VIII. Justificados mediante la fe
Ahora está allanado el camino para afrontar el tema crucial de la virtud teologal de la fe, es decir, la justificación del pecador, por gracia, mediante la fe en Jesucristo27. No podemos dejar de releer el pasaje de la Carta a los Romanos, que es el texto por excelencia de esta verdad de fe:
Pero ahora, sin la ley se ha manifestado la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los Profetas; justicia de Dios por la fe en Jesucristo para todos los que creen. Pues no hay distinción, ya que todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención realizada en Cristo Jesús. Dios lo constituyó medio de propiciación mediante la fe en su sangre, para mostrar su justicia pasando por alto los pecados del pasado en el tiempo de la paciencia de Dios; actuó así para mostrar su justicia en este tiempo, a fin de manifestar que era justo y que justifica al que tiene fe en Jesús. Y ahora, ¿dónde está la gloria? Queda eliminada. ¿En virtud de qué ley? ¿De la ley de las obras? No, sino en virtud de la ley de la fe. Pues sostenemos que el hombre es justificado por la fe, sin obras de la Ley (Rom 3,21-28).
¿Cómo pudo pasar que este mensaje tan consolador y luminoso se convirtiera en la manzana de la discordia en el seno de la cristiandad occidental? Todavía hoy, en algunos países del norte de Europa, para el creyente medio tal doctrina constituye la línea divisoria entre el catolicismo y el protestantismo. Esta doctrina es definida por los iniciadores mismos de la Reforma como «el artículo por el que la Iglesia se mantiene o cae» (articulus stantis et cadentis Ecclesiae).
Hay que remontarse a la famosa «experiencia de la torre» de Martín Lutero que se produjo en 1511 o 1512. Lutero estaba angustiado, casi hasta llegar a la desesperación y al resentimiento hacia Dios, por el hecho de que, con todas sus observancias religiosas y penitencias, no era capaz de sentirse acogido y en paz con Dios. En ese momento, repentinamente, vislumbró en su mente la palabra de Pablo en Romanos 1,17: «El justo por la fe vivirá». Fue una liberación. Narrando esta experiencia cuando estaba cercano a la muerte, escribió: «Entonces me sentí totalmente renacido. Las puertas se habían abierto y yo había entrado en el paraíso»28.
Una pregunta surge de forma espontánea: ¿cómo se explica el terremoto suscitado por esta toma de posición de Lutero? ¿Que había en ella que fuese tan revolucionario? San Agustín había dado a la expresión «justicia de Dios» la misma explicación que Lutero, muchos siglos antes. «Del mismo modo que la justicia divina (iustitia Dei) —escribía— , por la cual nos hace justos mediante su gracia; y la salud del Señor (salus Dei), por la cual nos hace salvos»29. San Gregorio Magno había dicho: «No se llega a la fe a partir de las virtudes, sino a las virtudes a partir de la fe»30. Santo Tomás de Aquino había ido incluso más allá. Comentando el dicho paulino «la letra mata, mientras que el Espíritu da vida» (2 Cor 3,6), escribe que por letra se entienden también los preceptos morales del Evangelio, «donde también la letra del Evangelio mataría si no tuviera la gracia interior de la fe, que sana»31.
El Concilio de Trento, convocado como respuesta a la Reforma, no tuvo problema en reafirmar esta convicción del primado de la fe y de la gracia, aun considerando necesarias las obras y la observancia de la ley en el contexto de todo el proceso de la salvación, según la fórmula paulina de que «la fe actúa por el amor» (fides quae per caritatem operatur) (Gál 5,6)32. De este modo se explica cómo, en el nuevo clima de diálogo ecuménico, ha sido posible llegar a la declaración conjunta de la Iglesia católica y de la Federación luterana mundial sobre la justificación por gracia mediante la fe, firmada el 31 de octubre de 1999, en el que se deja constancia de un acuerdo fundamental sobre dicha doctrina, aunque todavía no total.
Entonces, ¿fue la Reforma protestante un caso de «mucho ruido y pocas nueces»? ¿Fue acaso fruto de un equívoco? Debemos responder con firmeza que no. Es verdad que el magisterio de la Iglesia nunca había anulado las decisiones tomadas en los concilios precedentes (sobre todo contra los pelagianos); nunca había desmentido lo que habían escrito Agustín, Gregorio, Tomás de Aquino y muchos otros. Pero las revoluciones no explotan por ideas o teorías abstractas, sino por situaciones históricas concretas, y la situación de la Iglesia, desde hacía tiempo, no reflexionaba realmente sobre aquellas convicciones. La vida, la catequesis, la piedad cristiana, la dirección espiritual, por no hablar de la predicación popular: todo parecía afirmar lo contrario, es decir, que lo que cuenta son las obras, el esfuerzo humano. Además, por «buenas obras» no se entendían en general las enumeradas por Jesús en Mateo 25, sin las cuales, dice él mismo, no se entra en el reino de los cielos; se entendían más bien peregrinaciones, velas votivas, novenas, limosnas a la Iglesia y, como contraprestación a todo esto, las indulgencias. El fenómeno tenía raíces lejanas comunes a toda la cristiandad y no solo a la latina. Después de que el cristianismo se convirtiera en religión de Estado, la fe era algo que se absorbía espontáneamente a través de la familia, la escuela, la sociedad. No era tan importante insistir en el momento en el que se llega a la fe y en la decisión personal con la que uno llega a ser creyente, cuanto en las exigencias prácticas de la fe, es decir, en la moral, en las costumbres.
