La primera vez que el vástago de la Casa del Dragón dibujó a la chica sin ojos tan solo tenía seis años. No era más que un rostro pintado con los dedos manchados de marrón, una línea torcida más oscura que tal vez fuese una sonrisa triste y unos agujeros enormes, oscuros y turbulentos donde debería haber tenido los ojos.

—No sé cómo salvarla —le dijo a su madre cuando le enseñó aquella obra de arte.

La mujer tomó el suave pergamino, esforzándose por ocultar el terror que sintió al contemplar las cavidades oculares furiosas y bordeadas de rojo del dibujo de su hijo.

—¿Por qué está en peligro? —le preguntó de forma despreocupada.

—No lo sé.

—¿Qué le ha pasado en los ojos?

—Todavía nada —contestó el niño mientras se encogía de hombros.

Aunque la consorte del Dragón le hizo algunas preguntas más, él no pudo darle respuestas. Sin embargo, empezó a dibujar a la chica sin ojos una y otra vez y les habló de ella a su niñera, a su tía y, al final, a su padre. Aquello fue un error, pues el hombre gruñó y le dijo que era demasiado mayor para tener amigos imaginarios. La consorte le prometió a su esposo, el Dragón regente, que no eran más que juegos infantiles y que su hijo acabaría olvidándose de aquello.

La mujer pensó que era mejor tener un amigo imaginario que la verdad que sospechaba en el fondo de su corazón: que su hijo había sido bendecido con un don, pero se trataba de un don profético y las profecías siempre volvían loco al portador.

El pueblo de Pyrlanum jamás aceptaría a un regente con un don tan impredecible. Así pues, para proteger a su hijo mayor, la consorte le obligó a prometer que dejaría de hablar de la chica y, por supuesto, de dibujarla. Nunca debía pintar nada procedente de sus sueños o visiones, ya que era peligroso. El joven vástago accedió, emocionado ante la idea de estar unido a su madre a través de un asunto tan ilícito.

Mantuvo su promesa durante dos largos años. Hasta que asesinaron a su madre.

El día que murió, la consorte y su hijo estaban podando su jardín privado. Ella se pinchó con unas rosas imprudentes y, cuando ahogó un grito, el vástago sufrió los destellos de una visión, trazados con pintura de colores vívidos: un abanico de faldas azul oscuro sobre el duro suelo a cuadros blancos y negros del patio de su madre, la luz dorada del sol pintada en manchas y el carmesí de un beso salpicando los labios y el pelo de la mujer. Cerca de su mano, una taza derramada goteaba un verde enfermizo.

Si le hubieran permitido crearlo, habría sido un cuadro precioso. Sin embargo, el vástago había aprendido bien la lección: su don era una maldición, así que no dijo ni hizo nada.

Más tarde, mientras su madre yacía muerta sobre el suelo de mármol, el niño se dio cuenta de que aquello no era un juego ni un secreto emocionante; se trataba de una cuestión de vida o muerte. Si hubiese sido más valiente, tal vez habría podido salvar a su madre del veneno de aquella taza.

Lloró y se mesó los cabellos hasta que su tía, la hermana de su madre, lo estrechó entre sus brazos.

—¿Qué ha ocurrido, dragoncito? ¿Quién ha sido?

El vástago se aferró a su cuello con fuerza.

—No se lo digas a nadie —le rogó—. Lo siento. Lo siento. No podía salvarla. ¡Ni siquiera lo he intentado! ¡Lo siento! Por favor…

—Shhhh, tranquilo, no pasa nada.

—No la salvé —susurró, lloriqueando—. Tengo que salvarla.

—Es demasiado tarde, dragoncito —murmuró su tía.

—No —repitió él una y otra vez.

Se apartó de su tía y salió corriendo hacia sus aposentos. Encontró tizas y viejos botes de pintura resquebrajados. Y, en medio de una rabieta, arrancó las páginas de los libros. El vástago dibujó y dibujó, garabateando imágenes de la chica sin ojos. Se negó a comer y se negó a ver a su padre y a su hermanito. Se negó a hacer cualquier cosa que no fuera dibujar y, al final, cerró la puerta con llave mientras gritaba que lo dejaran en paz a menos que alguien fuese a ayudarle.

Cuando su tía hizo que derribaran la puerta a patadas, la habitación del vástago era un desastre de dibujos y pintura derramada. Las imágenes eran feas e infantiles, un esfuerzo inútil. Borrones y formas que no parecían más que imitaciones de paisajes o personas, de castillos, jardines, naves, o de aquellas criaturas enormes y antiguas que las diferentes casas llamaban «empíreos». Una figura ígnea, hermosa y de alas amplias. La chica sin ojos. Su tía reconoció los monstruos, aunque no a la chica. Un dragón, un grifo, un barghest, una esfinge, una cocatriz, un kraken y el Primer Fénix.

Sin embargo, el vástago rompió por la mitad el dibujo del fénix y le lanzó a su tía un libro pesado.

