Odio luchar en las ciudades. Hay incluso menos cosas que puedo controlar que de costumbre: no hay terreno elevado y hay demasiada gente, pocas posibilidades de maniobrar, callejones sin salida y una cantidad increíble de materiales inflamables. Y, normalmente, gritos. Toda mi vida ha transcurrido en medio de esta Guerra de las Casas y, aunque hay un montón de cosas que odio de ella, las batallas urbanas son lo peor de todo.
No oculto mi consternación al capitán y los oficiales que están frente a mí, al otro lado de una mesa alargada. Hasta hace dos días, este edificio era un establo para dracos de tiro y hay un olor amargo a huesos carbonizados y escamas caídas y mohosas. Sin embargo, incluso los dracos de combate son inútiles en una batalla dentro de una ciudad, por lo que tomamos los establos para convertirlos en barracones temporales y enviamos a las bestias torpes al campo.
El gobernador Tillus pidió que nos reuniéramos en su mansión, donde tiene vino y pastas a raudales. La mitad de mi consejo de campo está de acuerdo, pero me da igual: esto es una guerra, y no voy a permitir que lo olviden. Les gusta hablar a mis espaldas y fingir que no soy un vástago del Dragón o el Príncipe de la Guerra de mi hermano porque tan solo tengo dieciocho años y, en comparación con Caspian, no soy nada memorable. Sin embargo, llevo años dirigiendo a soldados y matando a los enemigos del Alto Príncipe Regente. Si Tillus se encontrara cara a cara con uno de esos insurgentes, probablemente se pondría de rodillas para suplicar por su vida antes incluso de pensar en desenvainar la espada. Tan solo está molesto porque, cuando llegamos ayer, lo primero que hice fue enviar lejos a su nuevo y resplandeciente prisionero.
Ni siquiera deberíamos estar aquí. Lastrium es una ciudad portuaria solo porque construyeron un muelle decente, no porque sea útil a nivel estratégico. Está rodeada por acantilados muy escarpados, mientras que la ciudad de Sartoria, que está a un día a caballo por la costa, tiene un río y, durante siglos, fue la antigua sede de los Kraken regentes. Eso fue antes de la caída del Primer Fénix y de la Primera Guerra de las Casas. Sartoria es mucho más importante a nivel estratégico a pesar de que la tengamos confinada desde que mi padre reavivara la Guerra de las Casas hace catorce años, cuando murió madre. Si los Kraken están decididos a reiniciar sus ataques de guerrilla aquí, en la costa occidental, Lastrium es más adecuada para una ronda de prácticas que para un asalto real. No merece la pena que manden a su fuerza naval. Sin embargo, la tía Aurora nos envió una profecía que señalaba que la flota del Kraken había levado anclas y estarían aquí, en Lastrium, dentro de tres días.
Tiene que ser una maniobra de distracción. La única cosa útil que hay en Lastrium son unas reservas de veneno fosilizado que usamos para elaborar el llamado «fuego de dragón». Sin embargo, los Kraken tienen que ser conscientes de que, si sometieran la ciudad a cualquier tipo de sitio y creyéramos que íbamos a perderla, haríamos estallar los almacenes antes que permitir que se hicieran con ella.
Me pregunto si debería limitarme a hacer eso mismo y regresar a Cumbre del Fénix. Caspian no me estará esperando y tal vez pueda sorprenderlo en su torre antes de que me prohíba visitarlo. Llevo los últimos dieciocho meses en territorio Barghest, liderando nuestras fuerzas conjuntas, y cada vez que sugiero regresar a casa para reunirme en persona con mi consejo de guerra, me ordenan que me mantenga alejado. Tengo que hablar con mi hermano pronto. Estoy preocupado por él, sobre todo si tenemos en cuenta que cada vez hay más rumores acerca de su locura.
Sin embargo, las profecías de Aurora nunca se equivocan. Los Kraken vienen hacia aquí. Así que, en lugar de estar en Cumbre del Fénix, estoy en la maldita Lastrium.
El capitán Firesmith señala el mapa de la ciudad que está extendido sobre la mesa de madera.
—No pueden prender fuego a los acantilados, así que se centrarán en el muelle. Deberíamos enviar el resto de los barcos a Sartoria.
—Tan solo quedan unos cuantos guardacostas lo bastante rápidos como para enviar mensajes —le recuerda Mara Stormswell, una de las oficiales de la ciudad.
