Dicen que antes no era así. Que hubo un tiempo en el que los reinos de Puerto Leones y Memoria estaban en paz. Había prosperidad. Incluso cuando cayó Memoria, conquistada por la familia de los leones, hubo un tratado. Orden. Los nuestros no tuvimos que esconder nuestra magia, nuestro cuerpo, todo; por temor a un rey. Eso es lo que les contamos a nuestros niños: historias. Los Susurros ancianos dicen muchas cosas para que los días y las noches se pasen más rápido, pero para muchos de nosotros el mundo nunca ha dejado de arder.
Fue un incendio justo como este el que me hizo cambiar de arriba abajo. Incluso ahora, ocho años después, ese incendio vive en mis huesos, en mi sangre y en mis músculos. Es más fuerte que este, más fuerte que la zona gris incolora de los recuerdos que he robado. Lo que le dije a Dez sobre el perdón era la verdad, pero en el fondo sé que siempre voy a estar intentando escapar de unas llamas que jamás se extinguirán.
Me trago la ceniza que se adentra por la fuerza en mi nariz y boca, y bajo corriendo una calle estrecha siguiendo la voz desesperada. Me arrojo sobre los escombros que me bloquean el paso. El pañuelo no deja de caérseme. El humo me oscurece la vista, y casi me choco con un caballo que está bajando a embestidas por el camino. Me echo hacia un charco de lodo para esquivarlo.
Una puerta oscila en un establo que hay cerca. Es aquí, frente a una casita, donde más fuerte se oye el grito. Las llamas han arrasado con todo, y tengo la sensación de que este es el origen de la destrucción.
La puerta se queda entreabierta, y se oyen pasos grandes y pequeños en ambas direcciones. ¿Quién iba a volver a una casa quemada? Abro la puerta con un pie y espero un segundo. El techo ya ha cedido en la sala de estar. Las paredes blancas que quedan tienen manchas alargadas de color negro.
—¿Hola? —digo a gritos.
No obtengo ninguna respuesta.
Detrás de los escombros hay un pasillo que sigue en pie. No estoy segura de cuánto tiempo durará.
—¿Dónde estás? —vuelvo a gritar, metiéndome a la fuerza por el pasillo y en una cocina pequeña.
La habitación está nublada por el humo que queda y las ascuas latentes. Me aventuro a dar otro paso y con la mirada doy un repaso a la habitación. Hay una mesa de madera volcada y sillas talladas de manera tosca; una de ellas está hecha astillas. El siguiente paso que doy es sobre cristal roto, y descifro varios conjuntos de pisadas, oscurecidas por el barro y algo húmedo —¿aceite? ¿sangre?—. Me agacho y toco las sustancias. Cuando me las llevo a la punta de la lengua, puedo saborear ambas cosas. Escupo en el suelo.
Aquí debe haber habido una pelea terrible.
—¡Hola! —digo de nuevo, pero se me escapa todo el valor.
Dirijo la atención hacia la puerta de la cocina, que se abre y se cierra por la brisa. Siento un escalofrío recorriéndome el cuerpo y se me ponen los pelos de punta a modo de advertencia cuando me doy la vuelta hacia la chimenea. Hay un bulto enorme en el suelo, con trozos de cristal desparramados por todo su alrededor.
Doy un paso atrás tan rápido que me caigo.
No es un bulto.
Es una persona.
Cuando cierro los ojos, mis propios recuerdos son destellos brillantes que me ahogan. El naranja y rojo abrasador del fuego, como la enorme boca de un dragón, devorando todo lo que hay. Aporreo el suelo con el puño y el dolor me devuelve al presente.
Echo lo que he comido por la mañana hasta que ya no me queda nada más que bilis en la lengua. Me limpio la cara con la manga de mi túnica. Este no puede ser el sonido que he oído. Me tiro del pelo temiendo haber seguido uno de mis recuerdos vívidos por accidente, como la vez en que juré que una mujer se estaba ahogando en el lago y me zambullí y no encontré nada, o la vez en que estuve una semana sin dormir porque estaba segura de que había niños jugando en mi habitación, cantando una nana que me mantenía despierta durante toda la noche. Llevo toda mi vida con los fantasmas que he creado, y mientras esta casa gruñe contra el viento, juro que un día mi poder me conducirá a la muerte.
