Capítulo 1

DE TEPETITÁN A LA CIUDAD DE MÉXICO

Soy originario del pueblo de Tepetitán, municipio de Macuspana, Tabasco, el estado más tropical de México. Mi infancia transcurrió sin trabas y en estrecho contacto con la naturaleza. Crecí con plena libertad para jugar y disfrutar del campo y del río porque mi pueblo es como una isla: hay agua por todas partes; ubicado a la orilla del río Tepetitán, lo rodean dos arroyos y una laguna. En tiempos de lluvia se inundaba por completo, corría el agua por las calles y para los niños era una oportunidad más de diversión. Ya de grande supe que las crecientes perjudicaban, pero también traen fertilidad a la tierra y mucha pesca. El Tepetitán nace en las hermosas cascadas de Agua Azul, en Chiapas, llamado allá Tulijá, va descendiendo hacia la planicie hasta unirse con el Grijalva y el Usumacinta y desemboca en el mar por la barra de Frontera, Tabasco.

Mi pueblo existe desde la época prehispánica. Por allí pasó Hernán Cortés, llevando prisionero a Cuauhtémoc y a otras importantes autoridades indígenas y, un poco más adelante, como a 30 leguas de distancia hacia Guatemala, en Canitzán, Tenosique, Tabasco, a la orilla del gran río Usumacinta, el conquistador mandó asesinar al último de los tlatoanis mexicas, crimen por el cual fue juzgado hasta en las mismas Cortes españolas, aunque no lo fue por las muchas masacres de pueblos originarios como la de Cholula, la del Templo Mayor o la de Yecapixtla, de la cual él mismo escribió que el río que corre cerca de aquel pueblo «por más de una hora fue teñido de sangre». Basta de simular: la invasión española fue motivada por el oro y la obra civilizatoria fue la gran excusa de aquella barbarie.

Así pues, soy de un pueblo a la orilla de un río, en medio de un paisaje exuberante, en un territorio que, como diría el maestro Pellicer, es más agua que tierra, de «la parte del mundo en que el piso se sigue construyendo. Los que allí nacimos tenemos una idea propia de lo que es el alma y de lo que es el cuerpo».1

Cuando era niño, se llegaba a la cabecera municipal de Macuspana a caballo, en cayuco —una canoa hecha de un gran árbol hueco— o en lancha. La carretera era una brecha y siempre estaba en mal estado. En aquella época, los únicos caminos de mi pueblo eran los de a caballo, los ríos y los arroyos. El ferrocarril del sureste se inauguró en 1950 y la carretera del Golfo llegó a Villahermosa en 1958. Claro está que en aquellos tiempos vivir cerca del mar era vivir cerca del mundo. A Tepetitán llegaban las canoas campechanas llenas de mercancías y delicias, como la galleta de agua.

La familia contribuyó mucho a que yo creciera feliz en aquel ambiente tanto natural como social. Mi padre y mi madre se dedicaban al comercio, me querían mucho y en esta atmósfera de amor familiar, los vínculos entre hermanos fueron auténticamente fraternos y solidarios. Por otra parte, en mi pueblo las diferencias sociales no eran muy marcadas, porque tampoco los niveles económicos eran extremadamente desiguales. Hijos de padres campesinos, pescadores, agricultores, ganaderos, panaderos, alijadores, jornaleros, lancheros, maestros o comerciantes convivíamos y jugábamos en espontánea armonía.

Desde el gobierno revolucionario de Madero, mis abuelos maternos llegaron a radicar a Tabasco. En España los nombres antiguos tenían que ver con el oficio de la gente, y por eso los apellidos Zapatero, Carpintero, Pescador, Obrador. Mi bisabuela materna, originaria de Entrambasaguas, en Cantabria, se llamaba Felipa Revuelta. Mis abuelos paternos eran veracruzanos —de la cuenca del Papaloapan, jarochos a mucho orgullo— y corría por sus venas sangre blanca, india y negra. No creo en la existencia de las razas humanas, pero sostengo que hay culturas diversas. Mi abuelo, Lorenzo López Montalvo quedó viudo porque mi abuela Candelaria murió cuando nació mi padre; mi abuelo Lencho se buscó otra esposa y como era campesino y no tenía tierra para sembrar, formó parte de los miles de familias de todo el país a los cuales el Gobierno les entregó, en los años sesenta y setenta del siglo pasado, tierras nacionales para poblar las selvas tropicales de Campeche y Quintana Roo. Está sepultado en el panteón del Ejido Constitución del municipio de Calakmul, Campeche. Un hombre, bueno, un santo.

Mi papá llegó a Tepetitán en 1952 como trabajador petrolero. Mi madre, Manuelita, se dedicaba a atender la tienda de mi abuelo. Manuelita siempre fue comerciante. De joven se embarcaba en un cayuco y viajaba vendiendo mercancías en todas las rancherías, ubicadas a la orilla de ríos, arroyos y lagunas. Cuando regresaba a Tepetitán traía el cayuco lleno de maíz, frijol, arroz y cerdos. Antes predominaba el trueque o intercambio de productos.

Nací el 13 de noviembre de 1953. Estoy orgulloso porque dos siglos antes, en 1753, nació Miguel Hidalgo, y en 1853, José Martí. Por eso me gusta cuando Ana Belén canta «Yo también nací en el 53», en especial el verso que dice: «Qué te puedo decir que tú no hayas vivido. Qué te puedo contar que tú no hayas soñado».

Estudié la primaria en la escuela que lleva el nombre de un gran escritor tabasqueño: Marcos E. Becerra. Recuerdo con cariño a mis maestras y maestros; a la maestra Guadalupe Antonio de la Cruz, y al maestro Joaquín González Paz, quien además de profesor era beisbolista.

Crecí en una familia católica, pero no hay que olvidar las peculiaridades que la religión tuvo en Tabasco desde la época colonial. Allí nunca hubo una fuerte tradición religiosa porque la evangelización no solo tropezó con la resistencia cultural indígena sino también con obstáculos como pantanos y selvas, calor y mosquitos. Además, debido a la ausencia en la región de metales preciosos, en torno de los cuales giraba la economía durante el periodo colonial, en Tabasco no arraigó la cultura novohispana con los rasgos de acendrado catolicismo que tuvo en el centro del país; algo parecido sucedió en todo el siglo xix: las prácticas religiosas estuvieron siempre relacionadas más con la convivencia social que con la devoción, y aún durante el porfiriato la masonería tuvo gran influencia. Los dos gobernadores más importantes de ese periodo, Simón Sarlat Nova y Abraham Bandala, fueron liberales y la sociedad era eminentemente laica.

Después, entre 1919 y 1935, un hombre fuerte dominó Tabasco: Tomás Garrido Canabal, quien impulsó la educación racionalista y el progreso; combatió el alcoholismo y aplicó una política anticlerical sin parangón en el resto del país. En la era garridista se decretó que los sacerdotes solo podían ejercer si estaban casados, entre otros muchos requisitos. Por si fuera poco, en ese entonces, los integrantes de la Liga Central de Resistencia del Partido Socialista Radical —cuyos integrantes serían conocidos después como los «Camisas Rojas»—, organizaban asambleas culturales en todas las plazas públicas, donde se leían discursos o poemas contra la religión y se quemaban imágenes religiosas. Es más, los templos fueron derribados o convertidos en escuelas; se prohibió tanto el uso de cruces sobre las tumbas como los escritos que hicieran alguna referencia a Dios; las fiestas religiosas fueron sustituidas por ferias regionales; se cambió la «nomenclatura fanática» de todos los pueblos de Tabasco por nombres de héroes, maestros, libertadores locales, artistas y sabios. Tampoco se veía bien poner a los hijos nombres de santos; de ahí que sea Tabasco el estado con más nombres de filósofos, artistas y dirigentes famosos del mundo.

Solo las peculiaridades de Tabasco en los siglos precedentes explican la escasa resistencia de la población a esa modalidad de la política «modernizadora» garridista. Únicamente se opusieron los indígenas, los chontales, quienes tuvieron que enfrentar la represión violenta, no solo porque esta iba dirigida a las manifestaciones de su religiosidad, sino porque lesionaba los demás aspectos de su tradición cultural.

Además, en el trópico las cosas suelen ser distintas. Esto no lo entendió del todo el gran escritor inglés Graham Greene, quien visitó Tabasco en 1938 y en un pasaje de su novela Caminos sin ley, registró así su diálogo con un dentista estadounidense de apellido Winter que vivía en Frontera, Tabasco:

Lo único malo de Garrido era que… había atacado a la Iglesia. Con eso nunca se gana nada —dijo—. Si no hubiera atacado a la Iglesia todavía estaría aquí.

—Pero parece que consiguió lo que quería —dije—; no hay curas, no hay iglesias…

—Oh —contestó ilógicamente—, aquí nadie se interesa por la religión. Hace demasiado calor.2

La respuesta del doctor Winter no distaba mucho de la realidad. En el trópico no se puede estar ensimismado, meditando, encerrado entre cuatro paredes. El clima influye en la forma de ser y en el temperamento de la gente. El tabasqueño usa poca ropa, es abierto y expresivo. No habla quedito, sino que grita; agréguese que en el trópico los ríos se desbordan, el cielo es proclive a la tempestad, los verdes se amotinan y el calor de la primavera o la ardiente canícula enciende las pasiones y brota con facilidad la ruda franqueza. Hasta podría decir que los tabasqueños somos liberales por naturaleza. Quizá por eso, además de otros factores, en mi tierra nunca ha echado raíces el conservadurismo. Basta un dato: Tabasco es el estado con menos presencia del Partido Acción Nacional (pan), en toda la historia de ese partido, al grado que en la última elección perdió el registro por no alcanzar, como lo establece la ley, 3% de los votos emitidos.

Mi infancia en Tepetitán sigue presente en lo que soy ahora: la familia y el entorno donde crecí fueron los cimientos de lo que vino después: la adolescencia y la juventud fueron determinantes para el rumbo que tomaría mi vocación política.

Siempre me ha favorecido la suerte. En Tepetitán no había secundaria y lo más probable era que no continuara estudiando. Mi mamá y mi papá, como he dicho, eran comerciantes y más que mandarme a estudiar, probablemente estaban pensando en que les ayudara a trabajar en el mostrador de la tienda. Sin embargo, un hombre bueno, Dorilian Domínguez; hijo del viejo Lan, un ganadero respetado y querido en mi pueblo, habló con mi madre para convencerla de que me inscribiera en la secundaria, y él me llevó a Macuspana, a caballo, porque el camino era una brecha intransitable cuando llovía, nadie tenía carro o camioneta y todavía no funcionaba la cooperativa de un camión, aunque se constituyó después. En ese tiempo, en 1966, lo más usual era el caballo o el traslado por agua en lancha o cayuco. Si no hubiera sido por Lancillo, solo habría terminado la primaria; aunque posiblemente con el paso del tiempo habría emigrado a otra parte.

Es conocido, lo llevo en la sangre, que desde niño tengo la pasión por el beisbol, con el complemento de que jugaba bien; era centerfield, bateaba, corría y tenía buen brazo; en otras palabras, si me hubiese dedicado a eso, daba el ancho para jugar como profesional en ligas de alto nivel; pero mi destino fue otro. Me inscribí en la secundaria en Macuspana, vivía de abonado en la casa de doña Carmen Domínguez, esposa de don José Hernández. A ese domicilio de familia buena y trabajadora llegaba a comer el padre Julián Álvarez, encargado de la parroquia que estaba en la contraesquina. Hice buena amistad con él, lo ayudaba como monaguillo y me enseñó a jugar futbol. Aunque nunca dejé mi deporte favorito: me escapaba en el recreo de la secundaria para practicar con los profesionales de la Liga Petrolera; allí conocí a Cuco Toledo, tremendo pelotero cubano que había brillado durante su juventud en su país y en México, y aunque ya veterano todavía bateaba y tenía un brazo como el del gran Roberto Clemente: con hombre en tercera y con un elevado al jardín central, ningún representante se atrevía a mandar un pisa y corre.

Termino contando una pequeña anécdota de hace como diez años: al ser precandidato a la Presidencia, estaba caminando temprano por la mañana en el parque La Choca, de Villahermosa, llevaba una gorra, lentes oscuros y una sudadera hasta el cuello, con la idea de pasar inadvertido; sin embargo, a la segunda o tercera vuelta me identificó el contador Miguel Baldivia, con quien jugaba en tiempos de la prepa. Con la alegría característica de mis paisanos me saludó y me dijo: «Pinche Andrés Manuel, yo estaba seguro de que llegarías a las grandes ligas, pero nunca imaginé que ibas a ser presidente de México».