—¡Tráeme a un maestro para que me enseñe cómo se hace! —exclamó—. Tengo que encontrarla. Ocurrirá pronto.

—¿Qué ocurrirá pronto? —le preguntó su tía mientras lo rodeaba con un brazo—. ¿Quién es ella?

—Ya lo verás —contestó el niño conforme se apartaba de ella.

Mientras el joven vástago se perdía entre sueños de pintura, Pyrlanum se sumía en la violencia. La Casa del Dragón acusó a la Casa de la Esfinge de haber asesinado a su amada consorte. El Dragón regente, afligido por la pena, exigió venganza, obligó a todas las casas a elegir bando y reavivó la Guerra de las Casas tras más de veinte años de paz.

El derramamiento de sangre consumió aquellas tierras y el joven vástago descubrió que no podía salvar a la chica sin ojos.

—Es demasiado tarde —le susurró al desastre artístico que lo rodeaba la noche en que su padre, a muchos kilómetros de distancia, masacraba a todo el linaje familiar de la Casa de la Esfinge.

La nueva Guerra de las Casas se prolongó durante años y, en lugar de a la chica sin ojos, el vástago pintaba oscuridad. Gruesas manchas negras, robustos picos en tonos de gris y azul furioso y un rojo-rojo-rojo subyacente; el rojo de un latido y de los recuerdos iluminados por el sol tras unos ojos cerrados con fuerza.

Cuando su hermanito le preguntaba qué estaba dibujando, el vástago se limitaba a bufarle mientras lo echaba de la habitación.

La Casa del Dragón ocupaba cada vez más partes del país, obligando a las otras casas a someterse. Finalmente, tomaron Cumbre del Fénix, antiguo hogar de la Casa del Fénix, guardianes de la paz que se habían esfumado durante la Primera Guerra de las Casas, más de cien años atrás. El Dragón regente se declaró a sí mismo Alto Príncipe Regente de todo Pyrlanum.

Su familia abandonó las montañas del norte en las que habitaban para ocupar la fortaleza y, allí, la tía del vástago del Dragón se quedó a cargo del niño y de su hermanito mientras su padre proseguía con su guerra. Aunque la Casa de la Cocatriz había abandonado el país por completo, la mujer consiguió contratar a artistas que enseñaran al vástago. Después de todo, ella, al igual que su hermana, había nacido en aquella Casa. Compró pinturas, papel, lienzos, tinta y carbón para el niño, que creció a la vez que sus habilidades. Se volvió alto y fuerte, aunque siguió siendo muy bello. Tenía un rubor de fiebre continuo en las mejillas blancas y afiladas y un brillo fantasmal en los ojos verde pálido. Era propenso a los ataques de risa o a quedarse mirando a la nada, y la corte murmuraba a sus espaldas que aquello eran, sin duda, síntomas de locura. Bajo la guía de su tía, el vástago del Dragón también aprendió a ser encantador y a esconder la fiereza que sentía. Estudió idiomas, política y economía. Coqueteaba, discutía y presidía las reuniones del consejo durante las ausencias frecuentes de su padre. Pronto, todos empezaron a creer que sus inclinaciones no eran más que un duelo prolongado. Después de todo, su madre, la difunta consorte del Dragón, había sido gloriosa y especial, ¿no? Por lo tanto, su hijo glorioso y especial sobreviviría y sería buen gobernante si el Caos lo permitía. Daba igual que su don para la pintura fuese inútil en un líder.

Sin embargo, su tía conocía la verdad de su don. La mujer le susurraba que ella siempre había tenido leves sueños proféticos; que corrían en la familia. Su abuela también había sido una profetisa brillante. Se ofreció a tomar los secretos que pintaba, para ponerlos al servicio de la Casa del Dragón en su nombre. El joven vástago accedió.

La mujer estudiaba cada dibujo en busca de pistas y, cuando las descubría, le contaba al Alto Príncipe Regente cosas imposibles de saber: dónde se escondían los últimos vestigios de la Casa de la Esfinge, la ubicación de una emboscada o el aspecto que tenía un espía. Él le otorgó el título de Vidente del Dragón y el joven vástago se sintió complacido de que su secreto quedara tan bien guardado, tal como su madre habría deseado.

El tiempo pasó. El vástago pintaba y soñaba con la chica sin ojos, aunque se la guardaba para sí mismo. No la había salvado de la oscuridad, del mismo modo que no había salvado a su madre. Ambas lo perseguían y, algunos días, lo dejaban destrozado por la pena.

La mañana en la que llegó a la fortaleza la noticia de que el Alto Príncipe Regente había sido asesinado por la Casa del Kraken, el vástago se despertó riendo. Rio y rio, atrapado entre visiones de las espirales de luz ardiente y resplandeciente (¡luz del sol!) que había en el rostro de la chica sin ojos. Había sobrevivido.

Sin embargo, el vástago ni siquiera había soñado con la muerte de su padre.