Me apoyo en las manos y las rodillas para ponerme en pie. Tengo que salir de aquí. Tengo que llegar al punto de encuentro antes de que Dez venga a buscarme. Un rayo de sol se cuela por la ventana de la cocina e ilumina el cristal centelleante junto con algo más, algo que tiene agarrado el cadáver con la mano.
Un anillo de cobre.
Me acerco poco a poco hacia el cuerpo y respiro por la boca, pero es peor, porque puedo saborear la muerte en el aire. Le doy la vuelta sabiendo que encontraré a una mujer. En mi corazón ya sé lo que me cuesta ver con los ojos. La mitad de su cuerpo está chamuscado, le aparto los escombros que quedan sobre su piel morena sin quemar. Tiene el pelo cano por la edad, sangre de color rojo intenso pegada alrededor de la boca y un solo ojo azul abierto y desprovisto de vida. Si me cruzara con ella en la plaza del pueblo, habría visto a cualquier mujer mayor del reino con ropa hecha en casa de color gris y negro.
Pero lo que la señala como una de los nuestros, como una Moria, es el anillo grueso de cobre. Los grabados intricados reflejan su posición entre los ancianos de los Susurros, y el cobre me indica que es una Persuári. Me viene a la mente un verso de una rima cruel que se cantaba en las escuelas y las tabernas de todo el reino: «Un corazón de cobre para persuadir los sentidos». La inspecciono más de cerca y me doy cuenta de que tiene saliva seca de color verde en la barbilla. Es veneno.
—¡Ay, Celeste! —susurro con un dolor en el pecho mientras me meto en el bolsillo el anillo de cobre para llevárselo de vuelta a los ancianos. Tiene las muñecas llenas de moratones azulados, como si fueran pulseras. Debe haber luchado con fuerza. En la mano veo que tiene un frasquito de cristal en el que ya no queda el veneno que todos llevamos.
Fue Celeste quien insistió en que no apartaran a los Robári de los Susurros. La mayoría de los ancianos se negaron a entrenarnos, pero Celeste era diferente. Tenía la esperanza de que yo también fuera diferente con su ayuda. Durante la última década, el rey ha obligado a los Morias que vivían en paz en Puerto Leones a abandonar el reino. Celeste ha ayudado a que se queden familias y ha entrenado a los jóvenes para que utilicen sus poderes sin hacer daño a los demás.
Hago el símbolo de Nuestra Señora sobre su torso marcando la V que forma la constelación de la diosa.
—Descansa en su eterna sombra. —Y después susurro—: Lo siento.
Tengo que buscar la piedra alman en su cuerpo. Dez lo haría sin pensarlo, lo sé. Sayida quizá dudaría como yo, pero hemos venido aquí con una misión, así que aguanto la respiración y le retiro la capa cubierta de cenizas.
—¡Mamá! —trina una voz desde algún lugar del fondo de la casa—. ¿Mamá?
Es la voz de un niño. No estaba oyendo cosas. Aquí hay un superviviente. Sé que debería centrarme en mi tarea —encontrar la piedra alman—, pero la debilidad que hay en ese grito me atraviesa y me insta a alejarme de Celeste e ir hacia el fondo de la casa, donde descubro que hay otra puerta. No está cerrada, pero al intentar empujarla, hay un peso que bloquea el camino.
—¡No te muevas! —grito, con la voz amortiguada por el pañuelo—. ¡He venido a ayudarte!
—¡Estoy atrapado! —dice el niño entre sollozos—. Un hombre me ha intentado sacar, pero he vuelto corriendo y entonces todo se ha caído…
—Quédate ahí —digo, observando la puerta. Respiro hondo unas cuantas veces y entonces voy a la carga. Me estampo contra la puerta con todo mi peso, pero solo cede unos centímetros. Busco algo alrededor de la habitación que me ayude a empujar. Agarro una escoba que está apoyada en la pared y la uso como vara para calzarla en la apertura. Con toda la fuerza que soy capaz de reunir, empujo.
Centímetro a centímetro, la puerta se abre lo suficiente como para poder meterme en la habitación.
Cuando me ve, el muchacho lloriquea.
—¿Quién eres?