Ya en secundaria, en Villahermosa, tuve la fortuna de recibir clases de civismo de un maestro nada convencional: Rodolfo Lara Laguna. Para dar su clase se apoyaba en el libro El buen ciudadano, pero con frecuencia se salía del texto y nos platicaba sobre otros temas relacionados con los problemas sociales y políticos de esos tiempos. Una vez nos contó que había participado en una manifestación en contra de la visita de John F. Kennedy a México en 1962, en tiempos de la invasión a Cuba, y que iban coreando: «¡Jacqueline, sí; Kennedy, no!». Pequeños detalles como este se me quedaron grabados. De él recibí una buena influencia y me abrió la inquietud hacia lo social, porque había sido dirigente estudiantil; hoy sigue siendo un hombre íntegro, juarista y de izquierda.

Por aquella época leí Un niño en la Revolución Mexicana, del gran escritor tabasqueño y uno de los mejores prosistas en lengua castellana, Andrés Iduarte. Me gustó tanto ese texto que me aprendí de memoria un fragmento que resume la profunda trascendencia de ese gran movimiento social:

Nosotros teníamos un criado […] Se llamaba Polo. Era un muchacho indio, con la mirada helada de la raza, pero con una sonrisa afectuosa en los labios […] Yo no sé qué me dijo de don Porfirio y de mi tío: fue, desde luego, algo relacionado con la política o con la riqueza. Yo se lo conté a mi primo. Solo recuerdo que una noche mi papá, nervioso, habló a solas con Polo. Yo debo haber entendido que era algo referente a mi pecado, porque me escondí detrás de un armario. Mi padre se dio cuenta, me hizo salir y me dio una cachetada:

—Por hablador, por chismoso —me dijo.

Para mí, que nunca había recibido de él ningún golpe, fue tremendo el castigo. Polo estaba ya en el fuego creciente de la rebeldía. En 1917, en plena Revolución, lo vi un día por La Cruz Verde y fui a hablarle. Andaba roto, astroso, flaco; pero con su fusil. Lo acompañé hasta su cuartel, que estaba en la iglesia de Esquipulas. Polo me dijo que iría a vernos a la casa; pero no fue nunca: nos contaron que lo mataron poco después.3

De la preparatoria recuerdo mucho la lectura de Breve historia de la Revolución mexicana, de don Jesús Silva Herzog, dos tomos publicados por el Fondo de Cultura Económica. Con esos libros empecé a descubrir el país y a pensar en la participación política. Un buen dirigente no puede formarse si no conoce la historia, que es la maestra de la vida: la historia es forjadora fundamental.

En mi caso, la familia, mi pueblo, la libertad, el trópico, el maestro de civismo, el libro de don Jesús Silva Herzog y quizá también un fracaso económico en el negocio de mis padres fueron circunstancias que, de una u otra manera, me marcaron el rumbo. Mis padres eran comerciantes y el negocio quebró. Fue al terminar la preparatoria cuando decidí venir a la Ciudad de México a estudiar la universidad. Tomé la iniciativa en circunstancias muy difíciles porque no tenía dinero, pero me liberé, me eché a andar y llegué a vivir, en 1973, a la Casa del Estudiante Tabasqueño, en la calle Violeta de la colonia Guerrero.

Presenté el examen para ingresar a la Facultad de Ciencias Políticas en la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), esperanzado por el apoyo del Gobierno federal que nos daba alojamiento y comida en la Casa del Estudiante. Éramos ochenta jóvenes, la mayoría de escasos recursos; estudiábamos en diferentes carreras de la unam y del Instituto Politécnico Nacional (ipn). Esa casa fue muy importante para mi formación.

En ese entonces no se rechazaba a tantos jóvenes en las universidades públicas, como sucedió después. Presentábamos examen de admisión diez y entrábamos nueve; en el periodo neoliberal o neoporfirista ingresaba uno de cada diez, con el pretexto de que no se aprobaba el examen, cuando la verdad es que no había cupo por falta de presupuesto para las universidades y por el abandono de la educación pública. En ese contexto, el examen de admisión dejó de ser un mecanismo para verificar la buena formación previa y se convirtió en un sistema enfocado en excluir a la gran mayoría de los aspirantes.

Después de la Casa del Estudiante, viví con otros compañeros en Copilco el Alto en un cuarto de vecindad. Nunca olvidaré a la finada Gloria, quien tenía en el patio de su casa unas mesas y vendía comida; cuando no iba porque le debía mucho, me mandaba a decir con mis compañeros de cuarto: «Díganle al flaco que venga a tragar». Terminé la escuela de milagro porque no recibía apoyo de mi familia que estaba atravesando por una situación económica muy difícil. La quiebra en el comercio es algo muy lastimoso.

Una vez llegó mi madre a espiarme a la universidad porque no creía que estuviera estudiando. Estaba en clase y, de repente, volteo a la ventana y ahí estaba mi madre, viéndome, con sus bellos ojos negros. Salí de inmediato con mucha pena para evitar la burla de mis compañeros; caminé con ella hacia el patio y la abracé con toda mi alma.

En la Facultad de Ciencias Políticas aprendí lo básico para luchar por mis ideales humanistas. Durante el primer semestre de la carrera me tocó enfrentar lo terrible que fue el golpe militar en Chile. El maestro de la materia Ciencia Política nos propuso un análisis del proceso chileno. Se trataba de Raúl Olmedo, un buen maestro, marxista. En esa clase revisamos el texto El Estado y la Revolución, de Lenin, y con ese marco teórico vislumbramos la terrible posibilidad de un golpe de Estado, el cual se consumó el 11 de septiembre de 1973; esto me impactó mucho. El presidente chileno Salvador Allende es el personaje extranjero que más admiro, quien más sentimientos me genera. Fue un humanista, un hombre bueno, víctima de canallas. Por eso, cuando se cumplieron cincuenta años de su muerte, el 11 de septiembre, estuve en Santiago de Chile, lleno de sentimiento, entre los invitados del actual presidente, mi amigo, Gabriel Boric.

En mis tiempos universitarios hubo en México varios movimientos por la justicia y la libertad como la llamada Tendencia Democrática de los trabajadores electricistas contra el charrismo sindical encabezada por Rafael Galván. Participé como estudiante acudiendo a las marchas de protesta. Ha pasado el tiempo y hace poco, cuando inauguramos la primera fase de la planta fotovoltaica de Puerto Peñasco, Sonora —que será la más grande de América— les propuse a los dirigentes del sindicato de electricistas y al director general de la Comisión Federal de Electricidad (cfe) que la central llevara el nombre de aquel dirigente ejemplar que fue Rafael Galván.

Pero en América Latina hubo otros golpes de Estado, además del chileno, y la unam y otras universidades acogieron a muchos exiliados. Tuve profesores de Chile, Bolivia, Haití, Uruguay y Argentina, además de muy buenos maestros mexicanos. Fue una época muy interesante para las ciencias sociales, pero también muy dolorosa para América Latina por las dictaduras y el sufrimiento que estas provocaron a la gente; a la par, fue un tiempo de mucha reflexión y análisis, algo que no sucede en la actualidad: las ciencias sociales están muy apagadas.

Nunca me planteé como opción la vía armada, aunque la admiraba porque me parecía impulsada por el idealismo. ¿Cómo no respetar, por ejemplo, a guerrilleros mexicanos como Lucio Cabañas y Genaro Vázquez? ¿Cómo no admirar el idealismo y la congruencia del Che? Siento un profundo respeto por aquellos que optan por esa vía. Sin embargo, no la comparto porque es una alternativa que produce mucho dolor y sufrimiento, y sirve de pretexto a quienes tienen el dinero, el poder y la fuerza para reprimir y someter al pueblo. Creo que no se debe renunciar a la vía pacífica (y conste que, en los años sesenta y setenta, la guerrilla fue muy atractiva). No quiero utilizar la expresión «estaba de moda» porque puede parecer peyorativa; el hecho es que era una opción bien vista. En México, la multiplicación de organizaciones armadas fue una de las consecuencias de la brutal represión del movimiento estudiantil de 1968.

A propósito del presidente Allende, en un discurso pronunciado durante su visita a México, en Guadalajara, dijo: «Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica». Pero ser revolucionario no necesariamente implica tomar las armas. Él mismo se abstuvo de transitar por ese camino aun cuando muchos opinaban que solo así podía mantenerse en la Presidencia y evitar que lo asesinaran. Él era un pacifista. Por eso, el asalto al Palacio de la Moneda y la muerte de Allende fue un crimen horrendo. El que opta por la lucha armada sabe que se trata de vencer o morir. Pero el que no quiere la violencia para su pueblo ni para nadie y ve con profundo respeto, con profundo amor, incluso al adversario, no merece ser tratado de esa manera. La traición de Augusto Pinochet fue abominable: es una mancha indeleble en la historia del mundo. Siempre expresé mi repudio total al fascismo que azotó a Chile y a América Latina en aquellos años. Con mucha indignación y dolor, me enteré a través de la radio del golpe de Estado en Chile, y ese mismo día, en un pizarrón grande que estaba en el patio principal de la Casa del Estudiante, junto con Hebert Sánchez, un compañero de Economía del Politécnico, escribí un manifiesto de protesta. Nunca lo voy a olvidar.

En mi época de estudiante también ocurrió el golpe al periódico Excélsior, el 8 de julio de 1976. El presidente Luis Echeverría decidió silenciar a ese diario independiente que dirigía con dignidad Julio Scherer García. Tampoco voy a olvidar que Miguel Ángel Granados Chapa, Froylán López Narváez y Heberto Castillo fueron al auditorio de Ciencias en la unam a exponer lo que había pasado y, a partir de entonces, cada vez que había una marcha, al pasar por Bucareli y Reforma, donde está Excélsior, se coreaba la consigna «¡Prensa vendida!».

•••

En ese tiempo, de 1973 a 1976, estreché amistad con el maestro Carlos Pellicer. Era un hombre grande en toda la extensión de la palabra. Se trataba de un escritor consagrado al que Gabriela Mistral había distinguido llamándolo el «Poeta de América».

Entre sus muchas aportaciones al arte y la cultura, fundó, en la época del gobernador Francisco J. Santamaría, el Museo Arqueológico de Tabasco. Sobre la creación de este museo hay una anécdota graciosa pero importante: el 28 de abril de 1952, el maestro Pellicer le escribe al gobernador Santamaría, y en un tono de sutil reproche le dijo que, como no había dinero para terminar los cuatro salones faltantes y concluir el museo a fines de junio, había decidido regresar a la Ciudad de México «en el entendido de que, tan pronto como ustedes se recuperen económicamente, yo volveré con la alegría que he demostrado a ponerme al frente de la organización de nuestro hermoso museo».

Más tarde, el 20 de agosto de 1952, el gobernador, también maestro en letras e igualmente simpático, le contestó:

Querido Vate. Tengo el gusto de calmar tus inquietudes espirituales por medio de una receta por $5 049.11 (cinco mil cuarenta i nueve pesos once centavos) que en una pastilla, vulgo cheque, medicina u específico original del Dr. Santamaría, te envío para ser despachada por la farmacia del Banco Nacional de Méjico. Espero tu recuperación i pronto retorno i abrázote afectuosamente para que cesen tus lágrimas i adviertas que no nos rajamos.4

Poco después, Pellicer consiguió trasladar las esculturas monumentales olmecas de La Venta, Huimanguillo, Tabasco, para inaugurar el 4 de marzo de 1958, en un terreno de ocho hectáreas, a la orilla de la Laguna de las Ilusiones de Villahermosa, uno de los más espléndidos y originales museos del mundo; casi al mismo tiempo, creaba el museo de Palenque, trabajo por el cual el arqueólogo Alberto Ruz le envió con una adjunta el pago de «sus simbólicos honorarios» de 1 473 pesos.

Asimismo, participó en la fundación de otros museos como el de Tepoztlán, Morelos, el de su amiga Frida Kahlo, inaugurado en julio de 1958, así como el museo regional de la Universidad de Sonora, en 1957. En esa ocasión, hallándose en Hermosillo, escribió el poema sobre la huelga de Cananea, ese que dice:

Cananea, Cananea

de tus tiros partieron

los primeros alientos de una aurora

que no ha dado la luz que necesito

para decir, de pueblo en pueblo,

que ya no hay tuberculosis producida por hambre

ni banquete de bodas de ciento diez mil pesos…5

Aun cuando el maestro Pellicer defendió el arte en libertad, no por consigna, siempre vinculó su labor intelectual y su obra creativa con la actividad política. En su juventud, en la época del Maximato callista, fue activista en la campaña presidencial de José Vasconcelos; participó en las brigadas internacionales que fueron a España a defender la república de la sublevación franquista; se desempeñó por muchos años como presidente del Comité en Defensa y Solidaridad con el Pueblo de Nicaragua durante la dictadura de Somoza y se manifestó y repartió volantes tras la llegada a la Ciudad de México del presidente John F. Kennedy en protesta por la invasión de bahía de Cochinos en Cuba.

