—Qué frío hace, joder —dijo Cheelche. Las palabras de la alienígena sonaban con intensidad en el pinganillo de Lacrante, como una extensión del viento gélido que le hacía arder la cara. Tenía razón, sí que hacía frío—. Más le vale a Rostov no tardar mucho. Me voy a morir en este clima de mierda. Me quedaré hecha un cubito, ya verás tú.
Este alzó la mirada hacia la torre que sobresalía por encima de la cresta que tenía detrás. Ella estaba allí, a la espera, y miraba a través de su rifle desde alguna parte de aquella fachada geométrica. La cantería proporcionaba varios salientes con vistas a la ciudad. El sueño de todo francotirador, si no fuera por las inclemencias del tiempo. El viento azotaba la montaña y subía con fuerza hacia la ciudad, duro como un puñetazo. Se colaba por las calles estrechas que se aferraban a la roca con unos dientes de nieve que dejaban heridas en su piel expuesta. Solo podía soportar unos pocos instantes observando la taberna antes de verse obligado a refugiarse en la puerta del lado opuesto, donde se daba un momento para recuperarse y volvía a salir, por si lo necesitaban.
—Por el amor de mis vástagos sin desovar, no puede ser más lento —se quejó ella.
—Saldrán pronto —la tranquilizó Lacrante en voz baja—. Era un buen contacto. Una transacción y ya está. Dinero a cambio de información. Entrar y salir, eso es lo que ha dicho Antoniato.
—¿Y qué sabrás tú, novato? Nunca es tan fácil —gruñó—. Qué frío.
—Ya llevo dos años siendo investigatus —repuso Lacrante. Se enfadaba cada vez que ella se ponía condescendiente con él, lo cual solía ocurrir muy a menudo.
—¿Investigatus? Sigues siendo un novato —dijo Cheelche—. Un novato ingenuo, para colmo. Algo va a salir mal, hazme caso. Como siempre, joder.
Antoniato habría podido tranquilizarla. Se le daba bien hablar con ella, mientras que a él no. El tiempo que había pasado en el grupo de Rostov no le había enseñado cómo alegrar a la pequeña xenos amargada. En ocasiones, le ponía de los nervios, y no solo porque le hubieran criado inculcándole que las especies alienígenas eran despreciables.
Lacrante se frotó el rostro, se asomó por la puerta y observó la calle en pendiente. No vio a nadie. Estaba poco iluminada y llena de mugre, además de ser muy estrecha, poco más que un callejón hecho de peldaños. Todas las calles eran así. Los edificios eran bajos, hechos de piedras con forma de bloque que seguían un patrón xenos determinado, adaptados por los monjes que habían establecido su hogar en Azazen. La luz salía en unas rayas bien definidas desde las rendijas de las ventanas y dividía los peldaños de adoquines en distintas secciones de sombras, separadas por el vuelo reluciente de los copos de nieve. Si bien algo de ruido emanaba de la taberna que él observaba, cada carcajada estruendosa o verso de música que salía quedaba destrozada por el viento, y la sensación de calidez que transmitía se evaporaba en la nada.
Volvió a esconderse tras la puerta, con la piel dolorida. Le salía vapor con cada aliento que daba y le arrebataba el poco calor corporal que le quedaba.
Chozteculpo era una ciudad sin importancia, aferrada a una montaña sin importancia sobre un planeta sin importancia. A pesar de que estaba en el Segmentum Solar, Azazen llevaba milenios alejado de los conductos de la disformidad principales, por lo que costaba llegar hasta allí, ya que se hallaba en el límite del espacio salvaje. En términos imperiales casi carecía de interés y, en virtud de lo aislado que estaba, los sucesos galácticos no habían pasado por el planeta.
Solo que la situación estaba cambiando. La aparición de la Fisura había hecho que las rutas de la disformidad tuvieran que aventurarse más en lugares ignotos, lo bastante como para abrir la frontera, y los monjes habían acabado teniendo que coexistir con los criminales y aventureros que usaban su planeta como lugar de escala antes de dirigirse a los sectores inexplorados. A pesar de que la guerra parecía estar muy lejos de Chozteculpo, esta se había convertido en un lugar peligroso, en especial de noche, y pocas personas habían salido fuera de ella.
