4

Cuando Dez y yo nos reunimos con el resto de nuestra unidad —Sayida, Margo y Esteban— los cinco nos dirigimos hacia el norte durante medio día, siguiendo un camino tortuoso a través del Bosque Verdino. Ni siquiera la guardia del rey puede estar en todas partes al mismo tiempo, y la densidad de los árboles y los nudos que hay en las raíces que sobresalen del suelo hacen que sea un viaje bastante duro a pie. Sería casi imposible para los caballos de la Segunda Batida.

Nos movemos con decisión, atravesando arbustos cubiertos de rocío y siguiendo los rayos de luz que se filtran por el grueso manto de árboles verdinos. Seguimos caminando hasta que es seguro detenernos, hasta que el roce con el interior de nuestras botas nos deja la piel en carne viva, hasta que llegamos al banco del Aguadulce. Cuánto nos alegra ver la corriente de agua blanca y rápida. Los cinco nos deshacemos de las mochilas y las armas y nos arrodillamos en la orilla. Me quito los guantes de repuesto y bebo hasta que me duele la tripa y se me duermen los dedos por el frío. Me retiro el vendaje improvisado que me hizo Sayida cuando Dez y yo volvimos al punto de encuentro.

Sayida es una Persuári, igual que Dez, pero ella además tiene conocimientos de medicina y sanación. Durante siglos, cuando el reino de Memoria era libre y próspero, quienes eran como Sayida y Dez solían ejercer como medicuras, porque podían curar enfermedades y mantener a los pacientes tranquilos y serenos.

Aprieto los dientes para amortiguar el llanto que me arde en la garganta. Salpicar agua helada en la herida ayuda un poco, pero como ahora tenemos un lugar en el que pasar la noche, voy a tener que dejar que Sayida me dé algún punto.

—Pondremos el campamento aquí, entre estas rocas —dice Dez inspeccionando el área que hay a la orilla del río, donde las raíces sobresalen tanto de la tierra que parece como si estuvieran intentando ponerse en pie para dar un paseo. Es un lugar bastante bueno, con sombra suficiente y un tronco caído que será de ayuda cuando tengamos que vadear el río. Dez no pierde el tiempo limpiando la espada que ha robado.

Esteban me mira con el ceño fruncido, algo a lo que estoy acostumbrada.

—Me preocupan los hombres del rey —dice mientras se rasca la barba desigual que se está intentando dejar crecer. Con la piel suave y morena y esos labios carnosos que tiene, sería muy atractivo si se afeitara, aunque no haría nada por su personalidad—. La Segunda Batida alertará a los hombres que estén en los puestos de vigilancia del camino para salir de la provincia. Harán inspecciones más a fondo o aumentarán el impuesto de viaje. Nosotros apenas…

—Vamos a pasar esta noche primero —dice Dez intentando mantener un tono de voz suave—. No sería una misión completa si no tuviéramos un montón de preocupaciones que nos mantuvieran alerta.

Esteban descansa un momento los ojos de pestañas gruesas y negras para recomponerse. Es difícil plantarle cara a Dez. Esteban es un año más joven que yo, y llegó a los Susurros desde Ciudadela Crescenti, con sus palmeras, su sol abrasador y sus fiestas sin fin. Carraspea.

—Pero…

—Ahora no —dice Dez en voz fuerte, pero con un dejo de cansancio.

Dez está de pie, examinando su espada pulida, y durante un brevísimo momento, Esteban se estremece. Sayida mantiene la cabeza baja, tiene las manos ocupadas con unos utensilios de sutura.

—¿Cuándo? —dice Margo, que aparece detrás de Dez con las manos sobre sus estrechas caderas. Es nueve centímetros más bajita que él, pero, de algún modo, su enfado hace que sea más alta. Tiene unos ojos azules y pesados por las ojeras, y el rostro lleno de pecas y enrojecido por el viento y el sol. No trata de cubrirse las manchas de quemaduras que tiene, como harían otros muchos Illusionári. La única muestra de vanidad que Margo se permite es un conjunto de pendientes del tamaño de un guijarro que son de oro puro. E incluso eso lo lleva tan solo como conducto metálico para amplificar su magia.

—Haya paz, Margo —dice Sayida en voz baja, ya que siente que se avecina una pelea como un ave marina sentiría una tormenta en la distancia.

Esteban se mofa.

