I. VIDA Y OBRA
Horacio Quiroga nació en la ciudad uruguaya de Salto el 31 de diciembre de 1878. Fue el cuarto y último hijo del matrimonio formado por el argentino Prudencio Quiroga, miembro del ejército colorado, y Juana Petrona Forteza, que pertenecía a una familia acomodada de la ciudad. Tres meses después del nacimiento del futuro escritor, su padre falleció al descender de un barco 1. Años más tarde, en 1891, la viuda contrajo segundas nupcias con un hombre llamado Ascensio Barcos, pero la unión apenas duró un lustro porque el nuevo marido, tras sufrir una parálisis cerebral que le dejó postrado, se suicidó 2.
Dando muestras del carácter obsesivo que le acompañaría el resto de su vida, a los quince años se desató en el joven Quiroga una honda pasión por el ciclismo. No le bastaba, como a otros muchachos de su edad, con recrearse con su primera bicicleta, sino que se documentó sobre un deporte aún en ciernes, buceó en las revistas y en los periódicos de la época en busca de artículos y noticias, leyó libros, alegró las paredes de su habitación con fotografías de los pioneros de un sport —como todavía se decía entonces— que ya comenzaba a ganar a adeptos. No serían muchos en aquel rincón de América los aficionados a la bicicleta, pero sí los suficientes para que el precoz y emprendedor Horacio Quiroga fundara la primera asociación de ciclismo de Salto y promoviera, reuniendo fondos de aquí y de allá, la construcción de un velódromo en la ciudad. Sin embargo, las condiciones físicas del joven ciclista no eran las más adecuadas para dar pedales sin descanso y a la mayor velocidad posible, lo que al cabo enfrió su ánimo y le hizo desistir de la idea de convertirse en una figura de la bicicleta 3. Entonces, volvió los ojos a la química y, según su natural apasionado, se entregó a ella sin reservas. El mismo cuarto antes engalanado por las imágenes de deportistas le sirvió como rudimentario laboratorio para sus experimentos, lo que intranquilizó con frecuencia a su familia, espantada por las explosiones e incluso los incendios que provocó su impericia de químico aficionado. No obstante, no duró mucho la zozobra, pues el impetuoso adolescente abandonó los tubos de ensayo en beneficio de la fotografía, otra feroz pasión que le tuvo ocupado durante sus últimos días de estudiante de segunda enseñanza. Completados los estudios secundarios en el Politécnico de Salto, sorprendió con su decisión de no ingresar en la universidad. Una nueva y perdurable pasión había prendido en su espíritu: la creación literaria.
Es difícil determinar si encontró a la literatura de la mano de su amigo Alberto Brignole o si la literatura, simplemente, los encontró a los dos en el ocio de las tardes en las que ambos intercambiaban opiniones sobre sus propios versos y sobre la obra de un joven poeta, Leopoldo Lugones. La impresión que les produjo la lectura del escritor argentino los animó a viajar a Buenos Aires en 1898 para conocerlo. Se inicia así la primera de sus etapas creadoras, herida por el DESLUMBRAMIENTO QUE LE CAUSÓ EL MODERNISMO, una estética que terminó de vestir el traje de una personalidad caracterizada por el afán de singularizarse y por el gusto por la extravagancia. Quiroga se integró plenamente en el movimiento que estaba transformando la literatura hispanoamericana, quizá porque ya era modernista sin saberlo. Hipersensible y con una aceptable posición social, no le debió resultar demasiado fácil vivir en una ciudad provinciana y refractaria al arte y, sobre todo, a las innovaciones artísticas. Por ello, buscó la compañía de otros que también se sentían ahogados por el ambiente pacato y encorsetado que lo asfixiaba. Tenía dieciocho años cuando se integró en el grupo denominado Comunidad de los Tres Mosqueteros 4 y compuso sus primeros textos, inspirados en la literatura que triunfaba en Francia y que en América cultivaban su admirado Lugones y Rubén Darío. El Modernismo brindó el cauce perfecto a la expresión de un joven ególatra y dandi que precisaba llamar la atención. Sus composiciones, que para Sergio Visca no pasan de ser «ejercicios, casi escolares, de un aprendiz de escritor» 5, contienen considerables dosis de erotismo, morbosidad y provocación, lo que se trasluce, incluso, en una caligrafía extravagante —convertía las tildes en lágrimas, por ejemplo.
Denegada la publicación de sus primeros escritos, fundó en 1899 La Revista del Salto, que se inició con una declaración de principios entusiasta, como se puede comprobar en las siguientes palabras con las que el uruguayo se expresa en la Introducción:
Abrimos estas columnas a los que en Salto meditan, analizan, imaginan y escriben esas meditaciones […]. Extendemos, pues, las columnas de esta Revista, para los que inician el ataque, ya como veteranos de una vieja guardia, ya como tímidos iluminados.
La revista se editó semanalmente hasta enero de 1900, momento a partir del cual aparecen con periodicidad irregular otros tres números. En el del 4 de febrero, que sería el último, Quiroga rubrica un artículo, «Por qué no sale más La Revista del Salto», en el que se puede leer:
La masa común rechaza toda efervescencia que pueda hacer desbordar su medida de lo acostumbrado. No quiere anchos horizontes, ni reflexiones ni verdades desconocidas: quiere distraerse, entretenerse, preocuparse por la silueta enigmática, descifrar un jeroglífico 6.
La breve aventura, que le permitió manifestarse libremente y sentirse inmerso en la vida literaria, contribuyó a reforzar un estilo decadente con el que se había propuesto escandalizar a sus contemporáneos.
El siguiente paso fue viajar a la ciudad cosmopolita por excelencia, París, que celebraba la Exposición Universal. Con veintidós años se embarcó rumbo a la capital de Francia, lleno de sueños e ilusiones, dispuesto a conquistarla y a rendirla a sus pies. Delgado y Brignole afirman que «partió como un dandy, flamante ropería, ricas valijas, camarote especial» 7. Enseguida se introdujo en el círculo que rodeaba a Rubén Darío y esperó sin éxito a que alguien se fijara en su talento. Como esto no llegó a ocurrir, harto de pasar penurias y de sufrir humillaciones, no le quedó otro remedio que emprender el regreso. No obstante, la experiencia, que contribuyó a ahondar en su conocimiento sobre Víctor Hugo, fortaleció su personalidad.
