317 a. C.
Celeste San Marina cavó una tumba aquella noche.
La época de sequía había provocado que la tierra de Esmeraldas se endureciera, y cada vez que golpeaba con la pala sentía un dolor en los brazos que le provocaba espasmos musculares y dolor de huesos. Aun así, continuó cavando, con el polvo pegándose a los riachuelos de sudor que le caían por la piel morena y curtida.
La media luna se escondía detrás de unas nubes espesas que se negaban a separarse, y la única luz que había provenía de la lámpara de aceite que se estaba consumiendo al lado del cadáver, envuelto pobremente con unos trapos. Volvió a meter la pala en la tierra y no cesó hasta que las manos se le llenaron de ampollas y hubo un agujero lo bastante profundo como para que cupiera el cuerpo. Luego se arrodilló a su lado.
—Te merecías algo mejor, Rodrigue —dijo la maestra de espías con la voz temblorosa. Si la hubieran avisado antes, si la hubieran ayudado, podría haberlo enterrado a la manera tradicional, pero con los tiempos que eran, solo tenían una tumba sin marcar.
Pasó la mano alrededor de su cuello y cortó la cuerda de cuero que sostenía su piedra alman —lo único que quedaba del legado de Rodrigue— y se metió el cristal blanco y dentado en el bolsillo que había cosido en el interior de su túnica gris. La piedra descansaba al lado de un solo frasquito de cristal que llevaban todos los espías Moria del reino, justo donde el corazón. ¿Cuántos secretos más tendría que reunir hasta que pudiera descansar?
Aquella noche no iba a haber descanso. Con todas sus fuerzas, Celeste empujó el cuerpo hacia la tumba que lo estaba esperando y se dispuso a echar la montaña de tierra por encima de él.
Otro Moria muerto. Otro rebelde muerto.
El caballo relinchó y dio patadas a las sombras mientras Celeste recogía la lámpara y la pala. Tenía que volver al pueblo antes del amanecer. Se montó en el corcel y hundió los tobillos en los costados del animal. El viento le azotaba la cara, los cascos aporreaban un camino de polvo y las estrellas relucían en el cielo.
Con una mano bien agarrada a las riendas, Celeste no dejaba de comprobar que la piedra alman de Rodrigue siguiera estando en su bolsillo. Todas sus esperanzas y el futuro de su gente estaban contenidos dentro de aquel trozo de piedra, extraído de las venas que recorrían la profundidad de las cadenas montañosas del reino. Hubo un tiempo en que el paisaje de los Acantilados de Memoria estuvo repleto de piedra alman. Pero encontrarla ahora eran tan raro como un milagro. Antes se utilizaba para la construcción de templos y estatuas dedicadas a la diosa, y los artesanos de las tierras vecinas hacían piedras preciosas y relicarios con ella. Pero para los Morias, agraciados con los poderes de la Señora de las Sombras, siempre fue mucho más que una piedra. Sus prismas transformaban el entorno del momento en un recuerdo viviente. La información que obtuvo Rodrigue era algo por lo que merecía la pena morir. Celeste tenía que creerlo.
Rezó a Nuestra Señora de los Susurros para que aquel fuera el día en que llegara la ayuda. Habían pasado ocho días exactamente desde que envió al mensajero a los Susurros, y nueve desde que Rodrigue llegó a su puerta medio muerto, con noticias tan aterradoras que hasta a ella, que tenía el corazón endurecido, le dio un vuelco. Rodrigue había sobrevivido casi un mes bajo la tortura del Brazo de la Justicia, y luego, al viaje desde la capital. Eso bastaría para que cualquiera se volviera loco y viera cosas.
Pero si fuera verdad…
No había peor destino para el reino. El mundo se vería obligado a inclinarse ante Puerto Leones. Arreó más fuerte al caballo mientras agarraba las riendas con tanta fuerza como presión sentía en el pecho.
Por fin, el caballo golpeó con los cascos el camino de tierra de Esmeraldas. El poblado aún dormía, pero ella bordeó la plaza para evitar el suelo empedrado que despertaría a sus vecinos. A pesar de la oscuridad, no podía deshacerse de la sensación de que la estaban observando.
Celeste bajó del caballo y lo devolvió al pequeño establo. Solo tenía que llegar hasta la puerta, y entonces estaría a salvo en el hogar de sus anfitriones.