—Con eso no nos basta.

—¿Vamos a hablar de lo que ha ocurrido en el pueblo? —exige Margo—. ¿O es que la señorita incendiaria puede hacer lo que quiera, aunque eso signifique ponernos a todos en peligro?

Me estremezco ante sus palabras, pero Sayida se queda a mi lado. Coloca una mano tranquilizadora sobre mi hombro ileso. El enfado me hierve bajo la piel, pero no voy a empezar una pelea con Margo. Al menos, no mientras esté herida.

A Dez se le ensanchan las fosas nasales.

—¿Qué quieres que te diga, Margo? Lo dimos todo por llegar hasta Celeste lo más rápido posible. Llegamos demasiado tarde, pero no todo está perdido.

Margo posa sus ojos azules, fríos y desprovistos de amor, sobre mí. Tuerce esos labios gruesos y rosados que tiene y se mofa.

—¿Que no todo está perdido? No estábamos seguros de que hubierais salido con vida. Entonces aparecéis los dos, esta medio muerta y tú con un juguete nuevo. ¡Tú eres el que siempre nos dice que no llamemos la atención! ¿Por qué no le mostrasteis a la Segunda Batida el paso de montaña secreto, ya que estabais?

Detesto la manera en que dice «esta», pero me trago las cuatro cosas que le diría porque entonces sería peor.

—Basta —dice Dez. Se oye el eco de su voz grave.

Sayida desenrolla un hilo largo y negro y lo corta con la hoja de una navaja. La frustración de Margo hace que tuerza el morro. Esteban desenrosca el tapón de su petaca. Yo escucho el sonido de una mujer cantando, es la madre de Francis. Me pican los ojos, así que los cierro y empujo ese recuerdo robado hacia la oscuridad, junto con el resto.

—Sé que estáis cansados —dice Dez mientras se pasa los dedos por el cabello—. Pero hemos recuperado la piedra alman y no estamos lejos de la frontera de las montañas. Estaremos a salvo cuando regresemos a Ángeles.

—Y entonces, ¿qué? —dice Margo, con la última palabra entrecortada—. Hace diez meses que perdimos el control de Ciudadela Riomar.

Dez se queda completamente quieto. Todos lo hacemos. Pero Margo continúa echándole su mayor derrota en cara.

—Si perdemos más terreno, si nos empujan un poco más, vamos a caer directos desde los acantilados y hacia el mar. Podemos mandar tantos refugiados como queramos por el mar hacia tierras extranjeras, pero ya no hay ningún lugar que esté a salvo.

—Sé exactamente cuánto tiempo hace desde que perdí Riomar —dice con más paciencia de la que yo he sido capaz en mi vida—. Pienso en ello cada día. Cada día.

—No quería decir… —empieza Margo.

—Sé lo que querías decir. Escucha. Haré todo lo que pueda por ganar esta guerra, pero no puedo hacerlo solo. Os necesito a todos. Una unidad. —Lanza su mirada dorada hacia Margo, que se endereza no ante su atención, sino como desafío—. Y, Margo, si de verdad no creyeras que existe una mínima esperanza, hace tiempo que nos habrías dejado.

Ella levanta la barbilla y me señala con un dedo.

—Me quedo para asegurarme de que no nos vuelve a traicionar. Eres muy descuidado con tu vida cuando ella está de misiones.

Estoy acostumbrada a que Margo, más que Esteban, me lance pullas cuando cometo un error. A lo largo de todos los kilómetros que hemos recorrido, he sentido muchos retortijones ante el menosprecio de ambos, pero esta vez es diferente. Cuando Dez me sacó de la unidad de los carroñeros y me metió en esta, Margo fue la primera en quejarse de que yo era demasiado lenta, que hacía demasiado ruido al caminar, que era demasiado débil para llevar una espada. Entrené día y noche para demostrar que se equivocaba, pero no ha sido suficiente. Parece que está esperando a que vuelva corriendo a los brazos de la justicia. Detesto que todo lo que soy se pueda resumir en unas pocas palabras: carroñera, ladrona, traidora.

¿Me permitirán ser algo más? Hoy he metido la mano en la garganta de una mujer muerta para recuperar una piedra mágica. No tengo energía para pelear con Margo. Pero Dez sí, y desearía que no fuera así.

