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Después de un tiempo, todos los pueblos en llamas huelen igual.

Desde lo alto de una colina, veo el fuego consumir el pueblo agrícola de Esmeraldas. Hogares de madera y tejados de arcilla color siena. Balas de heno en medio de un mar de hierba dorada. Huertos con tomates maduros, arbustos de tomillo y laurel. Todo es típico de Puerto Leones, pero aquí, en la provincia oriental del reino, el fuego está arrasando otra cosa: manzanilla.

Esta flor, engañosamente amarga con un corazón amarillo y una melena blanca de pétalos afilados, es preciada por sus propiedades curativas no solo en nuestro reino, sino a lo largo de las tierras del mar Castiano, y asegura un flujo continuo de oro y comida a este rinconcito del país. En Esmeraldas, donde la manzanilla crece de manera silvestre y en tanta cantidad que acapara campos enteros, su dulzura tapa de manera momentánea el olor punzante de la lana casera y las muñecas de trapo, abandonadas entre prisas mientras los habitantes corrían por los caminos de tierra para escapar de las llamas.

Pero nada cubre el olor de la carne quemada.

—Madre de Todo… —empiezo con la oración. Son palabras que los Morias utilizan cuando alguien está yendo de esta vida hacia la otra. Pero me vienen recuerdos de un fuego diferente, de gritos y llantos desesperados. Se me hace un nudo pesado en la garganta. Respiro de manera profunda e intento recomponerme, pero sigo sin poder decir la oración en voz alta. Por eso, la pienso: Madre de Todo, bendice esta alma en la inmensidad de lo desconocido.

Me aparto de las llamas justo cuando veo a Dez marchando detrás de mí. Con sus ojos de color marrón miel observa la escena que tenemos abajo. Tiene la piel tostada llena de suciedad de haber estado abriéndose paso por los bosques que hay alrededor del norte de Esmeraldas. Se pasa los dedos por su cabello negro, grueso y enredado, y se le expande el pecho musculoso ante las rápidas respiraciones que da en su intento por recomponerse. Toca la espada que lleva en la cadera del mismo modo en que un niño alcanzaría su juguete favorito para encontrar consuelo.

—No lo entiendo —dice Dez. A pesar de todo por lo que hemos pasado, sigue buscando explicación a por qué ocurren cosas malas.

—¿Qué hay que entender? —digo yo, aunque el enfado que siento no es hacia él—. Hemos convertido un viaje de seis días en uno de cuatro a fuerza de voluntad, y ni aun así hemos sido lo bastante rápidos.

Ojalá tuviera algo a lo que golpear. Me conformo con darle una patada a un conjunto de piedras y me arrepiento cuando el polvo se levanta a nuestro alrededor. El viento cambia y se lleva el humo. Me hundo en las botas como si permanecer en este lugar fuera a ralentizar el latido de mi corazón, como si fuera a conseguir que mi mente dejara de pensar. Es demasiado tarde. Siempre llegas demasiado tarde.

—Por el aspecto que tiene, esto lleva ardiendo medio día. Jamás habríamos llegado a tiempo para detenerlo. Pero las exportaciones de Esmeraldas valen su peso en oro. ¿Por qué iba a pegarle fuego la Justicia del Rey?

Me vuelvo a anudar el pañuelo verde bosque al cuello.

—El mensaje de Celeste decía que lo que descubrió Rodrigue cambiaría el curso de nuestra guerra. No querían que se hallara.

—Puede que aún quede esperanza —dice Dez. Cuando se da la vuelta hacia el pueblo que hay a los pies de la colina, hay un nuevo fervor en su mirada.

O puede que toda esperanza esté perdida, pienso. Yo no soy como Dez. Los otros Susurros no acuden a mí buscando esperanza o discursos conmovedores. Tal vez sea mejor que él sea el líder de nuestra unidad y no yo. Yo conozco dos verdades. Primero, que la Justicia del Rey no se detendrá ante nada para destruir a sus enemigos; segundo, que estamos enzarzados en una guerra que no podemos ganar. Pero sigo luchando, tal vez porque sea lo único que he conocido, o tal vez porque la alternativa sea morir, y no puedo hacerlo hasta que haya pagado por mis pecados.