Yo no digo nada mientras repaso las defensas de la ciudad con la mirada. No son buenas, pero nunca han necesitado serlo. Este lugar tan solo tiene acantilados, playa, casas, unos pocos mercados esparcidos por aquí y por allá y almacenes. Leonetti Seabreak estuvo aquí un momento, pero es imposible que lo sepan. Aprieto los dientes al pensar en que tal vez lo sepan. Aunque, ahora que ya no está, tampoco importa, pero no quiero que sus espías sean mejores que los míos.
—Sus naves pueden mantenerse fuera de nuestro alcance con facilidad —dice Finn Sharpscale. Supongo que se refiere a los pocos cañones de fuego de dragón de los que disponemos.
Menos de una hora después de que Caspian me nombrara comandante de los Dientes del Dragón, le entregué la posición a Finn, ya que yo prefería estar libre para poder luchar donde se me necesitara en lugar de estar atado a una compañía concreta. Una de las pocas cosas que he aprendido sobre liderazgo de mi impredecible hermano mayor es que, a veces, sirve de mucha ayuda sorprender a la gente con un giro inesperado. Si no pueden adivinar tus movimientos, te prestan más atención. Por supuesto, Caspian lleva esto a todos los extremos. Yo necesito ser más fiable y más seguro; más respetable.
El gobernador Tillus suelta un bufido de burla.
—Kraken idiotas… Aquí, el conflicto naval es inútil. —Su barba se sacude ya sea porque está sonriendo o porque está haciendo una mueca.
—No son idiotas —digo en voz baja.
Creen que pueden obtener algo de nosotros: a Leonetti, o algún tipo de venganza por su captura.
El gobernador parece querer decir que somos todos unos tontos para poder marcharse a casa y envolverse en las sedas que los Dragones hemos ganado bajo el techo que los Dragones le hemos proporcionado. Tal vez su familia haya jurado lealtad al Alto Príncipe Regente pero, apenas hace cinco años, formaban parte de los Kraken. Todavía no se han tomado en serio lo que significa ser un Dragón.
Me pongo en pie. No soy lo bastante alto como para resultar igual de imponente que Caspian, pero soy fornido y he perfeccionado la manera en la que muestro los dientes cuando sonrío. Se parece al gesto dracónido lleno de dientes que tiene mi casco cuando llevo la armadura completa. Quiero recordarle a Tillus que, sin importar quién fuese en el pasado o a quién perteneciesen estas tierras, ahora todo forma parte del botín del Alto Príncipe Regente. Debemos protegerlas y morir por ellas en medio de un reinado de fuego porque así son los Dragones. No somos unos idiotas.
A mi lado, Finn también se pone de pie. Es enorme y tiene una cicatriz en el lado izquierdo del rostro que hace que sus labios dibujen una mueca constante de desdén. No lo hice comandante de los Dientes solo por su destreza con un hacha o por su lealtad hacia mí.
—Tenemos tres días hasta que llegue su flota —le digo al gobernador Tillus. Después, atravieso a los demás oficiales y capitanes con una mirada inquebrantable de un verde vivo. El color es cosa de familia—. Quiero un inventario completo de todo lo que hay en la ciudad, Tillus. Por muy pequeño que sea. También quiero que se coloquen cañones a lo largo de los acantilados para que, aunque no alcancemos los barcos, podamos complicarles un poco la vida a los marineros del Kraken. Mañana, quiero que todos me deis alguna idea para añadir más defensas. Sed creativos. Fingid que esta ciudad está construida con vuestros valiosos botines personales. Tenemos que estar preparados en dos días.
Tras decir eso, me doy la vuelta de forma brusca y me marcho. Finn me dará tiempo suficiente para que mi partida surta su efecto y, después, me seguirá hasta la estrecha oficina del mozo de cuadras que he tomado como propia.