Lacrante volvió a alzar la mirada, le dio un escalofrío y apretó la mandíbula para evitar tiritar. Uno de los xenos larguiruchos del lugar pasó a trompicones por allí, iba tan abrigado contra el viento que bien podría haberse tratado de un humano, de no haber sido tan alto y desproporcionado. Doblaba la cabeza contra la fuerza del viento y el hedor de la bebida salía de la criatura con tanta intensidad como el vapor de promethium. Aquel tipo de xenos era común en aquella zona, pues no había alienígenas en planetas imperiales más importantes. No tenía ni idea de cómo se llamaba aquella especie. Volvió a esconderse en la puerta y la criatura no le hizo ni caso cuando pasó por allí, avanzando con dificultad.
Transcurría el tiempo. Le dolían las articulaciones.
—¿Algún rastro? —le preguntó ella.
—Ves tan bien como yo desde ahí arriba —gruñó él, que tenía los dedos dormidos.
—Se me ha congelado el ojo izquierdo. Estoy segura. No me atrevo a apartarlo de la mira. Se me saldrá de la cuenca.
—Quéjate a Rostov —le respondió él, y desactivó su enlace de comunicaciones, harto de las quejas incesantes de su compañera—. Si es que algún día sale de ahí —musitó para sí mismo.
El ambiente de la taberna era cálido, de tantos cuerpos apretujados en una mismo espacio. Una hoguera de excrementos secos ardía con intensidad en el centro, bajo una chimenea cónica hecha de arcilla moldeada que absorbía el humo con tanta fuerza que silbaba.
El inquisidor Rostov jugaba al tarot. Mantenía la mirada fija en los ojos de su oponente, con una mano de cartas medio dobladas entre sus dedos enguantados. El hombre le devolvía la mirada, con una estudiada expresión neutra. Unos tatuajes geométricos negros le cubrían el rostro al hombre, que tenía el cabello engrasado alrededor de dos cuernos teñidos de verde. Estaba sucio, tenía manchas de mugre entre los tatuajes. Las arrugas indicaban que solía gritar y poner mala cara. Era un maleante, probablemente un asesino y seguro que un ladrón, por lo menos. Llevaba varias armas en su chaleco de cuero, el cual estaba tan tieso por la suciedad que se le quedaba recto sobre la panza cuando se encorvaba sobre sus cartas. Si bien era el tipo de hombre con el que uno debía andarse con cuidado, al inquisidor no le parecía tan peligroso.
Este echó un vistazo a las cartas que tenía. Jugar al tarot era una costumbre un tanto blasfema del oráculo del Emperador y estaba prohibido en la mayoría de los lugares civilizados; aun así, y aunque a él le pareciera de mal gusto, conocía el juego de sobra. Le habían tocado buenas cartas. Echó mano a una pila de monedas de oro y las dejó caer una tras otra sobre la apuesta que tenían entre ellos.
—Qué confiado —dijo el hombre, con una sonrisa que mostró una hilera de dientes afilados y podridos. El inquisidor soltó la última moneda, que se deslizó por el montón.
—A lo mejor es porque tengo una buena razón para estarlo, señor Tapind.
La sonrisa de este último se ensanchó más aún e hizo un gesto teatral al apartar la mirada con la nariz hacia arriba.
—Conque señor, ¿eh? Qué buenos modales. Eso no nos sirve de mucho por aquí.
—No te tomes mi buena educación como un punto débil —respondió Rostov—. Quizá podrías contarme lo que he venido a averiguar y haré que valga la pena.
—Aún no. —El hombre se encorvó incluso más—. Me gusta jugar. Termina la partida y te contaré lo que quieras.
—No entiendo por qué no podemos pagarte y ya está —interpuso el veterano Guardia Imperial que acompañaba al inquisidor, quien, si bien no era joven, tampoco era viejo. No había ni un atisbo de gris en su cabello castaño, aunque en el rostro sí que se le notaba todo un entramado de arrugas. Era musculoso. Cuando se movía, el uniforme con parches que llevaba debajo del abrigo de piel grueso se tensaba. Detrás de su silla había un rifle de plasma apoyado contra la pared: un arma pesada, cuya tendencia a sobrecalentarse tenía resultados catastróficos y que para usarla necesitaba tanto de fuerza física como de entereza.