—¿Crees que Celeste está…?

—Muerta —responde Dez. Tiene la mirada fija en el pueblo, en lo que queda de él. Hay un ligero temblor en el filo de su mandíbula; su piel está más oscura después del viaje que hemos hecho al sol.

—O la han capturado —sugiero.

Él sacude la cabeza una vez.

—Celeste no permitiría que la atraparan. No con vida.

—Tenemos que saberlo con certeza.

Saco un pequeño catalejo del interior del bolsillo de mi chaleco de cuero y vuelvo a la linde del bosque. Giro las lentes hasta que encuentro lo que estoy buscando.

Una luz brillante reluce entre los árboles y destella dos veces. Aunque no puedo adivinar su cara, sé que es Sayida esperando con el resto de la unidad a que demos la señal. Saco un espejo cuadrado para devolver la señal. No me hace falta comunicar que la ciudad está incendiada ni que hemos venido hasta aquí para nada. Ya deberían estar viendo el humo. Tan solo señalo que hemos llegado.

—Vuelve con los demás. La Segunda Batida llegará pronto —dice Dez. Entonces, suaviza la voz. De repente, ya no es el líder de mi unidad, sino algo más. El muchacho que me rescató hace casi una década. Mi único amigo verdadero—. No tendrías que ver esto.

Pasa el pulgar de manera suave por el dorso de mi mano, y yo me detengo para no buscar consuelo en sus brazos, como siempre estoy tentada de hacer. Hace una semana hubo un asalto cerca de nuestro refugio, y estaba segura de que nos iban a capturar. No sé cómo conseguimos meternos en un cajón que se utiliza para guardar los cargamentos de ladrillos de arenisca, con los brazos enredados. El beso que nos dimos entonces habría sido romántico si no hubiéramos tenido la sensación de estar embutidos en un ataúd y con la certeza de que nos habíamos quedado sin suerte.

Tomo el catalejo entre las manos y lo devuelvo al lugar en el que lo escondo.

—No.

—¿No? —Dez levanta una ceja e intenta hacer una mueca para que su rostro se convierta en una máscara temible—. No hay recuerdos que robar aquí. Yo puedo acabar con la tarea.

Cruzo los brazos sobre el pecho y cubro la distancia que hay entre nosotros. Dez me saca una cabeza, y como líder de mi unidad, podría ordenar que lo escuchara. Le aguanto la mirada y lo reto a que la retire él antes.

Lo hace.

Desvía la mirada hacia el lateral de mi cuello, hacia la cicatriz que tengo larga como un dedo, cortesía de un guardia real durante nuestra última misión. Dez me alcanza los hombros con las manos, y yo siento una ligera tentación enroscándose en mi corazón. Preferiría que me diera una orden a que me dijera que está preocupado por mi seguridad.

Doy un paso atrás, pero veo en su rostro el momento en que se siente herido.

—No puedo volver con los Susurros siendo un fracaso. Otra vez no.

—No lo eres —dice él.

Durante nuestra última misión, la Unidad Lince tenía la tarea de encontrar un salvoconducto para que una familia comerciante, a cuyo padre había ejecutado el rey, subiera a un barco que iba a zarpar del reino. Casi habíamos llegado al astillero cuando me atraparon. Sé que lo hice todo bien. Tenía los documentos correctos y llevaba un vestido cubierto de flores bordadas como la hija decente de un granjero. Mi trabajo consistía en arrebatarle recuerdos al guardia, los suficientes como para confundirlo y que nos diera información sobre los barcos que iban a arribar y zarpar del puerto de Salinas. Algo en mí no le gustó al guardia, y para cuando quise darme cuenta, ya estaba desenvainando la espada para defenderme. Ganamos, y la familia lleva dos meses en algún lugar del imperio de Luzou. Me costó diez puntos y una semana sudando fiebre en la enfermería. Pero no podemos mostrar nuestros rostros en esa ciudad para ayudar a otras familias. En estos dos meses la Justicia del Rey ha doblado los guardias que tiene ahí. Se supone que nuestra presencia tiene que ser silenciosa, que nuestras unidades tienen que ser sombras. Salvamos a una familia, pero ¿qué pasa con las otras que están atrapadas en la ciudadela y que viven con miedo a que descubran su magia? Aunque Dez tenga razón y yo no sea ningún fracaso, sigo siendo un riesgo.