Regresó a Montevideo en un «pasaje de tercera, un mal jockey, un saco con la solapa levantada para ocultar la ausencia de cuello, unos pantalones de segunda mano y un calzado deplorable» 8. Su aspecto físico sufrió una transformación, porque a partir de ese viaje adornó su rostro con una barba que le acompañó el resto de su vida y que le otorgaba cierto aire oriental. En casa, el paso de los días y el protagonismo que le proporcionaba el hecho de contar a sus amigos la aventura 9 le ayudaron a olvidar el fracaso y el hambre de sus jornadas parisienses. Y lo que no decayó, desde luego, fue su pasión por la capital de Francia, convertida ya en una ciudad mítica y libresca. Junto a su amor por la Ciudad de la Luz, se reaviva el rescoldo decadentista que fraguó en un nuevo cenáculo literario, el Consistorio del Gay Saber (1900). Sus integrantes, Federico Ferrando, Julio J. Jaureche, Alberto J. Brignole, Asdrúbal E. Delgado y José María Saldaña, rivalizaron con los de La Torre de los Panoramas, presidido por Julio Herrera y Reissig.
La necesidad de innovar y la búsqueda de la originalidad arrastró al grupo a la extravagancia provocativa y a la veneración de lo insólito. Los textos que nos legaron, aunque muchos los reseñan como anticipo del Surrealismo y del Absurdo, no dejan de ser meros testimonios. El Consistorio terminó una tarde de 1902 en la que Federico Ferrando llegó a su casa con un revólver que había adquirido para defenderse en un posible duelo. Quiroga cogió el arma y, cuando mostraba a su amigo cómo se usaba, apretó el gatillo creyendo que no estaba cargada. La bala hirió mortalmente a Ferrando, que murió en sus brazos. Es difícil valorar la importancia que este suceso tuvo en la biografía de nuestro autor, pero lo que resulta indiscutible es que la realidad se impuso a la ilusión bohemia, porque el narrador fue encarcelado. Su abogado, Manuel Herrera y Reissig, consiguió que se le concediera la libertad bajo fianza. Luego, en el juicio, obtuvo la absolución de toda culpa, aunque de lo que nunca se repuso fue de la tragedia. Desolado por el homicidio involuntario, abandonó Uruguay y se refugió en casa de su hermana, en Buenos Aires.
La culminación literaria del Consistorio está representada por la publicación en 1902 de Los arrecifes de coral, que contiene versos, páginas en prosa narrativa y poética y tres cuentos. La obra descubrió a un escritor polifacético que había asimilado el Modernismo para convertirlo en una actitud vital. De la mano de Leopoldo Lugones, al que consideró siempre su maestro, y de Edgar Allan Poe, envolvió lo raro en sucintas anécdotas narrativas que, con diversas variaciones, aparecerían también en cuentos posteriores. El contenido erótico escandalizó tanto a la sociedad de Montevideo como a la crítica, que lo juzgó negativamente, pero la obra resulta imprescindible para comprender cómo se desarrolló el Modernismo en Uruguay y para entender la evolución literaria de un autor a quien Lugones auguró «un seguro porvenir de prosista» 10. El crimen del otro (1904) y la redacción de Los perseguidos en 1905 —editado tres años después junto a Historia de un amor turbio— cierran la etapa de juventud, caracterizada, como venimos diciendo, por la aceptación incondicional de los principios estéticos modernistas.
Con el nuevo siglo en Argentina, donde, como dijimos, se había instalado Quiroga, las clases medias se convierten en el ariete de una transformación social cuyos hitos más resonantes y decisivos serán la Ley del Sufragio Universal, promulgada en 1912, y la llegada a la presidencia de la República de Hipólito Yrigoyen tras el triunfo en las elecciones de la Unión Cívica Radical en 1916. Ambos hechos son la consecuencia del progresivo ascenso de capas tradicionalmente alejadas del poder que se habían ido instalando en los diversos ámbitos políticos, sociales y culturales. Así, menudearon los escritores que no partían de una situación económica de privilegio, sino que tenían que vivir de la pluma o de oficios vicarios que desempeñaban mientras aguardaban la hora del éxito. Este último fue el caso de Horacio Quiroga, quien se empleó durante un breve periodo como profesor de castellano en un colegio hasta que en 1903 su amigo Leopoldo Lugones le alistó en una incursión a la selva de Misiones para explorar las ruinas jesuíticas. En la expedición, nuestro autor figuraba como fotógrafo.
La impresión que le produjo la selva no solo cambió su personalidad, también contribuyó a enriquecer su horizonte literario. En la naturaleza agreste y hostil de Misiones, halló Quiroga nuevas fuentes para su inspiración hasta el punto de que la experiencia señala el comienzo de la ETAPA DE MADUREZ de su producción artística. Además, la selva representó un reto que le permitió ponerse a prueba, medir sus fuerzas; en definitiva, saber si era capaz de sobrevivir en una situación extrema en la que poco valía su bagaje de hombre urbano Y se aplicó a comprobarlo con el mismo ímpetu con el que abrazó la bicicleta, la química o la fotografía, ofreciéndonos de este modo una estampa de colono o de pionero, muy alejada por tanto de la imagen estereotipada que se asocia a los escritores. Decidido a echar raíces en aquel medio que en los albores del siglo XX vivía de espaldas a la civilización, compró tierras en el Chaco argentino con el propósito de cultivar algodón. Pero su empeño, en el que invirtió toda su herencia, no obtuvo recompensa. Arruinado, regresó a Buenos Aires, donde prosiguió la actividad literaria interrumpida. Mientras asistía a tertulias y publicaba diversas narraciones en Caras y Caretas y en La Nación, reanudó su trabajo como docente, esta vez enseñando literatura en una escuela de Magisterio.
Los reveses de su primera experiencia como agricultor no desanimaron a un hombre tan apasionado y persistente como Quiroga. Con una nueva remesa de dinero que pudo reunir fruto de su trabajo, compró tierras en Misiones, aunque en esta ocasión no abandonó la ciudad ni su trabajo como profesor. Gracias a este último se enamoró de una de sus alumnas, Ana María Cires, con la que, pese a la inicial oposición de la familia de la muchacha 11, terminó contrayendo matrimonio.
Sin abandonar la literatura, cuyo cultivo no interrumpirá esta vez, Quiroga, acompañado de su mujer, se establece en Misiones. Allí, aparte de trabajar la tierra, se dedica a otros menesteres propios de los pioneros: se construye su casa, fabrica sus propios utensilios, experimenta con plantaciones y domestica animales (nada de esto ha de extrañarnos porque de niño ya había mostrado interés por las actividades manuales cuando visitaba el taller artesanal de un vecino para aprender a montar y desmontar artilugios). Plenamente integrado en su nuevo modo de vida, tan alejado de las costumbres y de las comodidades de la civilización que incluso se vio obligado a ejercer de partero en el nacimiento de su primera hija, Eglé, renuncia a su plaza de profesor en Buenos Aires a la vez que acepta el cargo de juez de paz y oficial del Registro Civil de San Ignacio. Parece que desempeñó esta tarea con cierto desorden, ya que anotaba muertes, nacimientos y matrimonios en papeles que conservaba en una caja de galletas. Tras el nacimiento de su segundo hijo, Darío, comienzan los problemas matrimoniales. Su mujer no termina de adaptarse a la vida en la selva ni a los excesos pedagógicos que Quiroga imponía a sus retoños para que crecieran fuertes en un medio tan hostil. A finales de 1915, tras haber mantenido una violenta pelea con su marido, Ana María ingirió veneno. La agonía, que duró ocho días, y la posterior muerte de su esposa sumieron de nuevo al narrador en los abismos de la desesperación y de la culpa, como le había ocurrido tras el infortunado accidente que terminó con la vida de su amigo Federico Ferrando.