Se abrió paso entre las hileras de espinos y matorrales, con la esperanza de que Emilia no hubiera perdido horas de sueño por esperarla despierta. Durante los muchos años que pasó siendo la maestra de espías de los Susurros, Celeste había considerado su hogar muchos lugares, pero ninguno le había resultado tan acogedor como el de Emilia Siriano y su familia. La conocían como Celeste Porto: viuda, matrona, cuidadora. Aunque acostumbrados al insomnio que sufría, jamás les había traído ningún problema. En cuanto amaneciera, Celeste tendría que explicar por qué no podían enterrar a Rodrigue en el cementerio y por qué no lo reclamaría ningún familiar. Ella y los Susurros eran toda la familia que tenía.
Al girar la llave en la puerta lateral de la cocina, Celeste se detuvo y escuchó. El silencio quedó interrumpido por el seco crepitar del fuego y el frufrú de su mantón al entrar en el lugar. Las ascuas rojas que había en el fuego emitían una luz cálida. Celeste se moría de sueño, pero los Siriano se levantarían pronto. Las noches en Esmeraldas no solían ser tan frías en aquella época del año, pero cualquier excusa le valía para encender un fuego y mantener las manos ocupadas con tareas sencillas. Ese era su regalo para aquel hogar, junto con la mejor hogaza de pan.
Las notas de humo se mezclaban con la brisa dulce y con olor a hierba que atravesaba la ventana mientras Celeste se calentaba el rostro azotado por el viento en la chimenea. Las llamas se tragaban las astillas y alcanzaban los extremos de los troncos secos. En momentos así le resultaba fácil creer que no era más que una sirvienta con una vida sencilla, pero tras décadas escondiéndose a plena vista, sus sentidos no le permitían descansar. Identificó dos olores que no habían estado ahí cuando se marchó: aceites de unción y cuerpos sin lavar. Se acordó de que había cerrado todas las puertas y ventanas antes de sacar a Rodrigue a rastras.
Dio un respingo.
—Celeste San Marina —dijo una voz clara y cortante al mismo tiempo que el fuego creciente iluminaba las esquinas en la oscuridad. Un hombre se levantó de una silla con una elegancia mortífera—. Esperaba que nuestros caminos se volvieran a cruzar.
Celeste se quedó sin respiración. Aunque él solo llevaba una túnica blanca y arrugada con unos pantalones marrones para montar, ella habría reconocido aquel majestuoso rostro en cualquier lugar. El último hijo superviviente del rey Fernando. Lo llamaban de muchas maneras, pero nunca pronunciaban su nombre, como si temieran que al hacerlo, de algún modo, fueran a evocar lo mismo que él, sin importar el lugar ni el momento.
Príncipe Dorado.
Príncipe Sanguinario.
La Furia del León.
Matahermano.
Al acercarse un paso hacia ella en la luz tenue, Celeste casi pudo ver el fantasma del niño que había sido durante la época que había pasado en palacio. Un niño curioso de cabello dorado. Un niño que crecería y llegaría a ser peor que su padre.
La única manera en que ella lo había llamado era Castian.
Antes de que Celeste pudiera echar a correr, el príncipe hizo un gesto con la mano enguantada y dos soldados entraron desde el pasillo. Uno de ellos la tomó del cuello con una mano rolliza, el otro bloqueó la puerta de la cocina.
—Podemos hacerlo de manera sencilla —dijo Castian con una voz profunda y estable mientras se acercaba a ellos. Se quitó los guantes de cuero fino y reveló unas manos que no parecían propias de un príncipe, llenas de callos y con los nudillos cubiertos de cicatrices por todos los años de duro entrenamiento y de luchas—. Dime dónde está, y haré que tu muerte sea rápida e indolora.
—La vida bajo el reinado de tu familia no es ni rápida ni indolora —dijo Celeste lentamente con una voz ronca. Había esperado que llegara el día en el que volviera a tenerlo cara a cara—. No confío en que la Furia del León haga honor a su palabra.
—¿Después de todo lo que has hecho eres tú quien no confía en mí?
La cocina parecía encogerse con la presencia del príncipe. Celeste podía saborear las emociones del joven en el aire. Su enfado era un trago amargo que supondría la perdición de la mujer, pero eso hacía mucho tiempo que lo sabía. Lo único que podía hacer por los rebeldes era detenerse y llevarse sus secretos al otro lado.