—Porque me gusta jugar —insistió Tapind, y le dedicó al veterano una mirada cargada de desdén—. Se puede aprender mucho sobre la forma de ser de alguien por cómo dispone su mano de tarot, y a ti te leo como un libro abierto. Pareces un desertor, y este, tu jefe… Nunca he visto una piel tan roja. Seguro que tiene algo de xenos dentro.
Para la gente de la taberna, el aspecto de Rostov sí que era extraño. Tenía un cabello y una barba de color rubio que contrastaba extraordinariamente con su tez rojiza. Parecía un hombre que se había bronceado demasido, solo que estaba en una ciudad en la que el sol no solía brillar.
—Encajo dentro de las categorías aceptadas de forma humana autorizada —repuso el inquisidor—. La organización a la que represento no permitiría que fuera de otro modo.
—¿Ah, sí? Porque yo no vendo información a cualquiera. Hay que andarse con cuidado. Y jugar es una buena forma de ver qué clase de hombre eres, así que… juega.
—Como quieras —el inquisidor se encogió de hombros—, pero te aseguro que descubriremos lo que hemos venido a descubrir. —Miró a su compañero—. Te toca, Antoniato.
A diferencia de Rostov y Tapind, a Antoniato no se le daba nada bien ocultar lo que pensaba. Hizo sonar las monedas que tenía en la mano y dudó antes de colocar su apuesta. Sacó otra carta del mazo, frunció el ceño y debatió consigo mismo para ver qué naipe usaba, mordiéndose la piel del borde de la barba que tenía debajo del labio inferior. Llevó la mano a una carta y luego a otra, antes de decidirse por una tercera, que sacó del abanico que tenía entre los dedos y soltó sobre la mesa con una maldición discreta.
—El Vidente Ciego —dijo Tapind, arqueando una ceja—. Una elección interesante. —Con eso quería decir que era pésima y se aseguró de que Antoniato lo supiera, dedicándole otra sonrisa de dientes negros.
—No se me da nada bien, ¿vale? —soltó este.
—Eso veo, sí. —El jugador usó su turno deprisa, pues ya había meditado la jugada. Colocó una gran apuesta—. ¿Vas a igualarla o qué? —le hablaba solo a Rostov, pues ya había dejado de hacerle caso a Antoniato.
—Por el amor del Trono, y yo qué sé —musitó este último para sí mismo. Por su parte, el inquisidor se quedó mirando a su oponente.
—Pasaré. Muestra qué tienes…
—Tú mismo —dijo el jugador, colocando una carta sobre la mesa que mostraba a un guerrero de armadura dorada que blandía una espada rodeada de llamas. Todos los que seguían la fe conocían esa imagen—. El Emperador Entre Nosotros. No existe una jugada mejor que esta —explicó, mientras completaba la mano sobre la mesa—. He ganado. Ha sido un placer conoceros a los dos. Ahora a pagar y salid de aquí. No voy a vender ninguna palabra hoy. No me caéis bien. Las cartas no mienten.
Tapind estiró una mano hacia el dinero, pero Rostov lo sujetó de la muñeca.
—Digamos que subo la apuesta.
—¿Con qué? —el jugador puso mala cara.
—Con un acuerdo prudente.
—No sé qué coño es eso y no hay ninguna carta más alta que el Emperador Entre Nosotros. —Señaló con la barbilla a Antoniato—. Y no intentes amenazarme, que tu matón no me intimida. Tengo amigos poderosos por aquí, así que quietecitos. Habéis perdido sin ninguna trampa de por medio.
Rostov soltó al jugador y se llevó a la mano algo que llevaba guardado en la manga. Lo sostuvo sobre la mesa, escondido entre los dedos. La curiosidad hizo que el jugador no siguiera en su intento por recoger las ganancias.
—No hablo de ninguna carta —dijo Rostov—, sino de que tomes una decisión sensata. Un acuerdo prudente.
Dejó un pequeño amuleto de marfil sobre la mesa de madera, con un chasquido. Mostraba una letra I imperial superpuesta a una calavera, en cuya frente destellaba un rubí pequeño. El jugador parpadeó, sorprendido.