Empujado por la tragedia y por los problemas económicos que comenzaban a acecharlo, Quiroga regresó con sus hijos a Buenos Aires para instalarse, con pocas comodidades, en un sótano en el que también preparó un taller de manualidades. Poco después, recuperada la nacionalidad uruguaya que había perdido años atrás al naturalizarse argentino, consiguió un trabajo como oficinista en el consulado general de su país en Buenos Aires. Por esta época abandona la estética decadente en favor del realismo. Como señala Sergio Visca, «empieza una nueva historia: la de una lenta y segura maduración literaria que convertirá al joven escritor modernista de 1900 en uno de los mayores narradores de América» 12. La que podríamos llamar la segunda parte de su etapa de madurez está marcada por el influjo de los realistas y de los naturalistas. Al magisterio de Dumas, Dickens, Balzac, Zola, Maupassant y Allan Poe, a los que había leído antes de la experiencia de la selva, se une el de otros autores que, como Anatole France, Gorki, Flaublert, Dostoiesvski y Kipling, le dirigen hacia una literatura más anclada en la realidad. Según afirma Emir Rodríguez Monegal, Quiroga comienza a abrir sendas que habrá de «recorrer buena parte de la narrativa hispanoamericana de su tiempo, desde José Eustasio Rivera hasta Rómulo Gallegos: el camino de la novela de la tierra y del hombre que lucha ciegamente contra ella» 13.
La nueva orientación realista ya se percibía en seis novelas cortas publicadas por entregas y bajo el seudónimo de S. Fragoso de Lima en las revistas Caras y caretas y Fray Mocho entre 1908 y 1913. Se trata de folletines, escritos con cierta premura y con la intención de obtener algún dinero, que desarrollan temas que volverán a aparecer en sus cuentos posteriores. En 1967, Noé Jitrik las reunió todas en una publicación titulada Novelas cortas. De ellas destaca «El hombre artificial», relato de ciencia ficción protagonizado por tres científicos que crean un ser humano en un laboratorio. También se observaba el progresivo abandono del decadentismo en Historia de un amor turbio (1908), novela fracasada que revela el influjo de Dostoievski, así como en ciertas narraciones cortas fraguadas en el retiro de Misiones y que fueron publicándose en Buenos Aires.
El peculiar realismo de Quiroga, en el que asoman rasgos de su juvenil decadentismo y elementos fantásticos y alegóricos, fragua definitivamente en tres volúmenes integrados por narraciones breves: Cuentos de amor de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva para los niños (1918) y El salvaje (1920). Los veinte relatos que componen la primera de las colecciones se comentan en el apartado II de esta edición. El segundo de los volúmenes, designado habitualmente como Cuentos de la selva, contiene ocho narraciones que Quiroga escribió para entretener y enseñar a sus hijos. Buscó entre los animales a sus protagonistas y los convirtió en símbolos de vicios y virtudes, según la tradición de las fábulas. Ana Alcolea 14 afirma que:
Quiroga crea la nueva fábula de la literatura hispánica con estos cuentos, va mucho más allá que los autores didácticos de la Ilustración, y va más allá que Kipling. El anglosajón veía la selva desde la atalaya urbana y occidental, y no como Quiroga, desde la perspectiva del hombre de frontera, que se ha introducido en cuerpo y alma en la selva, en la naturaleza.
El hombre, que aparece sin nombre propio y es siempre el antagonista de los animales, desarrolla tres actitudes: la del destructor que rompe el equilibrio de la naturaleza, la del salvador capaz de resolver con sus conocimientos los problemas que se le presentan y la del débil que necesita la ayuda de los otros. Mercedes Ramírez de Rossiello 15 afirma que el narrador uruguayo sustituye «el sadismo fantástico-medieval de Perrault y los hermanos Grimm por la dura y no menos cruel realidad selvática, atemperada por una protectora ternura». Los cuentos, que contienen una visión amarga de la infancia 16, administran un horror al que los niños asisten con ojos más inocentes que los adultos 17.
En El salvaje (1920), se agrupan quince cuentos en los que el autor demuestra su progresivo afán por conseguir una prosa sencilla, alejada de los artificios de su juventud. Dominan los cuadros de ambiente y de color local y, de acuerdo con la concepción que el narrador tenía sobre el cuento, cada relato desarrolla una única acción.
Mientras llega a la cima de su carrera como escritor, Quiroga participa activamente en la vida literaria, funda un nuevo cenáculo, Anaconda, y mejora su situación económica al conseguir el cargo de cónsul adscrito en la embajada uruguaya en Buenos Aires. Por esta época, vuelve también a enamorarse: primero de una muchacha rosarina a la que visitaba tras un viaje de casi quinientos kilómetros en motocicleta; poco después de otra joven, Ana María Palacio, a la que llegó a proponer el matrimonio, pero la oposición de los padres de la chica frustró sus planes.
A la etapa de su apogeo literario pertenecen también Anaconda (1921) y El desierto (1923). En 1918, publicó en la Novela semanal de Buenos Aires un relato titulado «Un drama de la selva. El imperio de las víboras», recibido con entusiasmo por parte del público. Luego, cuando se publicó en libro al frente de otros dieciocho cuentos, recibió el mismo título que el volumen: «Anaconda». Igual procedimiento usó en El desierto, un conjunto de once relatos entre los que vuelve a destacar el que da título a la colección, una narración breve en la cual resuena el eco de uno de los sucesos más tristes de la vida del autor: el suicidio de su primera esposa.
En 1926, año de su traslado a una quinta en Vicente López, población próxima a Buenos Aires en la que se dedicó a criar animales salvajes, publica Los desterrados, un volumen en el que reúne ocho relatos ambientados de nuevo en Misiones, y la revista Babel le consagra un número con el expresivo título de Homenaje a Horacio Quiroga. Son sus últimos días de miel y de fama literaria: algunos de sus cuentos se traducen al francés, se edita la primera antología de sus relatos en España y entabla amistad con otros pesos pesados de la literatura rioplatense, como Ezequiel Martínez Estrada y Alfonsina Storni. Sin embargo, los lectores comienzan a abandonarlo en beneficio de nuevas formas y de nuevos autores. La figura de Quiroga se desgasta rápidamente, arrumbada por la renovación que se gesta en torno a la revista Martín Fierro, en la que lucen sus galas Jorge Luis Borges, Macedonio Fernández y Ricardo Güiraldes. Además, este último, autor de la novela Don Segundo Sombra, da el tiro de gracia a la estética realista preconizada por el narrador uruguayo al utilizar las vanguardias para contar historias de la tierra.