En fin, cuando conocí al maestro Pellicer yo estudiaba la preparatoria en Villahermosa y él era un hombre talentoso y de probadas convicciones humanistas y libertarias. Lo vi por primera vez en el antiguo Museo de Tabasco, ubicado en la Plaza de Armas; vivía debajo de una escalera, allí tenía su catre y una caja como buró; lo recuerdo con su camisa de manta, huaraches, sombrero y lentes negros. El trato más cercano y constante lo tuvimos cuando me trasladé a la Ciudad de México para estudiar Ciencias Políticas en la unam. Contaré algunas de las muchas anécdotas que guardo de esos tiempos.

En una Navidad fui a visitarlo a la calle de Sierra Nevada, en las Lomas de Chapultepec, y luego de hablar de asuntos políticos, de piezas arqueológicas que llenaban su casa —falsas o auténticas pero bellísimas— y del nacimiento que año con año montaba para disfrute de muchos, me entregó, al despedirme de él, un rollito de billetes que fueron mi felicidad, porque en esos tiempos —como decíamos— traíamos «hambre vieja». Aunque no era mucho, el dinero alcanzó para invitar a Isidoro Pedrero Totosaus, Ever Sánchez Alejandro, Carlos Cerino Marín, David Izquierdo Mayo y otros amigos, a comer gallina con rabadilla en los famosos Caldos Zenón, ubicados cerca de la calle Violeta, en la colonia Guerrero, donde vivíamos ochenta jóvenes becados con hospedaje y periódica alimentación en la Casa del Estudiante Tabasqueño.

Tampoco podría olvidar la vez que lo acompañé a una entrevista con el ingeniero Leandro Rovirosa Wade, quien en ese entonces era secretario de Recursos Hidráulicos y posteriormente fue gobernador de Tabasco. La audiencia tenía como propósito conseguir que se hicieran bordos y muros para proteger de inundaciones al nuevo museo que se estaba construyendo a la orilla del río Grijalva; en esa ocasión, por mi imprudencia juvenil y radicalismo, cuestioné duramente al ingeniero Rovirosa por lo del Plan Chontalpa. Sin embargo, el ingeniero Rovirosa, como gran ser humano que era, me tuvo paciencia, fue comprensivo y tolerante, como habría de serlo después cuando fui director del Centro Coordinador Indigenista Chontal, durante su gobierno. A la salida de la oficina del ingeniero Rovirosa, en un tono serio y simulando enojo, el maestro Pellicer me expresó: «A usted, don Andrés —porque así me decía—, no lo vuelvo a traer a estos acuerdos».

Por esos tiempos hicimos un viaje inolvidable desde Villahermosa a las cascadas de Agua Azul, Chiapas, en compañía del periodista Julio César Javier Ruiz, conocido como el Pochitoque (en Tabasco es común que a todos nos pongan apodo) y de Carlos Sebastián Hernández, director del Museo de Tabasco. En todo el camino fue risa y risa, carcajadas del maestro Pellicer, por las ocurrencias y la picardía tabasqueña de Julio César, quien manejaba su auto y llevaba la batuta de la conversación, aunque Carlos Sebastián le hacía segunda en el mismo tono. Pienso que nadie rompía mejor la solemnidad —real o fingida— que siempre caracterizó al maestro, y nadie lo ponía de tan buen humor como Julio César, con su ingenio y sus cuentos colorados. De regreso de Agua Azul pasamos a cenar a Palenque, Chiapas, en el restaurante de mis padres.

Cuando lo nombraron candidato a senador por Tabasco tuvimos alguna diferencia, pues, según yo, como lo sostuvo entonces el ingeniero Heberto Castillo, el maestro Pellicer «había dado su brazo a torcer». Recuerdo que el día del destape o nominación, en el Ovaciones de la tarde, el gran novelista Juan Rulfo —no sé todavía si con autenticidad o ironía— declaró que con el maestro Pellicer como senador le iría muy bien a México, o algo por el estilo; cuando vi al maestro le pregunté, con ánimo de provocarlo, si sabía de lo dicho por Rulfo, y haciéndose el desatendido con su vocerrón y seriedad fingida, me reviró: «¿Y quién es ese?».

Finalmente, estuve con él en 1976 en la campaña por los pueblos de Tabasco; su sincero deseo era servir a los más pobres; repetía y repetía: «Voy a ser senador de los chontales». Desde antes de tomar posesión del cargo planteó que iba a vender su colección de paisajes de José María Velasco, valuada en siete millones de pesos de aquellos tiempos, y que con ese dinero haría una fundación o fideicomiso para ayudar a los pueblos indígenas de Tabasco. Sin embargo, poco después entraron a su casa, maniataron a Chavelita, su fiel acompañante y ama de llaves, y se robaron las pinturas; a partir de entonces se entristeció mucho y cayó en cama.

Lo visité unos días antes de su muerte. Estaba postrado, pero platicamos; tenía la esperanza de recuperarse; me pidió vernos dos días después con el propósito de buscar una alternativa para lo del fideicomiso para los chontales; le dije que no se preocupara, que primero era su salud, y él me insistió porque realmente tenía la preocupación por la gente pobre. Durante la mañana del 16 de febrero de 1977, día en que volveríamos a encontrarnos, me enteré de que había muerto.

Unos meses antes de su partida, en una entrevista, había confesado:

Yo fui político de calle durante toda mi vida. Soy socialista y creo en la igualdad de los humanos. Me entristece la pobreza de la mayoría y la riqueza de unos cuantos. Pienso que poco a poco el mundo entero y, por supuesto, México, alcanzarán la justicia.

Creo que mi maestro se sentiría orgulloso de saber que, en su tierra, en su agua y en todo el país, seguimos trabajando con la misma convicción de siempre: no hacerle mal a nadie y atender de manera preferente a los pobres y a los olvidados de México.

•••

Más tarde, el ingeniero Rovirosa se convirtió en gobernador de Tabasco. Al iniciar su gobierno, en 1977, me recomendó como director del Centro Coordinador Indigenista Chontal y lo más importante fue que nos apoyó y, sobre todo, nos dio absoluta libertad.

Fui el segundo director del Centro Coordinador Indigenista Chontal, creado en 1973 contra la voluntad del gobernador de entonces, Mario Trujillo García, quien sostenía que en Tabasco no había indios. Esto me lo contó el antropólogo Salomón Nahmad Sitton, que aún vive aferrado a sus convicciones ejemplares de siempre. En ese tiempo trabajaba en el Instituto Nacional Indigenista (ini) y le tocó entrevistarse con el gobernador para la creación de ese centro. Los indígenas no solo vivían arrinconados en la zona pantanosa, donde han estado por siglos, marginados y empobrecidos, sino que se les negaba hasta su propia existencia, cuando fueron ellos los primeros que fundaron ciudades y conformaron una cultura en aquellas tierras húmedas que un día se llamarían Tabasco. Para la oligarquía, el indígena era, y en muchos casos sigue siendo, sinónimo de atraso. «Los inditos, los chajules —decían—, están en Chiapas, no en Tabasco». Es decir, la ignorancia y racismo combinados.

Por fortuna se creó el centro chontal por decisión del ini. Aquí quiero hacer un reconocimiento a quienes durante mucho tiempo trabajaron a favor de los indígenas: antropólogos, médicos, agrónomos, sociólogos, maestros bilingües, técnicos y personal de base, muchos de ellos todavía en actividad. Es cierto que durante la aplicación de la política indigenista se cometieron errores. Por ejemplo, en algún tiempo se propuso la integración; incluso, se hablaba de «incorporarlos a la civilización». No obstante, se avanzó en crear conciencia para reconocer y respetar sus culturas, las tradiciones, las costumbres, las lenguas y la organización social comunitaria. Antes del periodo neoliberal había al menos una política indigenista, pero los neoliberales acabaron con ella.

Trabajar de 1977 a 1982 en la zona indígena chontal de Tabasco fue para mí una experiencia extraordinaria. En las comunidades me formé como luchador social. Allí echamos a andar programas integrados y logramos mejorar las condiciones económicas y sociales de los pueblos. Allí comprobé que con una política de apoyo a la gente pobre siempre se logran buenos resultados: los indígenas tuvieron dónde sembrar porque adquirimos buenas tierras que les fueron entregadas; pusimos en marcha un programa para rehabilitar zonas pantanosas mediante la tecnología tradicional chinampera, como en Xochimilco, lo que llamamos «camellones chontales»; se creó un programa de Crédito a la Palabra (cap) para la ganadería y la agricultura; me tocó fundar las primeras escuelas secundarias en la zona, así como centros de salud y hospitales; construimos viviendas y caminos; se instalaron plantas de agua potable y organizamos cooperativas de consumo y de transporte; creamos una radiodifusora cultural bilingüe, XENAC: La Voz de los Chontales, que era la más escuchada. Después la silenciaron, y por mucho tiempo permanecieron abandonadas las instalaciones. Posteriormente se abrió de nuevo la radio y ahora opera en todo el país el Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (inpi), que coordina los planes de justicia en beneficio de las diversas culturas originarias.

El trabajo en la zona maya chontal me permitió comprobar en la práctica que el cumplimiento de las responsabilidades sociales del Estado se traduce en una mejoría de las condiciones de vida de la gente. Un ejemplo: cuando llegué a la zona chontal había muchísimo alcoholismo. Los indígenas de las comunidades acudían a embriagarse a las cantinas de Nacajuca, la cabecera municipal, en las que se vendía aguardiente de caña. Era común que pidieran «cuatro dedos de aguardiente» que bebían de un solo golpe. Caminaban 200 o 300 metros, caían inconscientes y pasaban horas tirados a las orillas de los caminos. Eran escenas muy tristes y preocupantes. Cuando empezamos a trabajar, disminuyó ese alcoholismo. Fue una buena lección; aprendí que la actividad, el trabajo, la esperanza, la dignidad y el orgullo cultural provocan un cambio en realidades de postración o sometimiento.

Fue definitorio trabajar seis años en las comunidades indígenas. Fue un proceso de enseñanza-aprendizaje. Di algo, muy poco más que nada mi corazón; ellas me dieron y me enseñaron muchísimo. Solo por mencionar algo: allí aprendí que las decisiones en las comunidades se toman de forma colectiva, algo parecido al proceso que ahora llaman consenso. Las asambleas comunitarias comenzaban con una exposición que hacíamos sobre el asunto a tratar. Cuando terminábamos de explicar, ellos deliberaban; solo se oía un murmullo en lengua chontal. Inmediatamente después se hacía un profundo silencio hasta que alguien levantaba la mano para dar a conocer la decisión de todos. Para entonces ya se había logrado el consenso, había un acuerdo y eso era lo que, en voz de alguien, ellos consideraban que podía aceptarse o no. Ahí comprendí que había que esperar y tener paciencia porque las decisiones no se toman como es usual fuera del mundo indígena. También aprendí mucho sobre la solidaridad verdadera y la ayuda mutua. Por ejemplo, la siembra o la construcción de una casa implica la participación de todos; como ellos dicen: «se dan la mano» cuando alguien necesita ayuda. Sin duda, la mayor enseñanza que recibí fue conocer el lado humano de las comunidades. Me tocó ver cómo un indígena de Oxiacaque se cortó el pie de un hachazo y, como en ese pueblo aún no había un centro de salud ni existía un camino, tuvieron que llevarlo en hamaca hasta Nacajuca. Me impresionó ver cómo empezó a llegar la gente humilde a verlo y a darle 20 centavos, un peso, lo que tenían, porque sabían que iba a necesitarlo para la curación.