—Tengo que ser yo quien encuentre la piedra alman, y tengo que ser yo quien se la devuelva a tu padre.

Se le pone una sonrisa en los labios.

—Y yo que pensaba que era yo quien buscaba la gloria entre nosotros.

—Yo no quiero gloria —digo, y suelto una risa amarga—. Ni siquiera quiero que me alaben.

El viento vuelve a cambiar y el humo nos rodea. Cuando lo miro, podría ser uno de mis recuerdos robados, cubierto en una capa de gris, distante y cercano a la vez, mientras me pregunta:

—Entonces, ¿qué quieres?

El corazón me da un vuelco doloroso, porque la respuesta es complicada. Él, más que nadie, debería saberlo. Pero ¿cómo? Si hasta en los momentos en los que estoy segurísima de la respuesta, me vence un nuevo tipo de deseo… Me conformo con las palabras más sencillas y verdaderas que encuentro.

—Perdón. Quiero que los Susurros sepan que no soy una traidora. El único modo en que sé que puedo hacerlo es consiguiendo meter al máximo número de Morias posibles en el siguiente barco hacia Luzou.

—Nadie piensa que seas una traidora —dice Dez, dejando de lado mi preocupación con un gesto despreocupado de la mano. Me duele que le reste importancia, aunque sé que lo cree—. Mi padre confía en ti. Yo confío en ti. Y como la Unidad Lince está bajo mi mando, eso es lo que importa.

—¿Cómo vas por ahí con esa cabeza tan grande, Dez?

—Me las apaño.

Yo seguiría rebuscando entre las basuras si Dez no le hubiera pedido a su padre y a los otros ancianos que me entrenaran como espía. Mi habilidad ha resultado útil a la hora de salvar a los Morias que había atrapados en las fronteras de Puerto Leones, pero ninguno de los nuestros quiere que una ladrona de recuerdos como yo se encuentre entre ellos. Los Robári son el motivo por el que perdimos la guerra, aunque nuestro lado haya estado en el bando de los perdedores desde hace décadas. No se puede confiar en los Robári. No se puede confiar en mí.

Dez confía en mí a pesar de todo lo que he hecho. Yo pondría mi vida en sus manos: lo he hecho con anterioridad y lo volveré a hacer. Pero para él, todo llega con mucha facilidad. Y no lo ve. Dez es el más listo y el más valiente entre los Susurros. También el más temerario, pero eso es lo que lo hace ser Dez, y lo aceptan. Aun así, yo sé que aunque fuera igual de lista e igual de valiente, seguiría siendo la muchacha que provocó miles de muertes.

Jamás dejaré de intentar demostrarles que soy más. Ver lo destrozada que ha quedado Esmeraldas hace que sea mucho más difícil aferrarse a la poca esperanza que tengo.

—Vamos a ir juntos —digo—. Puedo controlarme.

Él refunfuña en voz baja y me da la espalda. Yo lucho contra el impulso de alcanzarlo. Ambos sabemos que no me va a decir que me vaya. No puede. Dez se pasa los dedos por el cabello y vuelve a hacerse una coleta en la nuca. Aprieta sus oscuras cejas hasta que quedan juntas y, en ese momento, cede.