Al igual que su carrera literaria, la vida privada de Horacio Quiroga disfruta de unos últimos momentos de esplendor antes de los sufrimientos que habrán de acompañarlo hasta la muerte. En 1927, un nuevo e impetuoso amor desemboca en el matrimonio con María Elena Bravo, una joven de veinte años compañera de su hija Eglé. Un año más tarde la felicidad de la pareja se corona con el nacimiento de la tercera hija del escritor, a la que impondrán el mismo nombre de pila de la madre. Pero los celos y las desavenencias no tardarán en enturbiar el hogar, que se convierte en un infierno digno de los más desolados de sus relatos.
La ETAPA FINAL de la producción de Quiroga coincide con su declive artístico y con una serie de reveses personales. Desorientado por la pérdida del favor del público e incapaz de sumarse a la renovación formal que sacude la literatura hispanoamericana, se refugia en un tono solemne y en el cultivo de asuntos autobiográficos, como ocurre en la novela Pasado amor (1929), en la cual el protagonista es un hombre maduro que se enamora de una adolescente. Su última colección de cuentos, Más allá (1935), tampoco se sitúa a la altura de su obra anterior. Y nunca sabremos qué hubiera ocurrido con un proyecto que interrumpió la muerte, La historia de San Ignacio —concebido bajo la influencia de Brand, de Henrik Ibsen, y de La historia de San Michele, de Axel Münthe 18—, su postrero e inconcluso intento de demostrar que era posible sobrevivir en la naturaleza aun en las condiciones más adversas. Según Ángel Rama, el propósito era anteponer «lo real maravilloso» 19 del mundo de la selva a las «las maravillas artificiales» de la civilización.
Los últimos años de la vida de Quiroga, aparte de la decadencia literaria, encerraron otra clase de sinsabores. El fracaso de su segundo matrimonio tuvo un desenlace amargo: en 1936, cuando el escritor se encuentra ya gravemente enfermo a causa de una prostatitis, su mujer lo abandona y se lleva consigo a su hija. Fue un golpe casi definitivo para un hombre arrinconado en el mundo literario y acuciado por las necesidades económicas, que se habían agravado tras el golpe de estado con que el presidente Gabriel Terra liquidó la democracia uruguaya en 1933, una de cuyas consecuencias fue la pérdida del cargo diplomático de que gozaba Horacio Quiroga. Aunque tras arduas gestiones algunos amigos consiguieron que se le asignara una pensión, esta no llegó hasta 1936. Pero entonces la enfermedad y la crisis familiar ya habían minado su ánimo. A comienzos de 1937, ingresa en el hospital bonaerense de Clínicas, donde los médicos le confiesan que el cáncer de próstata es incurable. Dos días después, sale del hospital para ver a su hija por última vez, compra cianuro en una farmacia, regresa a la habitación que compartía con Vicente Batistessas 20 y se bebe una copa de veneno. Su suicidio se inscribe en la funesta serie que comenzó con su padrastro y su primera mujer y que, una vez muerto el escritor, continuó con sus amigos Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni y con sus hijos Eglé —los tres en 1938— y Darío, en 1951.
El cambio producido en los gustos estéticos del público se impuso a los vanos intentos de sus amigos de resucitar su obra y a los homenajes oficiales que se organizaron tras su muerte. El estilo del narrador uruguayo también tuvo su parte de responsabilidad en el olvido, como sostiene Roberto Ibáñez:
Para Quiroga escribir un cuento no era tarea específicamente distinta a rozar un sembrado, arbolar su meseta, construir una canoa, destilar naranjas, fabricar cerámica, […] abrirse camino en el monte con su machete, experimentarse como pionero. Procedía en todo con la misma pasión directa. A estos principios adaptó su lenguaje y su técnica de narrador 21. Como consecuencia, su prosa, a la luz de una exigente valoración crítica, se revela tan irregular como arriesgadamente frondosa 22.
La poética de Quiroga estaba gobernada por la descripción y por los narradores omniscientes, en consonancia con su propósito literario: conseguir un estilo sencillo, comunicativo y exento de retoricismos que interesase a un público muy amplio. Para ello, no dudó en apartarse de las normas gramaticales, empleó vulgarismos y abusó de las conjunciones copulativas. La incuria en que tantas veces cayó su prosa ha recibido la sanción de la crítica, que la ha tachado de desmañada. Para Anderson Imbert, por estas y otras cuestiones, «Quiroga no ha llegado a producir un cuento perfecto» 23. Sin embargo, corregía muchas veces sus textos y era muy exigente con el vocabulario y con el ambiente en el que situaba la acción.
II. ANÁLISIS DE LOS RELATOS DE CUENTOS DE AMOR DE LOCURA Y DE MUERTE *
UNA ESTACIÓN DE AMOR
Se divide en cuatro partes según la siguiente estructura: las dos primeras se desarrollan durante la juventud de los protagonistas, un joven de dieciocho años y una muchacha algo menor; las dos últimas acontecen once años después. Siguiendo una fecunda tradición literaria, Quiroga presenta a Nébel como un enamorado idealista que no quiere gozar de la amada hasta que se consume el matrimonio. Por su parte, Lidia, cumpliendo con un papel tradicionalmente femenino, aparece como un personaje más pasivo que acepta la voluntad de su madre.
Entre los jóvenes y la pureza de su amor se interponen los convencionalismos sociales, que finalmente terminan venciendo. Quiroga, consciente de que no trata un tema nuevo, arropa la trama con tópicos que resultan familiares a cualquier lector avezado. Así, la juventud impetuosa que no quiere ser deudora del pasado ni de un sistema de valores impuesto se enfrenta a los adultos presos de sus propios prejuicios. El desenlace no puede ser más desolador: la madre de Lidia, comprendiendo que su mala reputación impide un matrimonio ventajoso para su hija, opta por poner tierra de por medio. La muchacha, según los usos literarios decimonónicos, comunica a Nébel la triste decisión mediante una breve nota, recurso que permite al lector conocer la noticia. De este modo, los hijos, víctimas del determinismo social, no pueden librarse de la herencia de sus progenitores, cuyos actos los persiguen y condicionan.
Si las dos primeras partes del relato, pese a mantener el interés y la atención del lector con una narración muy viva, repiten un modelo trillado, las dos últimas suponen una desolada vuelta de tuerca a un tema tratado con pocas variaciones en la literatura de diferentes épocas. Han pasado once años y los antiguos enamorados vuelven a encontrarse, pero las circunstancias han variado mucho. Nébel se ha casado y Lidia, aunque permanece soltera, ya no es la joven virginal de antes. Su madre, estragada por la morfina, aunque conoce el estado civil del antiguo novio de su hija, insiste en que las invite a su hacienda esperando una compensación económica que alivie su desesperada situación. Allí, ausente la esposa, se consuma un amor que ahora se presenta sórdido y desprovisto de todo romanticismo. Tras la muerte de la madre en una escena herida de teatralidad, Nébel despide a la huérfana reciente entregándole un cheque. Los corazones aún palpitan, pero el lector sospecha que solo lo hacen por el recuerdo del pasado, por la honda melancolía de dos vidas truncadas, por lo que pudo ser, no fue y ya nunca podrá ser.
