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DARLING

La explosión del almacén de veneno fosilizado es visible desde el mar. Miranda, Gavin, Alvin y yo ahogamos un grito cuando la vemos desde el lugar en el que nos mecemos sobre un bote pequeño a menos de una milla náutica de la costa. Llevamos medio turno esperando a que estallase el primer almacén para que la gente abarrotara las calles y distrajera a los Dragones que ocupan la ciudad el tiempo suficiente para que podamos colarnos por los túneles para contrabandistas que hay bajo Lastrium.

—¡Guau! ¡Menuda pasada! —comenta Alvin con los ojos muy abiertos en medio de su rostro oscurecido con hollín.

Tiene razón. La explosión (naranja, rojo y humo) es una belleza y resulta tan brillante que me deslumbra la vista durante un instante. Los ojos me lloran profusamente y me desprendo de las lágrimas cuando pestañeo para deshacerme de la imagen residual del fuego y la matanza.

—Hemos conseguido que saliera todo el mundo antes de que estallara, ¿verdad? —pregunto.

El fuego es tan brillante que me planteo ponerme las gafas protectoras de nuevo e incluso llego a sacarlas del bolsillo de mi túnica antes de que las llamas se extingan un poco y se me despeje la visión, permitiéndome ver los acantilados, las olas y a mis compañeros de bote.

—Darling, siempre tan preocupada por el número de bajas —dice Gavin con un suspiro.

Miranda le lanza una mirada cortante.

—Sí. Lastrium era una de nuestras ciudades. Y sigue siéndolo. La Casa del Kraken no es como la del Dragón. Nosotros inspiramos lealtad, no la exigimos por la fuerza.

Asiento y tomo uno de los remos.

—Fantástico. Veamos cuán leal es este gobernador a los Dragones que sujetan su correa.

Gavin se ríe.

—Me encanta cuando hablas de tortura.

Miranda, Gavin y Alvin toman cada uno un remo y nos dirigimos en silencio hacia la cueva que hay en la base de los acantilados. Puede que los Dragones sospechen de la existencia de los túneles de contrabando que se abren paso entre las colinas pero, aunque sea así, el camino supone la muerte para cualquiera que no esté familiarizado con las rutas. Por suerte, llevamos casi quince días usando los subterráneos para abastecer a los leales al Kraken que habitan dentro de la ciudad. Con mi asombrosa vista, Gavin y yo recorreremos los túneles rápidamente hasta la mansión del gobernador y regresaremos justo a tiempo de que estalle el segundo almacén, mucho antes de que hayan conseguido apagar el primer incendio. Es un plan sencillo, pero en eso reside su belleza.

Los Dragones nunca sabrán lo que ha pasado.

La barca se sacude y se bambolea conforme llegamos a los bajíos. A pesar de que la costa es rocosa, hay una pequeña playa que conduce a la entrada de los túneles y, sin mediar palabra, remamos hacia allí.

Maniobramos con el barquito hasta llevarlo a la orilla y, después, salto del bote y empiezo a arrastrarlo hacia la arena. La luna está lo bastante grande como para que me parezca que casi hay tanta luz como durante el día y, además, soy más rápida que los demás. Una vez que hemos sacado la embarcación del agua, Gavin y yo comprobamos con rapidez nuestras armas antes de despedirnos de Miranda.

—Buen viento y buena mar —me dice mientras me abraza con fuerza.

Es la despedida habitual entre los miembros de la Casa del Kraken. Sirve para desear buena suerte, pero también es una despedida más profunda y emocional. Es el tipo de cosa que los marineros dicen a sus familias antes de embarcarse. Es un recordatorio de que, tal vez, no todos salgamos con vida de esto.

La abrazo en silencio antes de hacer lo mismo con Alvin. Yo ni siquiera quería que viniera hasta aquí, pero si Gavin y yo no conseguimos regresar, Miranda necesitará a otra persona para que la ayude a regresar al Tentáculo Espinoso. Está casi temblando ante la idea de que le hayamos permitido acompañarnos y no soporto ver su gesto de felicidad y esperanza mientras Gavin y yo los dejamos atrás.

Rezo al Caos para que la misión de esta noche sea un éxito y el chico nunca tenga que presenciar una auténtica batalla.

En cuanto entramos en la ruta de los contrabandistas, la oscuridad nos engulle rápidamente. Conforme nos abrimos paso por los túneles húmedos, Gavin camina con una mano apoyada en mi hombro. En las paredes hay huecos para poner antorchas, pero puedo ver sin problemas incluso en las entrañas de los acantilados, donde apenas hay luz ambiental. Uno de los sanadores de la Casa del Kraken teorizó que mi capacidad visual se había visto incrementada de algún modo por algo más que la mera adaptación física y que había una pizca de Caos en juego, ya que mis ojos perciben en la oscuridad muchas más cosas de las que deberían. Tiene cierto sentido, ya que los dones son el resultado del Caos corriendo por nuestra sangre, pero nunca le he dado muchas más vueltas. La filosofía es cosa de la Casa del Grifo y sus mentes prodigiosas. Tal vez me hubiese importado si la Casa de la Esfinge siguiera existiendo, pero ahora soy una Kraken y las dos únicas cosas que me interesan son la acción y los resultados.