A esto se añadía el hecho de que se había perdido de vista el verdadero significado de la expresión «justicia de Dios» en san Pablo. Se leía en sus palabras: «Se ha manifestado la justicia de Dios» y se pensaba instintivamente: «He aquí que, como se esperaba, después de la ira de Dios (Rom 1,18), ahora se revela también su justicia, es decir, su justo castigo». Lutero descubrió, o mejor redescubrió, que la expresión «justicia de Dios» no indica aquí su castigo, o peor, su venganza con relación al hombre, sino que indica, por el contrario, el acto mediante el cual Dios «vuelve justo» al hombre (en realidad, él decía «declara», no «vuelve» justo, porque pensaba en una justificación más bien extrínseca y jurídica).
Pero dejemos a un lado toda consideración para llegar a la pregunta más importante. ¿Quién es el autor de este mensaje sorprendente? ¡El destino de toda la humanidad cambiado gracias a un solo hombre que vivió hace algunos años! Al leer los infinitos estudios sobre la Carta a los Romanos, uno termina por creer que toda la cuestión parte del Apóstol y de la situación que se produce en torno a él. En realidad, la doctrina de la justificación gratuita por fe no es un descubrimiento de Pablo, ¡sino que es el mensaje central del Evangelio de Cristo! Si no fuese así, tendrían razón los que dicen que Pablo, y no Jesús, es el verdadero fundador del cristianismo.
El núcleo de la doctrina se halla contenido ya en la palabra griega euangelion, Evangelio, buena noticia, que desde luego Pablo no inventó de la nada. Al principio de su ministerio, Jesús proclamaba: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). ¿Cómo podría llamarse «buena noticia» esta proclama si fuese solo un llamamiento amenazante a cambiar de vida? Lo que Cristo encierra en la expresión «reino de Dios» —es decir, la iniciativa salvífica de Dios, su ofrecimiento de salvación a la humanidad—, san Pablo lo llama «justicia de Dios», pero se trata de la misma realidad fundamental.
Cuando Jesús decía: «Convertíos y creed en el Evangelio», ya estaba enseñando la justificación mediante la fe. Antes de él, convertirse significaba siempre «volver atrás», como indica el mismo término hebreo shûb; significaba volver a la alianza violada mediante una renovada observancia de la ley. Por consiguiente, convertirse tenía un significado principalmente ascético, moral y penitencial y se realizaba cambiando de conducta. La conversión era vista como condición para la salvación; el sentido era: convertíos y seréis salvados; convertíos y la salvación vendrá a vosotros. Este es el sentido que tenía la conversión hasta Juan el Bautista incluido.
En boca de Jesús, este significado moral pasa a un segundo plano (por lo menos al comienzo de su predicación), con respecto a un significado nuevo, desconocido hasta entonces. Convertirse ya no significa volver atrás, a la antigua alianza y a la observancia de la ley; significa sobre todo dar un salto hacia delante, entrar en la nueva alianza, aferrar este reino que ha aparecido y entrar en él. Y entrar en él mediante la fe. «Convertíos» y «creed» no son indicaciones que signifiquen dos cosas distintas y consecutivas, sino la misma acción: convertíos, es decir, creed; ¡convertíos creyendo! Convertirse no significa tanto «arrepentirse» sino «tomar conciencia», es decir, darse cuenta de la novedad, pensar de modo nuevo33.
Innumerables datos evangélicos, y entre ellos los que se remontan con más seguridad a Jesús, confirman esta interpretación. Uno es la insistencia con la que Jesús afirma la necesidad de volverse como un niño para entrar en el reino de los cielos. La característica del niño es que no tiene nada para dar, solo puede recibir; no pide algo a los padres porque se lo haya ganado, sino solo porque se sabe amado. Acepta la gratuidad. La historia del publicano que vuelve del templo «justificado» (Lc 18,14) es un modo más eficaz que cualquier razonamiento de proclamar que el hombre no se vuelve justo y agradable a Dios por sus obras, como pensaba el fariseo, sino por su confianza humilde en Dios.
Sigue existiendo una diferencia entre Jesús y Pablo, y no es pequeña; ella se debe a Jesús, no a Pablo. Después de haber predicado el reino, él «fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación» (Rom 4,25), dando así un contenido nuevo y específico al creer. Sin embargo, el mensaje esencial sigue siendo el mismo, y es que la salvación no es obra del hombre, sino don de Dios, y no se obtiene con las obras de la ley, sino con la fe en Cristo Jesús.