mirusia. Poco después de eso, el pánico se había apoderado de Będzin con los polacos y los judíos tratando de escapar del avance alemán. Como habían oído el pavoroso rumor de que los alemanes estaban asesinando hombres judíos, Mark y su hermano Dawid decidieron ponerse en marcha hacia Kielce inmediatamente. Empacaron una maleta y una mochila con nuestra vajilla de plata y otras posesiones valiosas, y se unieron a un grupo de personas que iban a pie, cargadas de bultos, en dirección a Kielce. Junto con ellos, había otros hombres en bicicleta y otros más en carretas tiradas por caballos, repletas de refugiados.

Mark y Dawid caminaron durante días enteros, con poca agua y comida. La maleta y la mochila se convirtieron en una carga enorme. Casi se habían quedado sin fuerzas cuando llegaron a Miechów, un pueblo a medio camino hacia Kielce. Para su decepción, descubrieron que Miechów ya estaba bajo ocupación alemana, pero alguien los dirigió a la casa de cierta familia prominente, los Frydrychs, que habían mostrado una gran hospitalidad con todos los refugiados que les pedían ayuda. Con los zapatos rotos y los pies adoloridos, se quedaron una noche con los Frydrychs; al día siguiente, junto con otros refugiados, se pusieron en marcha de regreso a Będzin. Tuvieron la suerte de encontrar a un polaco que tenía un caballo y una carreta y que iba en la misma dirección, así que los llevó.

Cuando llegaron, corrieron en busca de la madre de Mark. Y lo que se encontraron les pareció definitivamente una pesadilla. La casa en la que vivían sus padres, su hogar de la infancia, se había quemado hasta los cimientos. Estaba rodeada de pilas y pilas de escombro. Mark y Dawid permanecieron ahí, mirando atónitos. Entonces, un conocido los vio y se acercó para decirles que tanto su madre como Różka, su hermana, estaban vivas y se habían refugiado con una tía de ellos, llamada Banach. Corrieron hacia allá y, en cuanto su madre los vio, clamó agradeciendo a Dios y comenzó a llorar en silencio.

Pasados unos momentos, logró contarles lo sucedido. Para cuando el ejército alemán había entrado a Będzin y a las ciudades vecinas, no podía encontrarse a un alma en sus calles. La población entera estaba escondida en sus casas. Los soldados alemanes corrían por la ciudad, rifle en mano, a la caza de víctimas. Los disparos se prolongaron por varias horas. Los oficiales de las ss entraban en las casas, sacaban a los varones judíos, los ponían contra los muros y los asesinaban. Eso hicieron en la calle donde vivía la madre de Mark: echaron fuera a todos los judíos, dejaron pasar a las mujeres y a los niños y mataron a los hombres. ¡Sólo por ser judíos! Luego les prendieron fuego a muchos de los edificios de la zona judía, incluyendo la sinagoga principal y la escuela de hebreo; le disparaban a cualquiera que tratara de escapar de las llamas. Una vecina de la madre de Mark, al ver que estaban matando a los varones judíos, salvó a su marido enrollándolo en un tapete y, con ayuda de su hija, lo llevó cargando por las calles. Sin embargo, aparte de él, fueron pocos los hombres judíos que sobrevivieron escondiéndose en una iglesia cercana.

Eso fue lo que la madre de Mark les contó a sus hijos. Estaba sobrellevando la pérdida de todas las posesiones familiares acumuladas por generaciones. Durante ese tiempo terrible aceptó todo con estoicismo, agradecida de que su familia estuviera viva. Fue esa misma dignidad y control los que la ayudaron a sobreponerse a tantas tragedias, en particular a las muertes de dos de sus hijos mayores en atroces accidentes de tránsito.

Tan pronto como mi suegro regresó de Kielce, el Judenrat, el Consejo Judío que los alemanes se habían apresurado a nombrar, les asignó un departamento de dos habitaciones que compartirían con otra familia. Comenzaron una vez más desde cero, con muebles y otros elementos necesarios que parientes y amigos les proporcionaron.

Mark y yo aún teníamos nuestro departamento de tres habitaciones en el número 36 de la calle Małachowskiego. Aunque requería subir tres pisos a pie, tenía una sala principal espaciosa y llena de luz que daba a la calle. A pesar de todo lo que ocurría a nuestro alrededor, nos hacía felices estar juntos de nuevo. Pasaban los días y aún había muchas cosas que contarnos. Sentirme amada y cuidada me daba paz. Mark me ayudaba con la bebé y compartía conmigo otras responsabilidades cotidianas, como traer leña y carbón, encender la estufa y hacer fila temprano por las raciones de comida.

Como la guerra no parecía terminar, decidimos comenzar a hacer reservas de comida. Compramos en el mercado negro un saco enorme de harina, además de azúcar, arroz, guisantes, frijoles secos y aceite. Lo guardamos todo en la despensa que había en el vestíbulo del departamento. Además, almacenamos reservas de carbón, madera y papas en un cobertizo del patio del edificio. Habíamos tenido la suerte de retirar nuestros ahorros del Banco pko a tiempo, aunque, bajo la ocupación alemana, tuvimos que cambiar nuestros eslotis por Reichsmarks alemanes.

Cuando nuestra empleada doméstica se enteró de que habíamos regresado a casa, volvió a Będzin para buscarnos. Genia era una jovencita campesina, de unos veintitantos, originaria de un pueblito cercano a Będzin. Comenzó a trabajar con nosotros cuando nació Mirusia y se encariñó con ella, pronto se familiarizó con nuestras tradiciones. Fue de gran ayuda, aunque para entonces le preocupaba dormir en una casa judía, así que cada noche se iba con su hermana Marta, que vivía en la ciudad.