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He hecho dos de las cosas que los Susurros me han entrenado para que no haga: utilizar mi poder sobre un civil y que me atrapen.

El pánico y el miedo me recorren mientras considero las opciones que tengo. Soy lo bastante rápida como para ganar al guardia si voy hacia la parte delantera de la casa, pero no puedo dejar atrás ni a Francis ni la piedra alman. O abandono a ambos o me quedo y lucho. Antes de que pueda bajarlo al suelo, el muchacho se despierta de su aturdimiento. Se deshace de mi agarre con una patada y chilla cuando me ve.

—Ahora estás a salvo —le dice el guardia al niño, suavizando la voz. Lleva el uniforme prístino, limpio, y tiene un rostro amable y jovial—. Nadie te va a hacer daño.

Me hierve la sangre. Sé perfectamente cómo funciona esto, lo fácil que es caer. La Segunda Batida es la caricia después del brutal tortazo del rey. El arma para mostrar su piedad: apagar incendios, rescatar a los rezagados, proveer comida y seguridad. Parece que da igual que fueran los mismos hombres del rey quienes arrasaran con el pueblo.

Mantengo a Francis bien agarrado por los hombros. Sus músculos se tensan, pero no intenta salir corriendo. Al parecer, el guardia lo aterroriza tanto como yo.

—Suéltalo —exige el guardia, pero el miedo le hace tartamudear. Cambia el peso de lado a lado y el sudor le cae por ambos lados de la cara—. Estás rodeada. No tienes salida, bestae.

Me río ante el insulto, pero sé que tiene razón. ¿Qué haría Dez si estuviera aquí? Apartar al niño a un lado y luchar. La daga que llevo en la cadera no es rival para su espada. Mis armas verdaderas son mis manos, mi poder como Robári. Sería difícil echarle la mano encima a este guardia, y podría causarle un daño permanente en la mente. Hace ocho años me prometí a mí misma que jamás crearía otro Vaciado. Oigo la voz de Dez clara en la mente. Pronunció aquellas palabras durante la última misión que fallamos: «Es tu vida o la suya. Elige la opción que traiga de vuelta conmigo».

Agarro al niño por el cuello y llevo la daga hasta sus costillas.

—No le vas a hacer daño —dice el soldado.

Yo levanto la barbilla, desafiante.

—¿Cómo lo sabes?

—No tienes la mirada de una asesina.

Qué raro es que esto me lo diga un soldado del rey. A mí, una Susurro, una disidente; una Robári. Pero tiene el efecto deseado.

Dudo, y el soldado da un paso adelante.

Tiene razón. Yo no mataría al niño, pero sí que le haría daño si con eso pudiera salvarnos a ambos. Le doy un fuerte empujón a Francis y, al mismo tiempo, blando la daga haciendo un ancho arco. El guardia por poco esquiva la punta del acero.

—¡Corre! —le chilla el soldado a Francis.

A Francis, a quien he salvado yo. A Francis, que ahora me mira a mí como si yo fuera la que hubiera empezado los incendios. Abre la puerta de la cocina de una patada y sale corriendo a la calle. Esto es lo que hacen el rey y su justicia. Tergiversan la verdad para que terminemos siendo nosotros los malos, los que están detrás de todos los ataques y pueblos quemados; el motivo por el que sufre el reino. He caído en su juego.

—¡En nombre del rey y de la justicia! —exclama el soldado, y siento la presión de una espada en el hueco entre mi cuello y el hombro.

Estúpida, Ren. Casi puedo oír a Dez gruñéndome estas palabras.

—¡Quedas bajo arresto! —Hace un poco más de presión con el filo de su espada y yo me muevo de manera instintiva hacia la puerta, pero sé que no tiene ninguna intención de dejarme ir. Me hace un corte en la piel y siento un frío punzante contra el cálido borboteo de la sangre. Aprieto los dientes, no quiero darle la satisfacción de que me oiga chillar.

—Hay más como nosotros —digo entre dientes—. Siempre los habrá.

Puede que él esté detrás de mí, pero siento la rigidez de su cuerpo, como una extensión de su espada, contra mi cuello.

—No por mucho tiempo.

«Elige la opción que te traiga de vuelta conmigo».

Tengo la mano lo bastante cerca de mi bolsillo como para alcanzar el frasquito de veneno. Un breve instante de dolor en vez de la captura. Pienso en el cadáver de Celeste a unos metros de distancia. Ella fue lo bastante fuerte como para bebérselo antes de volver a ser una prisionera. Puede que no sea tan inútil como me consideraba. Quiero vivir. De verdad. No me quedan más opciones, Dez, pienso.

Como si lo hubiera conjurado, Dez aparece a través del humo como uno de mis recuerdos haciéndose realidad. Está cubierto de hollín y cenizas de pies a cabeza. Una ráfaga de viento le alborota el cabello oscuro, y hay algo salvaje en el oro derretido de sus ojos. Cuando ve la espada en mi cuello y la sangre que corre por mi pecho, le sobreviene una letalidad de lo más calmada. Desenvaina su espada.

—Suéltala —ordena Dez.

Pero la espada se queda donde está. Dejo de lado el alivio que empezaba a aflorar en mi interior, porque Dez no debería haber venido a por mí, y sé que cuando todo esto acabe, tendré que responder por mis errores. La sangre, caliente y pegajosa, gotea desde el corte que tengo y cae al suelo; el sudor hace que me escueza la herida abierta.

Veo al comandante que hay dentro de Dez tomando el mando mientras se da cuenta de dos cosas. La primera, que no puedo ayudarlo. Un solo movimiento por mi parte y el soldado arremeterá la espada contra mi garganta con toda su fuerza y me partirá en dos. La segunda, Dez está demasiado lejos como para detenerlo.