—Reconoces el sello, ¿verdad? ¿Ahora te apetece más hablar conmigo? —le preguntó Rostov.
—Eres un inquisidor —la expresión del jugador se llenó de miedo—. ¡Por el Trono Sagrado de Terra! ¿Qué carajos quieres hacer conmigo?
Aquella palabra tan temida atravesó el alboroto de la taberna y, de repente, una docena de pares de ojos se concentraron en la mesa de juego. El Guardia Imperial, muy tenso, se apartó el abrigo, llevó una mano a su pistola láser enfundada y apoyó la otra sobre el morro bulboso de su rifle de plasma.
—¿Qué haces aquí, tan lejos? —preguntó Tapind, aunque se puso de pie deprisa, listo para irse sin la respuesta—. No pienso hablar contigo, no. Sería una sentencia de muerte para mí. Ya sabía yo que no me caías bien por algo.
—Será una sentencia de muerte si no hablas con él —se interpuso Antoniato. Y aquella vez fue él quien sonrió.
El jugador se alejó de la mesa, olvidándose ya del dinero.
—No os acerquéis a mí.
—Si hablas conmigo, se te recompensará en gran medida —dijo Rostov.
—No lo suficiente. Ni todas las riquezas de Terra son suficientes para un hombre muerto.
—En ese caso te encuentras en un dilema, porque irte no impedirá que mueras.
Las palabras del inquisidor resultaron ser una profecía. El rugido sin aliento de un arma de energía sonó junto a la puerta y un destello amarillo iluminó el interior de la taberna. La mitad de la cara de Tapind se desintegró salpicando la pared. La sangre se mezcló con el yeso.
Había dos atacantes: un humano rechoncho con un traje térmico sucio y un xenos humanoide y larguirucho con un sombrero alto y un rostro plano en una cabeza delgada y cilíndrica. No les dio tiempo a volver a disparar. Antoniato desenfundó su pistola y disparó antes de que Rostov pudiera darse media vuelta. El estallido en el aire del rayo del rifle láser sonó a todo volumen en aquel espacio reducido. El asaltante xenos salió disparado contra la pared y dejó un reguero de sangre verde cobrizo al deslizarse hasta el suelo. El humano disparó cuatro descargas de energía con mala puntería, al tiempo que buscaba el pomo de la puerta. El Guardia Imperial se lanzó bajo la mesa y devolvió el fuego. Mientras tanto, Rostov se quedó sentado y tranquilo, con la luz coherente de la muerte parpadeando a su alrededor.
El hombre volvió a disparar, llevó los dedos al pomo y salió corriendo hacia la noche. Un soplo de aire gélido aplanó el fuego de la chimenea antes de que la puerta se cerrara con fuerza y las llamas se pusieran en posición de firmes una vez más.
El Guardia Imperial se puso de pie deprisa, con lo que la mesa se cayó al suelo y las monedas rebotaron por doquier. Disparó una vez más y su pistola láser dejó un agujero en la puerta de la taberna, pero el hombre ya no estaba.
—¡Lacrante! —gritó Antoniato hacia su transmisor manual—. ¡Han matado al contacto! Un asesino, humano y con armamento xenos, se dirige hacia tu posición.
—Voy tras él —respondió Lacrante.
El Guardia Imperial iba apuntando de un cliente a otro y todos alzaban las manos. Un hombre se removió en su asiento.
—¡Todo el mundo quieto! —gritó.
Rostov permaneció tranquilo. Con unos movimientos deliberados, recogió su sello del suelo y se puso de pie, como si acabara de terminar de comerse un buen festín en un restaurante elegante.
—Cheelche, no pierdas de vista al objetivo, pero no dispares —dijo este hacia el comunicador que llevaba en el cuello—. Lo quiero con vida.
El inquisidor se detuvo al lado del cadáver del asesino alienígena, rebuscó en él unos instantes y alzó un talismán que llevaba atado al cuello. El símbolo de los ocho puntos cardinales, tallado en una mano con los dedos abiertos: la marca del mayor sirviente del Señor de la Guerra, Abaddon.