Tengo las botas mojadas tras haber saltado al agua y los charcos que hay en los túneles tampoco sirven de ayuda, pero la malla y el cuero están diseñados para un arribo semejante y, tras un corto paseo por los túneles, el material empieza a secarse. Llevo la cuenta del tiempo gracias a la pendiente ascendente del suelo y a la respiración de Gavin, que siento cerca del oído pero que resulta tan regular y rítmica como el mar en un día tranquilo. Incluso aunque nunca antes hubiera estado en estos túneles, seguiría sin perderme. Los muros me señalan la dirección correcta. Las marcas talladas por los contrabandistas de antaño parecen tonterías sin significado: flechas, estrellas y lunas crecientes que lograrían que cualquiera que no estuviera familiarizado con el código de la Casa Kraken se extraviara. Sin embargo, a mí me guían con claridad hacia donde quiero ir: tierra adentro y en dirección a las afueras de Lastrium.

El espacio entre los muros es tan estrecho que podría hacer que otros dudaran, pero, para mí, es algo extraño, casi como volver a casa. Pasé tanto tiempo de mi vida cazando y buscando comida en los túneles que hay bajo Nakumba que las paredes húmedas y el aire enrarecido me resultan más relajantes que alarmantes. Desde luego, estos túneles para contrabandistas huelen bastante mejor que las alcantarillas de Nakumba pero, aun así… Prácticamente tiemblo de emoción cuando siento que he recorrido la mayor parte del laberinto con la mano de Gavin sobre el hombro como único recordatorio de que no estoy sola en medio de esta oscuridad.

Me detengo y mi amigo tropieza antes de recuperar el equilibrio.

—Estamos en el cruce donde se encuentra la señal para el cementerio —digo mientras desenvaino mis dagas y muevo los hombros en círculos para relajarlos. Gavin saca sus cuchillos arrojadizos y se los coloca entre los dedos a toda velocidad incluso en la oscuridad. Los Tentáculos nos centramos en el sigilo y la rapidez, y nuestras armas también son así. Nada de espadas ostentosas, muchas gracias.

Mi acompañante vuelve a colocarme la mano sobre el hombro, aunque ahora la lleva repleta de diminutos cuchillos envenenados. Me aseguro de ladear la cabeza hacia la derecha de modo que no me corte con una de las hojas por accidente. Apenas damos unos pocos pasos antes de que aparte la mano y el túnel se ilumine considerablemente gracias a la luz de la luna que se cuela por una abertura que tenemos delante. Respiro hondo y suelto el aire.

Estamos muy cerca y el corazón me late el triple de rápido ante la idea de volver a ver pronto a mi padre.

El túnel está bloqueado en su mayor parte por unas cañas de bayas gruesas. A estas alturas de la temporada, todavía son todo espinas y hojas nuevas por lo que, haciendo uso de nuestras armas, Gavin y yo las apartamos a un lado con cuidado mientras nos escabullimos al exterior. El camino desemboca en un cementerio a las afueras de la ciudad pero, por buenos motivos, la mansión del gobernador no se encuentra demasiado lejos. El contrabando forma parte de la Casa del Kraken tanto como la pesca y las expediciones. Se rumorea que el Primer Kraken fue una pirata, una mujer que afirmó que no se casaría con el hombre con el que la había prometido su familia y que, en su lugar, se hizo a la mar. Cuando su familia la persiguió y le exigió que se casara, ella dijo que contraería matrimonio con las profundidades saladas. El Caos le concedió aquel deseo al transformar su cuerpo para que pudiera vivir para siempre en su amado mar, hundiendo barcos hasta que recuperara su forma humana y regresara para dirigir su Casa.

No sé si la historia es cierta, pero me encanta la idea de que el Caos conceda un deseo de un modo tan retorcido.

—¿Por qué sonríes? —me susurra Gavin mientras corremos hacia un grupo de robles que hay en los límites del jardín de la casa del gobernador y nos agachamos detrás.