Vivir de cerca esa fraternidad, esa solidaridad, me hizo más humano. No solo cuenta la teoría, lo que se aprende en los libros, sino también lo que puede enseñar la gente del pueblo. Mi trabajo en las comunidades indígenas, viviendo entre los pobres, conociendo de cerca esa realidad, explica en buena medida lo que soy. En ese tiempo me visitaron y conocí a dos verdaderos especialistas en antropología y ciencias sociales, Rodolfo Stavenhagen y Guillermo Bonfil Batalla. También en ese entonces emitió una opinión sobre mi persona la escritora polaca Irena Majchrzak, quien visitó varias zonas indígenas del país y en su libro Cartas a Salomón, dejó este testimonio de su viaje a Nacajuca:

La persona del director del ini se hizo un poco mítica en la región. Todos saben que se le puede encontrar en su oficina solo entre las siete y ocho de la mañana. Después sale para supervisar las actividades en el campo. Tuve la oportunidad de observar el ritual de su trabajo. Estaba sentado en su despacho en medio de una multitud y así atendía a las personas. Cada quien le iba entregando un papelito en el que estaba expuesto su problema. Había muchos problemas con las tierras limítrofes de los ejidatarios y sus vecinos. Los asuntos que se plantean en todas partes; que los animales entraron en el campo sembrado, que el vecino sembró donde no le correspondía, etcétera. También había problemas con la construcción de las viviendas, y otros que no pude captar bien porque los diálogos entre el director y la persona interesada eran muy breves y muy eficaces. El director se enteraba de cada asunto y resolvía el problema casi inmediatamente. Nada de burocracia. Nada de pedir requisitos, nada de «mañana». El director, como sabes, tiene 26 años y parece que para él no hay tiempo que perder. Eso no quiere decir que se le sintiera impaciente. Nada de eso. Todo era resuelto con la mayor atención y el mayor respeto posibles. Pero la idea de que no tenía tiempo para perder estaba en el aire, en el mismo ritmo con que arreglaba los asuntos y el mismo ritual que parecía ser bien conocido para todos. La eficacia, en una palabra.6

Aunque no todos pensaban igual. De aquel entonces son los reportes del terrible director de la Policía Federal de Seguridad, Miguel Nazar Haro, quien me calificaba de comunista. Como en el reporte fechado en 1979 (véase p. 27).

Cuando llegué a la Presidencia y se nombró director general del Archivo General de la Nación al historiador Carlos Ruiz Abreu, le solicité que me diera el gusto de poseer mi expediente y ya lo tengo. Por cierto, ahora todos los archivos son públicos, no hay espionaje y no se reprime a opositores ni a nadie.

El mural del pintor Montuy que todavía está en las instalaciones del ini es de esa época. Estaba arrumbado en una bodega del Gobierno del estado y se colocó con una leyenda que no aplica en la actualidad del todo, porque los animales, como está demostrado, se hallan dotados de emociones, como los humanos. Una vez hecha esta advertencia, transcribo lo que dice el texto: «Quien tenga como aspiración ser un animal puede naturalmente dar la espalda a los dolores de la humanidad y trabajar en su propio provecho».

•••

En 1982, al final de mi trabajo en el ini, se resolvió la candidatura al Gobierno de Tabasco. Dejaba el cargo el ingeniero Leandro Rovirosa, y el candidato del Partido Revolucionario Institucional (pri) a sucederlo era Enrique González Pedrero. Desde antes de su postulación, los que habíamos trabajado en el ini teníamos interés en que él fuera el candidato y gobernador de Tabasco. González Pedrero, que en paz descanse, era un hombre inteligente. Fue director de la Facultad de Ciencias Políticas de la unam y era uno de los que más sabía en México de historia de las ideas políticas. Lo admiré y respeté mucho como maestro. Había otros precandidatos, pero él reunía las cualidades para dar continuidad al trabajo que ya habíamos iniciado en la zona indígena. Reflexionábamos que si con Leandro Rovirosa —que era ingeniero civil— se había avanzado, con González Pedrero iba a ser aún mejor. Por ello nos unimos a su campaña. No pertenecíamos al pri, sino que lo hicimos por esa circunstancia especial. Optar por él era lo que convenía a los ideales que nos movían. Se trataba de apoyar la candidatura de un hombre consecuente y de un político progresista; además, en esos tiempos no teníamos realmente otra opción. En Tabasco no había una tradición opositora. El pri era predominante y la política se hacía básicamente en ese partido. Desde luego, en su interior convivían posturas distintas; había gente muy reaccionaria y, al mismo tiempo, gente progresista.

La idea era participar con González Pedrero para seguir transformando y defendiendo causas populares y a fin de avanzar en la democratización de Tabasco y de México. En su campaña me desempeñé como director del Centro de Estudios Políticos, Económicos y Sociales del pri estatal y me concentré en organizar reuniones de análisis sobre la problemática del estado y plantear propuestas para su desarrollo.

Cuando se constituyó el nuevo gobierno, González Pedrero me invitó a ser presidente del pri en Tabasco. Yo no tenía antecedentes partidistas, no era militante, pero el ofrecimiento era por demás atractivo: se trataba de hacer un partido auténtico, separarlo del Gobierno, algo imposible como pronto lo pudimos comprobar. Simplemente no se podía porque el pri era un apéndice del Gobierno, una especie de Secretaría de Acción Electoral del Poder Ejecutivo. El partido desempeñaba un papel básico en épocas de elecciones porque se constituía en una maquinaria electoral que justificaba la llegada al Gobierno; pero, una vez constituido el Gobierno, en periodos interelectorales, el pri entraba en una fase de inmovilismo y pasividad.

Lo cierto es que acepté el cargo y me tomé en serio la tarea de renovar a ese partido. Muchos de los jóvenes que estaban en el ini y que tampoco tenían antecedentes partidistas se incorporaron al pri con la sola idea de intentar algo nuevo. El proceso fue muy interesante. En aquel tiempo el pri tenía comités seccionales en colonias y pueblos, pero en cuanto a su dependencia del Gobierno, los dirigentes eran nombrados por funcionarios estatales y por los presidentes municipales. Por eso nos propusimos cambiar esas prácticas y decidimos que los dirigentes tenían que ser nombrados en asambleas democráticas.

En consecuencia, constituimos nuevos comités seccionales y cuando las bases comenzaron a elegir a sus dirigentes, se empezó a formar un partido auténtico, con fuerza, que servía como órgano de intermediación entre el pueblo y el Gobierno. Esta acción se acompañó con la formación de los dirigentes, tomando como referencia la Declaración de Principios y el Programa de Acción del pri que, en teoría, postulaban la defensa de los derechos del pueblo y el nacionalismo revolucionario. Desde luego, una cosa eran los contenidos de los documentos básicos y otra la realidad política. Esta era una de las características de la simulación que prevalecía, pero el hecho de seleccionar a los dirigentes con base en esos documentos significaba todo un avance.

La formación de dirigentes seccionales y sus tareas a favor de la organización de la gente, la gestión, el seguimiento del ejercicio del presupuesto de los Gobiernos municipales generaron conflictos y apareció la lucha de intereses. Los alcaldes se sintieron vigilados porque el pri se había convertido en un contrapeso del Gobierno, en una organización que defendía a la gente y que vigilaba el buen uso de los recursos públicos.

En poco tiempo comenzaron las intrigas hasta que nos aislaron por completo. El ensayo duró siete meses: había entrado a la presidencia del pri en febrero de 1983 y para septiembre se había desatado la crisis. El gobernador me convocó a una reunión con los presidentes municipales. Su propósito —dijo— era escuchar los puntos de vista de ellos y el mío. En estas circunstancias, un lunes por la mañana, González Pedrero me llamó a su despacho para informarme que había tomado la decisión de que yo dejara la presidencia del pri. Me propuso el puesto de oficial mayor del Gobierno del estado. Mi respuesta fue el silencio. No contesté, no hablé, me quedé callado. Sin embargo, él llamó al secretario de Gobierno, José Eduardo Beltrán, para que de inmediato me diera posesión del nuevo cargo. Momentos después se verificó una junta con los directores de esa dependencia en la que se anunció mi nombramiento. Cuando me tocó hablar, pregunté: «¿Quién sabe más de esto?». Nadie quería contestarme, de modo que insistí: «¿Quién de ustedes sabe más de administración para que se haga cargo de la oficina mientras vuelvo?». Alguien mencionó al contador Guillermo Priego de Wit, el director administrativo. De modo que a él le dije: «Mire, siéntese aquí, atienda todo, voy a regresar, ya regreso». Claro, nunca regresé. Pasé a buscar a mi esposa Rocío a su trabajo en la Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos y en el camino a la casa hablamos de lo sucedido. Ella estaba al tanto del proceso, tenía una idea y ya veíamos venir el desenlace. Por eso, cuando le consulté mi propósito de renunciar, estuvo de acuerdo aun cuando esto implicara dejar Tabasco; ella nunca había vivido en el Distrito Federal. Estas decisiones siempre están relacionadas con la familia. El político toma decisiones, pero de una u otra manera resulta crucial el apoyo de lo más cercano, de lo más íntimo. Por fortuna, yo siempre conté con el apoyo de mis padres, desde luego con el de Rocío y en los últimos tiempos, con el de mis hijos y el de Beatriz.

En la tarde de aquel día escribí la renuncia dirigida a Enrique González Pedrero que, en forma escueta, palabras más, palabras menos, decía:

Ciudadano gobernador:

Desde siempre he dedicado mi trabajo a servir a las mayorías. Hoy usted me brinda la oportunidad de ocupar el honroso cargo de oficial mayor de Gobierno que, siento, me aleja de ese propósito fundamental. En consecuencia, le estoy presentando mi renuncia con carácter de irrevocable.

A la mañana del día siguiente la entregué y la hice pública. Esta es una de las decisiones más importantes que he tomado en la vida. Haberme quedado como oficial mayor habría significado tomar un camino opuesto al que seguí. Tuve que escoger entre mis convicciones y la situación personal, la comodidad, la seguridad del trabajo, la posibilidad del ascenso y el desarrollo de una carrera política convencional. Fue una ruptura, pero actué de manera consecuente y, con el tiempo, sé que la decisión fue acertada. Dicho sea de paso: mucha gente que no me conoce piensa que, como estuve en el pri, soy igual que los demás. Pero no, tengo mi propia historia; no soy un político tradicional y aunque fui dirigente del pri, busqué la democracia y fui consecuente. Por eso no tengo nada de qué avergonzarme.

•••

En septiembre de 1983, con Rocío y mi hijo José Ramón, de 2 años, llegué a vivir a la Ciudad de México. Rentamos un departamento en Copilco y empezamos una nueva etapa de la vida con muchas limitaciones económicas porque al principio no tenía ánimo para trabajar en cuestiones políticas ni puestos públicos. La experiencia en ese sentido no era muy buena que digamos. Habíamos intentado democratizar al pri con un gobernador progresista y no se había podido. Desde entonces, llegué a la conclusión de que el pri no tenía remedio. La competencia entre distintos partidos impulsaría la democracia; era la única posibilidad para avanzar. Tenían que existir verdaderos partidos de oposición para democratizar la vida pública de México.

En la capital aproveché para cursar las dos materias de la Facultad que tenía pendientes, acreditar la traducción de idiomas que se exige para la titulación y hacer la tesis con el tema «La formación del Estado nacional en México». También me dediqué a escribir. Terminé en ese tiempo Los primeros pasos. Tabasco, 1810 a 1867, un libro sobre la historia de Tabasco y empecé otro con el título Del esplendor a la sombra: la República restaurada. Tabasco, 1867 a 1876, que concluí tiempo después. Nuestra situación económica se fue haciendo muy difícil, y entonces Ignacio Ovalle Fernández, quien me conocía porque había sido director del ini, me recomendó con Clara Jusidman, quien acababa de tomar posesión como directora del Instituto Nacional del Consumidor (inco). Ella me ofreció ser director de organización social y promoción de ese instituto. Allí trabajé de 1984 a julio de 1988. Me ocupaba de organizar a consumidores para la compra en común de productos básicos con el propósito de que obtuvieran ahorros. Además era el encargado del departamento que hacía investigaciones y daba a conocer los precios de mercancías y otros bienes. En ese entonces, el inco tenía una central telefónica cuyo número se hizo muy famoso: el 568-87-22. Todavía mucha gente lo recuerda. En aquellos años cualquiera podía llamar para informarse sobre precios y calidad de productos. Si alguien quería comprar, por ejemplo, un electrodoméstico, en ese teléfono recibía información acerca de lo que valía ese producto en las diferentes tiendas, así como las marcas, la garantía y la calidad. Ahora también se puede llamar al mismo número solo que marcando antes el 55. Ricardo Sheffield, procurador Federal del Consumidor, hasta hace poco, daba a conocer todos los lunes en la conferencia mañanera el «Quién es quién en los Precios» de alimentos y combustibles.

En ese trabajo me tocó vivir el terremoto de 1985. El inco fue de las pocas instituciones que participó informando a través del teléfono y ayudando a la gente en esos momentos aciagos. Además de muchos muertos, había gente herida o desaparecida. Nosotros brindamos toda la información que tuvimos a la mano para localizar a personas en hospitales y albergues. También organizamos brigadas de rescate. Fui testigo de cómo, ante el inmovilismo, la indecisión y la incapacidad de la mayor parte de las autoridades, la gente tomó la iniciativa. Salió a la calle, se organizó e hizo labores de rescate con verdadera solidaridad humana, como siempre lo han hecho los capitalinos en momentos tan dramáticos y dolorosos.