Avanzo rápidamente por los adoquines del patio interior que está junto a la zona de entrenamiento del establo, que es donde hemos colocado la mesa del consejo y los catres para la mayoría de los soldados rasos. En un establo como este, todo está construido con piedra o cemento, ya que los dracos de todas las variedades suelen sufrir accidentes llameantes. Los siete dracos de combate que montan los Dientes están enjaezados con aparejos de hierro y atados en la esquina más alejada de las puertas. Tienen los cuerpos apoyados los unos contra los otros y los sinuosos cuellos llenos de escamas entrelazados. Unos penachos les ensombrecen los ojos de pupilas rasgadas, pero todos me están mirando. Yo los observo fijamente y llamo la atención de mi montura principal para recordarle quién está al mando. Ella me devuelve la mirada durante un largo momento y, después, sacude la larga hilera de plumas que le recorre la columna. Sonrío y me detengo para acariciarle la barbilla escamosa. Entonces, emite un sonido que suena casi como un ronroneo.
Alzo la vista hacia los últimos rayos de sol de un anochecer naranja. La luna aparecerá pronto, casi llena. Esta noche habrá buena visibilidad en el mar, por lo que no habrá nada que pueda retrasar a esa flota. Voy a tomar una cena rápida, esperaré a Finn y, después, yo mismo bajaré al muelle. Registraremos el almacén. La mayoría de los Dientes del Dragón que nos acompañan tienen patrulla nocturna, pero los pocos que están fuera de servicio tal vez me permitan luchar contra ellos. Como es evidente, harán lo que les ordene, pero es mejor cuando quieren incluirme en sus actividades.
Justo antes de que abra las puertas que conducen al edificio del establo, siento un palpitar en el brazo que me distrae. Se trata de la llamada de Aurora, que hace que el brazalete que llevo pegado a la piel mediante un brazal de cuero vibre. Quiere que hablemos cinco días antes de la reunión que habíamos acordado, lo cual no es habitual. Limitamos nuestras comunicaciones ordinarias por necesidad, ya que las visiones a tanta distancia pasan factura a las fuerzas de la ayudante de Aurora.
Acelero el ritmo cuando paso por los compartimentos en los que los soldados de mayor rango duermen en parejas. La mayoría están vacíos ahora mismo, ya que casi es la hora del cambio de guardia, pero hay dos soldados apoyados en las puertas abiertas que hacen el saludo militar. Yo me llevo el puño al pecho a modo de respuesta.
Dentro de la oficina en penumbras están mi propio catre, mis armas y mi armadura junto con un juego de comunicaciones de campo con el cuenco y el cristal purificador necesarios. Enciendo la lámpara de dones y cierro de un tirón la persiana de la ventana redonda que da al patio por el que acabo de pasar. La luz del fuego danza sobre los tres pedazos de cristal de dragón que hay al fondo del cuenco de piedra poco profundo. Tomo uno con la mano y lo arrastro con suavidad en el sentido de las agujas del reloj, dibujando una espiral hasta el borde del cuenco, y lo dejo allí, en equilibrio. Al segundo lo arrastro en espiral en el sentido contrario a las agujas del reloj y lo coloco en ángulo con el primero. Y al tercero lo utilizo para dibujar una estrella de seis puntas por toda la superficie del cuenco antes de colocarlo en el borde. Siento un leve hormigueo en la columna, así que sé que la purificación ha funcionado. La tía Aurora dice que tan solo lo siento porque mi don está relacionado con las visiones y que, si fuese un auténtico vidente, allí por donde he pasado las piedras, vería una línea fina de energía. Confío en sus palabras y voy a buscar un poco de agua a la bomba que hay nada más salir de la oficina.
Entonces, espero.
El agua se sacude mientras se asienta en el cuenco. En caso de emergencia, podemos conectar a través de agua ondulante, pero este no debe de ser el caso. Coloco mi cuerpo en posición de núcleo, con los pies separados y los puños unidos sobre el estómago de modo que mis brazos y mis codos dibujan un triángulo de fuerza. Me centro en la respiración y en calmar mi flujo sanguíneo mientras el agua se asienta. Cuando estoy molesto, Aurora siempre es capaz de notarlo gracias a cómo el ardor de cualquier emoción hace que me aparezca un rastro ruborizado en lo alto de las mejillas. No quiero que esta noche se preocupe por cuidar de mí. Soy un adulto y puedo cuidarme solo; puedo controlar mis sentimientos. «Los Dragones no necesitan esconder sus emociones —me dijo una vez para consolarme cuando tenía nueve años e iba dando vueltas, enfadado, con un casco demasiado grande y con protector facial—. Permítete mostrar tu furia, tu alegría y tu dolor, pues ahí es donde reside tu poder, dragoncillo». Tal vez eso sea cierto cuando se trata de un niño pequeño o de un Alto Príncipe Regente, pero no puede ser cierto en mi caso. No soy lo bastante poderoso como para que la gente respete que muestre mis emociones. No a menos que sean demostraciones calculadas.