No puede tener más de cinco años —seis como máximo— y tiene unos ojos marrones enormes, la piel oscurecida por el humo y una melena de rizos castaña rojiza. Está anclado al suelo por una viga transversal de madera pesada, y tiene una muñeca de trapo bien agarrada con el puño. ¿Ese es el motivo por el que ha vuelto corriendo aquí? Debería haber echado a correr sin detenerse. Hubo un tiempo en el que yo podría haber sido este niño, a cuyos padres se ha llevado la Justicia del Rey. Gracias a la Madre que, al menos, no tiene ninguna herida externa.
—Ya te tengo —digo, asegurándome de que llevo el pañuelo bien atado sobre el rostro. Puede que solo sea un niño, pero es mejor que no me vea bien la cara. Al fin y al cabo, soy una Susurro.
El muchacho empieza a gritar:
—¡Mamá! ¡Mamá!
No me había dado cuenta del aspecto que debo tener para un niño atrapado en una casa a punto de derrumbarse: tengo la cara y las manos cubiertas de hollín y los ojos oscuros pintados con kohl. Llevo dagas en las caderas y unos guantes de cuero negro que intentan alcanzarlo. Yo tenía más o menos su edad cuando me raptaron, aunque los guardias de palacio llevaban una armadura muchísimo mejor.
—Por favor —ruego—. Por favor, no tengas miedo. No voy a hacerte daño.
Él no deja de gritar. El miedo que siente lo ahoga y tose más aún, hasta que se detiene un momento para tomar aire. Y en esa pausa oigo un silbido metálico y agudo atravesando el cielo. Es la señal de Esteban: la Segunda Batida ha llegado.
Por encima del ruido del fuego, del miedo en los gemidos del niño y del tronar de mi propio corazón, se oye el estruendo de unos cascos pisoteando la tierra reseca.
Me bajo el pañuelo y respiro de manera corta y superficial. Tenemos que salir de aquí. Ya. Extiendo la mano y le muestro al niño que quiero ayudarlo.
—No tengas miedo —le digo.
Estas palabras no significan nada para él. Lo sé. Pero también sé que no puedo dejar a este muchacho atrás y que muera, y no puedo esperar a que se calme antes de que nos encuentre la Segunda Batida.
El galope de los caballos se está acercando.
Agarro al niño por la muñeca. Los ancianos me han advertido que no utilice mi poder a no ser que sea sobre personas elegidas por ellos. No se fían de que pueda controlar mi magia. Pero sé que su efecto colateral lo dejará en un estupor indoloro el tiempo suficiente como para que pueda sacarlo de aquí y ponerlo a salvo.
El muchacho grita más fuerte y es incapaz de hacer otra cosa que no sea llamar a su madre. Sin soltarle la muñeca, muerdo la punta del guante y tiro, de modo que mi mano, fría y húmeda, queda expuesta. El guante cae al suelo al tiempo que el grito por una madre que no va a contestar me perfora el oído.
Así que hago lo que debo hacer. El motivo por el que me temen. Por el que los Susurros no confían en mí y por el que la Justicia del Rey me utilizó.
Robo un recuerdo.
Las cicatrices que sobresalen en las yemas de mis dedos entran en calor y queman como una cerilla sobre la carne desnuda. Al mismo tiempo, un resplandor brillante empieza a emanar de la punta de mis dedos. Cuando hago contacto piel con piel, el poder me quema y avanza por mi mente hasta que encuentra lo que está buscando. La magia cauteriza cicatrices frescas en mis manos mientras me aferro a algo tan resbaladizo y transmutable como un recuerdo. Cuando era una niña, chillaba y lloraba cada vez que utilizaba mi poder.
Pero ahora, el calor y el dolor hacen que me concentre. Entrar en la mente de alguien requiere un control y equilibrio completos. Una vez que se establece la conexión, hay una serie de cosas que pueden ir mal. Si lo suelto demasiado pronto, si nos interrumpen, si robo demasiados recuerdos, podría dejar su mente vacía.
Mientras mi poder se aferra a su recuerdo más reciente, me preparo para el impacto que supone examinar la mente de un niño.
No puede dormir. Papá y mamá lo han mandado a la cama, pero Francis quiere esperar a que la tía Celeste regrese de una de sus aventuras. Entonces oye pasos.
Clinc.