•••

En 1988 tomé otra decisión importante en mi vida. Acepté ser candidato del Frente Democrático Nacional (fdn) a la gubernatura de mi estado. En el inco ganaba un buen sueldo: fue en esa época cuando empecé a vestir de traje que, por cierto, ni entonces ni ahora me acomoda; siento que la corbata me aprieta y me estorba, aunque he tenido que aprender a utilizarla por formalidad y por respeto a la gente. En fin, cuando inició el movimiento democrático encabezado por el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, decidí hacer a un lado mi situación personal y actuar también a partir de mis convicciones. En ese entonces, de nueva cuenta, me apoyaron Rocío y mis padres.

En 1988 regresé a Tabasco como candidato a la gubernatura por el fdn, integrado por el Partido Mexicano Socialista, el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana, el Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional y el Partido Popular Socialista. Se trataba de abrir brecha, porque no había tradición opositora. Además, los cuatro partidos del Frente tenían muy poca presencia y casi nada de organización. Implicaba comenzar una etapa nueva en circunstancias complejas. Tabasco era un estado muy corporativo donde todo giraba alrededor del poder público y no había cultura democrática.

Sabía que no ganaría la gubernatura, pero estaba convencido de la necesidad de iniciar un trabajo de organización ciudadana para el futuro. Era imprescindible crear un movimiento opositor. En ese entonces, en mi estado no había ningún contrapeso; los gobernadores eran amos y señores, y sin su consentimiento no se movía ni una hoja del árbol de la política. Además, imperaban la corrupción y otros vicios que poco a poco han ido desapareciendo.

Fue en uno de esos días cuando conocí al ingeniero Cárdenas, a quien le tenía mucha admiración y lo sigo respetando. También conocí a otros dirigentes como el ingeniero Heberto Castillo y Porfirio Muñoz Ledo. Inicié mi campaña en las comunidades indígenas de Nacajuca, donde ya me conocían y donde nuevamente me dieron su confianza. Ellos fueron los primeros en unirse al movimiento y, desde entonces, hemos ganado electoralmente en casi todos los pueblos indígenas de Tabasco.

Como ya lo expresé, en un principio no pensé que podría ganar la gubernatura; sin embargo, en el transcurso de la campaña el movimiento se consolidó y adquirió de manera espontánea mucha simpatía, al grado que cuando había visitado diez de los 17 municipios de Tabasco, la sensación era de que podíamos triunfar. En esos días, Carlos Salinas, a quien habían nombrado presidente electo, me mandó decir con Ignacio Ovalle que le interesaba tener un «acuerdo» conmigo. Ovalle me contó que Salinas le había pedido una opinión sobre mi persona y que luego de dársela le advirtió que yo no iba a ganar y que mejor me convenciera de que renunciara a la candidatura. A cambio me ofrecía un cargo en su gobierno. Obviamente, cuando Ovalle me hizo el planteamiento, le dije que no aceptaba. A partir de entonces, los operadores de Salinas, Roberto Madrazo, presidente del pri en Tabasco, y Fernando del Villar, delegado del pri nacional y luego director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), hicieron todo lo posible para cumplir la disposición de que no ganáramos. Entre muchas otras maniobras no nos permitieron tener representantes en las casillas. Unos días antes de la elección, la Comisión Estatal Electoral aprobó, de modo arbitrario, un acuerdo según el cual, para ser representante de casilla, era necesario vivir en la sección electoral, y para demostrarlo no bastaba con la credencial de elector, sino que se tenía que presentar una carta de residencia, expedida por el presidente municipal correspondiente. Cabe decir que en ese tiempo todos los presidentes municipales eran del pri y por supuesto nunca nos extendieron las cartas de residencia, de modo que no tuvimos representantes en las casillas electorales. Así era entonces.

Un mes antes, el 5 de octubre de 1988, se había realizado en Chile un plebiscito nacional para determinar si Augusto Pinochet debía o no permanecer en el poder. Quizá parezca desproporcionada la comparación, pero es curioso que en un régimen militar dictatorial se haya permitido que los opositores tuvieran representantes en las casillas y que aquí, en un supuesto régimen democrático, no lo permitieran. Con el añadido de que, como castigo popular y divino, Pinochet perdió la consulta y aceptó el resultado.

El 9 de noviembre de 1988 se realizó la votación y claro, nos barrieron e impusieron a Salvador Neme Castillo como gobernador de Tabasco. Como ya lo decía Porfirio Díaz: «El que cuenta los votos gana las elecciones».

Luego de ese proceso electoral me propuse seguir adelante y consolidar una organización popular que todavía era incipiente. Los adversarios pensaron que el movimiento democrático iba a ser «flor de un día»; que al terminar el proceso electoral yo desistiría y me regresaría a la Ciudad de México. No fue así. Me quedé y de inmediato inicié un recorrido por todas las comunidades para informar que seguiríamos adelante. El 5 de mayo de 1989 participé en la fundación del Partido de la Revolución Democrática (prd). Fui el primer presidente del prd en Tabasco, y a partir de entonces, ya con más organización, iniciamos el movimiento por la justicia y la democracia desde mi estado.

De aquella época datan mis diferencias con Carlos Salinas. Siempre que fue a Tabasco protestamos por su presencia. Nunca lo reconocimos como presidente, y cuando estaba en la cima de su popularidad y muchos le quemaban incienso o se dejaban engañar, nosotros sostuvimos con insistencia que era perverso y farsante y que llevaría al país a la ruina, lo que, en efecto, ocurrió. Por desgracia, con el tiempo he vuelto a encontrarme con Salinas. Fox lo convirtió en su aliado y fue de los principales apoyadores de Felipe Calderón, de la misma pandilla de rufianes que se robó la Presidencia de la República en 2006, y cuando «triunfó» Enrique Peña Nieto, declaró que se haría una cirugía plástica porque no podía dejar de reír de felicidad.

•••

Antes de eso, en octubre de 1991 se realizaron elecciones municipales en Tabasco, y como el régimen se resistía a reconocer el triunfo en Cárdenas —el segundo municipio en importancia en el estado—, decidimos protestar en forma pacífica y emprendimos una caminata a la Ciudad de México que llamamos Éxodo por la Democracia. En ese entonces optamos por evadir el acoso y caminamos con la gente en vez de quedarnos en Tabasco, donde querían reprimirnos. Al final triunfamos porque reconocieron el triunfo en Cárdenas y en algunos municipios del estado de Veracruz que se habían unido a la protesta por las mismas razones.

Hubo que dar una larga lucha para que a la oposición le fuera reconocida por primera vez una victoria electoral en un municipio de Tabasco. No fue nada más caminar a lo largo de 1 090 kilómetros, de Villahermosa a la Ciudad de México, durante cincuenta días ininterrumpidos, sino todo un proceso que implicó rechazar proposiciones indecorosas e intentos de cooptación, porque querían que desistiéramos de la marcha, que abandonáramos la lucha y que aceptáramos cualquier cosa a cambio. Durante este primer éxodo, a lo largo de todo el trayecto que realizamos a pie, recibimos propuestas del Gobierno federal para llegar a un acuerdo al viejo estilo, es decir, en el marco de la política tradicional.

Al llegar a Coatzacoalcos, el entonces secretario de Gobernación de Salinas, Fernando Gutiérrez Barrios, nos ofreció cargos de regidores en el ayuntamiento de Cárdenas; más adelante, por el rumbo de Catemaco, el planteamiento fue realizar nuevas elecciones. La respuesta siempre fue: «No, nosotros ganamos la elección y queremos que nos reconozcan el triunfo». «No va a haber arreglo», amenazaban. «Pues seguimos caminando», respondíamos. Ya por Xalapa, Veracruz, nos propusieron crear un Concejo de Gobierno para el municipio de Cárdenas: «Ustedes designan a una persona y el pri a dos». O sea, un concejo con mayoría del pri. No aceptamos y seguimos caminando.

El 24 de diciembre, mientras me encontraba en Perote, Veracruz, me llamó Gutiérrez Barrios para ofrecer dos concejales en lugar de uno, con la condición de que ninguno de ellos fuera el doctor Carlos Alberto Wilson, nuestro candidato ganador. Pues no.

Recuerdo que, de manera muy respetuosa y formal, Fernando Gutiérrez Barrios me dijo por teléfono: «El licenciado Salinas quiere que ustedes pasen la Navidad en sus casas». «Dígale al licenciado Salinas —le respondí— que no aceptamos, que no se preocupe por nosotros; lo que queremos es el reconocimiento del triunfo». Me reviró diciendo que esa era la última oferta y después no habría nada. «No le hace, seguimos caminando». Y, en efecto, durante varios días ya no hubo nuevas propuestas.

En un lugar cercano a San Martín Texmelucan, Puebla, caminó con nosotros el doctor Salvador Nava Martínez, auténtico líder ciudadano del movimiento democrático de San Luis Potosí. Platicamos y me expresó su preocupación. Sentía que no íbamos a lograr mucho porque pretendían escarmentarnos para que nadie hiciera lo mismo. Meses antes, el doctor Nava había encabezado la Marcha por la Dignidad en contra del fraude que le hicieron como candidato a la gubernatura en San Luis Potosí. Había logrado con su protesta que no tomara posesión el gobernador impuesto, Fausto Zapata; pero el doctor Nava y el movimiento cívico que representaba tenían mucha fuerza. Además, tuvo a su favor la circunstancia de que esa marcha iba a llegar el mismo día del tercer informe de Salinas. Los hombres del régimen tuvieron que ceder. En contraparte, él argumentaba que nosotros llegaríamos a finales del año, cuando no había gente en el Distrito Federal y no se registraba, en apariencia, ninguna fecha o acontecimiento importante por esos días.

No obstante, nos ayudó la suerte, que en política, como he venido diciendo, siempre juega un papel importante. En San Martín Texmelucan decidimos hacer tiempo para llegar a la capital entre el 10 y el 15 de enero, cuando hubiera más gente. De modo que hicimos un rodeo y nos internamos en Tlaxcala. Recuerdo que de Texmelucan, Puebla, caminamos un tramo de 32 kilómetros hasta Nanacamilpa, Tlaxcala. Siempre que llegábamos a un lugar hacíamos un mitin y después comíamos y descansábamos en el campamento. Ese día estábamos tan cansados y con tan poca fortaleza moral que decidimos no hacer el mitin e irnos directo al campamento. Pero alguien trajo el periódico La Jornada y leí que estaban a punto de firmarse en la Ciudad de México los acuerdos de paz de El Salvador. Cuando vi la nota, me puse contento y exclamé: «¡Aquí está, esto es lo que estábamos esperando! No puede ser que el Gobierno mexicano sea candil de la calle y oscuridad de su casa. Esta es la fecha, el acontecimiento que esperábamos, la circunstancia favorable». ¡Dicho y hecho! Casi detrás de La Jornada llegó el enviado de Gutiérrez Barrios a hacer un nuevo ofrecimiento. A partir de ahí, había ofrecimientos y más ofrecimientos. Nos pedían negociar pero que ya no llegáramos a la Ciudad de México; incluso, nos ofrecían autobuses, camiones para regresarnos a Tabasco. Dijimos: «No, vamos a llegar a la capital».

En un movimiento como este participa gente de todas las características. En el Éxodo era notorio que había tres grandes agrupamientos: en primer término estaban los demócratas que luchaban por el sufragio efectivo, por el respeto al voto y en contra del fraude electoral. Luego se encontraban los humanistas y los místicos, los que ven en el movimiento social una lucha justa; con una visión religiosa equiparaban la marcha con una peregrinación y portaban la imagen de la Virgen de Guadalupe. Los católicos rezaban el rosario y los evangélicos de diversas denominaciones oraban. Se trataba de gente muy seria y responsable, con una vida espiritual que vinculaba el cristianismo con la justicia. Por último, venía un grupo de aventureros, por lo general jóvenes, que estaban a favor del movimiento, pero que actuaban con menos solemnidad y más rebeldía.

En el Éxodo, sin embargo, todos tenían varias cosas en común. Por ejemplo, predominaba la antigua concepción de que en la capital se resuelve todo. Además, la mayoría no conocía la Ciudad de México y tenía un enorme deseo de llegar para visitar la Villa de Guadalupe, Chapultepec y el Zócalo. ¿Cómo iba yo a decirles: «Vámonos de regreso»? Por eso y por razones políticas decidí darle su tiempo al acuerdo. Llegamos al Distrito Federal el 11 de enero de 1992 y sus habitantes nos recibieron de manera extraordinaria, con mucho cariño, como lo sabe hacer la gente de esta gran ciudad, la más fraterna del país. La solidaridad que siempre se expresa en la Ciudad de México solo la he visto en las comunidades indígenas. Contrario a lo que se piensa, esta es una ciudad generosa, con alma colectiva.