—Venga ya, Margo —dice Dez, con el rostro como si estuviera retando a los demás a que lo contradijeran—. ¿Estás enfadada porque he vuelto a por ella o porque Ren le ha salvado la vida a un niño? No has sido tú quien ha ido corriendo a un pueblo en llamas a mi lado.

—Tú nos dijiste que nos quedáramos atrás —salta Esteban—. Teníamos que recuperar las mochilas.

Dez enseña los dientes en una sonrisa arisca.

—¿Lo ves? Todos hemos hecho nuestra parte. Estamos vivos. Ren ha recuperado la piedra alman de Celeste.

—Y la han atrapado —dice Margo entre dientes.

—Cuando nos atrapan, porque nos pasa a todos, encontramos la manera de seguir luchando, de mantener la misión viva: destruir el Brazo de la Justicia. Restaurar nuestro reino y las tierras de nuestros antepasados. ¿O es que has cambiado de opinión?

—No —dice Esteban.

—Bien. Estamos todos vivos y estamos juntos. Es más de lo que podemos decir de Celeste San Marina. —Todos asentimos, y él deja pasar un momento tenso. Luego dice—: Sayida, ¿puedes darle unos puntos a Ren, por favor?

—Haré lo que pueda —contesta ella. Tiene el hilo y la aguja en un trozo de tela limpia y se lava las manos con una pastilla de jabón en el río.

—Los demás montaremos el campamento —dice Dez, intentando que nuestras miradas se crucen.

Yo me niego a mirarlo. Él no lo entiende. No puede. No quiero que hable por mí, lo único que consigue es empeorar las cosas con los demás.

Por encima de nuestras cabezas, unas nubes oscuras se mueven rápidamente por el cielo y dejan una brisa fría. Puede que la diosa siga cuidando de nosotros y que esta sea su muestra de misericordia para con los rebeldes que están siempre escapando de un rey loco: un descanso del calor sofocante.

Me siento sobre un trozo de hierba seca mientras los demás terminan de construir un círculo de piedras para encender un fuego. Sayida corta otro trozo de algodón relativamente limpio con su navaja y lo utiliza como trapo para limpiar tanta sangre como puede de mi herida.

Yo intento mirarla a la cara e ignorar la sensación de quemazón que se me esparce por los hombros y el pecho. Sayida tiene los ojos y el cabello tan oscuros como la noche, y el puente de la nariz, dulce, acentuado por un pequeño pendiente de diamante que tiene en la aleta izquierda. Su piel es del color tostado claro de las dunas de arena de los Cañones de Zahara, con algunas pecas negras por todo el pecho. Siempre lleva los labios con un ligero toque de rojo, una costumbre que le quedó de su época como cantante hace cuatro años. Ahora, a sus casi diecinueve años, sigue siendo el ruiseñor de los Susurros, y canta mientras nos cura los cortes y nos cose las heridas. Un poco más y no pensamos en el dolor.

Hago una mueca y tenso el hombro cuando ella hace presión sobre la herida.

—¡Perdón! ¡Madre de Todo, vaya corte más largo, Ren! —dice sin apartar los ojos de sus dedos ágiles. Se le escapa una risita nerviosa—. Aunque, bueno, tú ya lo sabías.

—Ahora tengo cicatrices a conjunto a cada lado del cuello —digo yo, sensiblera—. El mundo insiste en intentar que me arranquen la cabeza.

—O Nuestra Señora de las Sombras ha enviado a sus guardianes para protegerte. —Sayida enciende una cerilla y pasa una larga aguja a través de la llamita.

Voy a reírme, pero hay algo en el fuego que hace que me quede sin aliento y casi me caiga de espaldas. Es estúpido y del todo patético que sea capaz de encender una hoguera en el campamento, atravesar corriendo un pueblo arrasado y observar el recuerdo que tiene un niño sobre un guardia en llamas, pero luego esta llamita me deje sin aliento.

—¿Ren?

Está volviendo a ocurrir. ¿Por qué está pasando ahora? Sayida me aprieta los brazos para intentar sacarme de allí. Siento el cuerpo paralizado y mi visión se fragmenta por el dolor. Un recuerdo que mantengo encerrado en la zona gris se escapa.

Unas manitas se agarran al alféizar de la ventana del palacio. Un cristal de diamante me devuelve el reflejo de mi rostro. El cielo negro de la noche explota con el naranja sangriento y el rojo del amanecer. Mi habitación se llena de humo. Se cuela por las juntas que hay alrededor de la puerta.