Además, la reputación de Caspian ya es bastante mala sin necesidad de tener siempre a un vástago a punto de estallar.
—Talon —dice Aurora.
Bajo la vista al cuenco. Su rostro incoloro, tranquilo y encantador, tiembla sobre el agua, pero en la comisura de sus labios veo cierta tensión; una tensión que pasaría desapercibida para la mayoría, pero que yo sé buscar.
—¿Qué ha hecho? —pregunto.
Mi tía frunce los labios traicioneros y dice:
—Ha sido una semana muy mala.
Yo aprieto la mandíbula y asiento lentamente.
—Puedo partir ahora…
—No, Talon, quiere que te quedes allí. Lo ha especificado, pero… También ha dicho: «Talon tiene que salvarla».
—¿Salvar a quién?
Aurora pestañea y baja la vista con pesar.
—Desde que murió mi hermana, solo hay una mujer que ocupe los pensamientos de Caspian.
La chica sin ojos. Su amiga imaginaria o lo que quiera que sea. Un producto de su locura. Su musa. Lo único que se molesta en dibujar. Ni siquiera Aurora, cuyo don es la profecía, es capaz de verla. Sin embargo, Caspian lleva obsesionado con ella desde que tengo recuerdo. Nuestra tía cree que debió de conocerla de pequeño; que tal vez ocurriera algo mientras su don para la pintura enraizaba. Es eso o que se trate de un fragmento de sus pesadillas, una alucinación producida por el Caos. Hay historias antiguas que dicen que el Caos nos habla a todos a través de los sueños, pero algo así no ha ocurrido desde que el Último Fénix muriera hace cien años. Ahora, todos nuestros dones son más débiles de lo que eran entonces. Y eso cuando los tenemos.
—¿De qué quiere que la salve? —pregunto.
—No lo sé —admite Aurora—. Estaba incluso más agitado de lo normal.
—¿«Agitado»? —La ira hace que baje el tono de voz. Odio estar lejos de ellos, allí donde no puedo hacer nada para ayudar—. Eso no es excusa para que te trate mal.
—Ay, Talon… —Aprieta la mandíbula tal como hago yo, pero en el agua no puedo saber si tiene lágrimas en los ojos o no—. Cuando acabes ahí, tienes que volver a casa y estar preparado para tomar el control.
—Tía… —comienzo a decir. Ya me ha dicho lo mismo en otras ocasiones, pero no puedo. No destronaré a mi propio hermano. Ella me interrumpe.
—Soy yo la que mantiene al consejo unido, Talon, pero, en el mejor de los casos, creen que Caspian está demasiado distraído para gobernar. En el peor, sigue habiendo rumores de locura. Nos hemos esforzado por mantener en privado sus inclinaciones, pero no le importa que la gente se percate de que desaparece durante días o de que apenas viene a las reuniones. Cuando aparece ante la corte, es imposible predecir si estará lúcido o desbocado. Le sanadore de los Grifos que mandaste llamar hace poco por…
Alguien llama a mi puerta, captando mi atención. Alzo la mano para que Aurora deje de hablar.
—¿Finn? —pregunto.
—Vástago —responde él al otro lado de la puerta fina—, ¿hambriento?
—Espera un momento.
Vuelvo a girarme hacia mi tía, que me está observando con calma. No tiene ningún cabello fuera de su sitio; es tan elegante e inmaculada como un cuadro, aunque no se parece en nada al arte del Alto Príncipe Regente loco. Me han dicho que se parece a mi madre, pero yo no la recuerdo. Ambas pertenecían a la Casa de la Cocatriz; eran dos bellezas que su padre había intercambiado con el mío en un intento por aplacar el rencor que la Casa del Dragón había acumulado casi cuarenta años antes, durante la anterior Guerra de las Casas. Dudo que la aciaga mezcla de locura y habilidad para el arte que se ha manifestado en mi hermano fuese el resultado que habían previsto para aquella alianza.
—Tía —digo—, ya sabes cuál es mi respuesta pero, después de esta batalla, volveré a casa con el corazón fuerte y lleno de gloria. Lo ayudaremos de algún modo; no le arrebataremos el trono. Tengo que ser capaz de hacer eso. Después de todo, soy su hermano.