El ruido proviene de la cocina. ¡Puede que la tía Celeste haya vuelto! Francis se quita las sábanas. Con los pies fríos toca el suelo de baldosas de piedra. Puede que le haga compañía, que le cuente una de sus historias sobre las antiguas princesas de los reinos de Memoria y Zahara, que hace tiempo que desaparecieron. O de los viejos templos resplandecientes de los Morias, llenos de magia. La última vez, Celeste se llevó un dedo a los labios y le hizo prometer que jamás repetiría aquellas historias.
Se acerca de puntillas hacia la puerta y gira el pomo.
Se queda helado.
Hay unos hombres desconocidos en la cocina. Francis siente que su voz quiere salir para llamar a mamá y papá a gritos. Pero en el fondo siente un miedo tortuoso que le dice que se quede callado.
Hay un estruendo. Cristales rompiéndose.
Luego, fuego.
Hombres chillando. A uno de ellos lo alcanzan las llamas, por lo que se sacude y cruza la estancia corriendo.
Ve a la tía Celeste. Quiere llamarla, pero entonces ella se da la vuelta y hace algo muy extraño: mientras los guardias intentan apagar las llamas que van creciendo, ella se saca del bolsillo una piedra reluciente del tamaño de una manzana silvestre y se la traga.
El grito del muchacho se queda atorado en su pecho cuando la tía Celeste cae como un manojo de trigo. Al ver que no se levanta, a Francis le sale el grito de dentro:
—¡No!
Los guardias se giran hacia él. Francis se quiere mover, pero siente los pies como si fueran plomo.
—Ve a por el niño —dice uno de los hombres, cuyo cabello dorado le oscurece el rostro mientras está de pie sobre el cuerpo inmóvil de Celeste—. Arresta a la familia.
Las llamas alcanzan la pared y se esparcen hacia lo alto y hacia afuera.
—Nadie puede saber que he estado aquí —susurra el hombre de cabello dorado—. Que arda.
Francis intenta salir corriendo por la ventana, pero una mano enorme lo agarra por la nuca…
Hay una luz blanca, un grito más fuerte que el recuerdo del niño. Algo va mal. Siento un dolor desgarrador en las sienes. La conexión se está rompiendo. Es como si estuviera cayendo directamente por un precipicio. Intento agarrarme a los hilos de magia que me conectan a la mente del muchacho, pero el estruendo del galope de la Segunda Batida me interrumpe y me desconcentro. Intento de manera frenética refrenar mi poder para salvaguardar lo que puedo del recuerdo del niño, pero me he aferrado y hay más recuerdos que se van tropezando, alcanzándose uno después de otro, oleadas de color mientras se van borrando de su mente e inundan la mía.
Me sacudo de la réplica y lo suelto. Pongo todo mi empeño para quedarme en pie a pesar del dolor de cabeza que me aporrea en las sienes. Lo único bueno es que el niño —Francis— está dormido. Nunca más podrá recordar a Celeste muriéndose ni al soldado intentando agarrarlo. Durante los años desde que me salvaron los Susurros, he aprendido a peinar los recuerdos robados. Estos son los que se convierten en una parte de mí. Puedo ver a Francis corriendo con los niños por las colinas verdes de Esmeraldas. A su padre riéndose con Celeste mientras prepara la cena. A su madre cosiendo habichuelas para hacer de ojos en una muñeca de trapo. A Francis escapando de los guardias para recuperarla.
No me da tiempo a recoger los guantes. Aparto el tablón de su cuerpo, lo levanto con un gruñido y dejo que caiga al suelo. Meto la muñeca en el bolsillo de Francis, recojo al niño con los brazos y echo un vistazo alrededor de la habitación. ¿A qué destino se enfrentaron sus padres si él volvió corriendo aquí por su cuenta? ¿Quién le va a quedar en este mundo? Nos lo llevaremos con nosotros hasta que lleguemos a la siguiente ciudad. Sayida conseguirá mantenerlo tranquilo, mientras que Margo puede buscar aliados que lo acojan. Lo saco por la puerta y lo meto en la cocina, donde el cuerpo de Celeste yace inerte con la piedra alman. Y en esta ocasión, sé exactamente dónde está.
Pero antes de dar el siguiente paso, la puerta lateral se abre de par en par. Doy un paso atrás y me pongo a Francis más cerca del pecho.
—Baja al niño —exige el guardia de la Segunda Batida mientras levanta su espada hasta mi rostro.