¡Fuego! Me doy cuenta de que no es el amanecer. Hay fuego.

La cabeza me da vueltas. Me agacho y me agarro de las rodillas para intentar mantenerme en equilibrio; me cuesta respirar. Alguien me llama por el nombre, pero es como si estuviesen a cien metros de distancia, y los colores brillantes de mis recuerdos siguen arremolinándose de manera vertiginosa por mi campo de visión.

Entonces, algo suave me roza la mejilla.

Dez. Siento la yema llena de callos de su pulgar áspero sobre mi piel. «Estate tranquila». Las palabras repican a mi alrededor, me atraviesan. Mi cuerpo se relaja, los músculos se desenmarañan como si estiraran del hilo de un tapiz, y mientras se me ralentiza el corazón, la magia cálida de Dez me llena los sentidos. Me sobrecoge la necesidad de estar tranquila, quieta. Y, de repente, siento la mente clara. La zona gris retrocede y cierro la puerta de golpe. Sayida y Dez me han alejado del campamento y me han llevado hacia una zona donde la hierba es suave. ¿Cómo he podido estar tan fuera de todo esto que ni siquiera lo he sentido?

Echo pestes y estampo la mano sobre el pecho duro de Dez, pero enseguida me arrepiento porque me sobresalta el dolor que me provoca.

—Te he dicho que no quiero que…

—Lo siento —dice Dez en voz baja pero firme. No lo siente en absoluto—. Sayida no te puede coser la herida si estás temblando.

—¿Habéis terminado ya? —pregunta Margo con sus ojos de lince posados sobre Dez—. Necesitamos ayuda con los petates.

Entonces lanza su mirada hacia mí, y su labio superior se tuerce hasta formar esa cara de desprecio que tan bien conozco. No estoy segura de si está molesta porque Dez ha utilizado su magia sobre otra Susurro o porque me ha tocado de manera tan íntima. Puede que sea por ambas cosas. Puede que sea porque por mucho que sangre o corra o luche en nombre de los Susurros, mi existencia es un recuerdo de todo lo que se ha perdido.

Dez suelta una disculpa entre dientes y se retira en silencio para añadir un tronco al fuego.

—Venga —me dice Sayida, que vuelve a los utensilios de sutura—. Esteban, ¿serías tan amable de compartir tu bebida?

Esteban, que ha empezado a preparar nuestra comida, frunce el ceño.

—Seguro que ya está infectada. Vas a desperdiciar bebida buena.

Dez le lanza a Esteban una mirada de lo más férrea, del tipo que ha conseguido que otros hombres se lo hagan encima.

—Solo un poquito —le dice Esteban a Sayida entre refunfuños, pero me mira con los ojos entrecerrados cuando le deja la petaca en las manos.

—No le hagas caso —me susurra Sayida al oído—. No te va a doler mucho, pero puedes morder el cinturón si quieres.

—Creo que ese «no te va a doler mucho» no significa lo mismo para ti que para mí —digo—. Pero lo aguantaré.

Sayida se ríe cuando miro con el ceño fruncido la delgada petaca de aguadulce. Puede que la bebida esté hecha con la caña de azúcar que tanto abunda en las provincias del sur, pero no hay nada dulce en ese licor claro. En una ocasión, Dez lo echó sobre un corte abierto que tenía en la pierna antes de sacar un trozo grueso de vidrio que se había quedado ahí dentro. Estuve semanas sin poder caminar, y más tiempo aún sin poder tolerar el olor del aguadulce.

Sayida me lanza una cálida sonrisa.

—¿Qué ha pasado? Nunca te he visto reaccionar ante una llama de esa manera.

Sayida nunca tiene que utilizar su don como Persuári para influir en mi estado de ánimo. Hay algo en ella que hace que quiera revelar mis secretos, incluso las cosas que no siempre le puedo decir a Dez.

—Nada —digo—. He recordado algo de cuando era una niña.

Sayida levanta sus cejas gruesas con sorpresa.

—Eso es bueno, ¿no? No has podido acceder a la zona gris desde que te rescataron de palacio, ¿no?

Me retiro el pelo hacia atrás y me quedo mirando la hierba mientras ella me limpia y seca la herida.