Uno de los soldados hundió los dedos en su tráquea y, afanándose por respirar, Celeste empezó a dar patadas. Le dolían todos los huesos y los músculos del cuerpo por las horas que se había pasado cavando y por las noches que se había pasado sin dormir desde la llegada de Rodrigue. Dirigió la vista hacia la puerta cerrada del dormitorio de la familia Siriano. ¿Qué les habían hecho el príncipe y sus hombres?
Entonces le vino un pensamiento horrible.
¿Acaso la habían traicionado los Siriano en cuanto se fue? Los Siriano, que la habían contratado y alojado, que habían creído en la paz entre toda la gente de Puerto Leones. El corazón, ya dañado, le dio un gran vuelco. Estaba desesperada; quería —necesitaba— respirar.
Dejó la idea de que la habían traicionado a un lado y se concentró en la piedra alman que seguía metida en su bolsillo. No podía dejar que la encontraran. Empezó a dar manotazos al guardia en las manos y a arañarle la piel que le quedaba al aire libre entre la manga y el guante, forzando la vista para ver más allá de los destellos de negro.
—Basta. —El príncipe levantó la mano y el soldado cesó en su agarre—. Los muertos no pueden hablar.
—Eso demuestra lo mucho que sabes sobre los muertos —dijo Celeste con voz ronca y se cayó de rodillas. Apoyó las manos sobre el suelo frío de piedra para mantener el equilibrio y tosió. Necesitaba tiempo para pensar, pero el príncipe no era conocido por su paciencia. Miró fijamente el fuego que había en la chimenea para centrarse. Antes de que Rodrigue sucumbiera a sus heridas, se había prometido hacer lo que hiciera falta para llevar aquella piedra alman a los Susurros. Deberían haber estado ahí. A no ser que el motivo por el que el príncipe estaba ahí fuera porque ya los habían capturado.
Por primera vez, la maestra de espías se dio cuenta de que tal vez jamás podría descansar. Al menos, no en aquella vida. Su cuerpo estaba envejeciendo y ya no servía para pelear. Todo cuanto tenía era el frasquito de cristal y su magia.
Con la mirada fija en el príncipe, Celeste giró el anillo grueso de cobre que llevaba en el dedo corazón y enseguida sintió la fuerza de su magia borboteando por sus venas al tiempo que el metal recargaba su poder de persuasión. Un zumbido prístino emergió de cada centímetro de su piel, se infiltró en el aire y lo condensó lo suficiente como para que al guardia le empezara a sudar la frente. Su don era tan antiguo como el tiempo, tan antiguo como los árboles, como los minerales y los metales que reforzaban el poder en sus venas, y quería soltarse. Examinó las emociones más débiles que había en la sala y recayó en los guardias. Era fácil aferrarse al miedo intensificado que le tenían, con sus músculos y tendones agarrotados y que los habían dejado petrificados en el lugar. Pero el príncipe estaba justo fuera de su alcance. Lo necesitaba más cerca. Lo bastante cerca como para tocarlo.
—Gracias a las estrellas que tu querida madre no está viva para ver en lo que te has convertido —dijo Celeste.
El príncipe avanzó, justo como ella quería. Celeste intensificó su magia. Al príncipe le caía el sudor por aquellos pómulos marcados, donde una cicatriz en forma de medialuna estropeaba sus facciones afiladas. Entonces Celeste San Marina miró fijamente a los ojos del príncipe Castian, azules como el mar por el que lo bautizaron, y se enfrentó a su mayor pesadilla.
—No te atrevas a hablar de ella —dijo el príncipe, y colocó la mano sobre la boca de Celeste.
Al entrar en contacto, Celeste actuó con rapidez. Su magia se desplazó desde su cuerpo hasta el del joven príncipe, como si fuera una ráfaga de viento circulando entre ellos. Cerró los ojos y buscó una emoción de la que apoderarse: pena, odio, enfado. Si pudiera agarrar aquello que lo hacía ser tan cruel, podría sacarlo y asfixiarlo.
Con su don como Persuári, era capaz de tomar una fracción de cualquier emoción que existiera dentro de alguien y darle vida, amplificarla hasta convertirla en acción. Conocía todos los colores que conformaban el alma de una persona: el blanco estrella de la esperanza, el verde lodo de la envidia, el granate del amor. Pero al concentrarse en el príncipe, lo único que podía ver era un gris pálido y apagado.