Pero Dez no es un soldado cualquiera. Frunce el ceño con sus cejas oscuras y pobladas mientras hace su magia. Acaricia la moneda de cobre que sé que tiene escondida bajo su túnica, y la utiliza para fortalecer su don de persuasión.

Se teme a los Robári porque somos capaces de vaciar las mentes. Pero los Persuári pueden sentir una emoción y convertirla en una acción, pueden hacer que actúes sobre tus impulsos mejor escondidos.

El poder de Dez doblega el mismo aire que nos rodea. Intoxica los sentidos. Es capaz de acceder a tu deseo de hacer el bien y conseguir que le des tus monedas a un desconocido, que proclames lo que desea tu corazón, que saltes desde un acantilado… Pero solo si el impulso ya existe.

El soldado gruñe al verse sobrecogido por la magia de Dez, está petrificado. Como le tiembla la mano, la punta de su espada vacila contra mi piel y se mete en la herida. Chillo a mi pesar. Una sensación punzante se esparce por todo mi cuello y mis brazos.

Dez se acerca a meros centímetros del soldado. Su magia me provoca una sensación de hormigueo en la piel, como si hubiera unos escarabajos invisibles recorriéndome entera.

—Suél-ta-la —repite Dez. Cuando utiliza su poder, sus palabras van acompañadas de un repique hipnótico, como un espíritu que llama desde otro mundo. Es algo que le sale de manera natural, sin esfuerzo, como acostumbra Dez con su magia.

Debe estar amplificando la obediencia del soldado y utilizándola para retorcer su cuerpo. Pero ahora está acatando órdenes de un Moria, y el soldado chilla en contra de unos movimientos que no puede controlar. Se estremece, está luchando con todas sus fuerzas. Pero no es más fuerte que Dez, y termina por hacer lo que le dice.

Liberada del filo de la espada, me alejo a trompicones de Dez y del soldado y vuelvo arrastrándome hacia el cadáver de Celeste. Aún tengo que conseguir la piedra alman. La sangre me cae por la piel, pero el dolor del corte no es nada en comparación con el calor que ha cauterizado las nuevas cicatrices en mis manos.

—Suelta la espada —dice Dez.

Al soldado se le vuelve la cara roja. He visto a otros doblegarse con facilidad, pero este forcejea contra esa fuerza, con su cuerpo petrificado como una estatua cobrando vida.

Este es el motivo por el que nos temen. Es un poder que ni la alquimia ni el clero son capaces de explicar. Un poder que es un regalo y una maldición.

—No te hace falta la espada de otro soldado —murmuro a Dez mientras me agacho al lado del cuerpo de Celeste.

—Puede que no, pero la quiero. —Dez saca la mano, y el aire se empieza a ondular alrededor del guardia como el calor en el desierto.

El soldado se retuerce y su mano se sacude hasta que suelta la espada. El metal hace un ruido estrepitoso cuando cae al suelo de piedra. Dez se afana en recoger la espada ensangrentada y enseguida la coloca sobre el soldado.

—Mátame, bestae —escupe el soldado a Dez—. ¡Hazlo!

Dez se mueve con elegancia alrededor del soldado y presiona la punta de la espada contra el blasón de la familia Fajardo, cosido en la parte delantera de la túnica: un león alado con una lanza en la mandíbula y unas llamas rugiendo a su alrededor.

—Matarte es fácil —dice Dez, puntualizando sus palabras con una sonrisa—. Quiero que vuelvas con tus hombres. Quiero que les digas que fue un bestae Moria quien te salvó la vida. Que los Susurros recuperarán sus tierras y no podréis volver a hacerle daño a nuestra gente.

—El rey y la justicia acabarán contigo —dice el soldado, cuyo cuerpo no deja de estremecerse—. ¡Con todos vosotros!

Mientras Dez lo distrae, aprovecho el momento para girar el rostro de Celeste hacia mí. Aprieto con los dedos a lo largo de su garganta. No siento nada, pero la vi en el recuerdo de Francis. La vi tragarse la piedra alman.

Mientras me afano en abrirle la boca, una luz blanca y tenue surge del fondo de su garganta. El hedor agrio del vómito y de la piel chamuscada hace que se me agite el estómago. Cierro los ojos y meto la mano, y siento su lengua resbaladiza e hinchada. Que la Madre de Todo me perdone.

Suelto una bocanada de aire ansiosa y pongo los dedos alrededor de la piedra alman. Después, me la meto en el bolsillo.

—Vámonos, Ren. Provincia Carolina está a un día de camino.

Asiento con la cabeza, aunque sé que no tenemos ningún puesto de avanzada en la región Carolina. El soldado no parece lo bastante ingenuo como para tragarse esta mentira, ni siquiera bajo la persuasión de Dez, pero tendrá que informar sobre este encuentro con el más mínimo detalle a sus superiores. Con esto conseguiremos que el rey mande a sus hombres a una misión inútil y que divida sus fuerzas. Puede que incluso nos dé tiempo a llegar hasta nuestra base sin que nos molesten.

—Espera fuera y no te muevas hasta que pase un tiempo desde que nos hayamos marchado —ordena. Pero en cuanto Dez esté fuera de su alcance, el hechizo se romperá. Tenemos que movernos rápido. Me arriesgo y dirijo una mirada al soldado. Tiene la cara roja y se le cae la baba entre la maraña retorcida que son sus labios. Sé que el día de hoy lo único que hará será alimentar el odio que nos tiene. Por ahora, tenemos que ponernos a salvo.

Dez se echa mi brazo sobre el hombro, y juntos salimos renqueando por la puerta y nos desvanecemos en las calles llenas de humo.