—He estado trabajando con Illan para intentar recordar más cosas del tiempo que pasé con la Justicia del Rey y utilizarlo a nuestro favor, pero no ha funcionado nada. Él cree que he compartimentado mis recuerdos para que mi mente no se desmorone. Que he creado la zona gris para que recoja todos los recuerdos que tengo de aquella época. El resto de los ancianos creen que la zona gris es un efecto colateral. Un castigo, en realidad, para la Robári que crea Vaciados. Supongo que es lo que me merezco.

—No digas eso, Ren. —Sayida frunce el ceño y coloca un paño seco sobre la petaca de aguadulce. Yo me preparo para la quemazón del alcohol—. Todos tenemos cosas oscuras en nuestro pasado. La diosa dice que todos merecemos perdón.

—No deberían perdonarme simplemente porque apenas recuerde los primeros nueve años de mi vida.

—Y mira todo lo que has hecho desde entonces —susurra, y luego me tapa la herida.

Veo destellos de rojo y acallo un grito, aunque solo sea para que Margo y Esteban no crean que soy una débil.

—Estate quieta.

Sayida espera hasta que dejo de estremecerme, y entonces enhebra la aguja. Cierro los ojos y aguanto la respiración cuando el metal me atraviesa la piel. Lo sigue el hilo de seda y siento cómo tira.

Respiro de manera rápida y fuerte. Siento un dolor pesado y palpitante en las sienes. Tengo que mantener la zona gris bajo control. Los ancianos creen que quizá haya algo ahí que ayude a la rebelión Moria contra el rey. Pero, en el fondo, me pregunto si el motivo por el que no pude acceder a los recuerdos durante el entrenamiento con Illan es porque no quería que surgiera nada.

A diferencia de los Susurros, yo pasé parte de mi infancia en palacio. No como cautiva, sino como una invitada del rey y su magistrado. Una especie de mascota, la verdad. Hace diez años, la justicia empezó a buscar a los niños Robári que había en todo el reino para utilizarlos como armas. Y aunque tiene que haber habido más como yo —los Robári somos escasos, pero no nos hemos extinguido— no me acuerdo de ellos. Puede que fueran lo bastante mayores como para rechazar los encargos que se les exigía y que los ejecutaran por su beligerancia. Pero yo no me negué.

Hice lo que me pidieron.

El juez Méndez me escogió. Me colocaba en uno de los muchos salones que había en palacio y me traía bandejas llenas de exquisiteces para que escogiera. Me decía que mi habilidad para sacar recuerdos de la gente era lo más poderoso que había visto. Por aquel entonces, yo no sabía que no podía devolver dichos recuerdos. Que podía robar demasiados. Que cuando terminara, cuando vaciara a la gente de todos sus recuerdos, lo que dejaba atrás no era más que la sombra de una persona. Un Vaciado.

No sabía que era el mayor recurso de aquel magistrado en los inicios de la Ira del Rey, cuando masacraron a miles como yo —incluyendo a mis padres, algo que descubrí más tarde—. El crimen fue utilizar nuestra magia contra el rey y la gente de Puerto Leones.

—Listo —dice Sayida al terminar, y me aplica una pomada herbal que me alivia la quemazón de la piel. Admira su trabajo y sonríe—. Con esto deberías aguantar hasta que volvamos a Ángeles.

—Si es que volvemos —dice Esteban, que le arrebata la petaca a Sayida de las manos antes de que ella pueda retirarla.

—¡Siempre tan optimista! ¿Tan poco confías en mi capacidad para llevarte de vuelta a casa? —pregunta Dez de buena manera, pero yo oigo el desafío que hay detrás de su pregunta.

—Yo pondría mi vida en tus manos, Dez, pero me preocupa que el error de la carroñera nos persiga. —Esteban se pasa la mano por su cabello áspero y ondulado.

—Esta carroñera resulta que también es la única persona en Ángeles capaz de leer una piedra alman —dice Dez con la voz afilada—. A no ser que hayas desarrollado unos talentos que yo desconozco.

—Si llamas talento a esa maldición… —dice Esteban.

Me pongo de pie de manera abrupta y me marcho, pero no por Esteban, cuyos insultos me resultan tan conocidos como las espirales que tengo en las palmas de las manos. Lanzo una mirada a Dez porque sé que me va a seguir.

Me alejo del campamento caminando y me mantengo a lo largo del río hasta que ya no nos oyen. La presencia de Dez se cierne a mis espaldas y sus pasos alcanzan los míos.