—Mierda. Tendremos que empezar de cero —dijo Antoniato.
—El asesino sabe algo —apuntó Rostov, poniéndose en pie. Señaló hacia el dinero que había quedado tirado en el suelo—. Puedes quedártelo, por todo este lío —le dijo al encargado de la taberna.
Con su Guardia Imperial proporcionándole cobertura, el inquisidor abrió la puerta y salió hacia la noche.
—¡Lacrante! ¡Han matado al contacto!
La puerta de la taberna se abrió de sopetón y un hombre salió a trompicones, casi se resbaló en la fina capa de nieve que cubría los peldaños, se tambaleó hacia la pared del otro lado y salió corriendo por la oscuridad, con las luces de carga del arma que llevaba en la mano brillando en la penumbra.
—Un asesino, humano y con armamento xenos, se dirige hacia tu posición.
—Voy tras él —comunicó Lacrante, y se puso a correr por los peldaños del callejón. Volvió a activar su comunicación con Cheelche.
—¿Qué hacéis ahí abajo, panda de mamíferos? —dijo ella.
—¿No lo has visto salir? ¡Un solo objetivo!
—A ver si a ti se te da mejor ver algo cuando tienes un ojo congelado y la mira borrosa por la escarcha, listillo.
—Cubre la puerta y ya está —ordenó el investigatus—. Que nadie me siga.
Ella dijo algo que este no llegó a oír. Dobló una esquina a toda prisa y se encontró con la fuerza completa del invierno. El aire helado le arrancó el calor de cuajo. Si bien estaba en forma, la suma de la ropa gruesa que llevaba, la altitud, las calles en pendiente y el frío hacía que resollara como un adicto al lho durante sus últimos días de vida.
Por suerte para él, el fugitivo estaba tan poco acostumbrado a aquel entorno como él. El hombre patinó en la nieve, que se estaba volviendo compacta sobre la piedra, y el investigatus fue ganando terreno sin que el otro lo viera. Nadie se percató de su presencia hasta que una pareja, abrazada por el frío, se interpuso en su camino al salir de un callejón lateral.
—¡Fuera de ahí, coño! —gritó, y casi se estrelló contra ellos. Uno de los dos cayó al suelo, y Lacrante tuvo que saltarle por encima de las piernas para no caerse también. Le gritaron por detrás mientras él se resbalaba y rebotaba contra la pared. Tuvo suerte de que nadie le disparara por la espalda por estar en un lugar como aquel. Confiaba en que el Emperador lo protegiera.
Cuando los gritos cortaron el viento, el fugitivo miró atrás. Y, al ver al investigatus, corrió a más velocidad.
—Por el Trono —maldijo este, sacó su pistola láser y soltó una descarga, solo que los adoquines resbaladizos hicieron que no pudiera apuntar bien. Los azulejos de un alero bajo que colgaba sobre la calle estallaron.
Su presa corría como alma que llevaba Horus.
Cada vez estaban más alto, pues seguían los callejones retorcidos que iban hacia el centro de la ciudad. Él dio una patada a unos montones de basura congelados cuando chocó contra la pared y siguió corriendo entre tropezones. El hombre dobló otra esquina. Él lo siguió y acabó saliendo a la vía principia de Chozteculpo, el Frontal del Mercader. Esta casi no era digna de serlo, pues tan solo era un poco más ancha que el resto y no era muy larga, pero estaba iluminada por barriles de grasa animal y había vendedores en los puestos de mercancías y de comida, donde asaban al carbón pinchos de ejemplares de animales pequeños de la zona. Había más gente allí, la suficiente como para formar una muchedumbre, por lo que su objetivo tuvo que disminuir la velocidad.
El hombre se abrió paso a empujones y echó la vista atrás. Lacrante entrevió un rostro pálido detrás de unas gafas. En la garganta, el vapor del sudor rodeaba los sellos de su traje térmico.
—¡Detenedlo! —gritó el investigatus—. ¡Alto, en nombre del Emperador!