Castian apartó la mano de su mandíbula y Celeste empezó a jadear en un intento por recuperar el aliento. La cabeza le daba vueltas. Las emociones de todo el mundo se expresaban en colores. El gris pertenecía a quienes partían de los mundos y se desvanecían en la nada. ¿Por qué era distinto con él? Celeste no sabía de nada que pudiera bloquear los poderes de los Morias… Cesó su magia y se vio obligada a soltar a los guardias petrificados. Estos cayeron de rodillas, pero bastó que su comandante les hiciera un gesto con la mano para que volvieran a ponerse en pie y prestaran atención.
El príncipe tenía una sonrisa malévola ante su triunfo.
—¿De verdad creías que volvería a enfrentarme a ti sin tomar precauciones contra tu magia?
—¿Qué te has hecho, Castian? —consiguió decir Celeste antes de que unas manos ásperas la agarraran por los hombros y la arrastraran hacia la mesita de madera que había frente a la chimenea. El soldado la estampó contra una silla y la agarró para que se estuviera quieta.
—Soy aquello en lo que me has convertido —contestó en voz baja para que solo la oyera ella. Celeste podía oler su rabia—. ¡Llevo tanto tiempo soñando con encontraros!
—No nos vas a encontrar a todos. El reino de Memoria volverá a alzarse.
—¡Basta de trucos y mentiras! —dijo, pronunciando cada palabra como si estuviera absolutamente convencido—: Sé todo lo que hiciste.
—Es imposible que sepas todo lo que he hecho, principito. —Celeste quería jugar con él, dejarle claro que no lo temía ni a él ni a la muerte.
»¿Qué quiere hacer un príncipe con una humilde fugitiva? ¿O es que los ejércitos del rey están tan mermados que ha mandado a su único hijo con vida en mitad de la noche? Creía que te encantaba tener público durante tus ejecuciones.
—Nada de eso —exclamó el príncipe, a quien le ardía el temperamento como una mecha encendida—. ¿¡Dónde está!?
—Muerto —escupió Celeste—. Rodrigue está muerto.
Castian soltó un rugido de frustración y bajó el rostro a la altura del de ella.
—No me refiero al espía, sino a Dez. Quiero a Dez.
Celeste apretó los dientes. Su magia ya no podía ayudarla. Había sobrevivido a la rebelión ocho años atrás, a la prisión y a décadas de esconderse y recabar información a lo largo de Puerto Leones, pero sabía que no sobreviviría al príncipe Castian. Mientras la piedra alman estuviera a salvo, podría hacer las paces consigo misma.
—Si sabes todo lo que he hecho, príncipe mío, deberías saber que jamás te lo diría.
En su corazón no había espacio para el remordimiento. Solo existía la causa, y volvería a hacer una y otra vez cada una de las cosas horribles que había hecho por el bien de su gente.
El príncipe Castian se cruzó de brazos, y se le puso una sonrisa perpleja en los labios cuando se abrió la puerta lateral.
—Tal vez se lo digas a ella.
A Celeste se le heló la sangre cuando otro soldado atravesó la puerta de la cocina acompañado de una joven mujer. A la maestra de espías le costó ubicar a aquella muchacha de piel olivácea que tan pálida estaba, demacrada como si la hubieran consumido las sanguijuelas. Cuando la reconoció, los ojos se le anegaron de lágrimas que hacía tiempo que creía que se le habían acabado. Celeste conocía a aquella muchacha.
Lucia Zambrano, lectora de mentes para los Susurros, conocida por sus ojos de color marrón brillante y por una risa dulce que hacía que fuera fácil enamorarse de ella, como le había pasado a Rodrigue. A Rodrigue, cuya tumba era tan reciente que Celeste aún tenía tierra bajo las uñas. Lucia era aguda, tan rápida como sus pasos, y ambas cosas fueron útiles durante su época como espía de Celeste en Ciudadela Crescenti. Celeste se había enterado de que habían capturado a Lucia durante un asalto, y después de las historias que contó Rodrigue sobre lo que ocurría en las mazmorras, se había temido lo peor.
Aquello fue cuando aún creía que lo peor que le podía ocurrir a un Moria era una muerte lenta y dolorosa.
El rey ha descubierto un destino peor que la muerte, pensaba ahora Celeste, incapaz de apartar los ojos de Lucia. Su mirada estaba vacía como una casa en la que habían apagado las luces. Tenía los labios cortados y una película blanca en las comisuras, y la piel demasiado tirante sobre sobre sus huesos y venas.