Durante un instante, el rostro de Aurora se queda calmado, como si quisiera discutírmelo, pero, después, baja la mirada en señal de aceptación.
—Como quieras, vástago. Pero ten cuidado, por favor. Te necesitamos.
—Si hoy fuese el día de mi muerte, lo sabrías gracias a tu propio don, Aurora —le contesto con calidez antes de tocar el agua para que no pueda seguir viendo. La echo de menos, pero no puedo sucumbir a la nostalgia.
Llamo a Finn y justo cuando está girando la manilla de la puerta, siento un cosquilleo en la nuca. Soy incapaz de reaccionar en absoluto antes de escuchar un estruendo enorme.
Mi capitán abre la puerta de golpe con el hacha en la mano, pero yo paso a su lado para salir al establo. Voy corriendo porque reconozco ese sonido: una explosión.
A mis espaldas, Finn ordena a gritos que todo el mundo tome las armas. Yo me detengo y alzo la vista. El cielo refulge, lleno de estrellas, y la luna está baja. Allí, en el suroeste, hay un resplandor de un naranja furioso: fuego.
Me dirijo corriendo a la posada que hay frente al establo de dracos. Tiene cuatro plantas y es el edificio cercano más alto. Irrumpo en el interior, haciendo caso omiso de los gritos de alarma y la gente que intenta salir a empujones. En la calle no van a ver nada de utilidad; tengo que ascender a las alturas.
Subo las escaleras corriendo, cada vez más arriba. Las botas de Finn resuenan detrás de mí. Cuando llego al piso superior, entro a la fuerza en una de las habitaciones privadas y me dirijo a la ventana orientada al sur. Abro los postigos de golpe y me inclino hacia afuera.
Con mi vista de dragón alcanzo a ver con exactitud lo lejos que queda el destello de las llamas al rojo vivo. La espiral de humo que se esparce perezosamente por el cielo oculta las estrellas. Un kilómetro en dirección al mar, pero hacia el sur. Sé lo que hay ahí.
Las reservas de veneno fosilizado. Alguien ha hecho explotar los almacenes.
Con la mente funcionando a toda velocidad, me quedo observando durante un largo momento. Debe de haber insurgentes Kraken en la ciudad; una avanzadilla que se ha adelantado a la flota. Tentáculos. Así es como llaman a sus espías y acechadores. Deben de estar preparando la llegada de las naves, pero ¿por qué nos están poniendo sobre aviso? ¿Por qué no han esperado hasta que su flota estuviera justo aquí en lugar de prender fuego a la ciudad?
A mis pies, las calles se están llenando de gente. Caos. Desorden. Ahora, será más difícil llevar a mis soldados a cualquier parte. Ese es un motivo bastante bueno para hacer estallar los almacenes, pero cuando llegue la flota, no ahora.
Me vuelvo a meter dentro y me dirijo a Finn.
—Han hecho explotar las reservas de veneno. Ese incendio no se extinguirá en horas ni aunque consigamos encontrar a gente con dones de fuego y agua para contenerlo. Voy a enviar a los almacenes a los capitanes Firesmith y Peak para que ayuden con el control de las multitudes y atrapen a cualquiera de los insurgentes mientras Wingry y Fallfar van a los acantilados y al muelle. Haz que el vidente de los Dientes busque cualquier cosa, pero deja a tus soldados conmigo.
Nos dirigimos de nuevo hacia los barracones.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunta Finn.
—Tomar las armas. Solo tienen un buen motivo para hacer esto ahora, cuando aún quedan días para que llegue su flota.
A regañadientes, pienso que necesito mejores espías.
—Para crear una distracción —dice él mientras enseña los dientes con impaciencia. Gracias a su cicatriz, parece verdaderamente contento—. Creen que Leonetti sigue aquí.
Asiento mientras me detengo en el patio del establo e intercepto a una de las cadetes de los Dientes que me han asignado. Mando a la muchacha a que transmita mis órdenes a los diferentes capitanes. Tiembla con una mezcla embriagadora de miedo y emoción por ver algo de acción, rebota sobre las puntas de los pies y posa los dedos sobre el puño de la espada corta que lleva mientras repite mis órdenes antes de salir corriendo.
Finn me apoya una mano en el hombro.
—Vamos a ahogar a unos cuantos calamares, Talon.