LOS OJOS SOMBRÍOS
Quiroga utiliza el recurso de un narrador que, tras una sucinta introducción, escucha el relato de un antiguo amigo, Julio Zapiola, cuya voz ocupa el resto de cuento. Así, la anécdota llega al lector tamizada por distintas perspectivas. El narrador, cuyo nombre desconocemos, nos refiere los diálogos entre Zapiola y los otros personajes de la historia, Vezzera y María, pero resulta evidente que ha podido producirse alguna deformación en la traslación de los hechos y de las palabras pronunciadas por Zapiola, quien a su vez quizá haya alterado también, voluntariamente o no, ciertos detalles de lo que cuenta. Al final, el narrador, según un uso habitual en la novela decimonónica, se refugia en una enigmática X cuando Zapiola le presenta a su mujer. Como es lógico suponer, Zapiola dijo su nombre, que ahora él hurta al lector, lo que refuerza la idea de que haya otras omisiones y de que, en cualquier caso, lo que leemos sea su versión, acaso algo distinta de la que nos habrían dado los protagonistas de lo relatado.
El asunto del cuento desarrolla el tema tradicional del triángulo amoroso. Vezzera, orgulloso de la belleza de su amada, quiere a toda costa que su amigo Zapiola la conozca, quizá para contrarrestar el defecto de ser un hombre voluble y sin firmeza de carácter. Pero ocurre lo que no había previsto: María y Zapiola se enamoran. El conflicto se resuelve con el suicidio de Vezzera —de todas formas irreversiblemente enfermo—, que pone fin a su vida para no estorbar la felicidad de su novia, lo que al cabo termina por convertirlo en el prototipo del amante romántico y exaltado. Por último, debemos reseñar la intención didáctica que se presenta como el elemento que desencadena y justifica el relato, aunque en realidad solo sea una excusa para contar la peripecia narrativa, un hábil recurso de Quiroga con el que crea una atmósfera más literaria a la vez que enriquece la obra mediante el uso de distintas perspectivas.
EL SOLITARIO
Como en el anterior, Quiroga indaga en los estragos del amor, aunque en este caso la estructura es más sencilla y el asunto muy distinto. Desde las primeras líneas, el lector conoce el antagonismo de los esposos: un hombre de poca ambición, escaso carácter y ningún atractivo físico frente a una mujer ambiciosa, muy apasionada y hermosa. También sabemos, ya desde el primer párrafo, que ella apuró sus opciones de un matrimonio más ventajoso hasta que aceptó casarse con el joyero. A continuación, asistimos a varias escenas que muestran la sordidez del ambiente familiar. El marido engarza las joyas ante los ojos codiciosos de su mujer, que las desea para sí y, en un ataque de nervios, le confiesa que le ha sido infiel, aunque luego se desdice. La templada reacción de Kassim sorprende en un primer momento, pero pronto se revela como una forma astuta y cruel de esconder sus deseos de venganza.
Kassim cede finalmente a la pretensiones de María: le entregará el alfiler que ella tanto desea. Pero cumple su promesa de una forma que ella no había sospechado: clavándoselo en el pecho. La escena de la muerte de la mujer ocupa al final unas pocas líneas de singular contención. Lejos de los regodeos de la narrativa naturalista, por ejemplo del argentino Eugenio Cambaceres, Quiroga no alude a la sangre, a las heridas o a los estertores de la agonía. Por último, la elipsis se completa al salir el asesino de la habitación: lo hace cerrando la puerta sin hacer ruido, como no queriendo molestar a la muerta. Al lector le queda entonces la duda de que quizá Kassim haya perdido la razón tras el crimen.
LA MUERTE DE ISOLDA
Quiroga repite el recurso utilizado en Los ojos sombríos: tras una breve introducción del narrador, este nos refiere la historia según la escuchó en la voz de otro hombre. Y de nuevo, se trata de un amor truncado, en esta ocasión por la estupidez de un personaje caprichoso que, sin una causa sólida, abandona a una mujer joven, bella y que lo ama profundamente. Tienen que pasar diez años para que se dé cuenta de la dimensión de su error. La escena del reencuentro ocurre en la ópera, donde ella presencia la representación de Tristán e Isolda en compañía de su marido, un hombre mayor y vulgar, lo que suponemos que aumenta las expectativas del antiguo amante. La ambientación remite, por una parte, a la rica tradición de las novelas decimonónicas, en las que la ópera y el teatro eran lugares idóneos para la seducción y para tramar relaciones libertinas; por otro, constituye un marco ideal para el desbordamiento romántico de los corazones apasionados. Pero la pretendida redención de Esteban queda estrangulada por las palabras definitivas de Inés, que cierran el relato: «¡Es demasiado tarde!». Puede interpretarse el rechazo como una muestra de orgullo herido, como una lección para hombres inconscientes o como una aceptación de las normas sociales que la obligan a cumplir con su matrimonio.
EL INFIERNO ARTIFICIAL
Frente al realismo de los cuentos anteriores, Quiroga introduce un elemento fantástico al servicio de un duro alegato contra las drogas. En esta ocasión, se vale de un narrador en tercera persona para presentar a un sepulturero nublado por el cloroformo, lo que induce al lector a pensar que lo que lee a continuación puede ser el relato de una alucinación, sobre todo cuando al comienzo del cuarto párrafo el autor escribe: «Es así como la fantasía de su paso ha llevado al sepulturero hasta una tumba abierta». De ella, o más exactamente de la calavera que encierra, sale un ser diminuto que narra la historia que constituye el asunto central del cuento. El hombre, como sabremos luego, murió por su propia mano, pero pervive la sed de droga representada por el liliputiense de apariencia humana. Al desasosiego de esta ruptura con el mundo racional, se añade pronto el relato de un infierno real: la droga que fue destruyéndolo a partir de la muerte de sus tres hijos, ocurridas en poco más de dos días por culpa de la difteria. Tras un suceso tan trágico, el protagonista logra reponerse de la honda herida y se enamora de unan joven de dieciocho años, pero la droga y la oposición de los padres de la chica terminan por llevarlo al suicidio momentos después de haber acabado con su amada. La recurrencia a los amores imposibles, estorbados por las familias, añaden un rasgo autobiográfico muy frecuente en las narraciones de Quiroga, que siendo muy joven vio cómo los progenitores de María Esther Jurkovski, a la que nunca olvidó y que inspiró parte de su obra, lo rechazaron por su origen judío.
