Prefacio

Mi tía Dora

Dora Reym fue sobrina de Clara Pajt, mi abuela paterna, cuyo hermano Abraham, padre de Dora, murió muy joven —en diciembre de 1915— víctima de una epidemia de tifo en Wyszków, la pequeña ciudad polaca donde nació. Dora estaba por cumplir un año de edad. Hannah, su madre, volvió a casarse y se mudó a Będzin, donde procreó cinco hijos que perecieron junto con ella en el Holocausto. Los únicos sobrevivientes fueron Dora y su esposo Mark Reym (de quien tomó el apellido) y Mira, la hija de ambos, nacida en 1938. No pierdas la esperanza es la bitácora de esa supervivencia de la cual Dora no fue sólo una protagonista: fue la heroína.

Aunque era una leyenda en la familia y visitó México en algún momento de los años cincuenta, mi primer recuerdo de ella es de 1963, cuando me alojó en su modesto departamento de Queens, en Nueva York. De esos días sólo retengo el callado horror que sentí al ver los números tatuados en su brazo y en el de Mark, su dulce y melancólico marido, cuyo rostro parecía cincelado por el dolor. El número de Dora en Auschwitz —nunca lo olvidé— era el 74733. Al contrario de Mark, Dora no era melancólica, pero tampoco, en ningún sentido, jovial. Sonreía lateralmente, pero no reía. Era una mujer de gran presencia, tez morena, profundos ojos negros y un trato amable pero nunca meloso, absolutamente ajeno a todo sentimentalismo. Me asombraba la inteligente articulación de su charla. Imaginé que en su inglés había elegantes reminiscencias del polaco —su idioma natal, más que el ídish, la lengua de su madre—. Aunque no era religiosa, se refería con orgullo a su abuelo materno, el rabino Jakub Orner que —según me dijo— descendía directamente del célebre talmudista medieval Rashi. De mis abuelos, en cambio, hablaba poco. Aunque nunca me lo confesó, supe por Mira que resentía el silencio ante sus cartas desesperadas cuando se acercaba la guerra, y quizá después. Tal vez por eso no volvió más a México. En ese entonces no pude explicarle, porque lo ignoraba, que para ese momento de los años treinta la inmigración de los judíos a México era ya imposible. Intenté mitigar vicariamente ese agravio con una devoción filial que duró hasta su muerte, en 2015.

A fines de 1974 leí de un tirón, estremecido, el primer borrador de este libro. Como sabía de sus reticencias, la alenté a seguir escribiendo y a dejar testimonio para nosotros, su familia de entonces, para las generaciones venideras y también para los otros, los que no tuvieron ni su valentía ni su fortaleza ni su suerte. Su libro les daría voz. Dora siguió escribiendo hasta completar su tarea, pero no paró ahí su rescate del pasado. Cuando años después la volví a ver, su nuevo departamento (a unos pasos de Washington Square) se había convertido en una pequeña galería —un altar, un retablo— donde colgaban óleos y dibujos con los rostros de cada uno de sus familiares sacrificados, pintados por ella a partir de viejos retratos o de su memoria.

Su vida entera fue un acto de salvamento. Como una leona defendió la vida de su hija y de su esposo. No dejó piedra por remover. A su hija le solía decir «Job Betujen», que en ídish significa «Ten confianza». Pero era mucho más que confianza lo que Dora anhelaba inspirar: una confianza espiritual y trascendente pero también terrenal y activa, que en español se traduce mejor así: «No pierdas la esperanza».

¿Cómo agradecer a Dora su legado de heroísmo? Un día, al recorrer el monumento conmemorativo al Holocausto en Wyszków, construido en forma de caracol ascendente en cuyas paredes se incrustaron las lápidas del cementerio que los nazis habían arrojado al río Bug, me topé por azar con la de Abraham Pajt, padre de Dora. Le llevé la fotografía. Sonrió. No derramó una lágrima. Tampoco la derramaría ahora, al ver publicado su libro, pero sonreiría porque lo vería como una más de las tantas batallas que libró, una ganada al mal y al olvido.

Enrique Krauze