—Esteban se ha pasado de la raya —dice Dez cuando por fin me detengo para mirarlo de frente—. Hablaré con él.

—Esteban siempre se pasa de la raya —digo bruscamente—. Y no quiero que tú tengas que hablar con él. Quiero que me dejes lidiar con él por mí misma.

Dez echa la mirada hacia el cielo, confundido.

—Deja que te ayude.

—¿No ves lo que haces? —Tomo una bocanada de aire porque entre ir y salir corriendo de Esmeraldas y mis recuerdos intentando escaparse de la zona gris, siento que no doy para más—. Jamás me respetarán si acudes en mi defensa a cada rato.

—Sigues siendo la persona más valiosa en esta unidad. En todo Ángeles. Sin ti, estaríamos a oscuras.

—No lo ves —digo, sacudiendo la cabeza lentamente—. No hablo de mi valía.

Sonríe. Ahora, de entre todos los momentos, me sonríe… Con esa mirada que me hace querer hacer cosas insensatas.

—Pues dímelo —dice—. No puedo leerte la mente, y no es que no lo haya intentado.

—¿Tú puedes cambiar el pasado?

Me toma la mano y yo imagino que puedo sentirlo a través del suave cuero de mis guantes.

—Ren…

—Voy en serio.

Su sonrisa vacila, pero es solo un momento.

—Siempre vas en serio, Renata. Estoy seguro de que naciste seria.

—Ser responsable de miles de muertes le hace eso a una muchacha.

—Tú no eres ninguna muchacha —dice, acariciándome los hombros—. Eres una sombra. Eres acero. Eres la venganza en la noche. Eres una Susurro de los rebeldes Moria.

Sé que lo dice para hacerme un cumplido. Entre nuestras unidades, nuestra valía viene dada por las habilidades que tenemos. Pero cuando me dice que soy el susurro de la muerte y no una muchacha, es como sentir una flecha en el pecho. Le devuelvo una mirada deseando que fuera un poco menos temerario. Pero entonces no sería Dez.

—No has contestado a mi pregunta.

—No, Renata —suspira—. No puedo cambiar el pasado. Si las historias que me contaba mi padre antes de ir a dormir sirven de algo, solo existe una manera de cambiar el pasado, y es con el Puñal de la Memoria.

Me río porque si yo nací siendo seria, Dez nació siendo un descarado. ¡El Puñal de la Memoria! Una cuchilla tan afilada que es capaz de rebasar tiras enteras de recuerdos, años enteros, historias completas. Un cuento infantil Moria de toda la vida.

—Tú no puedes arreglar esto, Dez. Solo yo puedo.

Mueve un dedo en mi dirección.

—Como con tanto cariño nos ha recordado Margo, perdimos nuestro último baluarte por culpa mía. No pude derrotar al Príncipe Sanguinario. Si va a dirigir su rabia hacia alguien, debería ser hacia mí.

—Aquello no fue tu culpa. No teníamos aliados y nos ganaban en número; éramos diez contra uno, Dez.

Dez aparta la mirada, pero asiente con la cabeza. Siento una punzada en el interior al ver el dolor en su rostro. Bajo la sombra de los verdinos, me permito relajarme por fin en su firmeza. Lleva la túnica suelta y sin atar. Acaricio las ondas negras de su cabello salvaje que nunca quieren mantenerse atadas. Me duele al mover el cuello, por lo que me mantengo en alto sobre la gruesa raíz de un árbol.

—¿Por qué tú sí que puedes consolarme, pero a mí no me permites hacer lo mismo por ti?

Dez suelta una risa y deja las manos sobre mi cintura. Estamos a la misma altura y lo sorprendo con un beso. El miedo que lleva todo el día clavándome las garras se va. Puedo soltarlo cuando estamos solo nosotros dos. Me pasa uno de los brazos por la parte baja de la espalda y me empuja hacia sí. Todo él es robusto y fiable, como los grandes árboles que nos rodean. Dez se echa un poco hacia atrás para recobrar el aliento. Yo dejo una mano sobre su corazón y puedo sentir cómo se acelera. Su sonrisa torcida me produce una sensación tensa en la tripa.

—No es que me queje, pero ¿qué ha sido eso?