LA GALLINA DEGOLLADA
Presenta una situación extrema, cruel y sórdida en la que se perciben los ecos del naturalismo. La herencia genética parece determinar el destino de los cuatro varones del matrimonio que forman Mazzini —siempre nombrado por el apellido, quizá para subrayar que el mal procede de su estirpe— y Berta. Pero Quiroga, con una habilidad de la que seguramente hubiera carecido un narrador naturalista, pone siempre en boca de los personajes las diferentes hipótesis sobre el origen de la pérdida de inteligencia que, uno tras otro, van sufriendo los niños. Por tanto, no es el narrador quien trata de orientar al lector, sino que son los esposos los que aventuran las posibles causas que limitan la vida de sus hijos, lo que a su vez sirve, mediante diálogos rápidos y certeros, para pintar el sufrimiento de la vida conyugal, mortificada por las acusaciones mutuas, el recelo y la insidia. Sin embargo, el nacimiento de una niña que crece sana logra reconciliar al matrimonio, aunque la atmósfera del cuento presagia que solo se trata de un paréntesis de felicidad en medio de la desolación. En el brutal desenlace, Quiroga se recrea en describir las acciones de la pequeña mientras sus hermanos, que habían visto por descuido de sus padres y de la sirvienta cómo esta última degollaba a una gallina, la observan con ojos de bestia, sedientos de sangre e incapaces de distinguir entre Bertita y un ave predestinada al sacrificio. En las últimas líneas, el piadoso marido evita a su mujer la visión de la niña muerta, pero el lector intuye que ambos regresarán, con una amargura redoblada por la tragedia, al infierno anterior.
LOS BUQUES SUICIDANTES
En este breve e inquietante cuento, se cruzan la locura y la muerte, pues la primera desencadena la segunda. Quiroga vuelve al esquema que tantos frutos le ha dado en algunos de los primeros cuentos de la colección, aunque en este caso siguiendo de manera inequívoca las pautas de la narración tradicional cuando aparece un oyente con experiencia sobre un asunto del que están hablando los viajeros y el capitán. Convertido en narrador innominado, lo que acentúa su aire misterioso, asombra a todos con un relato del que fue testigo y que parece confirmar la existencia de fuerzas ocultas que incitan a arrojarse al océano a los marineros de ciertas embarcaciones, lo que al cabo constituye una explicación verosímil —dentro de las leyes de la fantasía— para justificar por qué el María Margarita apareció vacío de marineros y sin signos de violencia pocas horas después de haberse comunicado con otro barco.
EL ALMOHADÓN DE PLUMA
Lo que parecía un cuento de amor termina convirtiéndose en un relato de horror y muerte. Alicia —recién casada dulce, soñadora y llena de ilusiones— descubre el carácter frío de su marido, lo que la sume en la decepción y en la melancolía. Tras unas pocas líneas, ya la encontramos enferma: adelgaza, se desmaya y sufre de anemia. Todo recuerda un mal que sufren muchos personajes de la literatura finisecular, particularmente las mujeres cuyas emociones son la causa de fiebres, estados de inconsciencia y diversas dolencias que en casos extremos pueden llevar a la muerte. Pero Quiroga, hábilmente, introduce un elemento a medio camino entre lo fantástico y lo científico. Al final, una vez retirado de la cama el cuerpo exangüe de la joven, dos manchitas oscuras en el almohadón de plumas delatan al causante de la tragedia: un animal monstruoso que había ido chupando la sangre de la infortunada muchacha.
EL PERRO RABIOSO
El relato comienza fijando los hechos en una fecha precisa, 20 de marzo, lo que constituye un recurso para dar verosimilitud a lo narrado. Asimismo, el narrador en primera persona adopta un tono imparcial que hace creer al lector que contará unos hechos de los que ha sido testigo, pero no protagonista. A continuación, en una brusca ruptura con lo referido en el primer párrafo, nos informa de que un perro rabioso entró en su casa treinta y nueve días antes, es decir, uno menos de la cuarentena establecida para aislar a los posibles portadores de ciertas enfermedades contagiosas, entre ellas la rabia. El cuento avanza en medio de la desolación provocada por la epidemia, de la que el narrador, pese a los temores que albergan su mujer y su madre, que lo vigilan constantemente, parece haberse librado. Cuando las mujeres, próxima ya la cuarentena, parecen convencidas de que el mal no ha afectado al hombre de la casa, que se muestra alborozado por ello, aparece la rabia con su insidioso cuchillo de locura. Pero la única perspectiva que tenemos es la del propio narrador, que cuenta sin entenderlo el proceso de la enajenación que sufre. Y él mismo, gracias a una licencia literaria de la que se vale Quiroga, cuenta asimismo, desde otro punto de vista bien diferente al adoptado al principio, su propia muerte.
A LA DERIVA
El cuento se inspira en la experiencia que vivió Quiroga en la selva, donde el hombre, en continua lucha con la naturaleza, estaba en permanente peligro de muerte. Por lo demás, la anécdota del relato es bien simple: el protagonista, mordido por una serpiente venenosa, intenta llegar a través del río a un lugar donde puedan salvarlo. Como ocurre en tantas otras piezas del volumen, el desenlace fatal apenas ocupa una línea y unas pocas palabras alusivas, en este caso: Y cesó de respirar. La lucha entre el ser humano y la naturaleza concluye, por tanto, con el triunfo de la última, aquí representada por el animal nefando de la cultura cristiana.
LA INSOLACIÓN
El relato recoge un tema perteneciente al fondo folclórico y que, con muy distintas variantes, han tratado autores de diferentes latitudes y épocas: la muerte, con forma humana, acude al encuentro de sus víctimas, en este caso un estanciero.
Los protagonistas del cuento son dos perros de raza fox terrier, el cachorro Old y su padre, Milk, que aparecen junto a otros ejemplares de su especie que no llegan a individualizarse. El relato comienza de forma lenta, en consonancia con un verano tórrido para el que los canes no encuentran refugio. Antes de que se presente el asunto central, abundan las descripciones que contribuyen a asentar una impresión de calma, de tiempo que discurre morosamente y sin objeto. Pero a poco avisado que esté el lector, sabe que detrás de esa tranquilidad permanece agazapado el drama que terminará por desbaratar la quietud. Y la grieta que resquebraja el mundo armónico de los perros comparece a la vez que el dueño, míster Jones, un hombre seguramente embrutecido por el abuso del alcohol, lo que a la postre lo hará inmune a las señales que podrían haberlo salvado de la muerte.