—A veces, Ren, me pregunto quién es el Persuári, si tú o yo. Nos encontraremos en el bosque de los Linces o…

—… O me dejarás a merced de la Segunda Batida por ser demasiado lenta —intento decir en tono humorístico, pero nada detiene los pálpitos de mi corazón, la presión de los recuerdos para que los libere—. Conozco el plan, Dez.

Empiezo a darme la vuelta con una nueva determinación corriendo por mis venas, pero él me agarra por la muñeca y tira de mí para que vuelva con él.

—No. O iré a buscarte y mataré a cualquiera que intente detenerme. —Dez me da un beso rápido y fuerte en los labios. Le da igual que los demás nos estén mirando a través de los catalejos, pero a mí no. Me zafo de él y me quedo con un dolor pesado entre las costillas. Cuando sonríe, siento un deseo embriagador que no tiene cabida aquí.

—Encuentra la piedra alman —dice. Vuelve a ser Dez. El líder de mi unidad. Soldado. Rebelde—. Celeste quiere que nos encontremos en la plaza del pueblo. Buscaré supervivientes.

Le aprieto la mano, luego la suelto y digo:

—Con la luz de Nuestra Señora, seguimos adelante.

—Seguimos adelante —repite él.

Reúno toda la energía nerviosa que tengo en el cuerpo en las piernas. Respiro aire fresco por última vez antes de colocarme el pañuelo sobre la mitad inferior del rostro, y luego me echo a correr a su lado. Bajamos la colina desde nuestro punto de observación y nos adentramos en las calles en llamas que hay abajo. Para ser alguien con una envergadura tan alta y ancha, Dez es rápido. Pero yo lo soy más, y llego primero a la plaza. Me digo que no debo echar la vista atrás hacia él, que debo seguir. Pero lo hago, y él también me está mirando.

Nos separamos.

Me adentro aún más en las ruinas de Esmeraldas. Las llamas, que son tan grandes como las casas, no crepitan, sino que rugen. El calor de los adoquines que están ardiendo es asfixiante, y el sonido de las vigas del techo al derrumbarse me pone los pelos de punta al tiempo que las casas se desmoronan a lo largo de la calle. Rezo en silencio por que quienes vivan ahí ya hayan salido con vida. El humo hace que me lloren los ojos.

En la plaza, el fuego se ha tragado cada edificio que ha tocado y no ha dejado más que ruinas negras. El suelo tiene cientos de marcas de pisadas, todas ellas en dirección el este, hacia la ciudad de Agata. A estas alturas ya casi no queda nadie en Esmeraldas. Lo sé por el espeluznante silencio que hay.

Lo único que queda intacto es la catedral y la plaza de castigo, que está enfrente. Dios y tortura: las dos cosas que más aprecia el rey de Puerto Leones.

Hay algo familiar en la piedra de color blanco roto de la catedral, en las llamas cercanas que centellean sobre las vidrieras. A pesar de que nunca he estado en Esmeraldas, no puedo quitarme la impresión de haber caminado por esta misma calle con anterioridad.

Me sacudo la sensación y avanzo por la plaza de castigo. En ocasiones, si les da tiempo, los Morias a los que han condenado esconden mensajes o paquetitos en el último lugar en el que los hombres del rey pensarían en mirar. ¿Y qué mejor lugar que ahí a donde llevan a los acusados a morir?

La piedra alman no llama la atención por sí misma, pero cuando captura recuerdos, brilla como si la hubieran rellenado de luz de estrella. Antes del mandato del rey Fernando, era común encontrarla. Pero ahora, con los templos profanados y las minas secas, es una suerte que los Morias la encuentren. Si a Celeste, la maestra de espías, la hubieran avisado con tiempo suficiente, habría escondido la piedra alman de Rodrigue para que los Susurros se la llevaran.

—¿Qué te ha pasado, Celeste? —pregunto en voz alta, pero solo recibo el crepitar del fuego por respuesta, y continúo con mi búsqueda.