Los demás se volvieron para ver qué ocurría. Esta llamada de alerta tuvo el efecto contrario al que deseaba, pues como no querían involucrarse, los transeúntes se apartaron y el hombre corrió con libertad. Este le lanzó un disparo con alguna especie de arma de plasma de baja intensidad. Él se agachó. Una bola amarilla y siseante cortó el aire que le quedaba encima e hizo que la gente se desperdigara más aún. Su objetivo corría por un largo pasillo de personas, solo que, si la zona estaba bastante despejada como para que pudiera correr, también lo estaba para que el investigatus le pegara un tiro.
Este hincó una rodilla en el suelo, se arrancó un guante, se colocó el rifle en el antebrazo y apuntó hacia el fugitivo, cada vez más lejos de él. Apoyó el índice en el gatillo. El frío del metal le hizo arder la piel.
—Que el Emperador me guíe la mano —susurró, y apretó el gatillo.
Un destello rojo persiguió al hombre, le dio en la pierna y lo tiró contra una parrilla portátil. Las ascuas y los pinchos de carne cayeron por la calle. El fugitivo intentó ponerse de pie y soltó un grito al apoyar una mano sobre un carbón ardiendo. Todavía intentaba levantarse cuando Lacrante llegó por detrás de él y le colocó el rifle en la cabeza.
—No te muevas —le dijo. El hombre gimió, tenía la pierna herida recta como un escobillón y la mano quemada apoyada en el pecho. Los demás observaban la escena incómodos. Unos ojos hostiles lo miraban desde detrás de unas gafas cálidas y entre los huecos libres de bufandas y gorros.
Los planetas como Azazen eran extremadamente hostiles hacia todo lo que no fuera el atisbo más ínfimo de la autoridad imperial. Por tanto, muchos de los allí reunidos le dedicaban al investigatus miradas cargadas de desdén, incluidos los varios xenos que había por la zona. Estos últimos tenían más razones para odiar a las personas como él y se llevaron la mano a sus armas.
—Es un asunto imperial —anunció Lacrante con la máxima firmeza que pudo. Tenía tanto frío que casi no podía hablar—. Atrás. Seguid con lo vuestro.
—No te va a funcionar —le dijo el asesino entre dientes—. Has cometido un error. Aquí no hay gobernador, no hay ley. Ni siquiera la vuestra.
El investigatus pasó su arma de rostro en rostro y la sacudió para enfatizar sus intenciones. La mayoría de los transeúntes se alejaron, con miradas que iban desde aterradas a agresivas. Tres de ellos permanecieron allí.
—Mierda —soltó.
El asesino siseó con un sonido reptiliano de diversión y dolor mezclados.
—Podrías encargarte de uno, seguro que sí, y quizá hasta de dos, si se te da bien. Pero no puedes con tres. Estás muerto.
—Tú, calla —le espetó Lacrante. La nieve caía con mayor espesor y hacía que le picaran los ojos. Alzó la voz—. Vosotros tres, atrás. No tengo ningún problema con vosotros.
—A lo mejor nosotros sí que lo tenemos contigo —respondió un hombre. Llevaba un poncho grasoso encima de un traje térmico y se lo apartó a un lado para dejarle ver una pistola de perdigones de cañón largo que llevaba en el cinturón. Los otros hicieron lo mismo: uno desenfundó una pistola láser y el otro sacó un rifle de fabricación no humana que llevaba a la espalda.
—A ver lo bien que se te da, forastero —dijo el líder y escupió, en una obvia distracción para ocultar que desenfundaba su arma, pero casi no llegó ni a rozarla antes de que el investigatus le hiciera un agujero en el pecho. Fue un buen disparo, además de rápido, y este apuntó al segundo con su rifle, aunque sabía que podía morir a manos del tercero.
No fue así. El disparo del investigatus pasó por encima del segundo hombre, que murió por un rayo de fusil láser que descendió desde lo alto. Aunque no le sirviera de nada, el tercero recibió el aviso de su propia perdición por el rugido de un rifle de plasma. La descarga lo alcanzó según se daba media vuelta y se encendió en su interior como una lámpara, con el fuego del sol ardiéndole en la boca y en los ojos. Abrió la boca para gritar y lo único que salió de él fueron los pulmones, vaporizados. En un segundo quedó reducido a una mancha carbonizada en la nieve.
El prisionero hizo el ademán de irse a gatas, pero Lacrante lo clavó contra el hielo con una bota.