El cachorro Old, como joven inexperto, confunde a la Muerte con míster Jones, pero su padre lo avisa y, de esa forma, lo instruye para que la próxima vez no cometa el mismo error, lo que entronca con otro motivo frecuente en la literatura de raíz popular: el aprendizaje que un discípulo realiza gracias a un maestro que lo aventaja en edad y en conocimiento. Con esta primera aparición de la Muerte, Horacio Quiroga retrasa el final previsible del cuento, lo que sirve para enriquecer el relato. La víctima no es míster Jones, sino su caballo. Los perros, aliviados, creen que el siniestro personaje ha concluido su trabajo, pero pronto se darán cuenta de que no es así. Y en esta segunda oportunidad es Old quien alerta a los demás, prueba de que ha aprovechado las enseñanzas de su padre. Al final, sin embargo, la sabiduría adquirida le ha de servir de bien poco, pues el nuevo dueño, míster Moore, desperdiga a los perros, que se hundirán en una existencia hambrienta y abocada al pillaje como medio de subsistencia. En conclusión, la plácida vida de unos animales queda en último término perturbada por el hombre.
EL ALAMBRE DE PÚA
El combate entre el hombre y las bestias se alza como el tema principal del relato. La fuerza y la osadía de un toro, Barigüí, parecen incontenibles para los esfuerzos de los estancieros, que tratan de preservar la avena de la voracidad del animal, capaz de derribar o traspasar todos los obstáculos que se interponen en su camino, Por fin un hombre logra derrotarlo mediante un alambre de espino, que el toro atraviesa pese a las graves heridas que le causa. Elogio de la voluntad y de la fuerza, el cuento termina con la derrota del héroe, lo que encierra una enseñanza triste. Sacrificado por su dueño, el toro termina alimentando a los seres humanos, definitivos vencedores de la batalla.
Junto al tema principal, aparece el de la sed de la libertad, representado por los caballos que abandonan su encierro para sentir el benéfico viento del libre albedrío. Pero a diferencia del toro, como animales domesticados por el hombre, ponen barreras a su osadía, lo que finalmente les salvará la vida. Es la suya una sed de libertad limitada, en consonancia con la que sienten sus amos. También asoma en el cuento, como corolario del elogio de la fuerza, la supremacía de la virilidad, representada por el toro al que contemplan admirativamente las vacas, personajes inmóviles y sin iniciativa, pero capaces de mofarse de los caballos, varones que no se atreven a emular la temeridad de Barigüí.
Por último, cabe destacar el rasgo de humor que aparece en la lengua del propietario del toro, el cachazudo polaco que se expresa en un español primitivo e impreciso.
LOS MENSÚ
Quiroga refleja de manera naturalista la vida de los peones indígenas sometidos a un sistema social en el que prevalecen la injusticia y el engaño. Atados por las deudas, trabajan para poder satisfacerlas, círculo vicioso del que no pueden escapar. Alienados y embrutecidos, gastan sin cálculo cuando cobran un estipendio que vuelve rápidamente a manos de los patronos, dueños de los comercios donde imponen precios abusivos. Sobre este lienzo, se desarrolla la vida de Cayé y Podeley, cuyos caracteres diferencia con habilidad la pluma del autor, quien no ahorra al lector los episodios más sórdidos y brutales. Entre estos figura, sin duda, la venta de la compañera de Cayé, tan absolutamente cosificada que no recibe nombre alguno en el relato. El producto de la transacción, un arma, será decisivo luego para el desenlace del cuento. Amparados en el revólver, los dos mensú emprenden una huida en la que morirá el enfermo y juicioso Podeley. Cayé, atolondrado y vehemente, triunfa en su propósito, pero en las últimas líneas sabemos que repetirá los errores del pasado y que, por tanto, su fin no puede hallarse muy lejano.
Párrafo aparte merece el lenguaje del cuento, en el que Quiroga, para ilustrar el tono naturalista al que nos referíamos al principio, usa una gran variedad de términos pertenecientes al mundo rural, en algunos casos dialectalismos propios de la región de Misiones que el autor utiliza con la precisión de quien está familiarizado con ellos. Ese lenguaje, más que la trama o los personajes, contribuye de manera decisiva a darle sabor y verosimilitud al relato.
YAGUAÍ
Sin ser una continuación de La insolación, está íntimamente relacionado con él. En cierto modo, podría interpretarse que comienza donde acaba La insolación, aunque al variar el nombre del protagonista sabemos que no es así. De nuevo, tenemos a un fox terrier como personaje principal, pero en este caso ejerciendo de cazador, como es propio de su raza. Y otra vez el verano caliente y devastador, ahora agravado por una sequía inmisericorde, es la estación del año donde se desarrolla el relato.
A Yaguaí, el protagonista, también lo arrancan de una existencia plácida, en esta ocasión por el capricho de un hombre que se lo reclama a su dueño. El nuevo y provisional propietario no puede ni quiere alimentarlo, por lo que el perro enflaquece y se asilvestra. Devuelto a su amo, parece que sus penalidades han terminado, pero la fatalidad, teñida de una notable crueldad, se interpondrá en su camino.
Los rigores de la estación y su consecuente falta de alimento obligan a los perros a vivir del pillaje. Este no es caso de Yaguaí, bien alimentado por su dueño, quien, sin embargo, debe defender su hacienda de los canes furtivos que aprovechan la oscuridad para robar gallinas. Una noche, el hombre oye unos ruidos que parecen indicar que un perro trata de forzar la cerca de alambre. Sin pensarlo, sale de la casa y dispara al presunto ladrón. En un momento de intenso dramatismo, su hija pequeña teme que la víctima sea Yaguaí, algo que el padre descarta. Tras un sueño tranquilo, a la mañana siguiente, el dueño y sus hijos descubren el cuerpo exangüe de su perro. Los niños, aún no contaminados por la crueldad de sus mayores, se emocionan y deben hacer un esfuerzo supremo para no llorar, lo que, como insinúa con elegancia Quiroga, la dureza del padre no hubiera aprobado.
LOS PESCADORES DE VIGAS
En este breve relato no aparecen el amor, la locura ni la muerte —no contamos al ahogado que descubre Candiyu en el río—, por lo que se aparta de los tres núcleos que vertebran la colección. Pero sí aparece una obsesión, la del indígena Candiyu por obtener el fonógrafo de mister Hall. De nuevo, como en Los Mensú, presenta Quiroga a los indios y a los blancos como dos mundos enfrentados: ingenuos y desvalidos los primeros, aunque inclinados por la necesidad a apropiarse sin violencia de bienes ajenos; astutos y tramposos los segundos, como este mister Hall que termina disfrutando de un elegante mobiliario gracias a la simpleza de Candiyu, deslumbrado por un aparato que le parece prodigioso aunque desconoce su valor monetario. Por tanto, puede leerse el cuento como una metáfora de la colonización americana, o de cualquier colonización, en la que los poderosos se valen de añagazas para obtener beneficio de los intercambios comerciales.