Ese mismo día, diez años después de aquella primera vez en la que la había dibujado con torpeza, el joven esbozó la verdadera forma de las mejillas, la barbilla y la nariz de la chica; la amplia sonrisa de entusiasmo y aquellos ojos brillantes de forma perfecta y belleza ideal salvo por el hecho de que, en el interior, eran espirales turbulentas de oscuridad. Emocionado y concentrado, mezcló nuevos colores y, con pinceladas largas, directamente sobre la piedra, la pintó en el muro sudeste de su habitación de pies a cabeza, con su misma altura. El pelo se le rizaba en las sombras de la habitación como si fuera un dios de las tormentas y sus pupilas eran explosiones diminutas de fuego.

Cuando su hermano pequeño, más serio, se aventuró a entrar en los aposentos del vástago, frunció el ceño ante el sol que había en el rostro de la chica. La pintura le pareció demasiado intensa, demasiado real, y miró al muchacho como si no lo hubiera visto nunca jamás.

—¿Cuál es tu problema? —dijo el pequeño, que no sabía nada de las profecías y sus maldiciones.

El vástago se rio, decidido a conservar la inocencia de su hermano con respecto a sus secretos.

—Tan solo estoy cansado, dragoncillo —dijo—. Déjame con mis sueños.

Tras la muerte de su padre, el vástago no solo se convirtió en regente de la Casa del Dragón, sino en Alto Príncipe Regente, soberano de todo Pyrlanum.

Liberado por la corona que reposaba sobre su cabeza, el Alto Príncipe Regente dejó que sus generales se ocuparan de la guerra y él se apoderó de la torre más alta de Cumbre del Fénix para pintar a su chica sin ojos una y otra vez. A veces, desaparecía en la torre durante días. Ocurría durante tanto tiempo y de forma tan repentina como para volver a avivar los rumores de locura, de un espíritu salvaje o de una maldición. Cada vez que aparecía, sobre los muros de la torre reposaba un nuevo cuadro: la chica a plena luz del sol con los brazos cruzados en un gesto defensivo, los rizos atrapados en una ráfaga de aire y una máscara sobre los ojos; la chica con una espada en la mano y unas gafas protectoras que hacían que sus ojos parecieran los de un abejorro; la chica, ya mayor, al borde de un acantilado, contemplando unas ruinas y con los ojos cubiertos por dos pequeñas máscaras: una que reía y otra que gritaba; la chica en una biblioteca, de pie junto a una chimenea tan grande como la boca de un gigante, sujetando una daga con la forma de una garra de grifo curvada y los ojos como lunas llenas; la chica en el salón de baile de Cumbre del Fénix, ataviada con un vestido color crema, aferrando el aire como si estuviera bailando con un fantasma y con los ojos como dos enormes perlas negras.

El Alto Príncipe Regente tenía dieciocho años cuando pintó a la chica envuelta en llamas. La Guerra de las Casas que su padre había reavivado se había prolongado durante toda una década.

Apenas recordaba haber mezclado los colores del fuego o haber lanzado los pinceles a un rincón. Con las manos, pintó las llamas enroscándose en su cuerpo como si fueran hiedra. Se retorcían y quemaban, pero alimentaban su poder. Ardiente y hambriento, él también sentía la promesa de derretirse en semejante infierno. El fuego lamió los bordes del lienzo y le trepó por las muñecas, trenzando sus antebrazos con dolor.

El Alto Príncipe Regente gritó con los dientes apretados y se negó a parar aunque las manos le temblaban y el humo hacía que las lágrimas le corrieran por las mejillas. Cerró los ojos para bloquear el miedo, el calor y el sufrimiento; el recuerdo de aquella futura pira dolía demasiado.

Se despertó solo en su habitación de la torre con la nariz inundada por el olor del humo viejo. Sin embargo, en torno a él no había más que manchas de pintura y todos y cada uno de los cuadros de aquella chica que lo rodeaban y lo contemplaban con aquellos pozos que tenía por ojos; aquellos ojos de abejorro, de luna llena, de cristal marino y de perlas; aquellos ojos fantasmales y moribundos mordisqueados por los peces. Más que nada, había una nueva pintura sobre un lienzo caótico sin enmarcar: la chica hecha llamas con los ojos como dos soles gemelos.

Nunca había habido un incendio que lo devorara por completo, pero lo habría.

Dentro de cuatro años: una alta muralla, un cielo azul despejado, naves de guerra en el horizonte resplandeciente, algo pegajoso en su mano, un sabor horrible en la boca y, frente a él, con los labios sobre los suyos, la chica sin ojos. Por primera vez, podía vérselos no como pozos furiosos de energía, sino de un color marrón amable con motitas doradas. Después, el fuego. Ocurriría. Tenía que ocurrir.

Solo en su habitación de la torre, el Alto Príncipe Regente esperó a que el sol saliera sobre sus tierras arrasadas por una guerra constante. Entonces, hizo jirones el cuadro llameante y le prendió fuego.