—Ni se te ocurra —le dijo—. Ya está. No estoy solo. —Le crujió el comunicador.
—¿Me echabas de menos? —le preguntó Cheelche.
—Sí —repuso Lacrante—. Buen disparo. Gracias.
—A ver si así la próxima vez no actúas como un simio de Terra estúpido que sale corriendo solito.
Rostov y Antoniato se acercaban hacia la escena por la calle. El inquisidor asustaba a los demás y el investigatus creía que el hecho de que fuera brujo era solo parte del motivo que los llevaba a huir. Había algo que flotaba a su alrededor, el presentimiento de la perdición, la sensación de que el mismísimo Emperador veía a través de sus ojos. Su presencia despejó la calle y hasta los mercaderes se alejaron de allí, dejando que sus parrillas se apagaran por el viento. Antoniato se estaba riendo y su rifle solar soltaba vapor hacia la noche gélida.
—¿«Alto, en nombre del Emperador»? ¿No se te ha ocurrido nada mejor, Lacrante?
—Parecía apropiado —respondió él, antes de enfundar su arma.
—Ya lo tienes —dijo Rostov. La nieve crujió bajo sus botas cuando se detuvo para mirar a su presa desde arriba—. Me alegro.
—Este hombre es un inquisidor —le explicó Antoniato al prisionero—. Sabes lo que es eso, ¿verdad? —Se llevó el rifle de plasma al hombro y, con ayuda de Lacrante, tiraron de él para ponerlo de pie. Este dijo algo en un dialecto ininteligible.
—Hace un rato hablaba gótico sin ningún problema —comentó Lacrante.
—Recuérdale cómo debe comunicarse uno —indicó Rostov.
Antoniato le dio un puñetazo en la cara al hombre, quien soltó una maldición. El inquisidor clavó su mirada inflexible en el prisionero.
—¿Para quién trabajas?
—No sé de qué me hablas —respondió el hombre, después de escupir sangre en el suelo.
—No te hagas el tonto.
Rostov pasó un dedo por el cuello del hombre hasta que lo enganchó en un cordón, y tiró de él sacando un amuleto de bronce. Al igual que el xenos de la taberna, también llevaba el símbolo de ocho puntas del Caos superpuesto en una mano abierta. El inquisidor lo miró con un desdén intenso.
—¿Dónde está la Mano de Abaddon? Llevas su sigilo. Tapind sabía algo y lo habéis silenciado. ¿Quién os dio la orden de matarlo? Puedes comenzar por ahí.
El prisionero siseó alguna maldición en el idioma del lugar. Antoniato le presionó la pierna herida con la rodilla y el hombre soltó un gruñido.
—Muéstrale un poco de respeto a mi señor —le dijo el Guardia Imperial. El hombre mostró los dientes.
—¿Por qué? Soy un sirviente del Señor de la Guerra, el verdadero señor de la humanidad. Me da igual lo que diga vuestro dios maligno. No conseguiréis sacarme nada.
—El poder de los dioses falsos no tiene ni punto de comparación con el del Emperador. —El inquisidor tiró del amuleto, rompió la cadena y lanzó el símbolo a la nieve—. No te ayudarán. El ojo del Emperador se ha centrado en ti y Él lo ve todo. Me contarás todo lo que sepas y morirás sin dolor o te aseguro que me acabarás pidiendo piedad antes de que termine contigo. Sea como sea, sabré hasta el pensamiento más insignificante que hayas tenido.
El hombre lo miró desafiante. El inquisidor se lo quedó mirando unos instantes, antes de pasar la mirada a Antoniato y a Lacrante.
—Llevadlo a la nave. Ya hemos acabado con Chozteculpo. Cheelche, hora de irnos.
—Recibido, Leonid. Ya bajo.
Antoniato y Lacrante se llevaron al asesino a rastras. Rostov se quedó allí unos segundos más para observar la masa irregular de calles que ascendían por la montaña, como alguien que nota la mirada de otra persona en la nuca y busca a quien lo vigila.
Al no ver nada, se dio media vuelta y se marchó.
En cuestión de unos pocos segundos, la nieve ya había cubierto sus huellas.