LA MIEL SILVESTRE
Siguiendo un recurso que utiliza habitualmente, Quiroga, valiéndose de un narrador en primera persona, presenta la peripecia de dos personajes que no serán en absoluto los protagonistas del cuento, pero que sirven como ejemplo ilustrativo de lo que se contará a continuación. Así, con cierta brusquedad, el narrador abandona la historia de sus primos para centrase en Gabriel Benincasa, un joven de espíritu poco aventurero que sucumbe a la fascinación de la selva. En un medio tan hostil, su temperamento confiado e ingenuo, esculpido al abrigo de la ciudad, lo conduce a una muerte horrenda por culpa de su glotonería, que ya había quedado subrayada al principio con una breve descripción de su aspecto físico: gordinflón y de cara rosada. La selva, como en otros relatos del autor, reclama sus derechos y termina devorando al intruso, que sirve de alimento a unas hormigas insaciables.
NUESTRO PRIMER CIGARRO
En este cuento, una breve anécdota de final feliz, no aparecen el amor ni la locura. Y la muerte —si descartamos la de Inés, que en cierto modo propicia los acontecimientos protagonizados por el narrador—, solo lo hace de una forma fingida. El fatuo y autoritario Alfonso, decidido a interpretar a sus veinte años el papel de padre de sus sobrinos, recibe una lección por parte de un niño de ocho años, que al cabo muestra un carácter más firme que el de su tío. La tensión entre ambos, que no puede templar una madre pusilánime, se resuelve en las última líneas cuando Alfonso, definitivamente burlado, acepta su derrota decidido a trabar lazos de amistad con su sobrino.
LA MENINGITIS Y SU SOMBRA
Para cerrar el volumen, Quiroga eligió otro cuento de final feliz, que no abundan en la colección. El relato comienza con intriga gracias a un recurso muy utilizado por los novelistas decimonónicos, el de las breves esquelas en las que un personaje cita a otro de manera misteriosa y perentoria. Poco después, a la vez que el protagonista y narrador, conocemos los lectores el motivo que inspiró la nota. Una joven bella y de buena posición, afectada por un raro trastorno mental, nombra insistentemente durante sus estados febriles a un hombre al que apenas ha tratado, el propio narrador. Pero cuando recupera la consciencia, lo olvida y no muestra mayor interés por él. Luego, recuperada la muchacha de la afección, Quiroga desarrolla una relación melodramática entre ambos, plagada de equívocos que se resuelven con la confesión del amor que sienten el uno por el otro. Al final, los lectores sabemos que la peripecia se narra desde el presente, endulzado por un matrimonio de idílicos perfiles.
1 El accidente, de no haber tenido tan trágicas consecuencias, hubiera parecido una escena cómica de cine mudo: Prudencio Quiroga, que regresaba de una cacería, tropezó y el arma que llevaba en las manos se disparó causándole la muerte.
2 La relación que estableció con su padrastro fue intensa y parece que su muerte afectó considerablemente a Quiroga. Señala Emilio Pascual (en Quiroga, Horacio: Cuentos de la selva, edición de Emilio Pascual, Anaya, Madrid, 1993, pág. 208) que el autor rememora la experiencia en el cuento titulado «Para noche de insomnio», publicado en 1899 en Revista del Salto.
3 Esta pasión ciclista, que le incitó a recorrer los 120 kilómetros que separan Salto y Paysandú y a plasmar sus impresiones en la nota periodística titulada «Para los ciclistas», le llevó a asistir en su primer viaje a París a un certamen sobre este deponte vistiendo una camiseta del equipo de Salto.
4 En la que fueron sus compañeros, Alberto J. Brignole y Julio J. Jauretche, sus primeros biógrafos, y José Hasda. Se reunían en una casa abandonada de las afueras de Salto y recitaban sus poemas frente a una pared que tenía una especial resonancia. El grupo se disolvió cuando Brignole y Quiroga abandonaron esta ciudad y se establecieron en Montevideo.
5 Quiroga, Horacio: Obras inéditas y desconocidas, volumen VIII, prólogo de Sergio Visca, Arca, Montevideo, 1967, págs. 10-11.
6 Quiroga, Horacio: Obras inéditas y desconocidas, volumen VIII. Prólogo de Sergio Visca, ob. cit., pág. 11.
7 Delgado, José María, y Alberto Brignole: Vida y obra de Horacio Quiroga, Claudio Carcía, 1939, pág. 60.
8 Delgado, José María, y Alberto Brignole: Ob. cit., pág. 60.
9 Se conserva un libro, Diario de viaje, en el que anotó sus impresiones.
10 Quiroga, Horacio: Obras inéditas y desconocidas, volumen VIII, prólogo de Sergio Visca, ob. cit., pág. 20.
11 Acallaron la inquietud que les producía este matrimonio y el traslado a la selva acompañando a su hija y a su yerno en la aventura.
12 Quiroga, Horacio: Obras inéditas y desconocidas, volumen VIII, prólogo de Sergio Visca, ob. cit., pág. 20.
13 Rodríguez Monegal, Emir: Narradores de esta América, Alfa, Montevideo, 1969, pág. 74.
14 Quiroga, Horacio: Cuentos de la selva, prólogo de Ana Alcolea, Edaf, Madrid, 2008, pág. 32.
15 Quiroga, Horacio: Obras inéditas y desconocidas, volumen III, prólogo de Mercedes Ramírez de Rossiello, ob. cit., pág. 9.
16 En la que coincide con el autor de El señor de las moscas, William Golding.
17 Los niños, en este sentido, son destinatarios y mediadores de las narraciones, como ocurre en la obra de Rudyard Kipling, al que Horacio Quiroga consideró su maestro.
18 Axel Münthe (1857-1949) fue un médico sueco que se instaló en Capri, donde escribió una obra autobiográfica, La historia de San Michele (1929).
19 Quiroga, Horacio: Obras inéditas y desconocidas, volumen VI, prólogo de Jorge Ruffinelli, ob. cit., pág. 16.
20 Vicente Batistessas fue un hombre deforme al que no permitían salir del hospital y que permanecía recluido en una especie de celda en el sótano —tal y como le ocurría a Joseph Merrick, el protagonista de El hombre elefante—. Parece que Quiroga, conocedor de su triste existencia, pidió que lo invitaran a abandonar su aislamiento y que accedieran a instalarlo en su propia habitación. Convivieron un tiempo hasta que el narrador decidió quitarse la vida, lo que convirtió a Batistessas en la persona que lo acompañó en su muerte.
21 Quiroga, Horacio. Obras inéditas y desconocidas, vol. VI, prólogo de Roberto Ibáñez, ob. cit., pág. 8.
* Respetamos la voluntad de Horacio Quiroga, que era contrario a poner comas en los títulos de los libros. Por eso, aunque muchas ediciones modernas incluyan una coma entre amor y de, el volumen lo publicó el autor con el título de Cuentos de amor de locura y de muerte.
22 Bratosevich, Nicolás: El estilo de Horacio Quiroga, Gredos, Madrid, 1973, pág. 148.
23 Anderson Imbert: Historia de la literatura hispanoamericana, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, pág. 194.