Era sábado. Mucha gente salía de sus casas a saludarnos. El Zócalo se llenó. En el mitin participaron Salvador Nava, Heberto Castillo, el ingeniero Cárdenas, doña Rosario Ibarra de Piedra y otros dirigentes políticos y sociales como Porfirio Muñoz Ledo, Bernardo Bátiz, Jorge Eugenio Ortiz Gallegos y Jesús González Schmal, del Movimiento Ciudadano por la Democracia, y hasta los panistas Gonzalo Altamirano Dimas y Francisco Barrio Terrazas.

Ese día, cuando tomé la palabra en el Zócalo, empecé diciendo:

Esta concentración tiene para nosotros, los participantes del Éxodo por la Democracia, un triple significado: es un acto de agradecimiento a todos aquellos que nos ayudaron a llegar hasta aquí; es otra etapa, una de las más significativas, del diálogo que hemos venido manteniendo con la sociedad mexicana […]; y es, también, otro momento de la resistencia civil, pacífica, legal a la que nos hemos comprometido al rechazar la ilegalidad electoral y el uso impune de la violencia.

Enseguida, reconocí de esta manera el acompañamiento de la gente:

Hemos recibido frutas, aves, cerdos, borregos, vacas, jorongos, cobijas, las bolsitas con monedas de la gente pobre y saludos, bendiciones, cariño, ese afecto popular que de nosotros parte y a nosotros vuelve. Hemos sido los depositarios de la generosidad de los vecinos que se han manifestado, en el pleno sentido de la palabra, como nuestros hermanos. Creemos saber con exactitud el sentido y el contenido de esta ayuda. Quienes contribuyen se sienten de algún modo representados, no tanto por un partido sino por algo que trasciende las banderas: la causa más general, más amplia, más profunda de la democracia.

Y, para terminar, pronuncié unas palabras que, 31 años después, mantienen su vigencia:

Somos una de las pruebas de que el acoso, el silencio y las difamaciones ni evitan el generoso apoyo popular ni disminuyen el compromiso con la democracia. El Éxodo, sin paradoja alguna, nos ha permitido el mayor arraigo en nuestras convicciones.

Terminó el mitin y todos nos fuimos a descansar. Yo dormía en el remolque de una camioneta. Estaba con Rocío y, a las 12 de la noche, me tocó la puerta un enviado de la Secretaría de Gobernación para decirme que me esperaba Fernando Gutiérrez Barrios. Tuve que ir. Llegamos a Gobernación y parecía de día, todo iluminado. Allí estaban esperándonos los principales funcionarios. En el movimiento social uno aprende que es posible avanzar cuando hay firmeza en los principios y se defienden causas justas. Además, uno llega a entender que las circunstancias son definitorias, como en este caso, cuando estaba de por medio la firma de los acuerdos de paz para El Salvador.

A Gutiérrez Barrios le recordé: «Ustedes saben lo que planteamos», y me respondió: «Sí, ya está resuelto». Sin embargo, faltaba lo de Veracruz y además no podíamos irnos pronto. Él decía: «Ya está y se van mañana temprano». Expliqué: «No se puede porque tengo que sacar un acuerdo con la gente». «Se tienen que ir mañana», me contestó. Le propuse, con la idea de ganar tiempo: «Mire, mejor nos vemos mañana, ahora estoy muy cansado, me voy a dormir». «No, Andrés Manuel. Haga lo que tenga que hacer ahora y nos vemos aquí a las dos o tres de la mañana, vamos a resolver esto de una vez», agregó. «Bueno, veré si encuentro a los dirigentes de Veracruz». Tenía que hablar con ellos. Recuerdo bien cuando me comentó: «Mire, me costó mucho trabajo convencer al licenciado Salinas, lo logré en el velorio de su suegra, y esto tiene que salir, Andrés Manuel». También recuerdo que hubo un momento en el que sintió que yo quería ganar tiempo y lograr más, se puso nervioso y de pronto cambió su actitud amable y respetuosa. Se me quedó viendo, me miró a los ojos, sentí que eran como dos agujas, dos alfileres que pretendía clavarme, y con un rostro distinto, con mucha dureza, me advirtió: «Si no hay acuerdo, quedamos en libertad y usted conoce lo que es el Estado». En ese instante le pedí que se tranquilizara y, sin dejar de sentir el peso de la amenaza, reiteré: «Vamos a buscar un acuerdo, pero así no». Salí de su despacho y regresé al Zócalo, desperté a los dirigentes de Veracruz, aceptaron la propuesta y volví a la Secretaría de Gobernación como a las dos o tres de la mañana. Al regresar al despacho de Gutiérrez Barrios, un ayudante suyo, capitán del Ejército —ya finado y prefiero no recordar su nombre— me empujó. Supongo que este era un truco muy ensayado que tenían para apretar o ablandar a la gente. Lo insulté, se fue y, al voltear, ya tenía a Gutiérrez Barrios enfrente. «¿Qué vamos a resolver?». Le dije: «Traigo una propuesta. Si ustedes aceptan, se pondrá a consideración de la gente en una asamblea mañana a las cuatro de la tarde». «¡No, se tienen que ir en la mañana!». «No, en la mañana no. En definitiva, no». «¿Por qué?», preguntó. «Entre otras razones, porque la gente quiere ir a una misa que va a oficiar Sergio Méndez Arceo en la Basílica de Guadalupe». Se me quedó viendo y, sorprendido, expresó: «¡Oiga, pero usted es liberal!». «Sí, soy liberal, pero también soy respetuoso de los sentimientos y de la religiosidad de la gente. De modo que, si hay acuerdo, es después de la misa».

Al día siguiente, luego de la ceremonia religiosa —parece que fue la última oficiada por don Sergio, pues murió poco después, el 5 de febrero de 1992—, se llevó a cabo la asamblea en el Zócalo e informé, hice la propuesta, la gente votó y se aceptó el acuerdo. Regresamos con el triunfo a Tabasco. Hubo fiesta en Cárdenas y en algunos municipios de Veracruz. Con estos acuerdos se respetó el triunfo de Arturo Herviz Reyes, candidato del prd por el municipio de Ángel R. Cabada en la región de los Tuxtlas, Veracruz.

Más tarde, en 2006, con nuestro movimiento, ganó la elección al Senado junto con Dante Delgado que, en esos años del Éxodo era gobernador interino de Veracruz por el pri. Cuando estábamos en el plantón, en agosto de 2006, Herviz llegó a mi casa de campaña en el Zócalo y recordábamos aquellos tiempos. Le dije: «Mira lo que son las cosas. Hace 15 años aquí estábamos y hoy aquí seguimos luchando por lo mismo».

•••

En 1994 participé de nuevo como candidato a la gubernatura de Tabasco y nos echaron la aplanadora encima. El distintivo de esa contienda fue la utilización excesiva de dinero —como pudimos demostrarlo— por parte del candidato del pri, Roberto Madrazo, quien se gastó en la campaña 70 millones de dólares. Fue poco novedoso porque lo común en las elecciones de nuestro país es que los candidatos del pri y del pan ganen con el dinero que utilizan para comprar lealtades, conciencias, votos y publicidad. En todas las elecciones en las que participamos hemos padecido de una total desproporción en el manejo de recursos. En esa ocasión, yo no tenía prácticamente nada, solo contábamos con un carro y un aparato de sonido para ir a visitar los pueblos; carecíamos de dinero para propaganda, y aunque no hubiera sido así, para nosotros estaban cerrados todos los medios de comunicación: ni pagando podíamos contratar mensajes en radio o televisión.

Lo extraordinario, como decía, fue que después de la elección, unos vecinos de la colonia Industrial de Villahermosa se enteraron de que en una casa cercana el pri había guardado unas cajas con documentos. Así como en la política son fundamentales los principios, la experiencia, la perseverancia y la suerte, es indispensable también el apoyo y la participación de la gente. Para entonces, ya caminábamos de nuevo a la Ciudad de México en un segundo Éxodo por la Democracia. Algunos de esos vecinos me alcanzaron en Puebla para decirme que en dicha casa había, supuestamente, boletas utilizadas para el fraude electoral. Se pusieron de acuerdo y se comprometieron a entregar las cajas. No sé cómo lo hicieron, el caso es que abrieron la casa y allí encontraron 45 cajas que contenían toda la documentación de campaña del pri. Ellos no sabían realmente qué contenían las cajas. Me avisaron por teléfono: «Ya tenemos los papeles». Todo ello en clave, porque esa es otra: uno aprende que nada se puede decir por teléfono, ni entonces ni tampoco ahora. Nuestro gobierno se dedica a la inteligencia y no al espionaje, pero nuestros adversarios internos como externos siguen «orejeando» como halconcitos o golondrinas en el alambre, como sucedió con el hackeo reciente de las famosas «Guacamaya Leaks».

Les respondí que me los mandaran. «Sí, pero ¿cómo?», les dije que con alguna persona porque suponía que serían unas cuantas carpetas. «No, es que son un chingo de cajas, es mucho». El caso es que las transportaron en una camioneta de tres toneladas hasta el Zócalo, casi al mismo tiempo que llegaba nuestra marcha.

Fue una gran sorpresa ver, junto con otros compañeros, el tesoro de información que nos llegó. Como el responsable de las finanzas del pri era un contador, todo estaba ordenado de manera minuciosa: facturas, copias de cheques, escritos, autorizaciones, órdenes de pago y pólizas, así como las pruebas de los que intervinieron en el manejo del dinero y la evidencia de la participación del banquero Carlos Cabal Peniche. Yo sostengo que los 70 millones de dólares salieron de las arcas del Gobierno de Tabasco, cuyo gobernador Manuel Gurría Ordóñez, era incondicional de Madrazo. Además, así se acostumbraba: con el presupuesto público se financiaban las campañas del pri. Posteriormente también las del pan.

Era mucho dinero. En ese tiempo, el Gobierno de Tabasco había contraído una deuda pública por una cantidad similar. Hay un paralelismo en cuanto al excesivo gasto de campaña y el monto de esa deuda. Además, había aportaciones de Cabal Peniche, dueño del entonces Banco Unión y quien, por cierto, también había dado dinero al pri nacional para financiar la campaña de Zedillo. El 28 de mayo de 1999, Carlos Cabal Peniche, desde una prisión en Melbourne, Australia, reveló al periódico The Miami Herald que en 1994 había contribuido con 25 millones de dólares para las campañas políticas del pri. Justificó sus aportaciones diciendo que «donativos de esta clase eran normales en México […] eran parte del sistema entre empresarios y políticos». Más tarde, cuando se rescató a los banqueros, este dinero fue a parar a la «panza» del Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa) y se convirtió en una deuda pública que todavía estamos pagando todos los mexicanos.

En fin, comenzamos a revisar el contenido de las cajas y, por ser tantas, tuvimos que rentar una habitación en el Hotel Canadá, cerca del Zócalo. No nos costó mucho ordenarlo porque todo estaba organizado en carpetas verdes de las que se emplean para la contabilidad. Se hizo la suma de los comprobantes de gasto y dio la cantidad de 70 millones de dólares que equivalían a unos 270 millones de pesos. La ley electoral de Tabasco establecía como tope de campaña tres millones de pesos. Se procedió por la vía legal pero, como siempre, los que invocan para todo el Estado de derecho y el respeto a las leyes le dieron carpetazo a nuestra denuncia.

Es necesario recordar que este asunto lo manejó el panista Antonio Lozano Gracia, procurador general de la República en el gobierno de Ernesto Zedillo. Recuérdese que, después de Salinas, los panistas mantuvieron el contubernio con Zedillo y este no solo les entregó la procuraduría, sino todo el Poder Judicial que está lleno de jueces, magistrados y ministros que comparten las posturas conservadoras y corruptas del pan.

El 2 de julio de 2006 nos aplicaron la misma receta. Se repitió la historia y con dinero y argucias legales consumaron el fraude: dinero a raudales entregado por banqueros, empresarios, especuladores y gente de dudosa honorabilidad, pero con mucha plata. En suma, la democracia en México estaba convertida en una farsa. Era la democracia de los donantes, la de los barones del dinero. En realidad se trataba de una oligarquía con fachada de democracia que se les derrumbó el 1.° de julio de 2018.