—Llevo queriendo hacer esto desde que nos fuimos de Ángeles —susurro—. Gracias por lo de hoy. Por volver a por mí.

—Siempre voy a volver a por ti.

Son unas palabras atrevidas, una promesa imposible que en realidad no puede mantener. El mundo en el que vivimos no permite hacer este tipo de votos. Pero elijo creérmelas. Quiero hacerlo.

Dez se lleva las manos alrededor del cuello y se desata un cordón de cuero negro con una moneda de cobre. En una de las caras está el perfil de una mujer sin nombre con una corona de laurel, y en la otra hay tres estrellas alrededor del año grabado, 299. Desde que lo conozco, nunca se lo ha quitado. Me lleva un momento darme cuenta de que me lo está ofreciendo.

Sacudo la cabeza.

—No puedo aceptarlo.

—¿No puedes? —pregunta él—. ¿O no quieres?

—Illan te dio ese colgante.

Dez sostiene la moneda por el canto.

—Y a él se lo dio mi abuelo, que trabajó como herrero para la corona. Acuñaron exactamente diez monedas así antes de que la capital cayera bajo el asedio de un grupo rebelde de la antigua matriarquía de Tresoros y toda producción se detuviera. Mi padre dice que el rey Fernando tiene una galería llena de sus trofeos, y que las otras nueve monedas están ahí como recuerdo de que en una ocasión Puerto Leones estuvo rodeado de tierras enemigas: Memoria, Tresoros, Sól Abene, Zahara. Su destino fue que los conquistaran los leones de la costa.

—¿Cómo es que nunca he oído esa historia? —pregunto.

Siendo justos, hay decenas de versiones que cuentan cómo la familia Fajardo de Puerto Leones conquistó o «unificó» el continente. Pero la matriarquía de Tresoros era una aliada. No sabía que aún quedaran grupos rebeldes más de un siglo después de su caída. Me pregunto si seguiremos en esta lucha dentro de unas décadas.

Dez me devuelve al presente cuando me coloca el cabello detrás de la oreja con suavidad. Su sonrisa es tan bonita que duele si la miro durante demasiado tiempo.

—Tienes suerte de haberte perdido muchas de las batallitas de mi padre sobre los tiempos antiguos. Eso no cambia el hecho de que quiero que lo tengas.

Encojo el hombro bueno.

—No puedo llevar nada colgado del cuello.

—Métetelo en el bolsillo. En la bota. Simplemente, tenlo contigo. —Me lo deja sobre la mano abierta y me cierra los dedos encima—. No puedes comprar nada con esto, no tiene ningún valor; pero es la única reliquia familiar que tengo.

—Más razón aún por la que no debería quedármelo.

Dez se pasa la lengua por los labios y suspira.

—Hoy, al darme cuenta de que no habías salido del poblado, sabía que existía la posibilidad de no volver a verte. Que nunca volvería a oír cómo me gritas o me corriges cuando me equivoco. Que nunca te abrazaría ni te vería en el patio de casa. No podía soportarlo, Ren. Pronto todo cambiará, y no sé quién va a salir de esta con vida. Pero quiero que tú tengas una parte de mí.

—Yo no tengo nada que darte, Dez.

Las emociones se me acumulan en el pecho. Me inclino hacia él con los ojos cerrados, porque si lo miro a los ojos, seré débil. Aceptaré su detalle. Me ablandaré, cuando debería mostrarme fuerte y aguda. Me da un beso en la parte alta del pómulo y entonces no puedo evitarlo. Lo miro.

—Tú me das tu confianza, y sé lo difícil que te resulta.

Lo conozco desde hace mucho tiempo y no creo que jamás haya hablado con tanta sinceridad. Dez nunca esconde sus sentimientos, pero me pregunto si hay algo que no me está contando. Algo sobre la misión y sobre el interior de la piedra alman que es más peligroso de lo que pensábamos. Cuando me mira, veo un destello de miedo en sus ojos. El Dez al que conozco no le tiene miedo a nada. Pero tal vez me lo imagine. Tal vez sea la emoción del día y las sombras de la puesta de sol.

—La guardaré con cariño. —Me llevo la moneda de cobre hacia el pecho y le doy otro beso demasiado rápido a Dez.

Desde el campamento, a cierta distancia, nos llega el nombre de Dez. Es hora de leer la piedra alman y descubrir qué fue lo que protegió hasta la muerte Celeste San Marina.