No hay guardias en la zona y las cortinas de las amplias ventanas del comedor formal están descorridas, por lo que la casa queda a la vista de cualquiera. Las puertas que dan al jardín están abiertas para dejar entrar la brisa. Es una escena casi perfecta, como si hubiera salido de alguna de esas antiguas comedias de la Casa de la Cocatriz. Dentro, están un capitán de los Dragones, canoso y de aspecto apagado con su distintivo uniforme del mismo color verde que un bosque; el gobernador, que es un hombre pequeño con demasiado vello facial y un gusto por las telas estampadas, y varias personas más que no conozco. Una doncella que está cerca les sirve más vino de miel a pesar de que está claro que el grupo ya ha bebido suficiente, tal como evidencia el hecho de que hablan en voz alta y descontrolada. El gobernador hace rebotar sobre su rodilla a una muchacha risueña que es demasiado joven para él mientras los hombres hacen bromas lascivas. La chica se ríe con ese humor grosero. Espero que le paguen bien.

—Qué idiotas… —masculla Gavin—. ¿Acaso no saben que estamos en guerra?

—Bryanne Seabreak —digo.

Gavin da un respingo.

—¿Qué?

—Me has preguntado que por qué estaba sonriendo. Estaba sonriendo por Bryanne Seabreak. ¿Has oído esa historia? —le respondo en un susurro.

—No, pero puede que este no sea el momento más indicado —replica él mientras señala a los jinetes armados hasta los dientes que llegan por el camino de acceso.

Van montados sobre unos dracos de combate enormes, sin apenas plumas, con las escamas de colores opacos y unas patas con fuertes garras. Nunca había visto criaturas de aspecto tan feroz. Los dracos de la Casa del Kraken solían ser más pequeños para que pudieran subir a las naves. Tenían un gran plumaje y sus garras eran casi inexistentes. No es de extrañar que los veteranos más curtidos cuenten historias de miedo sobre la caballería de la Casa del Dragón. Me cuesta imaginarme a una unidad de esos lagartos monstruosos abalanzándose sobre mí en el campo de batalla.

—Que el Caos me lleve —maldice Gavin—. Mira.

Lo miro con el ceño fruncido y me giro hacia la compañía de jinetes que están desmontando de los dracos. Llevan armaduras apropiadas para pequeñas refriegas: placas y guanteletes de cuero, pero sin cascos. Entran en la mansión a grandes zancadas, como si fueran a apagar un incendio, que es lo que se supone que deberían estar haciendo: ayudando con el fuego del almacén cercano al muelle. No deberían estar aquí.

—¿Qué se supone que debería estar viendo? —pregunto.

—¿Has visto quién era? —pregunta mi compañero, que suspira cuando niego con la cabeza—. Talon Goldhoard; el mismísimo Príncipe de la Guerra, vástago de la Casa del Dragón. Su padre fue el que ordenó que aniquilaran a tu Casa.

—Yo soy de la Casa del Kraken —murmuro de forma ausente, esgrimiendo el mismo argumento de siempre sin darme cuenta de lo que estoy diciendo.

Los jinetes aparecen en la escena del comedor y parece producirse un griterío. El gobernador hace las correspondientes reverencias y aspavientos y el resto de sus invitados parecen a medio camino entre contrariados y molestos por la llegada de los invitados inesperados.

—Si el Príncipe de la Guerra está aquí, Leonetti también tiene que estarlo —dice Gavin.

Tiene razón. ¿Por qué otro motivo iba a molestarse un comandante de batalla en venir a una ciudad sin importancia como Lastrium? Las reservas de veneno fosilizado son importantes a nivel táctico, pero esta ciudad no es ni de lejos tan relevante como otros lugares de la costa.

—De acuerdo; cambio de planes —digo. Antes de volver a tomar mis armas, me quito la armadura, pero conservo la cartuchera para los cuchillos arrojadizos y las fundas de mis dagas. Sacudo los brazos y los hago girar. Disfruto de sentirme más ligera. Este es un final perfecto para mi guerra: una venganza perfecta—. Primero, vamos a matar a un príncipe.

Gavin sonríe, aunque su gesto más bien parece un gruñido.

—Muy bien, ¿qué has pensado?

—Necesito apagar esas luces. Mientras yo me pongo manos a la obra, registra la residencia en busca de Leonetti. Vamos a enseñarles a esas lagartijas desproporcionadas lo que puede hacer un poquito de acero azul Kraken —digo.

Gavin asiente y desaparece antes de salir corriendo hacia la otra punta del jardín.

Yo me reclino hacia atrás y espero mientras observo a los soldados del Dragón recién llegados. A diferencia de las tropas normales, no van ataviados de verde. En su lugar, llevan túnicas rojas como la sangre bajo las armaduras y unos pantalones de un color blanco níveo.

Dientes del Dragón.

Estos no son soldados normales; son las tropas más mortíferas y despiadadas del Alto Príncipe Regente. En el pasado, su trabajo era custodiar y proteger al regente de la Casa del Dragón del mismo modo que los Tentáculos estaban asignados a Leonetti. Sin embargo, eso fue antes de un siglo de batallas sin fin y de que los Dragones quisieran añadir a su propio botín todo Pyrlanum.