•••

Tras el fraude de 1994 decidimos continuar la lucha. En aquellos días el Gobierno intentó, como lo siguió haciendo hasta lograrlo en 2013, privatizar la industria petrolera; en particular, las plantas petroquímicas. Cabe recordar que, en aquel entonces, cuando Jesús Reyes Heroles (hijo) era secretario de Energía, las vendieron o con el tiempo terminaron convertidas en chatarra. No hay duda de que hicimos todo para defender el patrimonio nacional. El movimiento de resistencia civil pacífica causó, incluso, el paro temporal en algunos campos petroleros de Tabasco. Por eso también me atacaron mucho. Encarcelaron a alrededor de doscientos compañeros, porque llegaba la policía y la determinación era que nadie opusiera resistencia y que todos estuviéramos dispuestos a ir a la cárcel. Esa era la consigna.

Se acordó en una asamblea general; es más, se votó en la plaza pública: «¿Estamos dispuestos a defender el petróleo, aunque tengamos que ir todos a la cárcel como parte de la resistencia civil pacífica?». La respuesta fue «sí». Tengo grabada en la memoria, como una fotografía, la escena repetida de cuando llegaba la policía a los distintos lugares de protesta en toda la zona petrolera del estado, recogía a manifestantes y otros tomaban de inmediato su lugar. Regresaba la policía y la escena se repetía. Así hasta que las cárceles resultaron insuficientes. Además, en sentido estricto, no se tomaron las instalaciones petroleras, sino los caminos que conducen a ellas. Caminos que son, al mismo tiempo, las calles de las comunidades. El mensaje fue, sencillamente, «Por mi pueblo no pasan».

Recuerdo que durante una gira por Europa, Ernesto Zedillo ofreció a inversionistas extranjeros las plantas petroquímicas. Desde aquí, en plena movilización, mandamos el aviso de que no permitiríamos la privatización del petróleo en ninguna de sus modalidades y la información se difundió en todas partes. Zedillo regresó muy enojado y dio la orden a su secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet, y al procurador, Antonio Lozano Gracia, que nos apretaran. Giraron 12 órdenes de aprehensión en mi contra por todos los delitos habidos y por haber, pero no se atrevieron a encarcelarme. Poco después, los panistas siguieron amenazándome con ese expediente.

En esos días de protesta me descalabraron y estuve sometido a fuertes presiones. En Villahermosa, el Gobierno sobrevolaba helicópteros muy cerca del techo de nuestra casa. Dos mujeres a quienes estimo mucho, Carmen Lira y Lourdes Galaz, fueron a Tabasco y se llevaron a mis hijos a un hotel para protegerlos.

Como el movimiento no menguaba, el Gobierno respondió movilizando al Ejército y a la Policía Judicial Federal. Me tocó llegar a uno de esos caminos bloqueados, en el poblado de Guatacalca, Nacajuca, en el preciso momento en que estaban frente a frente quinientos militares y como mil chontales. Me situé en un bordo o terraplén rodeado de pantano y tan angosto que literalmente no había ni para dónde hacerse. Al verme, la gente se alegró y me puse hasta adelante. Ingenuamente le pedí a quien comandaba el operativo que me presentara una orden judicial. Como no hubo respuesta, nos pusimos a cantar el himno nacional y, al terminar desde los helicópteros —en los que se encontraban los jefes del Cisen—, se dio la orden de avanzar con escudos y macanas sobre nosotros. A mí me tocó un toletazo.

Nunca he contado la anécdota de cómo recibí el toletazo: cuando se nos lanzaron, con los empujones se me estaba saliendo un zapato y me dije: «como líder, no puedo salir descalzo de esta refriega; todo menos la humillación y el ridículo», de modo que me agaché para acomodarme el zapato, y en ese preciso momento un soldado me dio el golpe que me abrió la cabeza. El desenlace es que mantuve la dignidad en alto, y no fue en vano; algo se logró. Después de eso, el Gobierno volteó a ver a las comunidades, aplicó algunos programas de ayuda —si bien transitorios— y Zedillo no pudo modificar la Constitución para privatizar la petroquímica. Fox y Calderón tampoco avanzaron mucho en su afán de entregar los recursos naturales a particulares, nacionales o extranjeros. Peña, en cambio, lo consiguió y ha pasado a la historia como otro gran traidor a la patria.

Siempre combiné mi actuación como dirigente social y como político. Creo en la necesidad del movimiento y también del partido, y siempre sostuve que lo más urgente, lo imprescindible era acabar con el régimen antidemocrático de corrupción y privilegios. Es decir, no es suficiente luchar solo por reivindicaciones sociales o en defensa de las libertades o de los derechos humanos. Hay quienes se aplican en luchas nobles, pero sin proponerse cambiar al régimen; no piensan en la transformación general del país. Este es el pensamiento que predomina en la esfera de organizaciones no gubernamentales, de la iglesia progresista, de organizaciones campesinas, obreras y de las que se denominan a sí mismas «sociedad civil», como si ese término no englobara también a sindicatos, cooperativas, comunidades, ligas agrarias, asociaciones vecinales, colegios profesionales y muchas otras formas de agrupación no gubernamentales ni mercantiles. En estos sectores se ha llegado incluso al extremo de llamar a no votar haciéndole con ello el juego al régimen, de manera deliberada o inconsciente. No hay que olvidar que, si la gente no participa y se abstiene en una elección, a los partidos de la oligarquía les bastan los votos que compran para imponerse. Eso no sucede cuando los ciudadanos salen a votar con la convicción de que se puede transformar la realidad, sin violencia, por la vía pacífica y electoral. Claro está que no es fácil, pero si se persevera, se logra.

Para mí, ser de izquierda, además de tener amor al pueblo y ser honesto, implica luchar para transformar. Eso es ser radical. Lo contrario es conservadurismo. El que no actúa para cambiar un régimen de injusticias y opresión, aunque sea un buen teórico o se la pase haciendo análisis de la realidad y viva criticando, no deja de ser conservador. Para mí, la política es pensamiento, pero fundamentalmente es acción transformadora y revolucionaria.

•••

En este punto quiero hacer una reflexión sobre la importancia de la resistencia civil pacífica como método de lucha. Conviene debatir este tema con quienes le apuestan a la violencia, que en no pocas ocasiones es promovida por los reaccionarios y arrastra a gente buena y sin malicia. De entrada, sostengo que la no violencia es eficaz en el ejercicio de la política, aunque para avanzar con esta táctica se necesita organización y liderazgo. No se puede echar a andar un plan de resistencia civil de manera espontánea y con base en ocurrencias porque se trata de dirigir a mucha gente y siempre se corre el riesgo de la provocación o el desbordamiento. Además, cuando hay protestas debe considerarse que una cosa es el agravio que sentimos los dirigentes, y otra muy diferente es el ultraje y la humillación que secularmente ha padecido nuestro pueblo y que tiende a generar reacciones muy fuertes. De modo que es indispensable conocer la psicología del pueblo y tener todos los elementos para evitar que se dificulte la conducción.

Para que el movimiento no se salga de cauce, es necesaria mucha reflexión y mucha comunicación con la gente, evitando el radicalismo sin ton ni son y evadiendo el acoso y la provocación. Cuando se reúnen estas condiciones la gente lo asimila bien; al principio piensa de otra manera, quiere resolver las cosas más rápido y con más osadía, con más audacia. Un ejemplo: cuando decidimos caminar hacia México en el primer Éxodo por la Democracia, lo hicimos pensando en evadir el acoso y evitar la represión, pero también sabíamos que eso era más eficaz en términos políticos, ya que así lograríamos mejores resultados que permaneciendo en Tabasco.

La lógica de algunos líderes —y también de la misma gente— era «¿Para qué vamos hasta allá? Mejor, tomemos todos los palacios municipales». Teníamos mucha capacidad de movilización y se suponía que con eso nos resolverían nuestras demandas. La pregunta insistente era «¿Para qué vamos tan lejos? ¿Para qué caminar 1 000 kilómetros si aquí podemos resolver el problema?». Sin embargo, decidimos caminar. ¿Por qué? Porque es muy delicado tomar una instalación pública. En Tabasco «Palacio tomado es palacio quemado».

De modo que empezamos la marcha. Pero todavía no salíamos del territorio de Tabasco cuando se suscitó una especie de rebelión. Antes aclaro que, cuando uno se propone caminar 1 000 kilómetros en una protesta, se avanza en promedio unos 30 kilómetros por día, a veces hasta 40. Las primeras jornadas son las más pesadas porque es cuando salen ampollas en los pies y son muy dolorosas. Recuerdo que en el tramo entre Cárdenas y Huimanguillo, Tabasco, llevábamos tres días caminando bajo la lluvia y era muy incómodo. Cosas que pasan: se comete el error de utilizar pantalones de mezclilla y eso es lo peor que puede hacerse porque con el agua, además del peso, se entierran las costuras, y al quitarse el pantalón, la costura se lleva un poco de piel.

En esas circunstancias, se produjo esta especie de rebelión. La gente dijo: «No seguimos caminando; tomamos la carretera». Es decir, la carretera principal del sureste. «¿Para qué caminar? Aquí tendrán que venir a resolver nuestra demanda». Entonces, tuvimos que destinar todo un día para persuadir y convencer, y al final seguimos caminando.

En suma, si la resistencia civil pacífica se conduce bien, es posible obtener resultados sin violencia. Si no se hubiera convocado a los campamentos en el Zócalo y en Paseo de la Reforma luego de las elecciones del 2 de julio de 2006, habría sido muy difícil la conducción, porque cualquier acto de protesta podría haberse salido de control. La gente estaba, y sigue estando, muy molesta con ese fraude; además, siempre existe el riesgo de que se infiltren provocadores. En cambio, la decisión de instalar los campamentos, aunque fue muy fuerte, muy radical, sirvió para dar cauce al movimiento, mantenerlo cohesionado y evitar la violencia. Desde luego, esto no le gustó a la oligarquía, la cual lo usó para atacarnos con la complicidad de los medios de comunicación. Pero cuando se enfrentan este tipo de situaciones, se debe pensar que nada de lo que hagamos les parecerá bien a nuestros adversarios. Ahora sí que «si la ensartas, pierdes; y si no, perdiste».

En el caso específico de esa lucha poselectoral nos movimos siempre en el filo de la navaja, porque suele pasar que, si no protestas, quedas como traidor al movimiento y se produce la suspicacia de que te vendiste; tus propios adversarios con sus medios de comunicación, que son la mayoría, lo difunden: «Ya llegaron a un arreglo», «Ya cedió», «Qué rara actitud, no movió a la gente, no protestó». Y por el otro lado, si profundizas mucho en la protesta si esta se desborda y hay confrontación, alegan que eres un irresponsable, un violento. Entonces, ¿cómo conducir el movimiento por un camino intermedio, con protesta pero sin violencia, y que sea políticamente eficaz?

Eso puede lograrse con la experiencia adquirida en la lucha cotidiana. Uno aprende cuando ha sido dirigente por muchos años y ha pasado por situaciones difíciles. Sabe qué puede hacer, qué no y por dónde conducir. Un político tradicional no lo sabe porque nunca convive con la gente, nunca ha caminado en una marcha, no ha estado en un campamento, no ha dormido en comunidades y a la intemperie, no le han salido ampollas en los pies, no ha sido reprimido y no ha luchado por la gente que va a la cárcel. Es otro mundo. Una enseñanza básica para los jóvenes que quieren hacer política de la buena, no politiquería para «colarse», es que nunca deben dejar de convivir con el pueblo ni de recoger sus sentimientos.

El político de arriba solo se relaciona con otros políticos. La vida del político tradicional es muy distinta de la del dirigente social. Para el primero, su agenda consiste en desayunar con otros políticos, con empresarios o periodistas; comer de la misma manera, con sus iguales, los de la llamada sociedad política. En este mundo de la «clase política», del «círculo rojo», el obrero, el campesino, el indígena y las clases medias solo son parte del discurso; los políticos tradicionales están en realidad divorciados de la mayoría del pueblo. Un político que viene del movimiento social conoce más a la gente, sabe cómo piensa, qué sentimientos tiene y además cuenta con la experiencia que se adquiere en la lucha de oposición. Un verdadero liderazgo se alcanza cuando se ejerce la política como imperativo ético. Por ejemplo, un dirigente con autoridad moral debe estar dispuesto a enfrentar los mismos riesgos que corre la gente; es aquel que puede poner en riesgo su vida, pero sabe que no tiene derecho a poner en riesgo la vida de los demás.