El patíbulo está lleno de largas hendiduras provocadas por los golpes del verdugo y su espada mortífera. La madera es oscura y está manchada de sangre seca. Mientras paso las manos a lo largo de la base, doy las gracias por llevar siempre guantes. Pensar en las cabezas rodando, en los cuerpos colgando, en la gente encerrada en los potreros y recibiendo palizas sin sentido… Se me gira el estómago y me tiemblan las piernas. Mi cuerpo reacciona hacia la sangre de la misma manera que hacia el fuego. Y ese es precisamente el motivo por el que me obligo a estar aquí.

Me desplazo hacia la horca. Qué pueblo más pequeño es Esmeraldas. Me pregunto de dónde sacan el tiempo para llevar a cabo tantas formas de ejecución. Me arrodillo y paso las manos a lo largo de los tablones de madera que hay debajo de la horca buscando algo roto o un tablón suelto. Nada. Camino por la plaza de castigo, pero lo único que encuentro es una cuerda fina de cuero con una larga tira de carne seca sobre ella. Se me sube la bilis a la garganta. Suelto el látigo, y cuando lo hago, me recorre una sensación extrañísima de recordar algo, y un recuerdo vívido —uno que no me pertenece, pero que es mío— se me viene a la cabeza.

Aprieto los ojos hasta cerrarlos y me llevo las manos hacia las sienes. Hace meses que he perdido el control de los recuerdos que viven en mi cabeza. Un humo silencioso aparece en mi mente, y luego se disipa para revelar una escena a la que le han extraído todo color. Me veo obligada a revivir un pasado robado cuando la zona gris se abre un poquito. Veo la misma calle, la misma plaza, pero como era antes del incendio…

Un hombre agarra bien un árbol recién talado y lo arrastra por esta calle. Le duelen los hombros, pero los guantes finos que lleva lo protegen de las astillas. Avanza a trompicones con sus botas cubiertas de barro por los adoquines azules y grises y se adentra en el corazón del pueblo. Una multitud se reúne frente a la catedral. Es el sexto día del Almanar, y sus vecinos llevan ramas, muebles rotos, árboles talados. Lo van amontonando en una hoguera hasta que nadie es capaz de llegar a la parte más alta. La música se escapa por las puertas abiertas de las cantinas. Los tamborileros han llegado y azotan el cuero al ritmo de las canciones festivas. Las parejas bailan y las antorchas se encienden. Él ve los rostros que ha estado esperando: su mujer y su hijo van corriendo hacia él. Lo ayudan a arrastrar el árbol hacia la hoguera, es su ofrenda para el festival de Almanar. Juntos, cantan y bailan y ven cómo arde la hoguera.

Ahora sé por qué Esmeraldas me ha resultado tan familiar. Cada recuerdo que he robado es parte de mí. Me ha llevado años de entrenamiento apartarlos, dejarlos en compartimentos cerrados. Pero a veces encuentran la manera de salir. Debería dar las gracias a las estrellas por que el recuerdo que se ha escapado del acorazado de mi mente haya sido uno alegre: una cosecha rural en la que todo el mundo se junta para dejar atrás el año anterior. Aun así, me tiemblan las manos y el sudor me cae por la espalda. Ya no quiero mirarlo. Me fuerzo a salir de la zona gris y vuelvo a meter el recuerdo en la oscuridad, donde pertenece. He oído llamar a esto la maldición de los Robári. Maldición o no, no puedo permitir que se entrometa en la búsqueda de la piedra alman.

Me pican los ojos por el humo y un dolor punzante me apuñala la sien. Me pongo en pie forzando mis huesos cansados. Aquí no hay ninguna piedra alman. Si fuera Celeste, ¿a dónde me habría ido corriendo?

Entonces lo oigo. Un único sonido atravesando el aire.

Al principio, creo que es otro recuerdo no deseado que se escapa de la zona gris, pero se va haciendo tan claro como las campanas de la catedral en un día festivo. Es una voz pidiendo ayuda a gritos.

Hay alguien atrapado en Esmeraldas.