Uno de los soldados, un mal bicho que sobresale por encima de los demás, empieza a cerrar de un tirón todas las cortinas. Acaba de llegar a las puertas dobles cuando la estampa que tengo ante mí se oscurece. Se oye un grito y, en ese momento, las lámparas de dones que hay en el comedor empiezan a apagarse de una en una. Es un alivio para mis ojos que llega justo a tiempo. Es increíblemente difícil colarse a través de una ventana cerrada.

La luna brilla bastante y baña el mundo de plata con su luz fría, por lo que, con cuidado, bordeo los límites del jardín hasta las puertas dobles, que todavía siguen abiertas. Llevo las dagas en las manos, pues solo tendré unos pocos minutos antes de que adivinen cómo volver a encender las luces que ha apagado Gavin.

—Alguien debe de haber cortado la corriente principal de las lámparas.

El Príncipe de la Guerra está cerca de la pared del fondo, la más alejada de la puerta. Cuando uno de sus Dientes se dirige a arreglar el asunto de la luz, cruzo la jamba de la puerta intentando parecer una sombra más, pero él se tensa.

—Acaba de entrar alguien —dice con calma mientras desenvaina la espada con un suave chasquido. Sus soldados hacen lo mismo, pero no son capaces de ver la amenaza en medio de la oscuridad. A pesar de mis precauciones, el vástago me ha percibido, así que dejo de lado cualquier intento de sigilo y me pongo manos a la obra.

Puede que la habitación esté a oscuras, pero yo puedo verlo todo. En primer lugar, me encargo del viejo y canoso general de guerra y mi filo le raja la garganta con facilidad. Golpea el suelo con un impacto fuerte, pero yo ya me he acercado al gobernador y le he clavado el puñal por la espalda hasta llegar al corazón. Emite un borboteo ahogado y, mientras cae al suelo, la acompañante a la que ha contratado suelta un grito. La empujo hacia las puertas dobles y ella capta la indirecta, así que sale corriendo al jardín.

—¡Tras ella! —grita una de los soldados, que la persigue a pesar de que el Príncipe de la Guerra le espeta que se mantenga en posición.

La mujer corre directamente al encuentro de mi daga, que le atraviesa la garganta con facilidad. Entonces, me giro hacia un lado para que sea su cuerpo el que reciba el golpe del hacha que viene a por mí.

—¡Muéstrate! —grita el bruto que tiene el rostro desfigurado por una cicatriz.

Le respondo pasándole la daga por el costado y permitiendo que el veneno que lleva la hoja haga tanto daño como el filo. Él suelta un gruñido y yo me aparto antes de que me parta el cráneo con el hacha. En su lugar, golpea en el rostro a otro de sus camaradas, que cae al suelo.

Empiezo a pensar que va a funcionar, que tal vez pueda clavar un puñal en el corazón del vástago del Dragón pero, en ese momento, vuelven a encenderse las luces, que me ciegan durante un valioso instante. Busco a tientas las gafas y me las pongo justo a tiempo de que el bruto del hacha vuelva sobre sus pasos y cargue contra mí como un borracho. Me meto debajo de la mesa del comedor, doy una voltereta hacia el otro lado y me pongo en pie de un salto. Todavía quedan cuatro Dientes, incluyendo al bruto y al Príncipe de la Guerra. Les sonrío mientras me coloco en posición de lanzamiento y preparo mis cuchillos.

«Lucha siempre con una sonrisa». La voz de Leonetti resuena en mi interior a través de los años, pero algo me oprime el pecho de forma dolorosa.

De pronto, toda mi alma me grita que corra, que huya. Sin embargo, Gavin sigue en el piso de arriba, en algún lugar de la casa y, con suerte, acompañado por Leonetti. Le debo mi vida al viejo, así que respiro hondo y decido que aquí es donde termina mi viaje. Parece que voy a morir a manos de los Dragones, tal como se suponía que debería haber hecho hace tiempo.

El Caos siempre encuentra el modo de cobrarse su precio.

El bruto cae de rodillas. Al final, la Picadura del Kraken que llevan mis hojas ha hecho efecto. El hombre y la mujer que se acercan hacia mí se vuelven hacia el Príncipe de la Guerra en busca de guía. Yo le echo un vistazo mientras intento calcular si tengo un tiro limpio con un cuchillo arrojadizo o no, pero él me está mirando fijamente con una mezcla de asombro y terror. Es una mirada que ya he visto en otras ocasiones, cuando la gente ve la rareza de mis gafas protectoras oscurecidas, así que le gruño a modo de respuesta.

Sin embargo, los Dientes se abalanzan sobre mí en ese momento y no puedo pensar en otra cosa que no sea en la supervivencia.