Al conducir un movimiento no se puede dar órdenes y cuidarse más de la cuenta, o buscar un abogado y estar pensando en los amparos. Se tiene que actuar con principios y dignidad. Cuando ocurrió ese movimiento contra la privatización del petróleo y de las plantas petroquímicas, yo era consciente de la amenaza de ser aprehendido e ir a la cárcel. Se tiene que actuar así para enfrentar la guerra psicológica. Los hombres del régimen son muy dados a filtrar información a los medios para amedrentar y ver si el dirigente flaquea, se esconde, busca huir o ampararse porque van a proceder en su contra. Por eso, un líder social debe contar con fortaleza interior: este es su principal escudo, su principal protección. Saber que está defendiendo una causa justa, que no es un delincuente y que llegado el momento tiene que desafiarlos diciéndoles: «Aquí estoy, no tengo miedo, vengan a buscarme». Entonces, la postura personal se vuelve una decisión política y los hombres del régimen son los que tienen que actuar.

En el caso del movimiento petrolero, la decisión estuvo en manos del presidente Zedillo y de su secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet; no me encarcelaron porque concluyeron que con ello no resolverían nada. No procedieron y se llegó al acuerdo de liberar a todos los detenidos y suspender las órdenes de aprehensión. Algo parecido sucedió en el desafuero.

En general, todo dirigente que lucha contra un Estado autoritario, tiene como referente las experiencias o biografías de los más destacados practicantes de la resistencia civil y de la no violencia. Una lectura obligada un pequeño pero extraordinario libro llamado Desobediencia civil, de Henry David Thoreau, donde narra su experiencia cuando decidió ir a la cárcel en Estados Unidos por resistirse a pagar impuestos, argumentando que ese dinero se utilizaba para financiar la invasión de Estados Unidos a México en 1847. Desde luego, también están las grandes enseñanzas de Gandhi, quien sabiamente llegó a decir: «Primero te ignoran. Luego se ríen de ti. Después te atacan. Entonces ganas». O el libro El largo camino hacia la libertad, de Nelson Mandela, quien permaneció 27 años preso, acción decisiva para liberar a Sudáfrica del apartheid. Por último, conviene recordar una de las ocasiones en las que Martin Luther King Jr. fue encarcelado —con el pretexto de que conducía un automóvil con exceso de velocidad—, por luchar a favor de los derechos civiles en Estados Unidos. Decidió no pagar la fianza y permaneció en prisión como parte de la resistencia civil. Aunque en otras ocasiones nunca faltó alguien que pagara la fianza porque al Gobierno no le convenía tenerlo preso.

En determinados momentos, la cárcel puede significar la diferencia entre la vida y la muerte para un dirigente. Lo más grave es que lo asesinen; muchas veces, la cárcel protege porque transcurre un tiempo, cambian las cosas, el dirigente es liberado y conserva su vida. Muchos líderes en la historia política de México se salvaron porque fueron a prisión. Otros que no cayeron presos acabaron asesinados.

Un caso que puede confirmar lo anterior es el de un político tabasqueño del pri a finales de la década de 1960: Carlos Madrazo Becerra, el papá de Roberto Madrazo, muy distinto al hijo. Mis respetos para el padre.

Carlos Madrazo era un político heterodoxo. Como buen tabasqueño era muy apasionado. En su juventud había pertenecido al grupo político Camisas Rojas, que organizó Tomás Garrido Canabal. Luego fue diputado federal, y en 1943 fue sometido a un juicio de desafuero y lo encarcelaron, acusándolo de traficar con tarjetas de braceros. Se trató de una represalia porque él formaba parte de un grupo que apoyaba como precandidato a la Presidencia de la República al regente de la Ciudad de México, Javier Rojo Gómez, y el candidato oficial o del presidente en turno era Miguel Alemán Valdés. Más tarde, de 1959 a 1964, fue gobernador de Tabasco, modernizó el estado y tuvo un buen desempeño. Era un hombre con carisma y con un discurso fogoso. Durante el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz se convirtió en presidente nacional del pri y puso en práctica una reforma interna del partido, la cual consistía en que los candidatos a presidentes municipales fueran elegidos por las bases. Tengo la impresión de que todo esto lo hizo por la libre, sin línea presidencial, esto es, sin consultar a Díaz Ordaz, como era de rigor en ese entonces. Por ello se le vino el mundo encima. Lo obligaron a renunciar después de 11 meses, el 7 de noviembre de 1965, y a partir de ahí empezó a formar un movimiento ciudadano. Recorrió el país, habló en distintos foros, fue a las universidades y convocó, en mayo de 1968, a una asamblea nacional que debía efectuarse del 26 al 28 de septiembre para definir una plataforma ideológica y decidir sobre la creación de un frente o de un partido que se llamaría, según se dijo, Patria Nueva. Este proceso resultó muy atractivo sobre todo para los jóvenes, pero al mismo tiempo, muy riesgoso porque estamos hablando de la época de Díaz Ordaz, uno de los presidentes más autoritarios de la historia de México.

Durante el movimiento estudiantil de 1968 muchos jóvenes lo buscaron. Aunque tenía contacto con ellos, no participó en las manifestaciones. Le dio miedo, consideró que no debía hacerlo o no se decidió. De todas maneras, lo acusaron de estar detrás del movimiento estudiantil, al igual que inventaron otros culpables, sobre todo al Gobierno soviético y al comunismo internacional. En realidad, se trataba de un movimiento por la liberación de la juventud que se expresó en México y en otros países. En México, específicamente, fue un movimiento de rechazo al autoritarismo del régimen y un reclamo por la falta de democracia.

A Madrazo no solo se le combatió como opositor al régimen, sino que se le acusó de instigador de la violencia. Después de la masacre de Tlatelolco algunos lo acusaron, incluso, de haber provocado ese hecho trágico y de ser uno de los líderes «ocultos» del movimiento.

Después de la represión del 2 de octubre, Madrazo entró en una profunda crisis emocional. Se reprochaba todo: su indefinición, el haber suspendido la asamblea y optado por abstenerse, cuando era el momento de salir a la calle y acompañar a los jóvenes. Darío Vasconcelos, uno de sus amigos más entrañables desde la época de juventud, percibió su estado de ánimo. Cuenta que se entrevistó con él y lo notó angustiado.

Su cambio era notorio. No era el manojo de nervios de siempre. La insatisfacción que sentía y que no podía ocultar asomaba a sus ojos… ¡No sé qué fue lo que me ocurrió! —me dijo en un grito de desbordante franqueza—. ¡No fue temor, te lo aseguro! ¡Qué diablos me importaba haber vuelto a la cárcel, como preso político! Y estoy seguro de que si me hubiera presentado en esos momentos me habría ahorrado muchas desgracias. ¡Estoy seguro de que los jóvenes me hubieran escuchado!7

Luego de estos difíciles momentos, Madrazo bajó la intensidad de su acción. Suspendió sus conferencias y decidió esperar a que pasara el vendaval autoritario. Sin embargo, ya estaba en la mira. Apenas comenzó a moverse de nuevo cuando el avión en el que viajaba a Monterrey estalló cerca del cerro Pico del Fraile, el 4 de junio de 1969.

Desde entonces, la pregunta obligada ha sido si fue un accidente o un sabotaje. Tengo razones suficientes para sostener que fue un asesinato político. El primer elemento digno de ser considerado es el carácter autoritario del régimen. El propio Madrazo decía que «en el aspecto político, nuestro sistema ha rebasado trabajosamente Huitzilac pero no ha salido de la década de los veinte».8 Los hombres del Gobierno lo conocían bien y recelaban de sus intenciones. Estaban seguros de que solo esperaba el momento. Tenían presente las experiencias de José Vasconcelos (1929), Juan Andreu Almazán (1940) y Miguel Henríquez Guzmán (1952), y pensaban que la oportunidad de Madrazo llegaría con la sucesión presidencial: se lanzaría como candidato independiente a la Presidencia y contaría con muchas simpatías; no tenían más remedio que eliminarlo. No es casual que el avionazo ocurriera muy poco antes del destape de Luis Echeverría como candidato del pri a la Presidencia de la República.

Pero, en concreto, ¿por qué sostengo que lo mataron? Una vez, el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas me contó que llegó a visitar a su padre, el general Lázaro Cárdenas, y se topó en la entrada de la casa con el general Marcelino García Barragán, quien era el secretario de la Defensa Nacional. Este pasaje ocurrió un año después de la represión estudiantil, del asesinato de Madrazo y poco antes de que finalizara el gobierno de Díaz Ordaz. Cuauhtémoc Cárdenas le preguntó a su padre el motivo de la visita del general García Barragán y don Lázaro le contestó que había ido a informarle sobre la participación del Estado Mayor Presidencial (emp) en la matanza estudiantil de Tlatelolco y en el asesinato de Carlos Madrazo. Recuerdo que el ingeniero Cárdenas mencionó que esta revelación la había hecho el general García Barragán con lágrimas en los ojos. Luego supe que García Barragán tenía esa característica: era llorón como Porfirio Díaz, Francisco Villa y otros políticos a quienes, a pesar de su reciedumbre, los embarga el sentimiento. Desde luego, al contar esto no pretendo deslindar al Ejército de esos hechos. Lo único que me importa es la responsabilidad que pudo tener el Estado Mayor en aquella represión. También es importante precisar que en México existía, por un lado, la Secretaría de la Defensa Nacional y, por otro, el emp, cuyo único propósito formal era la protección del presidente. Se trataba de un agrupamiento especial del Ejército, pero en la práctica mantenía una autonomía relativa con respecto a la Secretaría de la Defensa Nacional.

Dicho sea de paso, en la campaña presidencial de 2006, cuando ofrecieron darme seguridad por parte del emp, me rehusé a aceptarla porque aunque las cosas han cambiado siempre hay que considerar el comportamiento de este cuerpo de élite en épocas anteriores. Más aún después de las sospechas que se levantaron tras el asesinato de Luis Donaldo Colosio o, cuando menos, por lo cuestionable que fue la mala protección que le dieron durante su campaña en 1994. Por eso propuse a un general tabasqueño de mi confianza, Audomaro Martínez Zapata, quien fue comisionado para encargarse de mi seguridad mientras duró la campaña.

Ahora bien, ¿qué habría pasado si Carlos Madrazo se hubiera posicionado y hubiera salido a la calle a manifestarse al lado de los jóvenes? Es posible que hubiera ido a la cárcel como el ingeniero Heberto Castillo, Pablo Gómez, José Revueltas, Gilberto Guevara Niebla, Raúl Álvarez Garín y otros, pero tal vez habría salvado la vida. Por eso sostengo que para un dirigente que lucha contra un régimen autoritario, muchas veces es mejor la cárcel que la calle.

El asesinato de Luis Donaldo Colosio tampoco merece el olvido. Es otro capítulo triste dentro de la historia política de México. Lo conocí personalmente dos días antes de su asesinato. El crimen ocurrió el 23 de marzo de 1994. El 21 yo cené con él. Al día siguiente salió de gira hacia el norte del país, estuvo en Sinaloa y en Baja California Sur, y el 23 lo asesinaron en Lomas Taurinas, Tijuana. Fue un crimen terrible, lo victimaron de manera vil. Tenía discrepancias arriba y su asesinato, como es obvio y de dominio público, se vinculó con el poder; es un crimen de Estado. Una característica de los crímenes de Estado es que difícilmente llegan a esclarecerse y, por lo tanto, nunca se castiga a los verdaderos responsables. Así pasó con el asesinato de John F. Kennedy, cuya investigación estuvo llena de contradicciones y nunca se llegó al fondo, o el del primer ministro de Suecia, Olof Palme, en febrero de 1986. Los tres casos guardan similitudes como el desaseo de las diligencias iniciales, la existencia de supuestos «asesinos solitarios» y la ausencia de esclarecimiento hasta la fecha.

La eliminación de un dirigente es un retroceso histórico. En primer lugar, porque la violencia no debe predominar en la vida política. El atraso de un país se mide por los niveles de represión que predominan, sobre todo por los asesinatos de opositores, líderes políticos, dirigentes campesinos y obreros, periodistas y defensores de derechos humanos.

Además, el asesinato de un dirigente político siempre implica un daño a la vida pública. Es cierto que el pueblo es el motor del cambio, pero un buen líder puede ser determinante en la transformación de los pueblos.

Termino este capítulo informando que, en diciembre de 2018, suprimimos el emp. Los más de 8 000 elementos de esa corporación de élite destinados a cuidar al presidente fueron restituidos, junto con sus instalaciones, vehículos blindados, aviones, helicópteros y armas sofisticadas, al mando de la Secretaría de la Defensa Nacional, la cual, merced a la reforma constitucional que propusimos y se aprobó en el Congreso, puede cuidar al pueblo y realizar labores de seguridad pública con el uso de la recién creada Guardia Nacional. Al presidente lo cuida el tribunal de la conciencia y un ángel de la guarda: el pueblo.