—Acércate más, Lucia —dijo Castian.
Los movimientos de la muchacha parecían responder a la voz del príncipe. Dio unos pasos lentos, con la mirada vacía y centrada en el fuego que había en la chimenea detrás de Celeste.
—¿Qué le has hecho? —preguntó Celeste con un hilo de voz.
—Lo que les haremos a todos los Morias a no ser que me digas lo que quiero saber.
Entonces se dio cuenta de algo que la atravesó por completo: Rodrigue tenía razón. Rodrigue tenía razón. ¡Rodrigue tenía razón! ¿Cómo iba a proteger la piedra alman ahora? De algún modo, Castian era inmune a su magia, pero podía poner todo su empeño contra los guardias. Y entonces ¿qué? No conseguiría atravesar los puntos de control que había en el puente sin los documentos para viajar. Tenía que quedarse ahí y que la encontraran los Susurros, aunque fuera sin vida.
—Este será tu futuro a no ser que me digas dónde está Dez —dijo Castian en voz más alta e impaciente.
Celeste dirigió un momento la mirada hacia la puerta cerrada donde dormían los Siriano. No, nadie era capaz de dormir entre tanto alboroto. Estaban muertos. O la habían abandonado.
A Celeste le dio un vuelco el estómago porque ya daba igual. No le quedaban opciones; sabía lo que tenía que hacer, y aquello la superó. Apenas le dio tiempo a girarse antes de vomitar. El soldado echó pestes y se sacudió el vómito de la mano, pero le bastó con mirar al Príncipe Dorado una sola vez para mantener la otra mano con firmeza sobre el hombro de Celeste.
—No lo volveré a preguntar —dijo el príncipe, cuyo rostro era una máscara despiadada a solo unos centímetros de distancia—. Haré que este pueblo arda hasta sus cimientos contigo en él.
Celeste sabía que solo tenía un momento para hacer las cosas bien. Lo único que tenía que hacer era esconder la piedra alman para que otro Moria la encontrara. Los espías de Illan eran listos, y si no, rezaría a Nuestra Señora de las Sombras para que los guiara. Después de eso, lucharía hasta que ya no pudiera más, pero no la capturarían con vida.
A pesar del dolor, a pesar de la bilis que se le acumulaba en la lengua y amenazaba con atragantarla, Celeste, al fin, empezó a reírse.
Un momento, una vida.
Deseó tener algo más que ofrecerles a los Susurros.
El príncipe la agarró del pelo con el puño y la separó del soldado.
—¿Te ríes ante el destino de los tuyos?
Celeste parpadeó para enfocar la visión y le devolvió la mirada al príncipe.
—Me río porque no vas a ganar. Somos una llama que nunca se consumirá.
Entonces estampó la frente contra el rostro del príncipe.
Él la soltó y se llevó las manos a la nariz, que le empezó a sangrar.
En aquel momento, Celeste quedó libre y se alejó rodando por el suelo. Con unos dedos rápidos sacó el contenido que tenía escondido sobre el pecho. El guardia se abalanzó hacia ella, pero Celeste agarró la lámpara de aceite que había sobre la mesa y se la arrojó. El cristal se hizo añicos contra el pecho del guardia, y él se puso a gritar cuando las llamas alcanzaron su ropa, ungida con aceites que se suponía que lo iban a proteger.
Era una manera fea de morir, y no iba a ser el destino de Celeste. Metió la mano en el bolsillo de su túnica y sujetó el frasquito de cristal para que lo viera el príncipe.
—Estás loca —exclamó él, que avanzó con pasos pesados para detenerla.
Celeste susurró una plegaria a la Señora: Perdóname. Perdóname por mi pasado. Recíbeme al fin.
Se tragó los contenidos del frasquito y se metió la piedra que protegería con su vida en la boca. Cedió ante el aturdimiento del veneno que le recorría el cuerpo, un frío que solo había sentido al nadar en los lagos de la montaña al lado de su casa de la infancia. Al cerrar los ojos, vio aquella agua azul oscuro, sintió la calma de estar flotando durante horas, pero seguía oyendo al príncipe llamándola por su nombre, los gritos de los guardias, el crepitar de las llamas.
Celeste San Marina cavó una segunda tumba al amanecer.
La suya estaba hecha de fuego.